25 jun 2021

El derecho como conversación entre iguales



Publicado hoy, acá https://www.clarin.com/opinion/conversacion-iguales-_0_NR06SRbNr.html

Quienes pensamos al derecho en términos de una “conversación entre iguales,” nos vemos razonablemente enfrentados a preguntas como las siguientes: ¿Qué significa esa conversación? Y ¿por qué sería relevante para pensar sobre la Argentina de hoy?

La “conversación entre iguales” nos refiere a un ideal sobre lo que el derecho debería ser: un derecho cuyo contenido discutamos en conjunto, y cuyo contenido sea -por tanto- capaz de expresar nuestras necesidades y convicciones.

Se trata de un punto de mira que pretende ayudarnos a pensar mejor, y críticamente, al “derecho real” que tenemos, y a entender más acabadamente sus carencias. Veamos de qué modo ese ideal en apariencia tan abstracto puede hablarnos sobre los problemas actuales de la Argentina.

Ante todo, la “conversación entre iguales” contribuye a que reconozcamos el tipo de esclerosis que afecta a nuestro sistema institucional, en cada una de sus áreas.

Para comenzar por un lugar reconocible y relevante: el ideal señalado objeta que siempre -y también, por tanto, en tiempos de pandemia- las decisiones que afectan a todos (desde la presencialidad escolar a las principales medidas económicas) sean tomadas por uno -el Presidente o la Vice- y resueltas por unos pocos (llámense éstos expertos, epidemiólogos, o científicos), sin considerar de ningún modo relevante la opinión de cada uno de los restantes.

Por citar sólo un ejemplo: que la voz de la comunidad educativa (que incluye a estudiantes, padres, maestros) no haya tenido un papel protagónico a la hora de evaluar las dramáticas decisiones tomadas en el área, representa una abierta afrenta al ideal de la “conversación entre iguales”.

Por supuesto que cuestiones sociales tan serias no deben quedar nunca -como quedaron- en manos de elite alguna: ni las del “saber científico”, ni las del poder burocrático. Finalmente, las catastróficas decisiones tomadas en el área son un resultado esperable de un proceso decisorio arbitrario, caprichoso, excluyente y poco conversado.

Lo dicho sobre el Ejecutivo vale también -aunque con implicaciones diferentes- para el Congreso. La justificación del Congreso siempre fue -en línea con lo que exige el ideal de la “conversación entre iguales”- su capacidad para representar y expresar a la diversidad social existente: “ser la voz del pueblo”. Allí reside el sentido y valor de tener un Congreso plural y democrático: ése era el sueño de la representación plena.

Lamentablemente, sin embargo, hace muchos años que el órgano legislativo se muestra radicalmente incapaz de cumplir con su misión originaria. Pensado para una sociedad menos numerosa, dividida en pocos grupos internamente homogéneos, el Congreso se enfrenta hoy con una sociedad numerosa, multicultural, y dividida en infinidad de grupos internamente heterogéneos.

Hoy, la imposibilidad de representar y expresar la diversidad social es estructural e irreversible. El sueño de la representación plena se terminó para siempre.

Ello explica, por un lado, el tremendo desapego social que hoy existe (en nuestro país, como en tantos), hacia los legisladores (la justificada distancia que sentimos hacia nuestros representantes), a la vez que nos ayuda a entender el atractivo que ganan los ocasionales episodios de la “conversación extendida” -episodios como los que se dieron en la Argentina en el 2018, con el debate sobre el aborto; o en Chile hoy, con el debate constitucional.

En los hechos, la totalidad del esquema constitucional -la estructura de “frenos y contrapesos”- fue pensada para canalizar y evitar la guerra civil, y no para promover el diálogo. En nada sorprende, por tanto, la falta de ductilidad de ese sistema para favorecer la “conversación entre iguales”.

Por ello es que las decisiones del Poder Judicial -la rama del poder, en términos relativos, menos democrática- generan, razonablemente, más resistencia, cuando pretenden tomar el lugar de las decisiones colectivas; a la vez que ganan sentido y valor cuando custodian o contribuyen a definir las reglas de juego de la “conversación colectiva”.

Por ejemplo: los jueces no hacen bien si quieren determinar por sí el contenido de la política sanitaria o económica, pero se orientan a hacer lo que deben cuando señalan quién está habilitado y quién no, para definir esa política sanitaria (i.e., no la Nación, sí la CABA); o tomar tal medida económica (i.e., para el caso de la 125 o una expropiación, no el Presidente o un Secretario de Estado, pero sí el Congreso).

Frente a las exigencias de la “conversación entre iguales”, nuestro tiempo nos ofrece una mala noticia y una buena. La mala noticia se advierte en lo ya expresado: debemos aceptar que nuestro sistema político-institucional padece de una degradación extrema, y a la vez irrecuperable. La buena noticia es que los procesos de toma de decisiones más democráticos, dialogados e inclusivos ya no forman parte de la utopía: se trata de alternativas posibles y al alcance de la mano, que pueden ser promovidas y activadas en la medida en que lo queramos.

Deberemos enfrentar, eso sí, las resistencias que, sin duda, impondrán las viejas elites partidarias, económicas y burocráticas. No es poco, pero vale la pena: una salida democrática para este laberinto de arbitrariedades y abusos.


23 jun 2021

Por la unidad de la izquierda

 https://www.laizquierdadiario.com/Pablo-Alabarces-y-Roberto-Gargarella-suman-su-apoyo-al-llamado-a-la-unidad-de-la-izquierda?fbclid=IwAR2hPS1U3ckd8t_dRxVk8zFFE0mcTT_5bIAgcnPDyb3_cviMHDDItxID8Y8

El llamado del PTS a unir a las fuerzas de izquierda, el Frente de Izquierda Unidad, AyL de Luis Zamora, el Nuevo Más de Manuela Castañeira y Política Obrera de Jorge Altamira, sigue generando repercusiones. En los medios de distintas provincias, en lugares de trabajo, y también entre referentes intelectuales y de derechos humanos. El mismo fue difundido por Nicolás del Caño y Myriam Bregman.


El fin de semana publicamos una entrevista al sociólogo Eduardo Grüner, donde plantea que le “le parece imprescindible, en la actual situación de crisis extrema que estamos sufriendo, la unidad de la izquierda en el plano electoral, como correlato de la convergencia en los escenarios cotidianos de la lucha de clases”.


También lo hizo el economista Martín Schorr, que entrevistado por Alerta Spoiler señaló que “unir las fuerzas de la izquierda me parece algo muy necesario”. Ariel Petrucelli, historiador, se sumó al llamado.

En las últimas horas dos referentes de distintas áreas han adherido al llamado unitario. Por un lado Pablo Alabarces, sociólogo, docente universitario e investigador del CONICET, sumó su firma al petitorio.

Por otro, el sociólogo y doctor en Derecho Roberto Gargarella. En su carta señala, entre otras cosas, que “la unidad de la izquierda -a partir de fuerzas políticas, hasta hoy, materialmente ajenas a esos “pactos del poder,” e ideológicamente opuestas a esos pactos- representa hoy una de las muy pocas esperanzas de desafiar y denunciar el dominio de las elites”.


Reproducimos fragmentos de la misma y te invitamos a seguir difundiendo la campaña.


“Esta situación institucional deja a los funcionarios públicos con enormes poderes (ellos manejan “la espada y la bolsa”, es decir, el monopolio de la fuerza y el presupuesto), y con pocos controles sociales sobre ellos, con los resultados esperables y conocidos: poderes que se benefician a sí mismos (aumentando sus sueldos libremente, consagrando su impunidad, protegiéndose mutuamente), una política profesional que pacta con los poderes económicos concentrados, y una ciudadanía descreída de la política y enajenada: la política profesional se autonomizó, y la herramienta emancipatoria se convirtió en herramienta de opresión. La unidad de la izquierda -a partir de fuerzas políticas, hasta hoy, materialmente ajenas a esos “pactos del poder,” e ideológicamente opuestas a esos pactos- representa hoy una de las muy pocas esperanzas de desafiar y denunciar el dominio de las elites que -con discursos diferentes, populistas a veces, conservadores otras- contralan la vida pública nacional desde hace décadas” (RG).


10 jun 2021

Constitución y Privacidad

 (Resumen del texto que publico en el libro que editamos con Silvina Alvarez y Juan Iosa)




¿Cómo Interpretar el artículo 19 de la Constitución Argentina? Entre el 'sueño' y la 'pesadilla' de John Stuart Mill

Autor: Gargarella, Roberto


Sumario:

I. Introducción. II. La Convención de 1853. III. La discusión original sobre el artículo 19 - La construcción de un problema. IV. Cómo interpretar (y cómo no interpretar) un artículo que incluye afirmaciones en tensión entre sí. V. Una aproximación 'democrática' o 'conversacional' a la interpretación jurídica. VI. Bibliografía.



¿Cómo Interpretar el artículo 19 de la Constitución Argentina? Entre el 'sueño' y la 'pesadilla' de John Stuart Mill[1]

I. Introducción


En este trabajo pretendo examinar lo que considero es el artículo más importante de la Constitución Argentina, el artículo 19. Me detendré, de todos modos, exclusivamente en la primera parte del texto, que es la que entiendo más relevante y difícil de interpretar[2]. Me refiero a la parte que reza: "Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados". 


Se trata del corazón de la Constitución, en la medida en que da base al principio de autonomía de las personas que, conforme asumo aquí, es uno de los dos grandes principios en los que se basa nuestra Constitución, junto con el principio del autogobierno colectivo. Conforme veremos, por el modo en que el art. 19 fue finalmente incorporado a nuestra Constitución (básicamente, durante la Convención Constituyente de 1853), dicho precepto termina por ofrecer una lectura innecesariamente confusa y oscura, que genera problemas graves de interpretación. Tales problemas interpretativos han aparecido una y otra vez en el desarrollo de la jurisprudencia local, dando muestra de la importancia y gravedad de las dudas interpretativas en juego: tales tensiones han aparecido en casos como los referidos al consumo personal de estupefacientes; el respeto a la diversidad sexual; el aborto; la eutanasia y muchísimos otros. Como modo de contribuir a la necesaria discusión al respecto, a continuación presentaré, en primer lugar, un examen descriptivo de lo ocurrido en la Convención del 53 -examen que nos ayudará a entender y explicar nuestros desacuerdos interpretativos en la materia- para luego adentrarme en un análisis evaluativo y crítico de las teorías interpretativas en disputa, sobre el tema en cuestión.


