26 may 2024

Contra "Contra la Corriente" (libro de F.Morgenstern sobre Jaime Malamud Goti) (Versión bastante extendida)

Publiqué en Seul sobre (contra) el libro Contra la Corriente  https://seul.ar/morgenstern-malamud/

Aquí presento la versión (bastante) extendida de ese texto, y con notas al pie



Juicios de lesa humanidad, teorías interpretativas, y disputas penales. Discusiones en torno al libro Contra la corriente, de Federico Morgenstern (Buenos Aires, Ariel, 2024)

Roberto Gargarella

Introducción

En las líneas que siguen, quisiera avanzar algunos comentarios sobre el libro recientemente publicado por Federico Morgenstern, Contra la corriente. Confieso desde el comienzo que tomaré al libro como excusa para reflexionar sobre temas de teoría jurídica de primera importancia. Me refiero a cuestiones relativas a cómo debe interpretarse el derecho (i.e., ¿de acuerdo a principios estrictos o -como señala irónicamente Morgenstern- conforme a “la cara del cliente”); discusiones relacionadas con el modo en que pensamos las garantías penales (i.e., ¿deben aplicarse ellas a condenados por crímenes de lesa humanidad, como en el caso de la prisión domiciliaria?); y disputas sobre los vínculos entre “derecho y moral” (por ejemplo: ¿“moralizamos” indebidamente al derecho cuando pedimos -como ocurriera en el caso “Muiña”- que un condenado por crímenes de lesa humanidad no se beneficie por una norma que en apariencia no abarcaba a ese tipo de delitos, y que rigió apenas meses, cuando él se encontraba prófugo?). Al “tomar al libro como excusa” para discutir sobre estos temas, estoy seguro, no estaré siendo injusto con el autor, que en buena medida hace lo mismo con Jaime Malamud Goti: su excusa perfecta -tal como él confiesa al comienzo de su obra- para “ajustar cuentas” con el “pasado y presente” del derecho argentino (p. 38).

Antes de abordar críticamente al libro, permítanme elogiar el emprendimiento y los logros de su autor. Éstas serán, como otras veces, loas que precederán a (loas que anuncian) una serie de críticas por venir (me interesará decir, en particular, que la línea de argumentos principales que presenta el libro se basa en la descalificación de las posiciones que se le oponen, y la presentación de los “adversarios teóricos” en su peor o más absurda versión imaginable). En todo caso -aclaro- los elogios que quiero ofrecer para la obra y para Federico Morgenstern (un colega y ex alumno a quien aprecio y respeto) son por completo genuinos. A favor del libro, y de quien lo escribe, quiero decir que se trata de un texto muy bien escrito, ameno, muy divertido (con vocación de excéntrico), que gira especialmente en torno a una figura excepcional, y que no ha conseguido el reconocimiento público que su obra y acción pública (a veces heroica) sin dudas ameritan: Jaime Malamud Goti. Jaime -también un querido y admirado colega- desempeñó (junto con Carlos Nino, Genaro Carrió, Eduardo Rabossi, y Martín Farrell, entre otros) un papel absolutamente decisivo en las primeras discusiones jurídicas que se dieron en los inicios de la transición democrática. Él fue, sobre todo, una figura decisiva en la arquitectura jurídica del “Juicio a las Juntas”, esto es, el logro más importante, emocionante y digno de la perturbadora historia jurídica argentina. Por esta sola razón -digamos, por la reivindicación que hace de la figura de Jaime- el libro resulta valioso y digno de toda nuestra atención.

Ahora bien, como deja en claro Morgenstern, desde un comienzo, su libro es mucho más que eso -una biografía de, o un reencuentro con Jaime Malamud Goti. Aunque “el espíritu del libro es celebratorio” -confiesa el autor- se trata también de “un ajuste de cuentas con el pasado y con el presente” del derecho argentino. Así, en la primera parte de la obra, nos encontramos con un repaso sobre la vida e influencia de Jaime Malamud Goti (sobre la política de derechos humanos en la Argentina y sobre Morgenstern); mientras que, en la segunda, hay menos Jaime y más un examen sobre el devenir “jurídico argentino en materia de lesa humanidad” (con especial atención al trabajo del gran penalista que ha sido Marcelo Sancinetti, y una serie importante de referencias hacia otros teóricos del derecho relevantes -como Ernesto Garzón Valdés y Roberto Bergalli- y sus objeciones a la política de derechos humanos de Alfonsín). A través de un relato tan rico como deshilachado y arbitrario, el autor va llevando adelante su anunciado “ajuste de cuentas”. Ello así, por un lado, discutiendo a renombrados penalistas argentinos -Eugenio Zaffaroni, Julio Maier, Daniel Pastor entre ellos; y por otro, defendiendo, un poco a los gritos, las posturas que él mismo sostuvo, ya sea en debates públicos, ya sea como secretario letrado de Carlos Rosenkrantz, en torno a los fallos y decisiones adoptadas durante la (así llamada) “segunda ola de juicios de lesa humanidad”. En este último respecto, Morgenstern presenta algunas ideas que tratará en un libro próximo que (conforme adelantara en una conversación con Gustavo Noriega) estará destinado a criticar a quienes piensan las decisiones jurídicas a partir de “la cara del cliente”. Más todavía, en Contra la corriente, el autor bosqueja su propia aproximación a la teoría del derecho: una teoría relacionada con la noción de los “principios neutrales” defendida por el jurista Herbert Wechsler en los Estados Unidos. En lo que sigue, me ocuparé de examinar sólo algunos de los muchos e importantes “hilos” que el libro presenta y deja tendidos para que retomemos.

¿Principios neutrales?

Si el “sujeto” que recorre la obra es Jaime Malamud Goti, un tema que la unifica parece ser el de la aplicación estricta o “neutral” del derecho, un compromiso que Morgenstern sostiene en modo polémico, políticamente incorrecto, y en directa confrontación con lo que dicen (o les hace decir a) muchos de sus colegas. Morgenstern batalla ferozmente, en su libro, contra una visión alternativa del derecho, conforme con la cual “la identidad de los litigantes” -y no la letra de la ley- aparece como la “variable decisiva” a la hora de pensar sobre las sentencias judiciales. De acuerdo con esta postura alternativa, el derecho aplicable aparece apoyado en “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado” (p. 43). Para que se entienda, esta visión, en la Argentina, aceptaría renunciar a los principios y garantías básicos del derecho liberal, si quienes son juzgados formaron parte del Proceso de Reorganización Nacional (i.e., no les concedería la prisión domiciliaria, aunque tuvieran la edad para reclamarla; o los mantendría en el encierro, aunque lleven años como procesados sin condena). En el sostén de estas posturas, y por el modo en que lo hace, Morgenstern se alinea con las posiciones defendidas por Andrés Rosler -uno de sus mentores y principales referencias académicas.[1] Con Rosler, la obra de Morgenstern muestra notables coincidencias de fondo -las (saludables) obsesiones académicas que ellos comparten- y de forma -una vocación por incluir algún chiste culto o adelantar comentarios políticamente incorrectos que, en ocasiones, parece primar sobre la discusión del argumento sustantivo que presentan.

En lo personal, no coincido en absoluto con los contenidos del argumento teórico que recorre el libro (ni con los modos, más bien agresivos, en que se lo defiende). En todo caso ¿por qué es que puede decirse que la línea ácida que define al libro -la crítica a la visión que piensa el derecho de acuerdo con “la cara del cliente”- resulta fundamentalmente implausible? Las razones son múltiples, comenzando por el modo en que el autor reconstruye las posiciones que va a criticar. A dicha reconstrucción le resulta aplicable el mismo tipo de críticas que Morgenstern le dedica a la posición que objeta. Se advierten allí “consideraciones construidas exclusivamente en función del resultado deseado”.

