12 nov 2023

Días escoceses VIII. El rojo de algunos cabellos de Escocia (Relato probablemente apócrifo)



Un joven, de melena extraña y oscura, mira fascinado cómo el fuego forja los hierros que se harán espadas. Esas espadas se levantarán días después contra el clan de los MacLeods, en la Isla de Skye, hasta arrinconarlos en la miseria. Las voces angustiadas de aquellas batallas se apagaron pronto, pero el fuego de la fragua siguió crepitando desde entonces.

Una niña con largos rizos plateados, que le llegan hasta los talones, espía desde una cueva los enfrentamientos de Culloden, en 1746, cuando los Jacobitas de las Highlands lo perdieron todo, ante a los británicos. La niña alcanza a distinguir cómo caen los cuerpos detrás de los cuerpos, y cómo la pradera, que fuera verde brillante alguna vez (la que se erguía orgullosa frente a la roca oscura, la que se halla siempre regada por un rocío atemporal y enigmático) comienza de a poco a teñirse de un color diferente, bañada en la sangre que antecede a la muerte.

Un par de gemelos, albinos ambos, son los únicos testigos del momento en que Carlos Estuardo arriba a Francia, huyendo escondido, luego de la derrota de Culloden. Carlos, el Príncipe Bonnie, se siente acorralado y a la vez solo, y cruza la frontera sin mirar atrás, pávido y humillado, disfrazado de doncella. Tiempo después, los gemelos se sorprenderán al comprobar su incontenible alcoholemia. La noche en donde acaba todo, desde atrás de una cortina, los albinos verán cómo el viejo Príncipe se inclina ante un tonel de vino, abre la boca y bebe, hasta que toda la escena se trasviste de un vaho carmesí: era el fin de un hombre, de un reinado, de una era.

Una adolescente raramente hermosa mira en el espejo la cabellera que ha ido perdiendo, luego de conocer las inenarrables crueldades de Cumberland el Carnicero, miembro de la Casa de los Hanóver. Ella es la última persona que, hoy, lo recuerda todo: el fuego que fraguaba el hierro que sería luego espada; las praderas que fueran verdes brillantes, teñidas de sangre, sobre la roca oscura; el vino, brotando impiadoso, hasta embriagar de carmesí las travestidas penas. Pero además rememora esto: la mañana que siguió al fin de la guerra, cuando un bravo sol que ignoraba lo acontecido (el dolor y el inesperado silencio, pero también el luto, pero también el duelo) iluminó el castillo de Edimburgo como nunca antes, como nunca después volvería a hacerlo, recurriendo a fugaces fulgores escarlatas, jamás vistos. El malentendido duró apenas instantes -el castillo recuperó enseguida su pose sobria, majestuosa, parca, sobre la piedra volcánica- pero fue suficiente. Esa noche, durante un sueño que pareció eterno, la joven volvió a repasar toda la historia que había aprendido y que la aterraba, y al despertar se sorprendió a sí misma con un grito, al ver su antigua cabellera, intacta y espléndida, rebelde y de un rojo estremecedor. Su grito, hundido en el pasado, recorrería desde entonces la historia por llegar, como un río subterráneo (un río incontenible, alguna vez turbulento, pero ya apaciguado). Hay un rojo, en algunos cabellos de Escocia, que se expresa en tonos que van más allá del rojo. Se adivina la tradición en ellos, pero se advierte también algo distinto: esos cabellos rojos, en su sosegada ira, esconden un secreto que ni revelan ni olvidan: la digna reconciliación con el aciago destino.


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