II. La Convención de 1853


El artículo 19 fue escrito, como tantos otros, luego de una transacción entre liberales y conservadores (unitarios y federales), dentro de la Convención Constituyente de 1853. El mismo expresa, como otras secciones y artículos constitucionales, la peculiar manera en que las dos principales facciones en que se dividió la Convención argentina, decidieron tramitar sus diferencias. Imposibilitadas tales facciones de "imponer," simplemente, sus pretensiones a la facción opuesta, ellas no optaron (como sí lo harían los convencionales mexicanos, igualmente divididos en razón de la cuestión religiosa) por hacer "silencio" sobre la materia de sus diferencias -una estrategia, la del silencio o la dilación en el tiempo, aconsejada, aún hoy, por parte de la doctrina constitucional. Tampoco hicieron esfuerzos por buscar una "síntesis" entre sus pretensiones enfrentadas, tratando de encontrar "mínimos denominadores comunes" (algo que sí lo hicieron los convencionales norteamericanos, a la hora de tomar decisiones sobre el tratamiento de la cuestión religiosa, para optar finalmente por lo que conocemos como la Enmienda 1ª de la Constitución de 1787). Más bien, liberales y conservadores, en la Argentina, optaron por "acumular" sus demandas enfrentadas, incorporando sus demandas, muchas veces contradictorias, en el mismo texto de la Constitución. Esto es lo que se advierte, por caso, cuando reconocemos de qué modo se incorporó el art. 2, conforme a las demandas de los conservadores -se trata de un artículo que consagra un estatus especial para la religión católica- y al mismo tiempo el art. 14 que, conforme a las demandas de los liberales, consagra la "libertad de cultos." Esa "acumulación" de demandas enfrentadas, conforme veremos, se reconoce de modo todavía más acentuado en el art. 19, porque, en este caso, en el mismo artículo, en una línea debajo de la otra, se "acumulan" al mismo tiempo las demandas encontradas de liberales y conservadores.


Para reconocer el significado de lo ocurrido, tal vez convenga hacer un breve repaso de los debates entre liberales y conservadores, en 1853. Según veremos, el conservadurismo tuvo un papel protagónico en los debates de la Convención de 1853, convocada por Urquiza al poco de su victoria militar sobre Rosas. 


Más allá de la derrota que sufrieran en sus propuestas más extremas, lo cierto es que ellos tuvieron la capacidad de poner contra las cuerdas a sus rivales, defensores del liberalismo, en muy numerosas ocasiones. En este sentido, conviene llamar la atención sobre una serie de hechos: primero, la forma recurrente en que los conservadores desafiaron al proyecto presentado por el oficialismo a través de Gorostiaga; segundo, la unidireccionalidad de sus demandas, siempre dirigidas al solo objetivo de defender el punto de vista de los católicos; y tercero, la radicalidad -a veces muy ofensiva- de sus reclamos. Los conservadores argentinos estaban convencidos de que la supuesta mayoría católica tenía el derecho de imponer sus puntos de vista frente a los demás, y de asegurar para siempre el carácter predominante de la religión católica en el país.


Las circunstancias en las que hicieron escuchar sus demandas fueron las más variadas: desde la discusión sobre las relaciones entre Estado y religión; pasando por los alcances de los derechos individuales, en general; o el debate acerca de los prerrequisitos necesarios para acceder a cualquier empleo. Los diputados Zenteno, Ferré, Leiva, Pérez, y Zapata fueron, entonces, algunos de los principales voceros de la postura conservadora.


Uno de los primeros y más fuertes debates entre conservadores y liberales tuvo que ver con el art. 2 de la Constitución, relativo a la religión del Estado. En tal ocasión, y a través del Convencional Zenteno, parte del bando católico propuso la adopción de la siguiente fórmula: "la religión católica apostólica romana como única y sola verdadera, es exclusivamente la del Estado. El gobierno federal la acata, sostiene y protege, particularmente para el libre ejercicio de su culto público. Y todos los habitantes de la confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia". Manuel Pérez sugirió otra en donde el Estado aparecía profesando y sosteniendo el culto católico apostólico romano; y Leiva propuso "la religión católica apostólica romana (única verdadera) es la religión del Estado. Las autoridades le deben toda protección y los habitantes veneración y respeto". Los argumentos brindados en respaldo de tales propuestas no resultaron especialmente notables. Zapata consideró suficiente con afirmar que la católica era "la religión dominante y de la mayoría del país". Leiva hizo referencia, en cambio, a la necesidad de cuidar de la formación de los a los sectores "más ignorantes".


Otro debate importante tuvo que ver con la discusión del art. 14 del proyecto propuesto por Gorostiaga, el cual hacía referencia a la "libertad de cultos." Frente a dicho artículo, los conservadores volvieron a multiplicar sus esfuerzos por fundar la posición de los católicos. Quien, entonces, argumentó con más fuerza en defensa de la postura perfeccionista fue el convencional Zenteno, quien apeló a argumentos relacionados con el derecho natural; las "necesidades y votos de casi todos los pueblos" que componían a la Nación; y las exigencias del mantenimiento de la paz que, en su opinión, requería asentar a la Nación en creencias comunes. Para él, "uniformando las creencias" se afirmaba la paz, mientras que la libertad de cultos, "dividiendo las opiniones y sentimientos religiosos, podía hundirnos de nuevo en la espantosa anarquía de que habíamos salido, causada por la diversidad de opiniones y sistemas políticos que habían dividido desgraciadamente la República Argentina, y ocasionando la discordia y guerra civil en sus pueblos". De modo similar, el Convencional Pérez, sostuvo que "los pueblos estaban todavía en la infancia, y que las instituciones debían estar en relación con sus costumbre". Para él, la Constitución debía estar "en consonancia con las ideas y con los sentimientos actuales de los pueblos".


El General Pedro Ferré -cinco veces gobernador de la provincia de Corrientes, y figura clave en la redacción del art. 19, según veremos- expresó preocupaciones de un tono similar a las de Zenteno, sosteniendo que él encontraba "dificultades, inconvenientes y aún peligros" en el hecho de que "el presidente de la Confederación y sus demás autoridades nacionales y provinciales podrían ser judíos, mahometanos o de cualquier otra secta". El fundamento que alcanzó a dar para sostener semejante consideración fue el de que el presidente tenía la atribución del patronato, y del sostenimiento del culto católico.


Una nueva (y extrema) ofensiva perfeccionista se advirtió en la discusión del art. 32 de la Constitución, en donde los conservadores propusieron -en voz del Convencional Leiva- la siguiente redacción: "para obtener empleo alguno en la Confederación argentina se necesita que el individuo profese y ejerza el culto católico apostólico romano". Los defensores de esta propuesta fueron particularmente insistentes con ella, sobre todo, recordando el modo en que habían cedido en sus posturas, en los debates sobre los arts. 2 (Estado y religión) y 14 (que incluía una referencia a la libertad de cultos). Según Leiva "después de tantas concesiones en punto a religión era necesario para satisfacer a los pueblos y para hacer aceptable la Constitución, que se exigiese siquiera que los empleados estatales fuesen católicos apostólicos romanos".


La disputa entre liberales y conservadores terminó moderándose debido a las insistencias de uno de los que -hasta entonces- había aparecido alineado en el bando liberal. El Convencional Lavaysse -que de él se trata- consideró que ya habían sido suficientes las concesiones al proyecto liberal, y que en esta área -vinculada con las condiciones para obtener un empleo público- debía reconocerse el peso de los argumentos de los católicos. La disputa se zanjó entonces reservando la exigencia de pertenecer al culto católico para el exclusivo cargo del presidente. Gorostiaga, el vocero del grupo liberal, sostuvo entonces que iba a votar a favor de esta nueva propuesta, aunque la Comisión había realizado una diferente. La Comisión -sostuvo- no había creído necesario incluir semejantes exigencias "en razón de ser el país católico apostólico romano en su mayoría, y ser por otra parte popular la elección de aquellos funcionarios [como el presidente, lo cual] nos daba bastantes garantías de que [un cargo como el de presidente no recaería] en otro que en el que los pueblos encontrasen todas las condiciones necesarias para gobernar, y entre ellas la de que profesase la religión del país".


De este modo, los conservadores demostraron su enorme poder de influencia. Sin haber llegado a mantener sus posiciones de máxima (afirmación del culto católico como único verdadero, y único tolerado por el Estado; preservación de los fueros religiosos; reserva de los empleos para los católicos), habían conseguido en cambio imponer severas restricciones sobre las pretensiones del proyecto liberal. 


Fundamentalmente, los conservadores consiguieron incluir una cláusula referida al sostenimiento del culto católico; y reservado el cargo de presidente para un miembro de dicha religión. 


III. La discusión original sobre el artículo 19 - La construcción de un problema


En los debates de 1853, y siguiendo con las reivindicaciones obtenidas frente a los liberales -ante una Constitución que consideraban demasiado sesgada a favor de los ideales del liberalismo- los conservadores obtuvieron un nuevo triunfo que probaría ser vital para los años por venir: ellos consiguieron modificar el más liberal de todos los artículos de la Constitución argentina. De hecho, en su primera redacción, y según veremos, el art. 19 reproducía las enseñanzas de John Stuart Mill, que afirmaba que las acciones privadas de los hombres que no afecten el orden público ni perjudiquen a un tercero, resultaban ajenas a "la autoridad de los magistrados". De este modo, la Constitución venía a consagrar, de manera notable, el "principio del daño" propuesto por Mill: la idea de que la vida pública podía organizarse en torno a un único principio (finalmente, que todo el derecho podía resumirse en un solo criterio), esto es, el principio de que todas las personas podían optar por llevar adelante las conductas que consideraran apropiadas, en la medida en que las mismas no implicaran daños a terceros. 