En efecto, debiera ser obvio para cualquier lector (digamos así, “neutral”) que la posición que se critica en el libro -hacer derecho de acuerdo con “la cara del cliente”- resulta palmariamente indefendible: ¿quién podría (no digo admitir sino, al menos) argumentar públicamente en favor de algo parecido a ello? ¿Conocemos realmente a autores dispuestos a sostener una torpeza o enormidad semejante? Este solo dato debería constituir un llamado de atención para quienes pretenden leer el libro de Federico con la mejor buena fe posible. Buena parte de la argumentación que presenta Contra la corriente (un libro que hace y discute muchas cosas) se basa en la “construcción de un enemigo de paja” (precisamente “en función del resultado deseado”). Esta decisión -presentar al adversario en su peor versión o su versión más boba- es directamente contraria a la que aconsejaba John Rawls, cuando decía que “una doctrina no es juzgada de ningún modo hasta que no es juzgada en su mejor forma” (Rawls 2007, xiii).[2]

Frente a la posición (ridícula, insostenible, y de hecho no sostenida por nadie) de quien propondría que el derecho se oriente “conforme a la cara del cliente”, Morgenstern presenta como correcta (“ganadora”) a la postura propia (o la de Rosler, o la del juez Rosenkrantz): una victoria demasiado fácil. Al respecto, Federico toma como modelo a la posición que defendiera Herbert Wechsler, en los Estados Unidos -una postura que Wechsler desarrollara en polémica contra la result oriented jurisprudence (la que se define conforme al resultado que pretende alcanzar). Para Wechsler, el “test” que debía aplicarse en la resolución de los casos era el de los “principios neutrales”. La pregunta clave, al respecto, es si el juez aplicaría el mismo principio que aplica en el caso, si las personas beneficiadas por su decisión fueran otras, que le generan desagrado político o moral. Tratando de ser consecuente con el principio enunciado, Wechsler se hizo famoso (y ganó atractivo para el iconoclasta Morgenstern) criticando el fallo más elogiado en la historia de la jurisprudencia norteamericana -el fallo de la igualdad racial; el que terminó con la segregación racial en las escuelas, Brown v. Board of Education (1952/1954)- al que consideró inconsistente, y producto del mero deseo de los jueces de alcanzar dicho resultado (igualitario). Wechsler sostuvo entonces que no podía identificar, en el célebre fallo, cuál era el “principio neutral” igualmente aplicable a “un Negro o a un segregacionista.”[3]

Dicho lo anterior, y sin pretensión de refutar la teoría de Wechsler (que apenas he presentado), apunto algunas ideas, sólo para comprender mejor el debate en juego.[4] Primero: la idea de que no es posible o no es fácil encontrar un “principio neutral” aplicable a una decisión como la de Brown es curiosa, apenas se la piensa un poco. Son muchos los “principios neutrales” que, bajo reflexión, se nos aparecen enseguida. Para citar solamente algunas propuestas conocidas, el profesor Louis Pollak sugirió un principio del tipo “No majority race should subjugate a minority race”. Ronald Dworkin (a quien el juez Learned Hand contratara para discutir, justamente, su “Holmes Lecture” sobre Brown) pudo sugerir un principio diferente: “todas las personas deben ser tratadas con igual consideración y respeto.” Esto es decir -contra Wechsler o Morgenstern- parece perfectamente posible subsumir Brown bajo un “principio neutral”.[5] Segundo, y lo que resulta más importante: la breve consideración anterior sugiere un problema más estructural o de fondo, que afecta a la teoría de Wechsler, y explica en buena medida su pérdida de fuerza y su caída en desuso. Parece haber “principios neutrales” para todos los gustos (lo cual no es un argumento en contra, sino a favor, de los principios “con contenido moral”). Decir, entonces, que una cierta decisión jurídica se ajusta (o no) a un “principio neutral” implica, finalmente, decir demasiado poco.

¿El derecho “conforme a la cara del cliente”? Sobre el “2 x 1”, el devenir del caso “Muiña,” y la existencia de desacuerdos interpretativos razonables

Frente a la aproximación teórica que defiende Morgenstern (la, en su momento interesante, pero hoy pálida y alicaída, teoría de Wechsler), nuestro autor presenta a la que define como su contracara, esto es, la postura de Stanley Fish. Fish es un profesor de teoría literaria, posmoderno, seguramente muy valorado por sus estudiantes y seguidores, pero que ningún juez ha tomado jamás en serio, y que resulta completamente marginal dentro de la teoría jurídica contemporánea. De acuerdo con Morgenstern, para Fish “lo que cuentan son los compromisos morales” (p.45). Fish se quejaría porque -sigo citando a Federico- “los argumentos basados en principios llevan a resultados horribles” (sic) y “se hacen cosas malas” en su nombre (sic), cosas “contrarias a la agenda del liberalismo” (ibid.). Me pregunto: ¿qué puede explicar la necesidad de colocar en “el centro del ring” a un profesor de literatura, marginal en el derecho, a la hora de ilustrar las inconsistencias de la teoría que se critica? ¿Qué sentido tiene, por lo demás, recuperar de ese modo una postura como la de Fish, que -conforme a la curiosa reconstrucción de Morgenstern- propondría dejar de lado a los principios fundamentales del derecho porque generan resultados “horribles” y “cosas malas”? ¿Qué explica dicha actitud, sino la vocación de obtener una “victoria fácil”, ridiculizando al “enemigo”?

Ahora bien, la “victoria” que busca obtener Morgenstern, con el respaldo de dicha desnivelada discusión, no es un triunfo dentro del debate académico anglosajón (el autor aparece ajeno a dicho debate, y las discusiones en torno a Wechsler y los “principios neutrales” se diluyeron hace muchas décadas). Lo que le interesa el autor es intervenir en la discusión política-jurídica argentina, para “ajustar cuentas” contra algunos colegas que intervinimos en algunos debates particulares: los relacionados con “la segunda oleada de los juicios de lesa humanidad”. Tales debates incluyeron, en particular, polémicas jurídicas surgidas en torno a ciertos fallos (“Muiña,” “Batalla”) y leyes (como la “ley interpretativa” 27362) en los que Morgenstern intervino de modo activo -así, en particular, a través de argumentos luego utilizados desde la Corte Suprema, por el Juez Carlos Rosenkrantz, a quien él asesorara en tales temas. Por las dudas, aclaro que dicha pretensión (la de apelar a teorías abstractas para intervenir en la discusión política local) me resulta comprensible y encomiable, más allá de que no acuerde con los “argumentos” a los que recurre el autor para defender su postura.

En este punto, Morgenstern se muestra molesto con quienes adoptaron posturas diferentes de la suya (o la de Rosenkrantz, o la de Rosler, o -en parte- a las del propio Jaime). En particular, él aparece llamativamente irritado frente a posiciones tomadas en los temas de lesa humanidad por algunos ex miembros del grupo de asesores que trabajara con Carlos Nino -él menciona a mis amigos Marcelo Alegre, Hernán Gullco, Roberto Saba, y a mí mismo. El problema (con él o con ellos) se habría originado por las críticas que todos nosotros hicimos a la decisión de la Corte en el caso “Muiña,” cuando el tribunal aplicó el principio liberal de la “ley más benigna” -en este caso la ley “2 x 1” (desde nuestro punto de vista, incorrectamente) en un caso de lesa humanidad.

