Gracias José Juan !!
UNA MIRADA IGUALITARIA SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO. Coordinador: Roberto Gargarella. CANAL YOUTUBE DEL SEMINARIO: https://www.youtube.com/channel/UCytpairtEH8asvyYRt6LQBg/
28 jul 2022
JJMoreso, en Revista de Libros (de España) sobre "La Conversación entre Iguales"
22 jul 2022
El proceso constituyente en Chile (entrevista para el Oxford Human Rights Hub)
Gracias Gautam!
https://soundcloud.com/oxhrh/21 jul 2022
Sobre "la revolución de los derechos"
Publicado hoy en Clarín, acá: https://www.clarin.com/opinion/acerca-revolucion-derechos-_0_21UN2uiFMZ.html
Apenas días atrás, el principal jurista inglés, Martin Loughlin, publicó un importante y controvertido libro “contra el constitucionalismo” (ése es su título: Against Constitutionalism). Curiosamente -o no tanto, en verdad- mucho de lo que Loughlin escribe en su trabajo resulta relevante para pensar la actualidad de los debates políticos y jurídicos en América Latina en general, y en la Argentina en particular.
Ello así, tanto por sus referencias críticas a la “revolución de los derechos” (“revolución de los derechos” que hoy se discute en Chile, por ejemplo, a la luz de la nueva Constitución propuesta), como por sus agudos comentarios acerca de lo que la política hace con los “nuevos derechos” (piénsese, para el caso de nuestro país, en las curiosas referencias de estos años hacia “el gobierno de los derechos”).
Loughlin es implacable contra las posturas que confunden democracia y constitucionalismo, y terminan así reemplazando a la política redistributiva por el reconocimiento de nuevos derechos -nuevos derechos que, para su implementación, deberán esperar su turno en los pasillos de los tribunales.
Impiadosamente, Loughlin explica los modos en que el reconocimiento de nuevos derechos económicos y sociales vino a tomar el lugar que en algún momento ocuparon legislaturas activas, implementando ambiciosos programas redistributivos.
Él muestra, entonces, de qué modo el reconocimiento de esos nuevos derechos termina obligando a los supuestos “beneficiarios” a hacer colas, en los tribunales, para rogar por la implementación efectiva de aquello que -según les dice la política- les corresponde. Loughlin denuncia a gobiernos, en la práctica, “neoliberales”, que buscan legitimarse a través del discurso de los “derechos”.
Piénsese, como metáfora, en el caso “Badaro”, en nuestro país, y al “gobierno de los derechos” obligando a los pobres jubilados, ya sin fuerzas, a litigar -en fila, uno tras otro, pero no colectivamente- en espera de una sentencia que haga efectivos los reajustes jubilatorios que, teóricamente, la política les había reconocido.
En casos como el citado se advierte la “trampa” de reemplazar políticas distributivas por la concesión de “nuevos derechos”: bajo una retórica que apela al progreso social, los gobiernos se quitan de encima la responsabilidad de implementar programas de cambio; despolitizan demandas sociales cargadas de política; transforman las reivindicaciones colectivas en demandas individuales; y reconducen las movilizaciones populares en litigios particulares que toman como sede a los tribunales.
Ahora, de lo que se trata es de esperar una sentencia ojalá favorable, dentro de un buen puñado de años. Todo ello, eso sí, en nombre del “gobierno de los derechos”.
El punto citado es central en la crítica de Loughlin hacia una política que habla de cambios sociales que, en los hechos, imposibilita (al despolitizarlos y reconducirlos a los tribunales). Dicha crítica reconoce antecedentes importantes en la doctrina. Piénsese, por caso, en los trabajos de Samuel Moyn, que buscaron llamar la atención sobre una correlación preocupante, esto es, la correlación entre una política que se auto-proclama fervorosa impulsora de “nuevos derechos”, y una práctica que -al mismo tiempo, y aunque lo niegue en su discurso- consagra el “fundamentalismo de mercado” y la desigualdad.
América Latina ofrece trágicas ilustraciones al respecto. Baste con mencionar el caso de México en 2011, cuando se aprobó una extraordinaria reforma constitucional, en materia de derechos humanos, al mismo momento en que se implementaban políticas de ajuste económico, y se llevaba adelante una masacre humanitaria en nombre de la “lucha contra el narcotráfico”.
