19 jul 2007

Una vuelta más contra la televisión


Cuando desde los medios de comunicación se insiste en la propagación de mensajes sexistas, manifestaciones de burla hacia quienes son diferentes, o acosos inexcusables sobre la vida privada de las personas, son muchos los que se dan vuelta inmediatamente para transferir la responsabilidad de lo que ocurre a espectadores y oyentes. Ellos son –se nos dice- los que demandan tales resultados, porque disfrutan de los mismos aunque vociferen lo contrario. Ésta y otras respuestas afines (“en definitiva, cada uno puede cambiar de canal/dial cuando quiere, con sólo tocar un botón”) aparecen unidas por varios problemas, y sobre algunos de ellos quisiera reflexionar a continuación.

En primer lugar, aquellas respuestas merecen resistirse por querer transformar cuestiones que son de interés público en temas que dependen, exclusivamente, de elecciones individuales: finalmente –se nos dice- todo se trata de un problema de responsabilidad personal (y no, entonces, de un problema colectivo que requiere de respuestas públicas). Al mismo tiempo, tales respuestas fallan por querer igualarnos a todos, sugiriendo que el último radio-oyente de La Quiaca es tan responsable de las políticas comunicativas vigentes como las principales autoridades públicas o los mayores avisadores privados. Sabemos, sin embargo, que la verdad es muy diferente de aquella sugerencia ya que, para bien o para mal, cualquier programación depende mucho más de las decisiones de unos pocos que de los gustos de una mayoría de particulares. Para decirlo con un ejemplo, si hace unos meses, en España, no circuló mayor y mejor información sobre la masacre ocurrida, ello no se debió a la falta de interés de la comunidad sobre la cuestión, sino a decisiones políticas y comerciales respecto de las cuales la mayoría estaba lejos de ser protagonista.




Dicho esto, conviene llamar la atención sobre algunos problemas menos obvios y tal vez más cruciales que el anterior. Ante todo, es un error muy habitual el querer inferir las preferencias o “gustos” de los particulares a partir de sus decisiones de consumo (diciendo, por ejemplo, que si la televisión es machista ello se debe a que la sociedad “exige” tales resultados, lo que se demuestra por el hecho de que la comunidad consume, sistemáticamente, tales productos). A quienes se ufanan de obrar en nombre del “gusto de la gente” cabría decirles, en primer lugar, que si lo que pretenden es respetar las preferencias mayoritarias, la vía más honesta para hacerlo requiere comenzar preguntándole directamente a la gente sobre el tema, para luego abrir una discusión pública al respecto. Y es que pueden darse fuertes y muy razonables disonancias entre lo que la mayoría consume y lo que mayoría quiere o considera justo que le ofrezcan. Un ejemplo puede servir para aclarar lo dicho. En los meses del affaire “Bill Clinton-Mónica Levinsky,” todos parecían desesperarse por conocer, por la vía que fuese, aún los detalles más insignificantes de lo ocurrido en el Salón Oval de la Casa Blanca. Frente a tales hechos, cualquiera de los que se apresuran a hablar en nombre de los “gustos de la gente” podría haber inferido que “la gente” exigía de los medios más y más intrusiones sobre la vida privada de los funcionarios públicos. Sin embargo, lo cierto era exactamente lo contrario: interrogada al respecto, la ciudadanía respondía diciendo, masiva y consistentemente, que no estaba bien que los medios avanzaran sobre la vida privada de las personas. Es decir, la población estaba dispuesta a consumir cualquier información o imagen que le ofrecieran sobre el tema en cuestión, pero al mismo tiempo sostenía, enfáticamente, que no le correspondía a los medios interferir con la vida privada de nadie. Estas situaciones no son extrañas, ni productos de la irracionalidad o la hipocresía de unos cuantos. De un modo idéntico, podemos desesperarnos por ver las imágenes más cruentas de una masacre; aplaudir rabiosamente ciertas opiniones políticas que escuchamos en los medios; o reírnos frente a los chistes más discriminatorios que se nos transmitan pero pedir –sensatamente, y al mismo tiempo- que no se exhiban ciertas imágenes de horror en horarios a los que acceden menores; que se asegure la expresión política de quienes piensan diferente de nosotros; o que no se permitan aquellos chistes bajo ninguna circunstancia, por más que nos riamos una y otra vez cuando alguien nos los cuente.

Lo dicho me lleva al punto más importante, que es el siguiente. La mayoría de la población, según presumo, suele tener aspiraciones mucho más razonables que las de una mayoría de los programadores de radio o televisión. Sin embargo, aún si ello no fuera cierto –es decir, aún si la gente sólo quisiera consumir “programación basura”- ello no sería una buena razón para someter la programación de los medios a dichos parámetros “basura”. Los encargados de tal programación debieran tener una responsabilidad no sólo moral, sino también legal, de dar siempre información plural y veraz, no sexista, no discriminatoria, y cuidadosa respecto de los intereses de los menores de edad. Ello, aún si la gente demandara falsedad, sexismo o racismo (cosa que, por suerte, no ocurre). Es urgente poner fin a todos los abusos y maltratos con los que nos cruzamos, pero muy especialmente a aquellos abusos y maltratos que se cometen en nuestro nombre.

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