Dejando de lado las inaceptables provocaciones que formulara el autor, y que ninguno de mis amigos merece, [6] voy a centrarme brevemente en la disputa que el autor encara conmigo. Según parece, Federico identifica mi visión en la materia como paradigmática de la de quienes, en la Argentina, hacen derecho “mirando la cara del cliente”. De manera especial, él se aferra, en su crítica a mi postura, a un texto que escribí hace muchos años, primeramente en mi blog (seminariogargarella.blogspot.com), y en donde hablara, entre otros temas, de “el test de la mirada” que Morgenstern describe de un modo desopilante, y que genera miedo de solo leerlo. Conforme al test que propongo -según la curiosa reconstrucción de Federico- “las garantías penales quedarían supeditadas a que los acusados puedan ver a los ojos al resto de la sociedad para convencerla de que son merecedoras de esas garantías” (p.43).[7] Contra mi postura (así descripta), Morgenstern sostiene que el derecho debe “procurar la consistencia y evitar el doble estándar” que aparece cuando “se condena a un oponente por hacer o decir algo que sería excusado o aprobado” si lo hubiera hecho un “amigo o aliado” (p. 56).

La discusión que se abre en este punto -que me afecta directamente- es amplísima, pero aquí me contentaré con marcar unas pocas cuestiones que espero nos permitan hablar de los asuntos en juego en términos más generales. Lo primero que marcaría es que su reconstrucción de una postura como la mía reproduce el problema que ya habíamos detectado en su obra, en relación con su presentación de la posición con la que rivaliza (el “derecho según la cara del cliente”) o en su resumen de una postura como la de Stanley Fish (“estoy en contra los principios legales, porque generan resultados horribles y producen cosas malas”). Quiero decir, ante todo: no se puede hacer derecho o crítica teórica presentando al rival en su versión más implausible o ridícula. En segundo lugar, yo, como tantos críticos de “Muiña”, no objetamos el fallo de manera inconsistente y a partir de un “doble estándar” (“no nos gustó porque favorecieron a un represor”). En lo personal, hace décadas que defiendo posiciones principistas y garantistas al extremo, en la materia (y por ello muy polémicas). Por partir de donde parto, no he estado nunca de acuerdo con la negación de la prisión domiciliaria para los represores a quienes, por su edad, les corresponde dicho beneficio; ni me ha parecido jamás permisible el mantenimiento en prisión de personas procesadas pero sin condena; o me he pronunciado por el valor de las comisiones de verdad; o he criticado -para todos los casos, sin excepción- la privación de libertad como “primera y común respuesta” del derecho.[8] Quiero decir, la crítica de Morgenstern en la materia (crítica según la cual personas como yo mantenemos un “doble estándar”) es por completo falsa: a mi pesar, defiendo cotidianamente posiciones controvertidas, que generan respuestas agresivas hacia lo que digo, desde los más diversos ángulos del espectro político. En tercer lugar (algo que me resulta notable y llamativo) el texto que escribiera y en el que se basa Morgenstern para criticarme (el del “test de la mirada”), argumenta explícitamente contra los operadores jurídicos que recurren a artilugios interpretativos para hacerle decir al derecho aquello que tienen ganas de que el derecho diga. Esto es: como prefiere Morgenstern, el objeto de mi crítica son las interpretaciones “cualunquistas” o cínicas del derecho.[9] Quiero decir, la crítica de Morgenstern equivoca radicalmente su blanco, cuando me ataca por no hacer lo que explícitamente hago; o me acusa por hacer lo que rechazo que se haga. En cuarto lugar, y lo que es más importante, la crítica que yo, como tantos, hicimos a un fallo como el de “Muiña,” lejos de basarse en la mera preferencia por obtener un resultado determinado (result oriented jurisprudence), se afirma en una postura garantista y principista, basada en una teoría interpretativa razonable que, simplemente, es distinta de la que afirma Federico. Quiero decir: la disputa en juego no es una que sitúa, por un lado, a los “garantistas” que pretenden aplicar el derecho de modo estricto “caiga quien caiga” y, por el otro, a los “salvajes” que quieren hacer trampas con el derecho, para aplastar a sus enemigos. Se trata, más bien, de una disputa entre garantistas que leen el derecho de modo diferente, a partir de los razonables desacuerdos que los separan. Reconocer esto sería "tomar en serio la discusión," y no “sobrarla,” de manera ofensiva o arrogante, para dejar a los rivales “cantando karaoke.”

Para el caso particular del fallo “Muiña,” me interesó sostener (no que Muiña debía ser privado de los beneficios derivados de la vigencia del derecho penal liberal y la ley más benigna, sino) que no era nada obvio que la persona del caso (no importa si era un represor o un monje que había cometido crímenes aberrantes) pudiera alegar en su favor una norma que rigió muy poco tiempo, mientras él estaba prófugo de la justicia, y regía una amnistía para los crímenes de lesa humanidad (lo cual nos permite reconocer que los legisladores dictaron el “2 x 1” sin reflexionar, naturalmente, sobre el impacto que podía tener dicha medida en relación con los crímenes aberrantes de la dictadura). En mi blog, ilustré la situación con este ejemplo "¿Qué razón puedo alegar yo, frente a mis conciudadanos, para que no me apliquen las penas vigentes en el 2000 (cuando cometí el crimen); ni las vigentes en el 2002, cuando es electo el actual gobierno: ni las vigentes en el 2003, que es cuando me encuentran; ni las vigentes en el 2004, que es cuando me condenan; sino las del 2001, que es cuando estaba prófugo?" Ello, sin entrar a considerar todavía el hecho fundamental de que el régimen penal que rige para condenados por lesa humanidad, se encuentra sometido a principios (vinculados con el derecho internacional de los derechos humanos) que no son idénticos a los que rigen sobre “presos comunes” (a ellos se refería la ley del “2 x 1”). Quiero decir: el caso “Muiña” estaba lejos de tener una solución obvia -la propiciada por Rosenkrantz o por Morgenstern. O, en otros términos, el “derecho penal liberal” no se encuentra obviamente de su lado (y, por lo demás, existen muy buenos argumentos -liberales- para sostener las posiciones que afirman sus “adversarios”).

Por todo lo dicho, una conclusión como la que me atribuye Morgenstern, conforme con la cual las garantías constitucionales deben resultar -a mi criterio- dependientes de la capacidad del acusado de (mirarnos a los ojos y) convencernos de que las merece, es falsa (a sabiendas, diría), absurda y por lo tanto ofensiva: las garantías constitucionales son incondicionales, y en todo caso el problema consiste en delimitar los alcances precisos de su extensión. La mala noticia, en todo caso, no es que el derecho liberal no rige, sino -simple y obviamente- que el derecho actúa y se aplica dentro de un marco social de desacuerdos, que nos obliga a pensar, precisar y justificar nuestras teorías interpretativas, en lugar de simplemente darlas por buenas.[10] Morgenstern, en todo caso, y frente a sus críticos, adopta la estrategia del “lecho de Procusto”: asumiendo que quienes no pensamos como él tenemos determinada ideología que él repudia, deduce que entonces debemos estar pensando lo que no pensamos; que defendemos resultados que repudiamos; y que desconocemos garantías que incondicionalmente reivindicamos: una pura “tontería en zancos.”

Sobre leyes y teorías interpretativas

El último giro que trajo “la saga Muiña” (giro interesantísimo, sobre el que he escrito, pero que aquí sólo mencionaré de modo breve)[11] tiene que ver con la “ley interpretativa” 27362. Dicha norma fue aprobada de forma unánime (menos un voto) por el Congreso de la Nación, luego de una multitudinaria movilización popular, y dispuso la inaplicabilidad del cómputo del ‘2x1’ a los crímenes de lesa humanidad. La ley fue seguida de una nueva decisión (razonable) de la Corte, en “Batalla” (con disidencia de Rosenkrantz), para revertir su decisión previa en “Muiña”.[12] Para Morgenstern y su círculo, la resolución de todo ese proceso (críticas a “Muiña”-movilización popular- ley interpretativa aprobada de forma casi unánime- “Batalla” revirtiendo “Muiña”) representó un escándalo jurídico (“la muerte del derecho penal liberal en la Argentina”).

