30 mar 2025

El fin de la representación



 Publicado en Clarín, acá: https://www.clarin.com/opinion/fin-representacion_0_rIeXmrr0Mb.html

Entre fines del siglo xviii y mediados del xix, los “padres fundadores” del constitucionalismo americano, desde los Estados Unidos hasta nuestro país, diseñaron una maquinaria institucional que todavía hoy nos rige, basada en mecanismos de “frenos y balances” (los famosos checks and balances). Ellos previeron, además, con cuidado y detalle, algo que hoy tendemos a desconsiderar: los modos de “activar” tal maquinaria, y de mantenerla funcionando. Para ello, montaron un sistema representativo particular, dotado de incentivos varios, y un “combustible” controvertido: el egoísmo o autointerés. Así, y por una parte, se establecían comicios periódicos, directos o indirectos, destinados a permitir la elección de los representantes de las distintas “facciones” en que se dividía la sociedad. Por otra parte, se definían controles “internos” y “externos” sobre esos funcionarios seleccionados. El principal (único?) control externo, fueron las elecciones periódicas. Mientras tanto, y en relación con los controles “internos”, se establecieron múltiples mecanismos de control cruzado entre las distintas ramas de gobierno: el “poder de veto” presidencial; el control judicial de constitucionalidad; el juicio político; etc.

Este complejo esquema de incentivos, según se preveía, iba a ponerse en marcha y funcionar, a partir del “combustible” del “egoísmo” que era considerado, con cierta razón, la principal fuente motivacional que movilizaba a las personas. Como dijera James Madison en uno de sus textos más conocidos (“El Federalista” n. 51): “debe contraponerse la ambición a la ambición”. Así, y por ejemplo, por su ambición de ser re-electo, el político iba a tratar de responder (“agradar”) a sus electores; y por su ambición de mantener el poder y no ser arrasados por la rama de poder contraria, los legisladores iban a resistir los “excesos” del Presidente, como el Presidente iba a usar su “veto” contra los “excesos” legislativos; etc. Sobre la racionalidad de todo este esquema, conviene notar al menos dos cosas. Ante todo, se trata de la misma lógica con la que Adam Smith pensaba el funcionamiento de la economía: “el panadero tendrá preparado el pan, por la mañana, no por solidaridad sino por su ambición de ganar dinero”. Con eso basta para que funcionara el esquema. Aquí lo mismo, pero con la política. Crudamente: el político no tomará decisiones favorables a la ciudadanía por su generosidad, sino por la ambición de ser reelecto, y con eso nos basta. La contracara de esto es que el esquema que se diseñaba, movido por el combustible de la ambición y el egoísmo, se desentendía por completo de la “virtud cívica” en la que pensaban los republicanos de entonces. En otros términos, nuestros ancestros descuidaron las cuestiones relacionadas con la necesidad de “cultivar” valores como los de la solidaridad, el compromiso cívico, la lealtad, etc.

Y aquí es donde comienzan las complicaciones, que hoy llevan a que padezcamos o seamos víctimas de un sistema que alguna vez funcionó de manera aceptable. Entre decenas de problemas, mencionaría en primer lugar que la “correa de transmisión” entre ciudadanos y electores -el sistema representativo diseñado- se rompió, y difícilmente pueda repararse. Dicho sistema, en efecto, nació pensado para sociedades pequeñas, divididas en pocos grupos internamente homogéneos, en donde -esperablemente- cualquier obrero representaba los intereses de toda su clase; del mismo modo que el gran propietario los de la suya. Hoy, en sociedades multitudinarias, divididas en miles de grupos internamente heterogéneos, aquel “sueño” de la representación “plena” se terminó (ie., que haya un obrero o empresario en el Congreso dice poco o nada sobre la representación de los intereses de cualquier otro obrero o empresario, fuera del Congreso). Es decir, nos enfrentamos a un problema extremo y estructural (no coyuntural ni personal) de representación, que afecta la protección de los intereses de los diversos grupos sociales. Por lo dicho, también, las principales herramientas diseñadas para suplir o reforzar esa representación (el castigo de la no-reelección; el control desde la “rama de poder” contraria) pierden efectividad y sentido. En cuanto a los controles “externos”, hoy el Senador o Diputado electo sabe que su reelección depende mucho menos de lo que piensen los ciudadanos de su distrito, que de sus vínculos con el gobernador de su provincia o jefe partidario. Y, en cuanto a los controles “internos”, los funcionarios públicos hoy saben que la ciudadanía difícilmente pueda sancionarlos o corregirlos. Por ello mismo (y, esperablemente, dado el “egoísmo” por el que se apostó) los incentivos vigentes mueven a esos dirigentes (ya sean políticos o jueces) a aliarse, pactar, o eventualmente enfrentarse a los demás funcionarios o “ramas del poder”, de acuerdo a sus cálculos de maximización de poder: el interés público, el destino común o las demandas ciudadanas desaparecen del mapa, y el “radar” de la ambición sólo les lleva a estar atentos a sus vínculos con el poder establecido o los grupos dominantes. Se trata, supongo, de un escenario muy preocupante para la democracia, y a la vez muy descriptivo del estado actual de la vida pública en la Argentina.