Es decir, en su primera y original formulación, el art. 19 consagraba constitucionalmente al principio del daño como criterio-guía: se trataba de el sueño constitucional de John Stuart Mill.


Conviene dejar en claro, conforme a lo adelantado, que el "sueño de John Stuart Mill" venía formando parte del derecho argentino desde sus momentos originarios. De hecho, en el Estatuto Provisional del 5 de mayo de 1815, se había adoptado como artículo primero, uno que decía que "Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados" (y el art. segundo consagraba lo que hoy representa la segunda parte del art. 19, referido a que nadie "será obligado a hacer lo que no manda la ley clara y expresamente"). La redacción de dicho artículo -que sería reproducido primero en el Reglamento Provisorio de 1817, y luego en la Constitución de 1819- estuvo a cargo del presbítero Antonio Sáenz, fundador de la Universidad de Buenos Aires, y primer profesor de derecho natural en su departamento de jurisprudencia (se trataba del miembro jurídicamente más formado de la Generación de Mayo, y el principal redactor de la Constitución de 1819, según Arturo Sampay, 1975, 11-13)[3]. 


Sin embargo, los conservadores se mostraron decididos a modificar dicha redacción original. Como vimos, ellos estaban convencidos de que ya habían cedido demasiado frente a las demandas de los liberales, y no estaban dispuestos a seguir haciéndolo. De allí que exigieran la imposición de ciertos cambios en la Constitución, como condición para terminar aprobándola. En el caso del art. 19, el encargo de exigir y proponer modificaciones fue el convencional Ferré, a partir de cuyas iniciativas el artículo terminó siendo modificado por otro, que es el que aún se mantiene en el texto constitucional. Ferré dijo entonces que "votaría conforme con el artículo, con una ligera modificación y era: que en vez de decir "al orden público" se pusiera "a la moral y al orden público[4]". Dicha modificación resultó apoyada inmediatamente por Zenteno, entre otros, y consiguió aprobación sin mayor debate posterior. El nuevo término (no afectar "la moral") serviría, en el futuro, para distorsionar la protectiva cláusula inicialmente pensada, y abrir la posibilidad de intervenciones públicas sobre actos sólo vinculados con las convicciones personales. El sueño del principio del daño consagrado constitucionalmente se transformaba ahora: en su nueva redacción, el artículo parecía acercarse mucho a convertirse en la pesadilla de John Stuart Mill.


IV. Cómo interpretar (y cómo no interpretar) un artículo que incluye afirmaciones en tensión entre sí


Las páginas anteriores nos ayudan a reconocer las tensiones que anidan al interior del art. 19. Dicho artículo ofrece una perfecta ilustración de, por un lado i) la "estrategia de la acumulación" seguida por nuestros constituyentes, a la hora de lidiar con las diferencias que los separaban. Nuestros constituyentes prefirieron "acumular", una sobre la otra, en el mismo texto constitucional, sus pretensiones encontradas. Ello, antes que, o en lugar de adoptar una "estrategia de consenso superpuesto" o de "síntesis" en busca de mínimos denominadores comunes (una estrategia como la que podría recomendar John Rawls, y que él viera reflejada en la Enmienda 1ª de la Constitución norteamericana, Rawls 1991); y antes que una "estrategia de evitación" o diferimiento o aún de silencio (estrategias como las que podría recomendar Cass Sunstein 1999, o Hanna Lerner 2013). Del mismo modo, el art. 19 ilustra bien, ii) la manera especial en que estrategias tales como la de la "acumulación" agravan las dificultades siempre inherentes a la interpretación de un texto.


Qué hacer, entonces, frente a las confusiones creadas por nuestros constituyentes y, sobre todo, frente a las tensiones generadas por ellos mismos al interior de la Constitución (y, en este caso, de modo agravado, al interior de una misma cláusula constitucional)? Permítanme, a continuación, hacer un breve repaso de aquello en lo que la interpretación constitucional podría constar -y lo que debería resistir- frente a casos como el del art. 19.


Interpretación textual: En caso de ser posible -y aquí parece haber un amplio acuerdo en la doctrina constitucional, desde Ronald Dworkin a Carlos Nino, -por decir algo- los intérpretes deberían inclinarse por seguir los dictados propios del "lenguaje natural" del texto. El texto constitucional fue escrito para una ciudadanía amplia y diversa, que va a guiar y limitar sus conductas conforme al escrito en cuestión, por lo cual es razonable asumir que ella lea tales dictados de acuerdo con el sentido que "naturalmente" se desprende de las palabras escritas: "prohibido" significa que no se puede; "permitido" significa que se está autorizado; etc. Lamentablemente, sin embargo, en el caso en cuestión es ésta forma interpretativa, justamente, la que aparece bloqueada. En razón del modo peculiar que nuestros constituyentes escogieron para la interpretación constitucional (y aunque éste sea un dato que el "intérprete común" no tiene por qué conocer), lo que ha quedado frente a nosotros es un artículo "en tensión interna", que parece sugerir una cosa y la contraria: un radical respeto a la autonomía individual, que aparece restringido para un amplísimo margen de casos, definidos (no sólo, como se derivaba de la primera redacción del texto, por el "daño a 3º" o "principio milleano," sino también) por el "orden" y la "moral pública." Por lo dicho, la interpretación textual para este caso aparece en problemas, lo cual nos fuerza a ahondar los esfuerzos interpretativos, yendo más allá de la letra franca de lo escrito.


La voluntad original: Uno de los caminos más habitualmente transitados por los intérpretes constitucionales, para casos de dudas -casos en que el texto no ofrezca una respuesta obvia, más o menos indiscutible- es el de bucear en búsqueda de la "voluntad original" de los redactores del texto constitucional o legal del caso. Reaccionando frente a quienes (conforme a la acusación de los originalistas) "leen a la Constitución del modo en que prefieren", o conforme a sus posturas políticas, los originalistas proponen "anclar" el significado de la Constitución en su sentido originario. Resulta común, entonces, que se nos diga que "Madison, en El Federalista 10, dejó en claro que pensaba tal cosa", o que "Alberdi, en las Bases, mostró su voluntad inequívoca" al respecto. Ahora bien, para éste, como para todos los casos, la salida "originalista" resulta absurda e inaceptable. Y ello, por razones que, casos como el del art. 19, nos dejan bien en claro. Ocurre que, en toda Convención Constituyente, aún las más viejas, como la de Argentina en 1853, vamos a encontrarnos, por definición, con puntos de vista opuestos, en tensión, enfrentados entre sí, si es que la Convención del caso resulta, al menos mínimamente, un reflejo de la diversidad que es propia de cualquier sociedad pluralista. De allí que, "naturalmente," nuestra búsqueda de la "voluntad original" del intérprete, si no es sesgada ni es tramposa, nos llevará a un cierto tipo de opiniones, y a las contrarias, en una amplia mayoría de los casos relevantes -que, por ser de interés de todos, tienden a generar puntos de vista opuestos. Es lo que vemos en el caso ilustrado: el intérprete puede "citar" en su favor las opiniones muy liberales de Gorostiaga, o las ultra-conservadoras de Ferré, en torno al mismo artículo. Ambos fueron figuras decisivas a la hora de escribirlo -algo que es dable esperar que ocurra, insisto, en una mayoría de casos. Por tanto, "naturalmente," y en el marco de una sociedad pluralista, la "interpretación originalista," si se realiza de buena fe, tiende a llevarnos a un camino y al contrario.


Lo dicho nos da razones muy especiales para resistir la invitación que nos hace el "originalismo", en todas sus variantes. Sin embargo, aclararía sintéticamente que el rechazo al originalismo merece ser realizado por razones todavía más fuertes, pero que requieren un esfuerzo argumentativo mayor. Me refiero a razones vinculadas con el hecho de que la Constitución pretende ser expresión del pacto más profundo que nos une, y no un reflejo de lo que se pensaba en una época: un texto escrito para las generaciones sucesivas, con pretensiones de permanencia, y no como expresión de los valores del pasado. La Constitución es y pretende ser un "pacto entre iguales", que expresa nuestros acuerdos básicos, desde entonces a hoy -la carta que defina nuestros ideales y organiza nuestra vida en común: no se trata de un modo de honrar a los muertos.


La Constitución como "texto vivo": Las posibilidades de interpretar apropiada y razonablemente al artículo 19 tampoco mejoran demasiado si exploramos algunas de las principales alternativas ofrecidas por la doctrina, contra el "principal rival a vencer" en términos interpretativos (siendo el originalismo ese "rival principal"). Entre las alternativas directas al originalismo pienso, obviamente, en las ofrecidas por el "constitucionalismo viviente" o living constitucionalismo. Los autores más favorables al "constitucionalismo viviente" proponen -contra el originalismo- la idea de que la Constitución no puede ni debe ser leída conforme al sentido que se le confiriera en su momento fundacional -tal vez, cientos de años atrás. La Constitución -sostienen estos autores- debe interpretarse en cambio, y en esos casos de dudas profundas, conforme al "sentido actual" de la misma (Eskridge1987; Strauss 2010). Los intérpretes deben leer a la Constitución como un "texto vivo", optando así por una lectura "dinámica" de la misma, más adaptada a los tiempos que corren.


Un buen antecedente de esta postura aparece en el pensamiento de Thomas Jefferson, quien desde muy temprano se mostró crítico de cualquier pretensión interpretativa "originalista" (aun cuando este punto de vista pudiera ser muy sensible a las enseñanzas dejadas por Jefferson). En una carta que escribiera en julio de 1816, Jefferson sostuvo, por caso, que muchos "pretenden leer a las Constituciones con reverencia", como si se tratase de un objeto "demasiado sagrado como para ser tocado", y atribuyéndoles a sus autores una "sabiduría" extra-humana. Sin embargo -agregaba Jefferson- "yo conocí bien a aquella época; pertenecí a ella y trabajé con ella", por lo cual quería dar como testimonio que esa etapa supuestamente dorada "era bien parecida al presente, pero sin la experiencia del presente; y con cuarenta años menos de experiencia de gobierno" (Carta a H. Tompkinson , 12 de Julio de 1816, citada en Tushnet 1999, 40).