En una dirección teórica similar, vale recordar los escritos de Rosalind Dixon sobre el “soborno de los derechos”, que la profesora australiana ilustró, de modo especial, con casos latinoamericanos. Ella aludió, entonces, a gobiernos como el de Rafael Correa quien, frente a las intensas demandas de los pueblos indígenas, buscó incrementar su poder (y lograr su reelección) otorgando, como “soborno” o moneda de cambio, “nuevos derechos constitucionales” a los grupos más conflictivos.
Para que se entienda: ninguno de los que trabajamos en línea con esta porción de la literatura (de mi parte, lo intento en un libro sobre “el derecho como conversación entre iguales”) aboga por un “constitucionalismo con menos derechos”.
Por el contrario, muchos valoramos y defendemos la existencia de Constituciones robustas en materia de derechos. Lo que procuramos, en cambio, es otra cosa: insistir sobre las responsabilidades indelegables de la política democrática, y denunciar el cinismo de gobiernos que apelan a la retórica de los derechos para encubrir prácticas de desmovilización social al servicio del privilegio propio.
Una nueva Constitución para Chile
Publicado en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-proyecto-de-dejar-atras-la-constitucion-de-pinochet-nid16072022/
Los convencionales constituyentes de Chile completaron la redacción de un nuevo documento constitucional, llamado a cumplir una función histórica. El proyecto se propone dejar atrás la Constitución elaborada durante los tiempos de Pinochet y, con ella, los “cerrojos” remanentes que formaban parte de su legado. La “Constitución de Pinochet” fue redactada por una pequeña elite, comandada por el jurista Jaime Guzmán, quien, en 1979, defendió su proyecto como un modo de cerrarles el camino a sus “enemigos” políticos. En sus palabras: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”. Pues bien, el 4 de septiembre, Chile tendrá la oportunidad de poner fin a ese lamentable capítulo de su historia, optando por una Constitución digna, decente y moderada, en línea con todas las constituciones modernas.
Desde un comienzo, la nueva Constitución propuesta fue objeto de ataques por parte de quienes, sin conocer su redacción final, comenzaron a hablar de ella como implicando “un salto al vacío”. La idea de “salto al vacío” constitucional resulta insólita, por muchas razones: no se conocen casos de países que hayan quebrado o caído al vacío por (ni fundamentalmente por) una nueva Constitución; el texto de la propuesta chilena nace (y esta sería mi principal crítica a esta) demasiado “viejo”; y si algún “caos jurídico” puede preverse, es el que se seguiría de votar por “no” a esta propuesta (¿habría que iniciar, entonces, un nuevo proceso constituyente? ¿Habría que volver a vivir bajo una Constitución con la que casi nadie se siente identificado?). La idea de “salto al vacío” desconoce a sabiendas la naturaleza de las relaciones entre Constitución y sociedad: si ha habido situaciones de violencia y caos en la Latinoamérica de estos años, eso ha tenido poco que ver con las constituciones vigentes y mucho, en cambio, con los delirios propios de algunos de sus dirigentes –dirigentes que actuaron, habitualmente, en violación de las constituciones de sus países (como el presidente Evo Morales, quien pretendió forzar una tercera reelección que la Constitución impedía; o el presidente Correa, que impulsó proyectos mineros en contra de la constitucional decisión ciudadana de impedirlos)–.
Lo dicho no niega el hecho de que, en el caso de Chile, el procedimiento de redacción constitucional fuera muy imperfecto, en parte como producto del extraordinario (en todo sentido) torbellino cívico que desembocó en el reclamo de una nueva Constitución: la Constituyente fue, en buena medida, hija de una caótica etapa de protestas y disputas sociales (iniciada en octubre del 2019), que desembocó en una elección de convencionales marcada por el repudio hacia la vieja política. La Convención resultó así compuesta por pocos representantes de los partidos tradicionales (lo que dificultó al extremo la formación de consensos), y un amplio archipiélago de activistas, militantes, líderes de movimientos sociales y, cabe admitirlo también, personajes más bien caricaturescos que terminaron por ocupar lugares protagónicos en las diversas comisiones en que quedó dividida la Convención.