Desde mi punto de vista, lo ocurrido nos habla de una situación difícil y trágica, pero no de un horror jurídico que derivó en (algo así como) el fin del derecho penal liberal en la Argentina. Para comenzar por lo obvio: debe resultar claro para cualquiera, apenas mira a su alrededor, que nada de lo ocurrido desde entonces (desde la decisión de “Muiña,” digamos) representó, de ninguna manera, el colapso del derecho penal liberal en la Argentina. Las garantías penales regían entonces y siguieron rigiendo desde entonces, y ningún analista serio puede sostener (algo así como) que “se terminó el estado de derecho en la Argentina”. Nadie piensa que haya habido un “antes y un después” en materia de garantías, a partir del caso “Muiña.” Otra cosa es mantener -como yo también lo hago- que nuestro derecho penal, desde siempre (y de forma por completo independiente de “la saga Muiña”), convive con situaciones anómalas e indefendibles (i.e., procesados detenidos sin condena, durante años: ya sea sujetos que han cometido faltas menores, como el tráfico de estupefacientes, ya sea criminales de lesa humanidad).

Morgenstern o Rosler parecen sostener, en cambio, la tesis de “un antes y un después” de “Muiña”. Permítaseme señalar, como nota al pie, que es curioso que Morgenstern se refiera al desmoronamiento del derecho penal liberal en la Argentina, a partir de la discusión de un caso difícil y muy acotado (la aplicación de los beneficios del “2 x 1” a los condenados por crímenes de lesa humanidad), a la vez que celebra el coraje cívico y la “adultez” de Jaime Malamud Goti (el “adulto en la sala”, p. 173) al redactar y propiciar la controvertida “ley de obediencia debida”. Como dijera Nino, en su momento, dicha ley implicó vulnerar gravemente el principio de igualdad ante la ley, reivindicando socialmente a quienes habían secuestrado y torturado.[13] En todo caso, cabría señalar que, si hubo una quiebra grave del derecho penal liberal (una construcción del derecho a partir de “la cara del cliente”), en la Argentina, fue a partir de esa “ley de obediencia debida” que -debe quedar claro- excedía indebidamente los compromisos anunciados en campaña, por el Presidente Alfonsín (como se le criticó en los debates legislativos, la “obediencia debida” abarcó casos de secuestros extorsivos o de tortura que se asumían originalmente excluidos de cualquier “obediencia razonable” o “esperada”: se trataba de excesos inaceptables, y que la “ley de obediencia debida”, a pesar de las limitaciones que establecía, todavía receptaba como “obediencias debidas”). Repito, entonces: ¿cómo celebrar la “adultez” de Jaime, al propiciar esa “ley de obediencia debida” y, al mismo tiempo, desgarrarse las vestiduras por el colapso del derecho penal liberal, con la interpretación del “2 x 1” (cuestión a la que Federico denuncia como la llegada de un derecho penal “conforme con la cara del cliente”)? ¿Será, simplemente, que lo que se busca con el libro es otra cosa (i.e., privilegiar los comentarios polémicos o políticamente incorrectos, con completa independencia de toda preocupación por la “consistencia” y ausencia de “doble estándar” que se reclama desde las primeras páginas)?

De manera similar, Rosler, en el texto citado de 2018 (sobre “el estado de derecho para todas las estaciones”), trivializa el conflicto interpretativo en juego declarando, simplemente, que el Congreso se equivocó al dictar la ley interpretativa, y que la Corte se equivocó también, en “Batalla”, al reconocerle valor a esa ley. Ello así como si, de algún modo, y a través de dicho proceso, se hubiera buscado ajusticiar a los enemigos del pueblo, vulnerando lo establecido por el derecho argentino. Subraya Rosler: “semejante disposición” -la ley 27362- “es claramente inconstitucional, tal como surge hasta de una muy rápida lectura del art. 18 de la Constitución”. Según entiendo, éste es, precisamente, el tipo de afirmaciones arrogantes que no podemos hacer: frente a un caso difícil, que nos exige un enorme esfuerzo interpretativo, y en el que intervienen la ciudadanía, todo el Congreso y la Corte, con posiciones compartidas, afirmo que, en verdad, el que lleva la razón soy yo, proclamando que la resolución del caso es “claramente inconstitucional”, según la rápida lectura que hago del artículo 18. Reclamaría, frente a tales dichos, un poco de modestia constitucional -alguna duda sobre la fortaleza y “verdad” de la propia posición.

Para que se entienda lo señalado: no estoy afirmando que la interpretación correcta de una norma controvertida es la que surge del otro lado de la ecuación, esto es, la que ocasionalmente (“en la plaza”) recibe respaldo mayoritario. Estoy simplemente resistiendo la postura elitista que afirma “yo soy quien entiende el significado del derecho; todos los demás están haciendo derecho conforme con la cara del cliente” (haciéndole “trampa” al derecho para condenar a su enemigo). Esto no es así: no discutimos, aquí, sobre si vamos a respetar o no el principio de “debido proceso” o “ley más benigna”, sino sobre la aplicación del principio de “ley más benigna” en un caso muy difícil. El caso era difícil, insisto, por varias cuestiones a las que me refería en mi texto del 2018: i) el legislador dictó la ley del 2 x 1 consciente de que los beneficios que dicha ley reconocía no iban a aplicarse sobre los delitos de lesa humanidad, entonces amnistiados; ii) el delito en cuestión (desaparición de personas) es un delito “continuo”, que por lo tanto el acusado “lo seguía cometiendo” (el Código Penal y el principio de ley más benigna aludiría en cambio a delitos ya terminados); iii) los crímenes de lesa humanidad siempre “corrieron por cuerda separada” en relación con los demás delitos, tanto por su gravedad, como por las exigencias de la comunidad internacional en la materia.

Tales situaciones no representan un “invento” destinado a manipular al derecho a nuestro gusto (conforme con “la cara del cliente”), a partir de la “excusa” de una grave dificultad interpretativa. Esto es, sin embargo, lo que sugiere Rosler en su texto del 2018, cuando sostiene -banalizando la discusión una vez más- que “no faltan los acólitos de Chavela Vargas que creen que la sola existencia de gente que cree que la ley del 2 x 1 requiere una ley interpretativa demuestra que la ley del 2 x 1 no es clara”. Desde mi punto de vista, nos enfrentábamos entonces a una trágica cuestión interpretativa, propia de un caso muy difícil, y optamos por buscar la respuesta de un modo que, en principio, podemos considerar democrático y constitucional, esto es, recurriendo a todo nuestro aparato institucional, en sus máximos niveles (incluyendo al Congreso, que respondió de forma casi unánime, y a los tribunales, que incluyeron la intervención de la Corte, es decir, a su máxima instancia). En una democracia constitucional, dicha vía de respuesta -o, más bien, el procedimiento escogido para obtenerlo- resulta, en principio, razonable y sensato: se trata del modo en que las democracias consolidadas buscan actuar, esto es, consultando a los órganos democráticos y habilitando la intervención de todos sus organismos de control.