La postura de Jefferson sería luego retomada por algunos de los jueces más influyentes en la historia jurídica de nuestro tiempo -desde O. W. Holmes a Félix Frankfurter-. Como dijera Holmes en Missouri v. Holland, la Constitución da vida a términos cuyos desarrollos no pudieron haber sido previstos ni por los más talentosos redactores. De allí que -concluía Holmes- los casos debieran analizarse "a la luz de toda nuestra experiencia, y no meramente conforme a lo que pudiera haberse dicho cien años atrás".


Para muchos, pero en particular para aquellos que prefieren una lectura más liberal de artículos como el 19, la invitación de los defensores del "constitucionalismo viviente" resulta altamente atractiva. Se trataría, ahora, de atar los términos en juego al "sentido de nuestra época," antes que dejar dicho sentido, dependiente de lo que pudiera haberse expresado en el Derecho Romano; o de lo que pudiera haber dicho al respecto, ocasionalmente alguna autoridad ocasionalmente importante como William Blackstone.


Sin embargo, según entiendo, los problemas que nos plantea el "constitucionalismo vivo", lamentablemente, no difieren mucho de los que nos pudo plantear el "originalismo". Y es que, en primer lugar: ¿de dónde es que vamos a derivar el "sentido actual" de los términos? Pensemos, por tomar un ejemplo relevante y reciente, en los recientes debates argentinos en torno al aborto. ¿Cuál es el pensamiento de la época sobre el tema? ¿El que expresó la mayoría del Congreso, al rechazar la aprobación de una ley al respecto? ¿El que parecen sugerir las encuestas de opinión, que muestran a una mayoría favorable a la no-criminalización? ¿El que sostiene el Presidente? ¿El que tienden a afirmar los tratadistas?


Conviene reconocer un problema adicional, que alguna vez sugiriera John Ely (Ely 1980). Se trata de la paradoja que aparece cuando delegamos, en los hechos, al Poder Judicial, la "última" interpretación constitucional, en línea con lo sugerido por muchos cultores del "constitucionalismo vivo." Ocurre que -como sostuviera Ely- hay un problema particular cuando le pedimos al Poder Judicial que lea la Constitución tratando de mantener su sentido ajustado al "pensamiento (mayoritario) de la época". Y es que, justamente, le pedimos eso a un poder al que le dimos como principal misión la de defender a las minorías; y un poder, a la vez, al que peor preparamos para estar sensible al "sentir mayoritario" (es por ello que "desconectamos" al Poder Judicial de la voluntad mayoritaria, no sujetándolo al voto mayoritario para su elección, y dándole una estabilidad que le permita a los jueces actuar sin sentir las presiones mayoritarias). Es decir, le estaríamos pidiendo al Poder Judicial que decida "leyendo" el ánimo mayoritario del presente, pero luego de haberlo preparado institucionalmente justo para lo contrario. En definitiva, necesitamos directivas mucho más claras acerca de cuáles voces "actuales" debemos tomar en cuenta a la hora de interpretar la Constitución; expresadas dónde; y reconocidas cómo o por medio de qué institución. En la última sección de este texto, exploraré lo que podría entenderse como una variación bastante peculiar de esta postura de living constitutionalism, que procurará dar respuesta a algunas de estas preguntas.


V. Una aproximación 'democrática' o 'conversacional' a la interpretación jurídica


Para comenzar con el análisis que sigue, quisiera en parte apoyarme y en parte separarme de una afirmación realizada por Ronald Dworkin en un texto publicado en 1997, "The Arduous Virtue of Fidelity".


Allí, Dworkin distinguió, adecuadamente, entre la pregunta referida a cómo interpretar la Constitutición (a partir de qué teoría, por ejemplo), y la pregunta acerca de quién debe tener la última palabra, en materia de interpretación constitucional[5]. Dicha distinción es pertinente, y quisiera acompañarla, pero al mismo tiempo resistiendo la sugerencia que el mismo autor presenta, en torno a tratar ambas cuestiones por cuerda separada. Aquí, supongo que las preguntas deben responderse la una con atención al modo en que se responde la otra.


Mi propuesta es la de interpretar al derecho de un modo al que denominaré "democrático" o "conversacional." La idea de "democrático" la asocio a las teorías "discursivas" o "dialógicas" de la democracia, para sostener, simplemente (o de modo tan complejo como aquellas teorías) que idealmente, en una democracia, las decisiones deben ser el resultado de una "deliberación entre todos los potencialmente afectados" (Elster 1998, Habermas 1992, Nino 1997). Ello significa también, en mi opinión, reconocer en la Constitución un pacto entre iguales, cuyo significado último depende de los acuerdos profundos que se alcancen a través de la conversación colectiva. 


Decir esto implica demasiadas cosas que deben ser aclaradas pero, en principio, y en cuanto a lo que importa a los propósitos de este escrito, importa decir que la Constitución no puede ser vista como un objeto que nos es ajeno y que depende de la voluntad de la elite que la escribió hace 20, 50, 100 o 200 años. La Constitución no es un documento cuyo significado quedó encerrado en la mente de quienes la escribieron originalmente; ni tampoco es un texto con su sentido "encriptado", y cuyo significado depende del trabajo de los científicos del derecho; ni tampoco es un texto cuyo sentido depende de lo que hoy digamos en una votación o plebiscito. El significado de la Constitución se vincula con los resultados de los acuerdos a los que vayamos llegando a lo largo de años, en una conversación en la que todos participamos, desde nuestro distinto lugar, y nuestros distintos conocimientos, y conforme a nuestra particular legitimidad. Ni el "originalismo", ni el "legislador racional", ni la "Constitución como texto vivo" sirven entonces a nuestros propósitos.


De modo similar, sostendría -contra Dworkin- que las preguntas acerca del modo de interpretación y la referida a quién la interpreta (o quién tiene la última palabra) se encuentran unidas, aunque se trate de preguntas separadas. Así, porque el resultado de la interpretación depende de nuestra conversación colectiva, continua en el tiempo, inacabada, entonces, ella no debe verse como dependiente, en última instancia, de la voluntad de unos pocos (los jueces, por caso) que "no somos nosotros", que no ocupan sus cargos como resultado de la decisión colectiva, ni pueden ser removidos de sus cargos como resultado de una decisión colectiva, y con los cuales (y esto se aplica también a los representantes) no tenemos la forma institucional de conversar cada vez que lo consideremos necesario, en condición de iguales. Frente a nuestros representantes políticos, tanto como frente a nuestros jueces, nuestras "conversaciones" resultan, en todo caso, como "conversaciones entre desiguales" -del tipo que mantiene el padre de familia tradicional-, cuando convoca a su familia a la mesa para "conversar", y luego termina la conversación, cuando quiere o se cansa, dando un golpe sobre la mesa.


Aquí, paralelos tales como los de la interpretación y la "escritura de una novela en cadena"; (Dworkin) o la "construcción colectiva de una catedral" (Nino) pueden servirnos perfectamente, aunque desprovistos de las referencias más o menos explícitas de tales ejemplos hacia la "última palabra judicial". Todos participamos en los hechos, y debemos participar con nuestras intervenciones -más directas, menos directas- opiniones y críticas de la construcción del sentido último/el significado de la Constitución, en los casos concretos.


Por lo tanto ¿qué es lo que puede significar lo dicho, en la materia que nos importa ahora, esto es, en la interpretación de artículo 19? Por un lado, ello puede significar que debemos prestar atención a los acuerdos ya forjados, trabajosamente, en la materia, a lo largo de todos estos años. Para comenzar por un lado más sencillo aunque menos obvio: a lo largo de todos estos años (a través de sucesivas decisiones políticas y judiciales, tanto como a partir de insistentes movilizaciones sociales que obligar a ampliar los sentidos tradicionales de lo que entendemos por "libre expresión" o "expresión política") hemos ido refinando nuestros acuerdos en la materia. Ello, para ir, consistente y sólidamente, hacia una concepción amplia, inclusiva, no-discriminatoria de la libre expresión, afín con el valor de contar con un "debate público amplio y robusto". Lo mismo podemos decir en torno a conceptos como el de "libre asociación"; o "libertad de pensamiento": hemos ido dejando de lado, firme y sistemáticamente, a través de la política y la justicia, entendimientos restrictivos acerca de nuestras libertades básicas: terminamos con los mecanismos de censura previa; rechazamos toda forma de vigilancia sobre el pensamiento; afirmamos una y otra vez nuestra tolerancia hacia formas de vida diferente (por ejemplo, en el rechazo hacia el uso de la coerción frente a personas que tornan visible sus modos alternativos de vida o sexualidad). Todo ello nos habla -como nos diría Dworkin- de una progresiva afirmación jurídica de los valores de la "igual consideración y respeto". Si esto es así -y entiendo que hay respaldo político y judicial para decirlo- luego, la pregunta frente a la que quedamos enfrentados resulta mucho más fina -buena parte del "trabajo" ya lo tenemos hecho. Hemos contorneado, con el paso del tiempo, una concepción bastante afinada acerca de lo que entendemos por "moral privada".


Asumiendo que el contexto constitucional del artículo ayuda a definir en buena medida su significado, podemos pasar ahora, más específicamente, al corazón del artículo en cuestión. Y aquí diría que, afortunadamente, estamos lejos de encontrarnos frente a un "vacío de sentido" (un "significante vacío"). 


Por el contrario, diría que el contenido nuclear del artículo 19 resulta bastante claro, desde el mismo momento fundacional: desde el mismo nacimiento de nuestra vida constitucional se advierte la presencia de un acuerdo muy profundo a favor del valor del respeto de la autonomía individual (las acciones privadas que no afecten de modo significativo a terceros) y lo que ha quedado como problema es un área que debiéramos considerar menor o estrecha, relacionada con el "hasta dónde", o "con qué límite" de ese respeto a la moral privada (el "problema" desatado por la intervención de los conservadores en la Convención del 53).