A partir de lo dicho, se entiende que muchas personas miraran a la asamblea con desconfianza, fijadas –por decisión propia– en las varias anécdotas –menores, pero aun así ridículas– que decoraron a la Constituyente. Sin embargo, a esta altura, aquellos pruritos, en parte razonables (el miedo de que las anécdotas ridículas resultaran traducidas en un texto final también ridículo), ya no se justifican. Primero, porque hoy se conocen los detalles más finos acerca de cómo funcionó la Convención (un procedimiento austero, con una mayoría de convencionales que dedicaron largas jornadas sin noches a acordar un texto común), y segundo, porque ya se ha hecho pública la depurada sustancia del proyecto. En efecto, la Comisión de Armonización (comisión que se encargó de pulir, integrar y depurar la redacción constitucional que resultara de las varias comisiones en que se dividió la Convención) redujo en 127 artículos la propuesta inicial (el texto pasó de 499 a 372 artículos), eliminó contradicciones y redundancias, y pulió el lenguaje de la Constitución. Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto.
Sobre sus problemas, diría que son los mismos que, hace décadas, identifico con el constitucionalismo regional: una obsesión por la incorporación de “nuevos derechos”, que termina expresada en una lista de derechos (el Bill of Rights) que se expande y renueva en desmedro de –y de espaldas a– una organización del poder (la “sala de máquinas”) que permanece demasiado parecida a sí misma. La estructura institucional sigue estando demasiado en línea con el modelo “tradicional” (poderes concentrados en el presidente, un Senado –ahora, Cámara de Regiones– todavía fuerte, un Poder Judicial algo vetusto que se “renueva” con un Consejo de la Magistratura, por ejemplo). Se trata de dificultades en absoluto ajenas a la Constitución de 1980. Por tanto, y contra lo que dicen sus críticos, el riesgo no es el de una “revolución de los derechos”, sino el de que esos derechos no lleguen a ganar vida en la práctica, al quedar dependientes de la discrecionalidad del presidente y de los viejos poderes. El problema constitucional en cuestión, por lo tanto, se debería a “lo poco”, y no a “lo mucho”: no a que se fue “demasiado lejos”, sino a que permaneció “demasiado cerca.”
¿Por qué, a pesar de estos reparos, convendría votar por el “sí”? Por multitud de razones. Primero, por razones de legitimidad democrática: cuesta entender que alguien prefiera mantener el legado jurídico de Pinochet, pudiendo optar por un texto de origen impecablemente democrático. Segundo, porque la propuesta elimina “trabas” o “trampas” remanentes del pinochetismo (i.e., el control judicial preventivo). Tercero, porque la nueva Constitución pone a Chile en línea con el constitucionalismo moderno: la de Chile era una Constitución “anómala”, que no incluía los derechos sociales, económicos y ambientales que casi todos los países de Occidente –de México a Alemania– incorporaron desde hace décadas (países que no sufrieron ningún estallido por constitucionalizar derechos; más bien lo contrario, Chile los sufrió en reclamo de ellos). Cuarto, porque el texto reconoce a los pueblos indígenas, que el viejo constitucionalismo no quería ni mirar: dicha ofensiva omisión se remedia ahora a través de instituciones (i.e., la consulta previa) consistentes con acuerdos internacionales (i.e., el Convenio 169 de la OIT), que rigen cómodamente en la región desde hace 30 años. Quinto, porque busca dejar atrás una (tan innegable como objetable) organización territorial centralista y autoritaria, en favor de un esquema más descentralizado (regionalista). Sexto, por su origen y vocación paritaria y ambientalista.
Contra lo que soñaba Alberdi, las constituciones carecen de “el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.” En tal sentido, lo que –esperamos– se apruebe en septiembre no será un “punto de llegada”, sino, más bien, un promisorio punto de partida, a partir del cual Chile podrá comenzar a construir, no una “casa” ni “palacios”, sino una comunidad digna, en la que todos puedan cohabitar, con genuino orgullo.
6 jul 2022
Salario Basico Universal
De parte de Rubén Lo Vuolo, la persona que más sabe del tema en la Argentina, en momentos en que se dicen tantas zonceras sobre una cuestión tan importante
https://www.eldiarioar.com/opinion/salario-basico-universal-notas-proyecto-ley_129_9079871.html