Lo dicho nos refiere a (o torna visible) un último punto, que aquí meramente menciono, y que tiene que ver con las teorías interpretativas. El hecho es: lo admitamos o no, siempre recurrimos a teorías interpretativas, para dar respuestas a los interrogantes y dudas jurídicas que se nos aparecen. Estamos interpretando el derecho (o directamente proponiendo, de forma más o menos explícita, una teoría interpretativa) cuando decimos “el problema se resuelve así porque es lo que dijo el constituyente”; o “esto es lo que había escrito (Juan Bautista) Alberdi en su proyecto originario;” o “esto es lo que significa la expresión ‘más benigna’ según el diccionario”; o “ésta es la conclusión a la que llega toda la doctrina comparada;” o “esto es lo que establece la Declaración de los Derechos Humanos”; o “esto es claramente inconstitucional, como se deduce de la rápida lectura que hago del artículo 18”. Cualquiera de estas afirmaciones nos compromete con una particular teoría interpretativa (originalista; del “living tree”; teleológica; de interpretación literal; etc.). Quiero decir: el mundo de la interpretación jurídica no se divide entre quienes nos proponemos interpretar el derecho y quienes simplemente “lo leen” y nos revelan su sentido “verdadero”. El mundo jurídico se divide, más bien, entre doctrinarios que sostienen teorías interpretativas diferentes. La teoría interpretativa por la que yo abogo (y que no voy a defender aquí, porque ya lo he hecho en otros lados), tiene que ver con las concepciones “dialógicas”, y sostiene que, ante los casos difíciles (i.e., cómo pensar el aborto, o el matrimonio igualitario, o las leyes del perdón), lo mejor que podemos hacer es (no votar simplemente, ni imponerle a nadie nuestra visión sino) recurrir a un proceso de discusión colectiva, que incluya a la sociedad civil, y a todo el aparato institucional y de controles del que disponemos.[14] En tal sentido, y por ejemplo, la discusión que iniciamos en el 2018 sobre el aborto (y, entonces, cómo interpretar ideas como las de “vida” o “libertad” o “dignidad” en temas de salud reproductiva, a la luz de nuestro derecho “local” y el derecho internacional de los derechos humanos) representa una excelente muestra del tipo de procesos por los que abogo: frente a nuestros más fundamentales desacuerdos jurídicos, necesitamos abrir una discusión pública, en la que intervenga, en lo posible (y como ocurriera entonces) toda la sociedad, y en la que participen, de forma también protagónica, todo nuestro entramado institucional, incluyendo obviamente al Congreso y a la Corte Suprema. No digo que todos los casos posibles puedan o deban resolverse así, sino que señalo que hay muchas formas razonables de pensar y resolver los desacuerdos jurídicos que tenemos (y no una sola: la que se sostiene en libros como Contra la corriente).

Conclusión

Concluyo volviendo al comienzo. Me interesó, en las páginas anteriores, tomar la ocasión de la llegada de este nuevo libro de Federico Morgenstern -que celebro- para debatir sobre algunos de los muchos temas, y las muchas cuestiones jurídicas fundamentales que la obra plantea. El libro de Morgenstern nos ayuda a revalorizar el enorme valor del trabajo y los aportes realizados por un jurista algo olvidado -Jaime Malamud Goti; nos fuerza a repensar cuestiones fundamentales de teoría interpretativa; nos exige discutir sobre los modos en que pensamos sobre los casos difíciles en la Argentina (muy en especial, los relacionados con los juicios de lesa humanidad); nos sugiere volver a indagar en torno a las relaciones entre derecho, moral y política, etc. Por todas las razones anteriores, y más allá de las muchas críticas que me merece, quiero aplaudir la publicación de Contra la corriente, el importante estudio que nos presenta Federico Morgenstern.



[1] Andrés Rosler, Si quiere una garantía compre una tostadora, Buenos Aires: Ediciones del Sur (2023).

[2] John Rawls, Lectures on the History of Political Philosophy, Harvard U.P. (2007).

[3] Wechsler presentó esa postura, entonces polémica, en su conocida “Holmes Lecture”, que ofreciera en la Universidad de Harvard de 1959, un año después de otra notable “Holmes Lecture”, elaborada por el juez Learned Hand, también de modo crítico hacia el fallo Brown (en el caso de Hand, en razón de la actitud “activista” asumida por los jueces).

[4] Tal vez tenga sentido recordar que Wechsler argumentó, en su momento, desde una escuela floreciente (algo conservadora) -la del Legal Process- que abogaba por la estricta separación entre “derecho y política”, y buscaba diferenciarse de la influyente escuela (algo progresista) de los “Realistas” (Legal Realists) quienes, a comienzos del siglo xx, describían al derecho vigente como uno íntimamente vinculado con (sino directamente dependiente de) la política.

[5] Valga decir, por lo demás, que ya hace mucho tiempo que nadie parece “discutir Brown”, o pensar que el mismo nos refiere a un fallo “político”, o propio de una facción “progresista” o “conservadora”, deseosa de imponer su visión sobre la visión contraria.  Dentro de la doctrina, tanto conservadores como liberales parecen estar plenamente de acuerdo con él: ya nadie lo cuestiona seriamente.  En tal sentido, y por ejemplo, Cass Sunstein (el constitucionalista más leído de las últimas décadas), en uno de sus últimos libros, directamente presenta a Brown como principal ejemplo de un “caso de referencia” o benchmark. Cass Sunstein, How to Interpret the Constitution, Princeton University Press (2023).

[6] En su interesante conversación con Gustavo Noriega, Morgenstern llega a responder -de forma insolente y temeraria- que “el problema no es Nino, sino los discípulos de Nino…que hicieron karaoke con su obra” (al minuto 12 de la conversación).

[7] De modo similar, Rosler formula la pregunta (absurda, en el sentido de que nadie podría responderla por la afirmativa) de si quienes “son dignos de contar con las garantías penales son quienes puedan convencer a la sociedad de sus merecimientos morales, probablemente en una plaza”. Ver, Andrés Rosler, “El Estado De Derecho Para Todas Las Estaciones” En Disidencia https://endisidencia.com/2018/12/el-estado-de-derecho-para-todas-las-estaciones/ (8/12/2018)

[8] Roberto Gargarella, Castigar al Prójimo, Buenos Aires, Siglo XXI (2016).

[9] Critiqué entonces a un "derecho penal cínico u oportunista,” que veía “promovido, en particular, por muchos practicantes especialistas en lidiar con imputados millonarios, que necesitan que el derecho penal no sea sensato y asequible a todos, sino una maraña de confusiones técnicas que nadie reconoce bien, y que permiten que en el “río revuelto” ganen los abogados mejor conectados –los que tienen vínculos con funcionarios judiciales capaces de inventar lecturas cualunquistas, por completo irrazonables, del derecho." https://seminariogargarella.blogspot.com/2017/05/como-pensar-la-garantia-de-la-ley-penal.html

 