Afortunadamente, según diré, y más allá de las disputas, las lecturas más restrictivas en la materia -las que salieron a la superficie- en casos como "Montalvo", sobre consumo personal de estupefacientes, o "CHA", sobre el trato a los homosexuales como iguales, si bien nunca dejaron de estar presentes en nuestra vida constitucional, siempre ocuparon un lugar limitado y, una y otra vez, perdieron centralidad de modo pronto y categórico: la Corte debió dejar atrás sus visiones restrictivas en la materia, a partir de presiones políticas y movilizaciones sociales, que obligaron a dejar en claro que la sociedad reafirmaba su compromiso con un entendimiento muy amplio de la idea ya amplia y firmemente receptada, de la autonomía individual. Quiero decir, la "igual consideración y respeto" que prima y debe primar en la materia, no se debe a nuevas decisiones como "Arriola" o "Allit," que desafiaron la ocasional jurisprudencia perfeccionista, y volvieron a retomar la senda más liberal de la interpretación, sino a un compromiso social extendido y profundo, que estos nuevos fallos simplemente vinieron a reflejar y reafirmar.


En definitiva, entiendo que contamos, y merecemos seguir contando, con un entendimiento compartido sobre la privacidad que nos refiere a una protección muy amplia de la autonomía individual, que encuentra anclaje en las primeras discusiones constitucionales que se dieron en el país, y que -a pesar de ocasionales marchas y contramarchas- se ha ido consolidando en una concepción muy protectiva de la privacidad. Luego, nos queda la discusión sobre los alcances y límites pero, otra vez, y conforme a lo dicho, se advierte en la materia un acuerdo sólido -política y judicialmente fundado- que resiste toda ambiciosa pretensión perfeccionista en la materia. La creciente protección del "consumo personal" de estupefacientes (más allá de la tolerancia social en la materia); el tratamiento público de la homosexualidad (que implicó dejar atrás como decisiones directamente vergonzosas a antecedentes como "CHA"; o la afirmación del matrimonio igualitario; entre muchos otros casos, dan una buena muestra de la amplitud, profundidad y solidez de los acuerdos en cuestión. Y luego nos quedan los casos más difíciles, como el del aborto, pero que merecen ser enmarcados en la extraordinaria discusión pública que marcara la vida del país en el 2018. Dicha discusión -institucionalmente imperfecta, a la luz de las muy imperfectas instituciones políticas y judiciales con las que contamos- muestran un enorme crecimiento y madurez de la sociedad[6]. Hoy nos encontramos definiendo colectivamente los límites dentro de los cuales sí es permisible el aborto, y hemos demostrado colectivamente que estamos capacitados y dispuestos a dar esa discusión, como hemos demostrado también que estamos abiertos a cambiar de opinión o ponerle matices a las posturas que defendemos, frente a criterios que consideramos iluminadores o simplemente mejores. Ello, aún frente a (sino especialmente en) casos tan difíciles y divisivos como el del aborto, y en un contexto de crisis económica y polarización política que llevó a muchos a predecir la imposibilidad o inutilidad de una discusión sobre el aborto. Nada de lo dicho se mostró cierto: la ciudadanía (no así sus representantes) estuvo a la altura del debate, ansiosa de participar en la discusión, sensible a los argumentos, y dispuesta aún a cambiar de modo significativa su postura, frente a criterios más sensatos. Por ello mismo, el marco de la "interpretación democrática," horizontal, igualitaria, nos da razones para la esperanza (la esperanza de un desarrollo cada vez más sólido del principio de autonomía), que no nos ofrecen ni las interpretaciones más técnicas, ni las técnicas más tradicionales (que en todo caso merecen ser rechazadas por razones como las ya examinadas).


VI. Bibliografía


Allen Murphy, B. (2014), Scalia: A Court of One, New York: Simon & Schuster.


Dworkin, R. (1997), "The Arduous Virtue of Fidelity: Originalism, Scalia, Tribe, and Nerve," Fordham Law 

Review, vol. 65, (1997).


Elster, J. (1998), ed., Deliberative democracy, Cambridge: Cambridge University Press.


Ely, J. (1980), Democracy and Distrust, Harvard: Harvard University Press.


Eskridge, W. (1987), "Dynamic Statutory Interpretation," 135 University of Pennsylvania Law Review, 1479.


Habermas, J. [1992] (1996), Between Facts and Norms, (Original Faktizität und Geltung), trans. W. Rehg, MIT Press, Cambridge, MA. 


Lerner, H. (2013), Making Constitutions in Deeply Divided Societies, Cambridge: Cambridge University Press.


Nino, C. (1992), Fundamentos de derecho constitucional, Buenos Aires: Astrea.


Nino, C. (1997), The Constitution of Deliberative Democracy, New Haven: Yale University Press.


Ravignani, E. (1886), Asambleas Constituyentes Argentinas, 6 vols., Buenos Aires: Talleres, S.A., Casa Jacobo Peuser. 


Rawls, J. (1991), PoliticalLiberalism, New York: Columbia UniversityPress.Sampay, A. (1975), La filosofía jurídica del artículo 19 de la Constitución Nacional, Buenos Aires: Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales.


Strauss, D. (2010), The Living Constitution, Oxford: Oxford University Press.


Sunstein, C. (1999), One Case at a Time. Judicial Minimalism on the Supreme Court, Cambridge: Harvard University Press.


Vanossi, J. (1970), La influencia de José Benjamín Gorostiaga en la Constitución argentina y en su jurisprudencia, Buenos Aires.


[1]

Este artículo resume el que incluyo en la obra que editamos con Silvina Alvarez y Juan Iosa, en torno a la noción de Privacidad en el artículo 19 de la Constitución Argentina, "Acciones Privadas y Constitución", Rubinzal Culzoni.


[2]

"Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe".


[3]

Una decisiva fuente de inspiración aparece en el art. 157 de la Constitución de Venezuela de 1811, que a su vez se inspira en el art. 5 de la Declaración de Derechos del Hombre francesa, que decía "La Ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la Sociedad. Nada que no esté prohibido por la Ley puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer algo que ésta no ordene".


[4]

Es muy interesante notar que, de la redacción modificada, y propuesta por Ferré "al orden y a la moral pública", se pasó a la idea de "al orden y la moral pública". Conforme al estudio de Sampay, la alternativa de Ferré constituía una "impropiedad filosófica" dada -en los términos de Sampay- la imposibilidad de "someter al juzgamiento de los magistrados la infracción de todas las leyes morales", pero sí, en cambio, a las "acciones públicas de los hombres ... que pueden desordenar la pacífica convivencia de la población" (Sampay 1975, 20).


[5]

The institutional question of what bodies -courts, legislatures, or the people acting through referenda- should be assigned the final responsibility to decide what fidelity requires in particular cases. It is perfectly possible for a nation whose written constitution limits the power of legislatures to assign the final responsibility of interpreting that constitution to some institutions -including the legislature itself- other than a court. My question is prior to the question of institutional design: What is the correct answer to the question of what our Constitution means, no matter what or who is given final interpretive responsibility? Dworkin (1997, 1251).


[6]

Como queda claro, lo que presento aquí se refiere a cómo aproximarse interpretativamente al artículo -a través de una conversación colectiva- sin dar cuenta de mi propia visión al respecto -cómo participaría yo en esa conversación-, o qué diría yo en relación con cada uno de los problemas que se abren a partir de los conceptos que incluye el artículo y a cómo los articula. En lo personal, y para quien le interese, participaría en esa conversación desde una visión marcada por el igualitarismo liberal. De todos modos, mi interés sobre la cuestión, en este trabajo, ha sido otro.



Entrevista en Sociedad Futura/Derecho y Política

 



Por Lucía Abelleira Castro


Con esta charla inauguramos un ciclo de entrevistas sobre Derecho y Política en el que convocaremos a grandes pensadores y pensadoras de la disciplina para discutir sobre el vínculo entre el derecho, la teoría política, la filosofía, el Estado y muchos otros temas. En la primera entrega que aquí les presentamos, conversamos con Roberto Gargarella. Él es Doctor en Derecho (UBA-Universidad de Chicago) y Sociólogo (UBA). Ha publicado numerosos libros y artículos académicos en prestigiosas revistas. Sus temas de interés, muchos de ellos abordados en la entrevista, son la democracia, la justicia, el liberalismo y el derecho constitucional.


Sociedad Futura: En varios de tus libros y artículos trabajas sobre los conceptos de igualdad y libertad. ¿Desde el punto de vista normativo cómo crees que se relacionan, en el ámbito democrático, entre sí y con el concepto de propiedad?


Roberto Gargarella: Yo defiendo una visión de la democracia donde la libertad y la igualdad tienen un papel muy importante. Pero podría decir algo más específico sobre cómo lo pienso en términos de una Constitución democrática. En términos abstractos de una teoría democrática, la igualdad está en la base porque se manifiesta en la idea primaria de «una persona, un voto» que expresa el hecho de que todos tenemos igualdad  y dignidad moral. No importa si alguien estudió más, si es más educado; no importa su raza, su color de piel; no importa otra cosa que el hecho de que sea un ser humano y como tal es una persona que está autorizada a intervenir en la discusión sobre los asuntos comunes. 


Ahí la democracia tiene una relación muy íntima con la idea de igualdad. 


Y la idea de libertad a mí no me parece que sea una idea primaria. Al menos en la visión de la democracia que yo defiendo, asumo que cada persona es la que debe estar en custodia de sus propios intereses. En ese sentido, toda persona, por serlo, tiene el derecho básico de escoger y llevar adelante el plan de vida que quiera. En ese sentido, existe ese compromiso muy central con la libertad individual, la libertad de pensar, de criticar, de escoger de qué modo vivir, decidir sobre la propia religión, la sexualidad, sobre su propia vida donde no haya un daño a terceros.


