En un libro de
reciente publicación, El castigo penal en sociedades desiguales ,
investigadores de seis países latinoamericanos (Argentina, Colombia, Chile,
Ecuador, México y Paraguay) examinamos el estado de las políticas de castigo en
nuestras sociedades. Nos concentramos en un período reciente, que va desde la
era de ajustes económicos estructurales, en los años 90, hasta la actualidad.
Los resultados
encontrados nos dicen que, más allá de la retórica, también en lo
relacionado con el castigo las prácticas dominantes se parecen demasiado (si es
que no han empeorado) a las que fueran propias de los años 90 . Ello así,
por caso, si prestamos atención al número de personas procesadas y privadas de
libertad; los niveles de hacinamiento existentes; los abusos y la
tortura que siguen siendo moneda corriente en toda la región; los malos
servicios médicos a los internos; la pésima alimentación; el trato degradante
en definitiva. De todos modos, el libro en cuestión no se limita a hacer una
descripción en torno de la galería del horror carcelario ya conocida, sino que
se pregunta sobre la autoridad que tienen nuestros Estados para actuar de los
modos en que hoy lo hacen.
El problema
tiene un aspecto general: en cualquier contexto resulta complicado defender que
el Estado castigue, entendiendo por castigo la “imposición deliberada de
dolor” (¿es ésta la única y la mejor forma que tiene el Estado para reprochar
inconductas graves?) .
Las cosas son,
sin embargo, mucho más complicadas en contextos de grave desigualdad: en tales
casos, la justificación del uso de la coerción estatal frente a quienes
reclaman por injusticias resulta mucho más problemática. Y ello, por varias
razones.
Partimos de la
idea de que, en sociedades como las nuestras, cuando ciertas desigualdades
graves se mantienen en el tiempo, el Estado debe ser considerado, al menos,
como co-responsable de las mismas, ya sea por haber creado o mantenido
tales desigualdades, o por no haberlas removido, pudiendo hacerlo. Si el Estado
es co-responsable de injusticias graves, luego, resulta difícil de aceptar que
el mismo se arrogue el derecho de reprochar, por ejemplo, a quienes se quejan o
reaccionan frente a tales agravios (por caso, como los qom acampando en la 9 de
Julio).
Más fuertemente
aún, la autoridad del Estado para ejercer un reproche legítimo resulta socavada
cuando él no es capaz de cumplir con las numerosas obligaciones a las que se
ha comprometido constitucionalmente .
La Constitución
argentina, por caso, incluye cantidad de obligaciones sociales que el Estado
debe cumplir (en materia de vivienda, salud, trabajo, educación), y que el
Estado no satisface o satisface de un modo muy imperfecto, porque decide
utilizar sus recursos con fines que son, en términos de derechos, irrelevantes
(pongamos, ensalzar su gestión o transmitir fútbol por TV).
Cuando el Estado
elige hacer propaganda en lugar de garantizar los derechos de los desposeídos , sus faltas adquieren el carácter de
inconstitucionalidades graves, y ello determina que pierda autoridad
para exigirle luego a los más desaventajados, que cumplan con sus deberes de
respeto hacia él (¿qué autoridad podría invocar un padre, por ejemplo, cuando
abusa de su familia?).
Finalmente, la
desigualdad persistente genera un riesgo extraordinario que amenaza con minar
todo el valor y sentido del sistema penal: el riesgo de que los mejor situados
tuerzan el sistema penal a su favor, de modo que el mismo resguarde sus
privilegios , y a la vez persiga a quienes se animan a cuestionarlos.
Este escenario
podría ser tildado de imaginativo o apocalíptico, si no fuera por el hecho de
que la situación carcelaria en América Latina parece verificarlo en todos los
casos: en países pluriclasistas y heterogéneos, las cárceles de la región
resultan homogéneas en términos de clase y origen racial , mientras
permanecen casi libres de funcionarios gubernamentales.
En la Argentina,
las políticas y acciones penales del kirchnerismo sólo han agravado este
escenario, transformando a la normativa penal en un mamotreto clasista ,
que protege los delitos de los funcionarios, y transforma a los pobres en
delincuentes.
Finalmente, no se trata de que el Estado
deje de tener autoridad coercitiva porque no cumple con sus
obligaciones
legales del modo más perfecto. Se trata (como en el caso del padre que abusa de
su '
familia) de que el Estado pierde el derecho de reclamar autoridad cuando
comete faltas graves
sobre los más débiles , de modo sistemático y
sostenido en el tiempo.
"pongamos, ensalzar su gestión o transmitir fútbol por TV"
ResponderBorrarrg de un presupuesto de quinientos mil millones cuestionas algo que ocupa un 1,2% del mismo.
Además no podes comparar el castigo penal con lo vivido en los noventa, desde datos duros es enorme la diferencia.
Espero que lo publiques, no como venís haciendo con mis comentarios que lejos de contener algún insulto cuestionan algunos puntos de tus destacadas notas.
Saludos
se trata de derechos, y si hay derechos violados, 1 millon de pesos, o 100 millones de pesos, hacen mucha diferencia, simplemente, porque el estado esta alegando ante los tribunales que no tiene fondos y que quiebra si mueve un peso mas. mentira rabiosa
ResponderBorrarAyer pase por la farmacia y una alcancía para el hospital pedía "deje un peso para poder comprar este aparato y que muchos niños no queden ciegos", por otra parte 1,2% de 500000 millones es mucho dinero cuando muchos chicos esperan.
ResponderBorrarRG: lei este articulo en la NACION esta mañana y es un como poco de aire fresco en medio de esto: Justo como esa ventana de la foto.
Nunca mejor dicho, RG. El Estado pierde toda autoridad en materia de reproche penal cuando es el mismo Estado el que se ha encargado de garantizar las desigualdades sociales más apremiantes. Lamentablemente, en países como la Argentina (y no es el único), la pena sólo puede cumplir una función preventivo-general negativa, y una muy disminuida, por cierto.
ResponderBorrarFelicitaciones por el trabajo. Saludos,
El Imparcial del Norte