 

 

 

 

 

 


22 mar 2025

Un decálogo sobre el derecho de protesta


 




Hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/un-decalogo-sobre-el-derecho-a-la-protesta-nid22032025/

En estas últimas semanas, la protesta social ha vuelto a ocupar un lugar protagónico dentro de la vida pública argentina. Las manifestaciones opositoras se reiteran, reavivando con ellas algunas de las múltiples discusiones que razonablemente nos genera el tema: preguntas sobre los límites de la protesta; sobre la legitimidad del uso de la coerción; o sobre las respuestas de los jueces frente al conflicto. En lo que sigue, y con el objeto de ayudar a tales debates, presentaré diez precisiones posibles sobre la cuestión.

1.Toda protesta es política. El primer punto que mencionaría procura resistir algunas tan comunes como fáciles descalificaciones hacia la protesta social, que vuelven a escucharse en estos días. Me refiero a las críticas que desautorizan a la protesta como “política”, dando a entender que, por ello, la protesta no es genuina, legítima o espontánea. Contra dicha visión, debe aclararse que toda protesta pública es, por su propia naturaleza, y en un sentido valioso, “política”. Ello así, porque la protesta social implica poner en disputa el sentido de las políticas públicas implementadas (o no) por el gobierno. Al crítico, entonces, habrá que decirle que, mal que le pese, la democracia consiste precisamente en eso: en una disputa en torno al valor de las decisiones políticas que toma un gobierno.

2.El garantismo es la ideología de la Constitución. Un segundo punto se vincula con otro concepto en conflicto: el del “garantismo” jurídico. Curiosamente, en los últimos tiempos, dicho concepto ha sido transformado en un término acusatorio. Así, resulta habitual que, en el fragor de la lucha política, se le endilgue a alguien el término “garantista”, como un insulto (como si ser garantista implicara ser un “defensor de los derechos de los delincuentes”). Contra dicha postura, cabe decir que, en nuestro derecho, desde la Independencia y la Asamblea del año 1813 y, de manera todavía más contundente, desde 1853, el “garantismo” es la ideología (penal) de nuestro derecho. Entre otras garantías, nuestra Constitución (art.18) exige, incondicionalmente, el respeto de los derechos de cada uno (aún de los presos); la prohibición de las torturas; o la protección irrestricta del debido proceso. Mientras no se la cambie, estamos obligados por esa digna Constitución.

3.El derecho a la protesta como “el primer derecho”. El derecho de protesta puede ser considerado “el derecho de los derechos”. Si la protesta merece la consideración de “primer derecho”, ello se debe al peculiar lugar que ocupa dentro de la lista de los derechos constitucionales. Y es que se trata de un derecho que sirve para sostener y mantener “con vida”, a todos los demás. Por tanto, si no se protege especialmente el derecho de protesta, toda la estructura de derechos se resiente y queda bajo amenaza.