Por eso aparecen esas tensiones que se revelan después en el constitucionalismo. Yo pienso la democracia como reservada para lo que se llama la esfera de la moral pública, los asuntos comunes, pero la democracia no debe tener la autorización de ingresar en lo que es la vida de cada uno. Entonces ahí es donde aparecen los dilemas del constitucionalismo, de cómo poner juntas esas dos preocupaciones. Que por un lado todos decidamos juntos sobre los asuntos comunes pero al mismo tiempo cómo poner un límite a esa decisión común para seguir preservando que cada uno sea el único exclusivo dueño y autor de su vida. Que uno pueda buscar ayuda en los demás, necesitar la colaboración del Estado y del resto para contar con las condiciones materiales necesarias para llevar adelante su plan de vida pero que  nada de eso se entienda como una autorización a los demás y al Estado a decidir cómo es que cada uno debe vivir. Eso sería una visión de lo que llamamos perfeccionismo moral y que en el modo en que yo entiendo la democracia es la gran barrera que la democracia no puede atravesar.


Es hacer compatible lo que a veces llamo la autonomía individual y el autogobierno colectivo.


SF: Esto de cumplir con las bases materiales para vivir me llama la atención porque es una cuestión importante que se trabaja en la tradición republicana democrática. En un artículo trazas un paralelismo entre el feminismo radical, la tradición republicana y el socialismo. ¿Qué cercanías identificas en el socialismo, el liberalismo radical y el republicanismo en el tratamiento de la libertad, la igualdad, la propiedad y las bases materiales de existencia?


RG: Ahí hay un problema de definición que tenemos todos porque estamos hablando de un montón de categorías que tienen que ver con conceptos en disputa. Se me complica la respuesta porque en general tenemos entendimientos muy diferentes sobre democracia, sobre liberalismo, sobre socialismo, sobre feminismo. 


Puedo decir que adhiero a una concepción socialista pero no me identifico con muchísimas de las cosas que se hacen y se dicen en nombre del socialismo. Pienso al socialismo como una democracia extendida a todos los distintos ámbitos y lo pienso como esa conjugación que te mencionaba antes entre autonomía individual y autogobierno colectivo. Ser colectivamente dueño de nuestras vidas en común y decidir cómo queremos organizarnos en común y al mismo tiempo que  cada uno es dueño de su propia vida. Esa lectura del socialismo no es una lectura tradicional porque muchos lo han entendido como abolición de la propiedad privada, como la administración común de los bienes comunes o socialismo vinculado con las experiencias del socialismo real, que han sido para todos un espanto. Por eso habría que aclarar de qué socialismo hablamos.


Al vincularlo con el liberalismo también habría que definir qué cosa entendemos por liberalismo. En esa referencia doble de autonomía individual-autogobierno colectivo, que creo que son los dos grandes valores que están en nuestra tradición constitucional desde un comienzo, a veces presenté un liberalismo que ha sido muy común en América Latina y en América en general como una concepción que hizo una contribución extraordinaria a la tradición de pensamiento y la tradición política regional. Por el tema de la influencia de la religión desde el momento de la independencia se convirtieron en predominantes visiones políticas que iban de la mano de un vínculo muy estrecho Iglesia- Estado y que implicaban autorizar al Estado a intervenir en materia de educación, de religión, de libertad de pensamiento ya sea para censurar los libros que pudieron socavar los intereses de la Iglesia o impedir iniciativas educativas que pudieran estar en tensión esos intereses o limitar las asociaciones que pudiesen desafiar esos intereses.


Eso no es algo que quedó anclado en el Siglo XIX. Es algo que ha seguido teniendo manifestaciones en todos lados. Si uno lee por ejemplo hoy decisiones de los máximos tribunales de la región, muy habitualmente se encuentra con rastros de esa visión de la moral conservadora y perrfeccionista, sobre todo en las discusiones sobre matrimonio igualitario, sobre aborto, sobre estupefacientes.


Frente a eso, el liberalismo tuvo una contribución extraordinaria desde cuando Jefferson y Madison definieron una lista de derechos entendida como un muro de separación entre la Iglesia y el Estado . El mejor liberalismo vino a hacer algo muy importante de decir «dejen tranquila a la gente si quiere una religión distinta, no le cobren impuestos para el sostenimiento de las religiones, no le impidan crear sus propias asociaciones aunque sean desafiantes para la Iglesia». El liberalismo tuvo esa enorme contribución, entendido sobre todo de este modo particular que es una defensa a ultranza de la autonomía individual.


Ahora, yo creo que en ese defensa a ultranza tendió a deshonrar todo compromiso relevante con ese segundo principio del que yo hablaba que es el de autogobierno colectivo en nombre de la autonomía individual; como si fuera cuestión de sacrificar uno en nombre del otro. Del mismo modo que el conservadurismo no nos ayudó ni a una cosa ni a otra porque tenía un proyecto político elitista y un proyecto moral perfeccionista, contrario a básicas libertades individuales.


El conservadurismo socavó esos dos ideales. El liberalismo, en esta lectura, deshonró uno de esos ideales en nombre del otro. Y yo entiendo que una visión que llamaría igualitaria, asociada con lo que a mí me interesa del socialismo es una que defiende estos dos ideales. No ha sido la práctica efectiva del socialismo real. No es lo que muchos socialistas defienden pero es la versión de un igualitarismo radical que me parece defendible.


Todavía no hablamos nada de la propiedad y ahí hay un montón de cosas por decir. Depende de qué concepción estemos hablando pero me parece que el tipo de igualitarismo que a mí me interesa no le asigna a la idea de propiedad un lugar centralísimo, del mismo modo en que en una posición que yo llamaría «liberal igualitaria» como la de John Rawls, la propiedad no aparece entre los principios de justicia y no aparece teniendo un lugar predominante. Es un instrumento que depende cómo esté organizado puede ayudar a servir a ciertas preocupaciones básicas de libertad e igualdad. Entonces hay un entendimiento instrumental y yo plantearía lo mismo. 


En Rawls, por ejemplo, después de haber diseñado una teoría de la justicia liberal igualitaria, insisto, en muchos de sus componentes se acerca a una visión que a mí me parece interesante y defendible Él dice que solo hay dos arreglos economicos que podrían ser compatibles con lo que sostiene: uno es una democracia de propietarios y otro es lo que él llama un socialismo de mercado.


Ahí ves cómo poner juntas estas piezas. Lo que a mí me interesa de un socialismo preocupado por las libertades básicas está muy de la mano con lo que algún liberalismo igualitario contemporáneo ha defendido.


Me parece que Rawls, que también ha sido sujeto a interpretaciones muy distintas, ha ofrecido una visión muy articulada de estos ideales, de cómo poner juntas estas preocupaciones.


SF: Yendo un poco más a tu último libro «La derrota del derecho en América Latina». Ahí esbozas tu concepción y  tus críticas sobre la democracia, la Constitución, la crisis de representatividad. Tiene muchos puntos de contacto con esta tradición republicana democrática estudiada por Toni Domènech y todo el grupo de Sin Permiso, sobre todo en estos temas que venimos charlando. ¿Te sentís cercano a esa tradición? ¿Cómo ves el tema de la autonomía individual en el marco de la discusión reciente sobre la Renta Básica? En el sentido de garantizar un piso de autonomía material que nos permita a todos a la hora del autogobierno colectivo sentarnos en un plano de igualdad real y no solo igualdad de oportunidades.


RG: Con la visión del republicanismo que uno puede vincular con la gente de la revista SIn Permiso he tenido una relación de amistad con muchos de ellos y me siento como todavía reivindicando mucho de esa tradición. En muchas de las cosas que escribí hice esfuerzo por algunas de las cosas que hablabas vos también y lo que mencionábamos al principio: ha habido tantos sentidos distintos sobre lo que significa ser republicano, y cómo debe entenderse la virtud, y qué posición frente a la propiedad, la separación de poderes, etc.


Entonces si Maquiavelo es republicano, Marx es republicano, Rousseau es republicano, Montesquieu es republicano, Madison es republicano y Jefferson es republicano… Todo el mundo es republicano y ninguno es republicano. 


Por eso si uno lo reduce a una esencia que yo veo muy vinculada con el republicanismo, lo defiendo y lo seguiré haciendo. ¿En qué sentido? El de una concepción que ha puesto en el centro la idea de autogobierno, por ejemplo. En cuanto a la discusión de la autonomía individual – autogobierno colectivo, creo que ciertas visiones del republicanismo -así como los liberales habían aceptado en los hechos sacrificar la idea del autogobierno colectivo en nombre de la autonomía individual- han aceptado el sacrificio de la autonomía individual en nombre del autogobierno colectivo.Por ejemplo, muchos de los que podían ser llamados con razón republicanos en la tradición política norteamericana y que muchos antiimperialistas podían estar ahí, eran personas que defendían ese vínculo estrecho entre Iglesia y Estado porque entendían que la Iglesia, no entendida como los conservadores como la dueña de la razón, sino que la religión como el cemento de la sociedad que permite tener una base en común. Saint Simon pensaba en esos términos; en Rousseau hay ideas de ese cemento común. Entonces ahí me diferencio. Pero no obsta a que con muchos republicanos tenga muchas cosas en común porque tenemos la misma preocupación por las bases materiales de la autonomía.


Eso nos lleva a pensar en el Ingreso Básico. Con un gran amigo llamado Rubén Lo Vuolo y con un viejo amigo fallecido Alberto Barbeito tuvimos en el CIEPP un grupo de discusión sobre estos temas e hicimos una publicación en común. Ahí hice una contribución más de izquierda en la que dije qué me parecía interesante y qué era problemático en la idea del Ingreso Básico. Creo que dentro del desastre en el que estamos y dentro de las perspectivas de una visión realista que uno puede imaginar para el futuro próximo, le pondría muchísimas fichas. Si tuviéramos que pensar en sociedades más cercanas a una sociedad ideal, tendría más dudas. Pero por supuesto que a los ojos de hoy y con las perspectivas que hay y la situación en la que estamos, forma parte de un horizonte interesante por ese énfasis en un arreglo igualitario, importante y desafiante respecto del desastre que hay hoy en términos de desigualdad. A los ojos de hoy defendería cualquier arreglo que se presentase en un país en línea con el ideal del Ingreso Ciudadano. Y me parece que algunas de las contribuciones que se hicieron desde el CIEPP, incluso el propio Rubén Lo Vuolo y yo algunas, sirven para ver de modo realista qué puede implicar esta iniciativa. En particular en el modo en que fue articulado por gente como la que señalo, la que, además, en términos personales me merece la mayor confianza. 