[10] En este sentido, el “test de la mirada” al que me refiero, y que ridiculiza Morgenstern, no es un principio decisorio ni un criterio jurídico que aconsejo adoptar a los jueces, sino un “test moral” (que tomo del filósofo político Philip Pettit), destinado a ayudarnos a pensar a nosotros, ciudadanos, sobre situaciones morales controvertidas o “casos difíciles” (en Pettit, casos vinculados con la libertad y la falta de libertad; y, en mi caso, sobre dilemas jurídicos). Lo propuse entonces, como parámetro para ayudarnos a reflexionar sobre dilemas de interpretación jurídica: Me pregunté entonces ¿puede alguien mirarnos de frente y decirnos que el derecho debe ser interpretado de modo tal que lo proteja, frente al crimen que cometiera, a partir de una norma referida a otro tipo de crímenes, que rigiera apneas meses, y aplicada durante el tiempo durante el cual él se encontraba prófugo de la justicia? Una pregunta semejante no pretende afectar ni socavar ninguna de las garantías penales y constitucionales que nos corresponden (debido proceso, defensa en juicio, ley más benigna): todas ellas quedan vigentes y activas, independientes de este tipo de razonamiento. Otra cosa es la decisión sobre lo que la doctrina llama “casos difíciles”, donde tenemos dudas sobre el alcance exacto de una norma. Por ejemplo: ¿cómo tratar la “lluvia” de excepciones y nulidades que suelen plantear los abogados de los grandes criminales, para demorar o impedir el inicio de una causa? Plantearse esa pregunta y tratar de evitar abusos, es totalmente compatible con el pleno compromiso con el resguardo de todas las garantías penales. La situación tiene algún paralelo con el caso Riggs vs. Palmer, 115 N.Y. 506 (1889), que interesara tanto a Ronald Dworkin en los Estados Unidos, como a Genaro Carrió en la Argentina. Carrió -un positivista hartiano- se refirió al caso como el del “nieto apurado”, esto es, el caso del nieto que mataba a su abuelo, para cobrar la herencia que le tocaba, luego de cumplir su condena. La teoría del derecho se preguntó, durante años, si ese nieto tenía derecho a cobrar su herencia, luego de matar a su abuelo, y la pregunta recorrió la historia del derecho, desde entonces. El caso se convirtió en paradigmático para pensar la relación entre derecho y moral, desde hace más de un siglo, y nadie se planteó nunca que reflexionar sobre los interrogantes allí planteados llevaba al colapso del estado de derecho. Con lo que quiero decir que se trata de preguntas que no son ridículas ni absurdas, y que no deben ser presentadas como si tuvieran una única y obvia respuesta -la del “cumplimiento de la letra ciega de la ley”- que pone a todos quienes la confrontan en la vereda de los moralistas o los ridículos.

 

[11] Ver, por ejemplo, el texto que publicara entonces en el Diario Clarín, el 4/12/2018 https://www.clarin.com/opinion/ley-2x1-interpretacion-constitucion-nuevamente-debate_0_Lix8CmdQP.html

[12] La Corte sostuvo al respecto -y, para mí, de forma muy razonable- que “La existencia de leyes interpretativas como la 27362, que establecen el significado que debe dársele a una ley sancionada con anterioridad (en el caso la ley 24390), ha sido pacíficamente reconocida por la Corte Suprema de Justicia (doctrina de Fallos 134:57; 187:352, 360; 267:297; 311:290 y 2073), a condición de que dicha norma pueda ser objeto de control judicial. Este control abarca tanto el análisis respecto de si la ley –más allá de la denominación que le asignen los legisladores- califica como ‘interpretativa’ (a este escrutinio los jueces lo llamaron “test de consistencia”), como así también el estudio respecto de si su contenido es razonable y no violenta ningún derecho fundamental (a este estudio los magistrados lo llamaron “test de razonabilidad”)…Respecto del “test de consistencia” los jueces Highton de Nolasco y Rosatti concluyeron que la ley 27362 encuadra dentro del marco ‘interpretativo’ porque no modifica retroactivamente la legislación penal en materia de tipificación delictual o de asignación de la pena, sino que aclara como debe interpretarse la ley aplicable al caso…”

https://www.cij.gov.ar/nota-32689-PENAL---Inaplicabilidad-del-beneficio-del-2x1-para-los-delitos-de-lesa-humanidad.html

 

[13] Carlos Nino, Juicio al mal absoluto, Buenos Aires: Siglo xxi (2015).

[14] Roberto Gargarella, El derecho como conversación entre iguales, Buenos Aires: Siglo xxi (2023).


23 may 2024

Es el respeto!

 Publicada en Ñ



Es el respeto!

 

Roberto Gargarella

 

Quisiera, en las líneas que siguen, explicar por qué, y contra lo que algunos alegan, los maltratos que ejerce y los insultos que lanza cada día, el Presidente, no representan un admisible “precio a pagar”, a cambio de hipotéticas reformas, ni un “dato menor”, como si lo relevante fueran sus “actos”, y no sus “palabras”. Me interesa mantener que es al contrario: que sus acciones no tienen valor alguno, si no están moldeadas por la consideración y el debido respeto hacia cada uno.

 

Imaginemos a un padre de familia que maltrata a sus hijos, los insulta cotidianamente, los avergüenza en público, y que a la vez recurre a la violencia verbal contra su pareja cada vez que puede. Ese mismo padre -supongamos- ha conseguido trabajo, por fin y, según parece, eso va a permitir que la familia salga de la difícil situación económica que atraviesa. No lo sabemos aún, pero es lo que dicen algunos. En mi opinión, aún si la familia consiguiera, por fin, salir de la emergencia económica (algo que aún no sabemos), eso no justificaría ninguna de las violencias que el padre ejerce: nunca. Ni uno solo de los insultos, ni uno solo de los maltratos verbales. Ello, aunque algunos nos señalen que se trata de “el precio a pagar” para salir adelante. No lo es de ningún modo. No hay por qué aceptar esa extorsión económica como si todo lo demás -el maltrato cotidiano- fuera dispensable -un costo necesario para el progreso.

 

O imaginemos el caso de un maestro de escuela, que -según dicen- está bien formado, y que hoy aparece como nuevo reemplazo, luego de una cadena de predecesores que parecían ignorarlo todo sobre su disciplina. Supongamos, también, que el nuevo maestro humilla a sus alumnos cuando puede, dice groserías en clase, o se queda inmóvil -indiferente- cuando uno de sus estudiantes se le desmaya, frente a un coro de padres, durante un acto (el maestro, pongamos, se burla y hace alguna broma de mal gusto, de espaldas al caído). Otra vez: ese maestro puede conocer bien a su disciplina, puede recibir elogios de algunos de sus pares, pero fracasa de modo estrepitoso en todo lo que realmente importa. Todo lo que importa incluye, por ejemplo, el respeto hacia el alumnado, el buen trato incondicional y permanente, el dar ejemplo e inspirar a su clase. Ese maestro, aun bien formado (un hecho que aún no resulta claro) no entendió de qué se trata su tarea. Ello, aunque algunos proclamen que se trata de nuestra “última oportunidad.” Hay demasiado camino por delante, y no hay porqué resignarse, jamás, al destrato.

 

Lo mismo para el caso de un administrador recién llegado -digamos, uno que reemplaza a un “patrón de estancia” ya decadente- que nos asegura que volverá a convertir a las cansadas o abandonadas tierras, en tierras productivas. Si ese promisorio administrador tratase como bestias a sus empleados, o no perdiese ocasión para despreciar a sus trabajadores, debería ser obligado a rectificarse, y a pedir disculpas por los perjuicios causados. Ello, aunque algunos insistan en que se trata de “problemas menores” o “cuestión de detalles”. El crecimiento económico no necesita, en absoluto, de injurias ni de agravios: puede y debe crecerse de otro modo. Si las ofensas hacen a la esencia del administrador, entonces empecemos a buscarnos otro: no lo necesitamos.

 

Obviamente, incluyo los ejemplos anteriores para hablar del Presidente argentino, que nos avergüenza en los foros internacionales (mientras escribo esto, el Presidente se encuentra en España, insultando sin pruebas a la esposa del Primer Ministro, como semanas atrás tratara de homicida al Presidente de Colombia); que repudia el discurso de los derechos humanos en el país del Nunca Más; que utiliza cada resquicio para denigrar las causas del feminismo, en el país del Ni una menos. Me refiero al mismo que habla de “ratas” para referirse a nuestros representantes; o de “ensobrados” para referirse a toda la prensa. No me detengo a comentar, como quisiera, lo que podemos sentir las personas de izquierda, con un Ejecutivo que cada día, dentro o fuera del país, nos trata de “asesinos,” “excrementos” o “cáncer de la humanidad,” e invita (con las connotaciones e historia que tienen esos términos, en la Argentina), a no ser “tibios” en la “batalla” contra el “zurdaje”. Alguien podría argüir al respecto que somos una pequeña minoría (como si ello fuera excusa para la agresión, y no una razón especial para el cuidado), pero eso no es lo que piensa el Presidente: el Ejecutivo se confiesa un “libertario en un país de zurdos”, con lo cual admite que -según su delirante imaginario- él dirige sus peores insultos hacia la gran mayoría de sus gobernados. El Presidente debería abandonar sin miramientos esa batalla exasperada, y pedirnos perdón por todos los daños ya causados. Ello, aunque algunos aleguen, frente a tales daños, que lo relevante es lo que el Presidente hace, y no lo que habla. Como si la debacle institucional que vivimos (i.e., en política internacional; en los nombramientos para la Corte Suprema; en los desesperados intentos de gobernar por decreto) no importaran, y mucho menos “la materia” con que se da forma a tales decisiones.