4. El derecho de expresión es un medio privilegiado para exigir el cumplimiento de los derechos sociales y económicos. Es un error superponer al derecho de protesta con el derecho de libertad de expresión (como si “sólo” fuera “expresión”). La protesta es, más bien, un medio privilegiado para demandar por los numerosos derechos sociales y económicos incluidos en nuestra Constitución. No protestamos, entonces, sólo para “hablar” sino, sobre todo, para exigir el cumplimiento pleno de la Constitución.

5.La crítica política necesita ir más allá de los “especialistas.” No puede esperarse que la crítica al poder público quede total o virtualmente monopolizada por la prensa, los legisladores o los expertos. Como sostuviera Harry Kalven (tal vez el principal doctrinario en materia de libertad de expresión), la crítica política se extiende siempre al ciudadano común, y a los ámbitos que transita (ie, la calle), y ello, esperablemente, con las desprolijidades y excesos propias de tales circunstancias. Y hay un valor importante en todo ello, para toda la comunidad, ya que todos -beneficiados o perjudicados- necesitamos saber cómo impactan las medidas de gobierno en nuestros conciudadanos.

6.Las calles y plazas públicas son lugares privilegiados para la protesta. Desde “tiempos inmemoriales”, el derecho distingue a las principales calles y plazas públicas, como espacios especialmente apropiados para la protesta: les denomina “foros públicos”. El derecho no repudia ni resiste, sino que “espera”, que la ciudadanía se exprese, privilegiadamente, en tales lugares.

7.El respeto de los derechos de terceros no puede requerir el socavamiento del derecho a la protesta. Desde siempre, el derecho a la protesta “acepta” regulaciones de “tiempo, lugar y modo” destinadas a “acomodar” los derechos de quienes protestan, con los derechos de terceros. Sin embargo, él asume también que tales razonables regulaciones no deben servir como excusa para socavar, en los hechos, a la protesta -lo que ocurriría si se instaurase un “protestódromo” a kilómetros de la sede de gobierno; o se implementasen “Protocolos” básicamente destinados a dificultar la protesta (i.e. “sólo en la vereda”).

8.Las faltas y violencias que puedan cometerse durante una protesta no “anulan” al derecho de protesta. En los cientos de años que llevamos lidiando con el derecho de huelga, hemos aprendido que los eventuales actos de violencia que se comenten durante la misma, no “derriban” el derecho de huelga. Podemos, perfectamente, separar o detener al violento, mientras preservamos el legítimo derecho de los trabajadores. Exactamente lo mismo con el derecho de protesta: el Estado puede tomar medidas preventivas razonables, frente a una manifestación opositora, y -obviamente- también reaccionar con la ley en la mano, ante quien comete una falta grave (i.e., separar, detener y eventualmente sancionar al ofensor). Sin embargo, esa facultad que indudablemente tienen las autoridades, no anula su obligación de resguardar la movilización de protesta, lo que implica el respeto del derecho de todos los demás protestantes pacíficos.

9.Cuanto mayor es la crisis de representación política, más importante es la preservación del derecho de protesta. Décadas atrás, cuando existían partidos políticos sólidos y sindicatos fuertes, el trabajador podía confiar la defensa de sus derechos, a sus representantes políticos y sindicales; como el gobierno podía esperar que el ciudadano canalizara sus quejas a través de aquellos En la medida en que más se deterioran las formas tradicionales de representación de intereses colectivos, más importante resulta resguardar un robusto derecho a la protesta, que viene a suplir dicho déficit representativo.

10.El “punto de reposo” debe ser la protección de la protesta, y no su represión. Hoy nos enfrentamos a una situación social caracterizada por desigualdades injustificadas e injusticias graves; y a una situación política que muestra que los medios tradicionalmente utilizados para impugnar aquellas inequidades resultan inoperantes. En dicho contexto, las autoridades públicas no pueden asumir como “punto de partida” la respuesta represiva o punitiva, frente a la protesta. Son ellos, los miembros de la clase dirigente, quienes generan y reproducen esas injusticias, y también los responsables de preservar un sistema de gobierno deteriorado, que torna difícil canalizar las protestas institucionalmente.