Luego, como en todo, apenas esto termina tomando un poco de vuelo político, es apropiado políticamente. La AUH se quiso hacer en nombre del Ingreso Básico, con todos los oportunismos del caso. Eso no quiere decir que la política real no sirva pero sí que es demasiado habitual que por el tema de hacer lo posible muchas veces los buenos ideales terminan siendo degradados o utilizados en el peor de los casos para hacer otra cosa en su nombre. Uno debe ser muy cuidadoso.


SF: Teniendo en cuenta estas concepciones y los problemas que identificas en el libro (crisis de la democracia, de la representatividad, entre otros), ¿cómo crees que se tradujeron históricamente en los diseños institucionales latinoamericanos? 


RG: La historia es la que tratamos de recorrer antes: cómo liberales y conservadores se fueron peleando a lo largo del Siglo XIX, sobre todo, con unos insistiendo en una punta de esos ideales, el otro desechando ambos. Ha habido una disputa sangrienta y que dejó una marca muy fuerte en la vida institucional argentina.


Si uno mira hoy por ejemplo la Constitución argentina, que tiene bastante que ver con la base que prima en América Latina y que también tiene sus particularidade, uno ve que sigue teniendo en su corazón un arreglo institucional que yo diría que es, de un modo muy poco atractivo, una superposición de las pretensiones de liberales y conservadores en el Siglo XIX, con todo lo malo que eso implica. 


Creo que en nombre de llegar a un acuerdo que se hacía muy difícil, la manera en que se logró plasmarlo constitucionalmente fue muy problemática y muchos de los problemas que hoy tenemos tienen origen en el propio texto constitucional. Menciono dos o tres casos que nombro siempre pero que son muy notables y más en el caso de la Constitución argentina que en otros de la región. Por ejemplo, en materia de Estado y religión. La Constitución argentina sigue diciendo hoy lo que decía en el Siglo XIX en cuanto a que por un lado le da la razón a los liberales (artículo 14) en materia delibertad religiosa, respeto a las ideas diferentes, etc. Y en el artículo 2 le da la razón a los conservadores en cuanto a que la Iglesia Católica tiene un estatus especial frente a las demás religiones. Eso es una contradicción metida en el corazón de la Constitución que hizo ruido y que lo sigue haciendo ahora. Cuando hablamos de los subsidios a la Iglesia Católica, por ejemplo. 


Otra manifestación de ese mismo acuerdo imperfecto, que es lo que yo llamo una «acumulación de pretensiones contrarias»: el artículo 19 es una muestra increíble de eso. La primera línea es la expresión del mejor liberalismo imaginable que es el liberalismo milleano y es la consagración de la idea extraordinaria de Mill sobre que mientras no haya daño a terceros, mi acción está protegida. La segunda línea del mismo artículo fue incorporada por los conservadores en reacción a la primera. La redacción original de la Constitución, que venía de 1815 y venía desde Francia, era la consagración del principio milleano. En 1853 los conservadores estaban en desacuerdo con esa formulación y le agregaron a eso que es el canto al liberalismo -logrando pasar de lo que yo llamo el sueño de Mill a la pesadilla de Mill-  una segunda línea que dice que «se respetarán las acciones privadas en tanto y en cuanto no afecte la moral pública». Si vos querés ahí tenés la distorsión de todo lo interesante que dijiste al principio. Eso es una muestra de cómo fueron los acuerdos liberales-conservadores en Argentina y cómo se plasmaron en la Constitución. Esto es una contracción en el corazón de lo que tal vez es el artículo más interesante, como pensaba Carlos Nino.


Eso en materia de derechos, tomando dos ejemplos notables hasta la caricatura. En materia de organización del poder es todavía peor porque al mismo tiempo defendemos la idea de la separación de poderes y los frenos y contrapesos que defendía el liberalismo y la idea de un presidente más fuerte que es la que defendían los conservadores. Al mismo tiempo le damos la razón a los liberales y a los conservadores. Entonces tenemos un sistema de frenos y contrapesos cuya lógica requiere, sobre todo, un poder equivalente entre los tres poderes -esto es Madison, el Federalista 51- para frenar los seguros ataques de las demás ramas. Las armas para frenar esos ataques deben ser equivalentes también. Si uno tiene un arma mucho más fuerte que el otro se rompió el equilibrio. Eso es exactamente lo que hace la Constitución argentina cuando le da al Ejecutivo poderes de amenaza mucho más fuertes que a los poderes restantes. Entonces al establecer lo que Nino llamaba un hiperpresidencialismo, rompes la lógica que instalaste con el sistema de checks and balances. Nuevamente es una muestra de cómo el modo en que encontraron liberales y conservadores para llegar a un acuerdo constitucional, quedó plasmado en la Constitución en un arreglo que es muy dañino para el propio futuro constitucional. Otra vez, tanto en la declaración de derechos como en la organización de poderes hay contradicciones como caricaturescas que han generado mucho daño en la práctica.


SF: Le podemos sumar a esto algo que mencionas en otros textos que es la falta de instancias de participación y consulta popular.


RG: Totalmente. Y eso habla de que en la mesa de negociaciones del Siglo XIX, las demandas de las visiones más republicanas quedaron muy de lado. Tengo un artículo escrito sobre la debilidad del radicalismo político en América Latina en el momento fundacional. En EEUU al menos fueron una parte importante de los debates. Los antifederalistas eran lo que yo llamo verdaderos republicanos: Thomas Paine, que era inglés, pero estaba cerca del antifederalismo, era una gran muestra de lo que el antifederalismo podía pedir.  Entonces por un lado sucedió eso. En América Latina quedaron por fuera de la mesa de negociación y luego, y ese es otro punto interesante, muchas de esas iniciativas republicanas van a a reingresar en la mesa de discusión constitucional en el Siglo XX. Cuando reingresan, también lo hacen de este modo problemático. Se va a mantener la vieja estructura tal como estaba y se van a hacer algunos agregados adicionales. Esto es un nuevo proceso de acumulaci ́pn sobre lo ya hecho. Lo que teníamos antes no era un acuerdo del tipo de lo que en algunos casos se ensayó en EEUU, como más de síntesis entre visiones distintas. La primera enmienda es un gran ejemplo de síntesis: vos sos ateo, el otro agnóstico, el otro evangelista, ¿qué hacemos? Pongamos un punto en común que sintetice nuestras pretensiones encontradas. Por ejemplo, no importa qué visión se tenga sobre la religión, ninguno que llegue al poder va a imponer su religión a otro. Eso es algo que todos podemos suscribir y que yo llamaría un acuerdo de síntesis.


En América Latina lo que hubo fue un amontonamiento. Cuando llegaron las demandas más republicanas, en el Siglo XX, cuando aparecen los derechos sociales, por ejemplo, vuelven a incorporarse de este mismo modo: acumulando una nueva capa sobre las dos capas ya existentes. No se corrigió nada de lo anterior, sino que se agregó una nueva capa. Tenés derechos de propiedad entendidos en la vieja modalidad y al mismo tiempo derechos comunitarios indígenas. Cuando están en conflicto, ¿qué hacemos? O tenés demandas de organismos de control como el Consejo de la Magistratura y no cambiaste nada de la Corte Suprema, entonces vas a tener un conflicto entre las dos instituciones. Y es lo que sucede. 


La peor contradicción es la que hay entre la lista de derechos sociales que hay en el 14 bis y el mantenimiento de una estructura hiperpresidencialista que se mantiene vigente. Entonces yo creo que si uno hubiera querido hacer una incorporación meditada, pensada, interesada en asegurar una armonía entre lo viejo y lo nuevo, se habría pensado «¿qué reformo de lo anterior para que el ingreso de lo nuevo sea un ingreso que encuentre bienvenida, no rechazo?» 


Hoy lo que tenés, en los casos más flagrantes, son nuevos derechos de participación mientras se mantiene un poder hiperconcentrado. ¿Qué pasó en la práctica? Cada vez que la ciudadanía quiere poner en práctica los derechos de participación, el de arriba te lo veta. Te lo impide el legislativo cuando puede, como pasa en Argentina que las normas regulatorias de los derechos de participación hacen virtualmente imposible el ejercicio de dichos derechos, o tenés como en Ecuador un presidente que veta cada iniciativa de participación popular que amenaza con socavar su poder. 


SF: Es como una falta de control real de la ciudadanía.


RG: Es un ejercicio de hipocresía constitucional. Se incorporaron nuevos derechos sociales y de participación pero no se preocuparon por asegurar que tuvieran una recepción constitucional aceptable en lugar de hostilidad. No se preparó nada de lo viejo para recibir a lo nuevo. Lo que hoy tenemos es que lo viejo tiende a resistir lo nuevo. Una parte de la Constitución otra vez empieza a actuar contra la otra.


SF: La única herramienta de control real que queda en la ciudadanía es el voto. 


RG: Totalmente. Sobre eso, si pudiera decir una cosa, es que una visión de la democracia como la que a mí me interesaría defender -lo que yo llamo una «conversación entre iguales»- es muy resistente a muchas de las herramientas tradicionales que se han querido vincular con la participación popular, como formas plebiscitarias o de referéndum tal como han sido diseñadas. Y no porque sean malas en sí: están muy bien si son la última instancia de una conversación extendida y genuina que hoy es posible. 