 

Ronald Dworkin -tal vez el jurista más importante del siglo xx- sostuvo que todo el valor de la Constitución podía resumirse en una sola línea: el compromiso de tratar a cada uno con “igual consideración y respeto.” Esto es decir: el debido respeto a cada uno es la “materia” con la que deben concebirse y moldearse todas las políticas públicas, y a dicho objetivo es que deben estar orientadas. Entonces, las humillaciones cotidianas no constituyen un “precio a pagar”; ni representan “cuestiones menores”; ni se excusan porque “no nos quedan chances”. Como en la agresión marital, o en los agravios del maestro, o en los insultos del patrón, esos embates no se justifican nunca, y no nos hacen responsables a nosotros. Son ellos los responsables, y son ellos quienes deben hacerse cargo de sus maltratos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


3 may 2024

Llegan (en Junio) los Apuntes Italianos! Ojo ahí!

 


Va con los comentarios de contratapa completos de Leila Guerriero y Martín Caparrós (tuvimos que recortarlos para la contratapa)

Leila:
Viajero ritual cuando regresa a ciudades que conoce, o viajero sorprendido cuando llega a ciudades desconocidas, Gargarella mantiene la gracia y la elegancia de un flaneur, la curiosidad de un novato y la serenidad y la paciencia de un espíritu contemplativo para construir este fresco de postales escritas. De Sicilia a Nueva Delhi, de Nueva York a Oslo, de París a Madrid, ante sus ojos de observador fino la experiencia del viaje es múltiple: íntima y comunitaria, colectiva y personalísima, desfachatada y erudita. 

Martín: 
Da tanto gusto leer las historias de un viajero que sabe mirar, que ve en los detalles lo que tantos no ven. Uno que no viaja para contarlo sino por sus trabajos pero que, al mismo tiempo, mira y cuenta lo que mira con la agudeza y la sencillez de quien quiere mostrar y no mostrarse. Europa, las Américas, la India: Gargarella, con la gracia de quien ve, la ironía de quien piensa, resulta en estas páginas un auténtico cronista de todos esos mundos que conforman nuestro mundo. 

22 abr 2024

Corte Suprema 2: Sobre cómo debe actuar la Corte, frente a la crisis democrática (o, sobre el significado y valor del constitucionalismo dialógico)

 https://www.lanacion.com.ar/opinion/como-debe-actuar-la-corte-frente-a-la-crisis-democratica-nid22042024/



La llegada al poder de un nuevo gobierno plantea interrogantes serios sobre el comportamiento que le corresponde asumir a la Corte Suprema, frente al mismo. En particular, cuando la nueva administración propone, como es el caso actual de la Argentina, reformas muy agresivas, en sus contenidos y formas. ¿Debe la Corte acompañar o ser deferente ante tales iniciativas? ¿Debe asumir una actitud más vigilante y activa? ¿Hasta dónde? ¿Sólo frente a “errores claros y manifiestos” (James Thayer)?


A través de sus acciones (y, sobre todo, omisiones) y también por medio de las declaraciones de su actual presidente, el máximo tribunal argentino ha ido dejando en claro cuál es la actitud que va a asumir como propia ante la administración entrante (una actitud que no difiere demasiado de la que adaptó frente a gobiernos anteriores): resguardo de los procedimientos establecidos por la Constitución, atención especial sobre las reglas de juego, deferencia frente a los poderes políticos. Se trata de una concepción fundamentalmente “procedimentalista” del control de constitucionalidad, que busca honrar la división de poderes, resistiendo el riesgo de la “judicialización de la política”.


A pesar de los méritos propios de los criterios que suscribe la Corte, los modos con que los desarrolla, y parte de sus contenidos deben ser rechazados. Merecen impugnarse, ante todo, sus tiempos deliberadamente lentos, su pasividad y deferencia extremas, sus engorrosos cálculos (autointeresados y estratégicos) sobre el impacto de sus fallos, la prioridad que otorga a su propia preservación institucional (y a su propia vida interna) y, sobre todo, la desatención y descuido que muestra frente a su primer deber de servicio: revigorizar el principio democrático, hoy erosionado y puesto en cuestión desde la cúspide del Poder Ejecutivo.


La Corte reclama para así (y se jacta de ello) un modo de actuar prudente y respetuoso de la división de poderes. Sin embargo, una vez más, si el concepto es correcto, la concepción es desacertada. Porque el resguardo de la división de poderes –su respeto– no implica ni nunca implicó, en la historia constitucional latinoamericana, un principio general de inacción y “espera” frente a los poderes políticos. Nuestros países rechazaron, desde el momento de su independencia, el modelo de la separación estricta de los poderes (separación destinada a impedir toda “injerencia” de unos poderes sobre otros), para adoptar, en cambio, un modelo de checks and balances, que no sólo permitía sino que exigía la permanente injerencia entre los poderes (sus mutuos controles). En este sentido, es un error pensar que a la Corte le corresponde una actitud de paciente espera frente a los poderes políticos (espera hasta el momento en que las acciones indebidas de la política se traduzcan en daños graves, o espera hasta que todas las demás instancias se hayan expresado primero). En otros términos, que la Corte tenga el carácter de “última instancia” no significa que ella debe ser la última en hablar, sino que no hay instancia superior a ella.


La función activa que le corresponde a la Corte en la preservación y el reforzamiento democrático es consistente con los compromisos republicanos de la Constitución y con la historia y las tradiciones de un tribunal que ha reclamado siempre ser un órgano clave en el sostén de la democracia. Para quienes entendemos el constitucionalismo en términos dialógicos, se trata de una exigencia “natural”, más bien obvia. Ha pasado demasiado tiempo ya, desde la independencia: no estamos más en los fines del siglo XVIII, o comienzos del siglo XIX, cuando podía entenderse el sistema de “frenos y balances” como podía hacerlo James Madison, es decir, dentro de una lógica más propia de la guerra, con ramas del poder preparadas para “defenderse” y “atacar”, respondiendo a “las seguras invasiones de las demás.” La lógica que debe distinguir hoy el comportamiento de las distintas ramas de gobierno es la de la cooperación y la ayuda mutua, orientada a asegurar el resguardo de los derechos y la participación democrática. En tal sentido –debe aclararse– ayudar a los otros poderes no implica simplemente aceptar o (peor aún) contribuir a blindar cualquier iniciativa de los poderes políticos, sino cooperar con ellos en la misión común, cual es la de trabajar para la preservación y el fortalecimiento del constitucionalismo democrático.


Por supuesto, si tuviéramos fuertes desacuerdos con la Corte sobre lo que significa preservar y fortalecer el sistema democrático, estaríamos en problemas. Sin embargo, afortunadamente, nuestro problema no se aloja allí, en absoluto. De hecho, estamos fundamentalmente de acuerdo en la necesidad de que la Corte ponga un foco especial en la custodia de los procedimientos constitucionales. Más aún, coincidimos en muchas de las implicaciones concretas que la justicia ha derivado ya, desde dicho principio. Por ejemplo, entendemos que el ideal de la “democratización de la Justicia” no puede convertirse en excusa para someter al Poder Judicial a los designios del poder político; sabemos que los DNU no son constitucionales, cuando –como ocurre hoy– pueden seguirse “los trámites ordinarios previstos por la Constitución para la sanción de las leyes”; aceptamos que no deben manipularse las reglas para elegir los representantes del Congreso en el Consejo de la Magistratura; suscribimos la idea según la cual la Nación no puede modificar discrecionalmente los fondos coparticipados que envía a CABA u a otras provincias.