En cambio, normalmente han sido generadas desde arriba por el poder concentrado para reafirmar su propio poder y sin una instancia previa significativa de discusión. Es un reemplazo de la discusión. Entonces esas instancias participativas, yo creo que un demócrata tiene que resistirlas más que aceptarlas. Me parece que el discurso de quienes defendemos la participación política ha quedado como muy anclado en el tiempo, como si la única manera imaginable o interesante de participación tuviera que ver con que se nos pregunte algo´por sí o por no. No somos autómatas y no merecemos ser tratados como tales. En un jurado mismo, no nos limitamos a decir «sí, no, culpable, inocente». Quiero poder opinar: poder decir que algo me gusta y explicar por qué y decir que no quiero que algo se incorpore por tal o cual razón. La conversación es muy distinta a un llamado a decir sí o no. Muchas veces es contradictorio con el sí y no. Uno tiene que ser muy resistente a esas instancias. 


En el libro yo pongo ejemplos que me parecen muy importantes para ilustrar lo que digo. Si a mí me ponen a ratificar popularmente una constitución que tiene 400 artículos, es una tomadura de pelo. Perfectamente puedo estar infinitamente en contra de la reelección presidencial e infinitamente a favor de los derechos indígenas. Y si me dicen «vote sobre la constitución» yo puedo querer votar que sí por uno y que no por el otro. Pero tengo un solo voto. Me ponen contra la pared y me obligan a que para poder defender lo que quiero que son los derechos indígenas tenga que comerme el sapo de lo que más rechazo que es la reelección. Entonces cuando termina la elección y me dicen «ah votaste por la reelección» yo diría que no, que me extorsionaron. No fue un llamado democrático en el sentido de que no hubo interés por mi opinión. Fue un intento de manipularla para hacerme decir lo que rechazo. Eso es lo que habitualmente pasa en ese tipo de convocatorias.


Cuando en Colombia se hace el Acuerdo de Paz sucede lo mismo. Un acuerdo que tiene 300 hojas y uno tiene que decir «sí» o «no». Y a lo mejor en la primera  hoja hay cosas que me encantan y en la segunda cosas que no. Y no es que tengo que estar súper informado. A lo mejor hay dos o tres cosas que me interesa decir pero son contradictorias con el «sí» o el «no». Me están obligando a votar sí por algo que rechazo. En el caso colombiano muchos querían decir «sí a la paz» pero no a los premios que le otorgan a quienes mataron a sus familiares. Entonces dijeron que no y se les acusó de que les gustaba la guerra. ¡Y no! No me gusta la guerra pero no me gusta este acuerdo tampoco. Está muy embarrada esa discusión y hay que salir de ese barro.


SF: Si pensamos en este contexto vacío de discusión y contenidos, se ve al voto como una especie de «rayo democratizador» gracias a la cual cualquier cosa que sea votable automáticamente se convierte en democrática. Es una discusión que se estuvo dando en Argentina en torno al Poder Judicial y su estructura. ¿Qué mecanismos crees que podrían implementarse para hacer más democrático este poder, por fuera de los planteados?


RG: Me parece interesante este tema. Efectivamente está ese problema. Yo creo que en general, por lo que decías antes, con los niveles de crisis de representación que hay y que van de la mano de los niveles de degradación que tiene nuestra organización judicial, lo que ha pasado es que las elites políticas, judiciales y económicas se han autonomizado. Ellos se reparten privilegios y mutua protección entre ellos. En un punto la situación es insalvable en el sentido de que es muy difícil recuperar lo anterior abriendo una ventana aquí y una puerta allá.


Me parece bien abrir ventanas y puertas pero hay un tema estructural, la cosa está muy degradada y lo peor es que, otra vez, lo viejo tiene una gran capacidad para resistir lo nuevo. Está ese problema y uno debe ser consciente de ello. Las reformas cosméticas que uno puede querer en general van a ser carcomidas y deglutidas por los que están ya ocupando posiciones de poder.


Dicho eso, y en buena medida en relación con eso, creo que lo que hay que buscar aun sabiendo los riesgos que hay de que todo sea secuestrado por el poder establecido, son formas de agujerear esa estructura, buscando darle más intervención ciudadana a asuntos judiciales. La institución del jurado nació en su momento bajo esa lógica, pero también en la práctica fue capturada, estrujada y hoy es una institución que sigue manteniendo esa llama de la promesa pero es básicamente inocua, indolora, incolora e inolora. El camino va por ahí: establecer formas de intervención ciudadana. 


Hoy los grandes problemas de la justicia tienen que ver con la desigualdad, que es la que lleva a que por abajo haya un montón de gente que queda fuera del Poder Judicial y se sienta excluida, ya sea marginada de la justicia o perseguida por la justicia. El vínculo con ella es como persona procesada o ignorada o excluida. Y por arriba, la contracara son los privilegios y la impunidad.


Yo creo que hay que luchar contra eso. Y para agujerear el sistema actual lo que hay que hacer es imaginar formas de intervención ciudadana, ya sea en el control o en juicios de corrupción. Digo esto sabiendo que el poder establecido cuando huela cerca este tipo de posibilidad lo que va a hacer es cooptarla y destruirla. Lo que se hizo hace unos años, que ahora se repite de otro modo, coronado con la idea de «democratización de la justicia» era eso. Era utilizar un reclamo, una idea noble para fines innobles. Ese es el camino habitual.


La única salida pasa por formas de integración ciudadana en la justicia para tratar de poner fin a las situaciones de privilegio, impunidad y exclusión. Pero con la enorme prevención de que el poder nos ha mostrado ya sus dientes y garras afilados y que está muy preparado para dar vuelta, poner cabeza abajo lo que pretendemos y convertir en innoble lo que hay de noble en las promesas propuestas que nosotros podemos hacer.


SF: Si tuvieras que recomendarnos un libro para pensar la democracia en la actualidad, ¿cuál sería?


RG: Hay una autora francesa joven, que viene escribiendo en una línea que a mí me gusta, con posiciones que yo resisto y que no. Se llama Hélène Landemore  y su libro se titula «Open Democracies». Me parece que ella es de las que más y mejor ha puesto el foco en algo muy importante que es la experiencia de asambleas ciudadanas que se está dando en todo el mundo. Ella estudió en particular, y por ello ganó cierto prestigio, el proceso islandés de redacción constitucional. Pero ella también como francesa puso mucha atención a las asambleas ciudadanas por el cambio climático que se están desarrollando en Francia en los últimos años, y en procesos similares desarrollados en Irlanda, Finlandia, Canadá. Ahí creo que hay una apuesta y una mirada colocada en un lugar que es interesante. Es de las pocas esperanzas que veo en términos democráticos. 


En materia constitucional, aunque estén empezando a mostrar sus límites, hace unos veinte años nació una rama nueva del constitucionalismo en la que me siento inscripto, que es el constitucionalismo dialógico y ahí hay cosas promisorias. Estoy por sacar un libro que es la versión expandida de la «Derrota del derecho…», llamado «El derecho como conversación entre iguales» y que es una reflexión más fundada y asentada que lo que está escrito en la versión reducida.


SF: Muchas gracias.


1 jun 2021

Nos deja Thomas Mathiesen




(recordatorio-homenaje, a cargo de Ezequiel Kostenwein CONICET-UNLP)

 Mathiesen y el salto subterráneo  

Thomas Mathiesen nos ha legado un salto, el salto que conecta los diferentes planos del problema social del castigo. Y lo ha hecho prescindiendo de pasaportes institucionales, priorizando en todo caso relaciones subterráneas, e incluso clandestinas. Esto lo advertimos cuando explora el problema normativo de la pena, o lo que es lo mismo, el dilema de la filosofía del castigo. Mathiesen tenía claro que esta última no sólo debía conformarse con la burocrática tarea de encontrar legitimidad a la punición estatal, sino que posee la obligación de evidenciar sus insuficiencias. Sólo después de comprender esto podemos dimensionar la crucial pregunta que sobrevuela la obra de Mathiesen acerca de si es defendible la cárcel y el demoledor no que ofrece como respuesta.

En particular, vale recordar el golpe que le asestó a la Justicia en su porfía de emplear el tiempo como pena, y la pena como tiempo: no es posible utilizar el sufrimiento de la persona que va a ser castigada como compensación del sufrimiento que ella ha ocasionado. Ciertamente, afirmaba Mathiesen, puede decirse que el delito expone a otros al padecimiento y que quienes acaban en la cárcel por tales actos son expuestos también al padecimiento. El dilema es que las dos versiones del padecimiento son, sin embargo, entidades no mensurables. 

Lo que está en el corazón de esta cuestión es el problema ya planteado por Henri Bergson acerca del tiempo, su duración, su perspectiva, su intensidad: encontramos así el bergsonismo de Mathiesen, que consiste en arremeter contra la posibilidad de tomar al tiempo como entidad objetiva, y de la misma manera, como una escala de proporción. Ejemplo de lo primero sería que diez años de dolor son exactamente lo mismo para todas las personas, y del segundo, que diez años de dolor es el doble que cinco. La improcedencia de este esquema reside en que el tiempo, a diferencia de lo que parecen creer los legisladores, no es una entidad sustraída al sentido y la valoración de cada quien. Vivir los castigos, efectivamente, significa vivirlos en su duración específica, no en el diseño universal de la duración que llamamos tiempo matemático.

Para enfrentar a la Justicia no debemos aspirar a hacerlo con ideas justas, sino justo con ideas, ya que las ideas justas son producto de las valoraciones dominantes que impiden, por su propia condición, doblegar el statu quo. Así como la magnitud, fuera de uno, nunca tiene intensidad, la intensidad, dentro de uno, nunca tiene magnitud, aseguraba Bergson. Esto tiene una doble lectura, igualmente válida: como el abolicionismo de Bergson, o como el bergsonismo de Mathiesen, y ambas las consideramos necesarias. 

En definitiva, Mathiesen desde su peculiar Noruega nos ha ofrecido múltiples herramientas para reflexionar a dónde estaría la fiera más fiera si tenemos como tenemos a las personas allí abandonadas.