La buena noticia, entonces, es que ya tenemos lo que parecía más difícil: es posible coincidir con la Corte en cuanto al criterio procedimentalista por el que opta, y que incluye un principio general de deferencia hacia la política. Más que eso: podemos coincidir, también, en muchas de las implicaciones que ella deriva de criterios tales, a la hora de decidir muchos casos concretos. La mala noticia es que aparecen diferencias muy significativas, también, sobre los modos en que actúa la Corte: la forma en que implementa su modelo, sus tiempos, su ritmo, la intensidad de los escrutinios que propone; el seguimiento que hace de sus propios fallos una vez decididos, y los muchos casos graves en que directamente omite fallar, cuando debiera hacerlo. El problema serio lo constituye todo ese núcleo: a la hora de decidir, la Corte prefiere calcular el modo en que sus decisiones impactan sobre su propio prestigio, antes que responsabilizarse por los daños que sus demoras y omisiones causan sobre el sistema democrático.


Por supuesto, como un equipo médico ante cualquier urgencia, la Corte debe actuar con cuidado y respeto, siguiendo todos sus protocolos. Pero ante los casos graves, y en caso de dudas (¿debo actuar ahora, si no me han llamado?, ¿ debo optar por intervenciones minimalistas o estructurales?), no debe primar su cálculo estratégico (“tal vez tal sector quiera resistir el fallo”) o su prestigio (evitar críticas ante respuestas drásticas), sino el juramento (hipocrático) que han hecho, al asumir sus cargos. Su misión primordial es la de salvaguardar la Constitución (y eso, cabe afirmarlo, ya representa un “caso”: el más importante de todos). En definitiva, no podemos especular –más precisamente, la Corte no debe especular nunca– frente a una Constitución a la que se agrede: se nos juega la democracia en situaciones tales, y se nos va la vida en eso.

Corte Suprema 1: En contra de su primera decisión sobre el DNU de Milei

https://www.clarin.com/opinion/proposito-fallo-corte-dnu-70_0_bt21B9kIyK.html 




En el mes de abril de este año, la Corte Suprema rechazó, por unanimidad, y en términos severos, dos demandas de inconstitucionalidad relacionadas con el decreto de necesidad y urgencia 70/2023.

El argumento central de su dura respuesta fue que las demandas del caso no se asentaban sobre una “causa” o “controversia.” Esto es, para la Corte los apelantes no lograron demostrar siquiera que nos encontrábamos frente a un “caso concreto”. Si no hay “caso” o “controversia” -pudo preguntarse- ¿cómo puede pretender usted que yo intervenga?

Sostuvo la Corte: “es imprescindible que quien reclama tenga un interés suficientemente directo, concreto y personal –diferenciado del que tienen el resto de los ciudadanos– en el resultado del pleito que propone, de manera que los agravios que se invocan lo afecten de forma ‘suficientemente directa’ o ‘substancial’”.




Permítanme comenzar con una respuesta (crítica) frente a lo señalado por la Corte, marcando un par de perplejidades que el fallo puede generarle a cualquier “ciudadano común”. Primero: para cualquiera que quiera tomarse en serio la Constitución, debe resultar asombroso -increíble, quizás- que alguien (¡la misma Corte!) afirme, frente al DNU 70/2023, que “no hay caso ni controversia”.

Con todo derecho, esa persona comprometida con la Constitución podría responder que no sólo ve un “caso”, sino uno clarísimo, que por lo demás se vincula con una “controversia” no sólo real, sino de primera importancia.

¿No es que estamos hablando de un DNU que deroga más de 80 normas y se anima a enfrentar al Código Civil (contra una Constitución que dice que “el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”)? ¿Y no es que esa misma Constitución contempla la posibilidad de un DNU sólo cuando “circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios” de la legislación (siendo que ése no es el caso, ya que el Congreso hoy se encuentra en pleno funcionamiento)?

La segunda perplejidad que podría tener ese ciudadano común, frente a lo dicho por la Corte, es la siguiente: si ni un ex juez de la Corte Suprema y de la Corte Interamericana (Raúl Zaffaroni, quien patrocinó la demanda de La Rioja contra el DNU), ni una persona que presidió el principal Colegio de Abogados del país por más de una década (Jorge Rizzo, responsable de la segunda demanda contra el DNU) han mostrado -siquiera- la capacidad de reconocer si estaban o no frente a un “caso” ¿qué es lo podría esperarse de un ciudadano común? ¡Que ni se le ocurra pensar siquiera en presentar una demanda en nombre de la Constitución! Así las cosas, resulta claro que ningún ciudadano entenderá nada de lo que dice el derecho. Jamás.

Frente a perplejidades tales, diría lo siguiente. Ante todo, recordaría que uno de los rasgos que unió al derecho romano, al derecho inglés, y al derecho norteamericano, en sus orígenes, fue el de suscribir una visón muy abierta e inclusiva sobre quiénes podían litigar o demandar legalmente, ante un conflicto. Las restricciones en la materia, vinculadas por ejemplo con los “requisitos” para presentar un “caso”, resultan recientes.

En el ámbito americano se hizo referencia a ellas en 1863, pero recién aparecieron como cuestión fundamental en 1923 (en Frothingham v. Mellom). Las razones que llevaron a “entornar las puertas de los tribunales” ante los ciudadanos han sido diversas, pero siempre controvertidas -indefendibles, agregaría, en una sociedad democrática.

En el caso de los Estados Unidos, dicha visión restrictiva se consolidó en 1992 (en Lujan v. Defenders of Wildlife), y a partir de la intervención de uno de los jueces más conservadores que tuvo dicha Corte (Antonin Scalia).

Señalo esto para negar la idea que asumen Cortes como la argentina, que presentan sus fallos como si sólo estuvieran revelando el sentido “natural” del derecho: lo que el común de los mortales no entiende.

Agregaría, por lo demás, un rechazo al carácter “técnico” que la Corte atribuye a su fallo. Y es que la Corte disfraza con lenguaje científico lo que son opciones eminentemente políticas: los conceptos de “caso” y “controversia” no nos remiten a nociones metafísicas, ajenas al debate público.


Más aún, y como sostuviera Cass Sunstein, si los tribunales se involucraran seriamente en la tarea que anuncian, deberían introducirse en indagaciones complejísimas, vinculadas con el nexo causal existente entre “agravio, remedio e ilegalidad”; para internarse luego en complicadas reflexiones conceptuales en torno a conceptos como los de agravio, daño efectivo, interés afectado, etc. Y no hace nada de ello. Simplemente, la Corte presenta como técnica una decisión que es política: en qué casos quiere intervenir y en cuáles no.

Peor que eso: la Corte opta por respuestas muy conservadoras, cuando nos enfrentamos a desacuerdos que ponen en jaque a la democracia, la Constitución y la división de poderes; y cuando necesitamos incitarla a pensar sobre esos conflictos severos: nos urge saber si estamos ante a una violación masiva y grave de la Constitución.

En definitiva, al “caso” y a la “controversia” ya los tenemos: enfrentamos el caso extremo de un gobierno que, como primer paso, plantea un monumental desafío a la Constitución. Lo que nos falta es la imprescindible colaboración que debe darnos la Corte en ese imperioso ejercicio de conversación colectiva.