El libro "Por una justicia dialógica," que publicamos en la colección de Igualitaria, es un pequeño gran éxito, que celebramos. Aquí, el prólogo de la obra, que escribimos con Paola B.
Dentro de nuestros sistemas institucionales, resulta
habitual que un tribunal (pongamos, la Corte Suprema) revise los contenidos de
una ley, para determinar finalmente si la misma es válida o no, a la luz de lo
que exige la Constitución. Dicha situación, tan común, plantea al menos tres
preguntas de enorme relevancia pública.
La primera pregunta se refiere al modo en que se lleva
adelante la revisión judicial. La cuestión
es: ¿Por qué es que los jueces, y no los legisladores, quedan a cargo de la tarea
principal, en materia de interpretación constitucional? ¿Por qué es que se
asume que los legisladores, como representantes del pueblo –de todos nosotros-
van a conocer menos, o van a tratar peor que los jueces, a los fundamentales
valores constitucionales? Lo cierto es que, si existen sesgos o dificultades en
la interpretación de lo que dice la Constitución, dichos sesgos nos afectan a
todos (y también a los jueces), y no sólo o fundamentalmente a los
legisladores.
La segunda pregunta se refiere a lo que podríamos
llamar la cuestión democrática,
involucrada en la reflexión anterior. La pregunta sería la siguiente: ¿Es
aceptable que, en el marco de una comunidad democrática, los jueces asuman el
derecho a pronunciar la “última palabra,” respecto de cómo resolver los
problemas constitucionales más básicos? Para decirlo con algún ejemplo: luego
de un proceso de disputa muy intenso, nuestra comunidad puede dictar una ley
para regular (del modo en que sea) el aborto o el uso de armas, pero sin
embargo los jueces pueden decirnos que, en verdad, no estamos autorizados a contar
con una ley de ese tipo. Y ello, a partir del modo en que ellos consideren que
deben interpretarse algunos artículos constitucionales, referidos, por caso, al
derecho a la vida, el derecho a la libertad, etc. Alguien podría decir, contra
dicha posibilidad, que una cosa es que los jueces participen de estas difíciles
discusiones sobre el significado de la Constitución, y otra muy diferente es que
ellos se arroguen el derecho exclusivo de intervenir en tales asuntos, o asuman,
simplemente, que gozan del derecho a pronunciar la “última palabra” al
respecto.
La tercera pregunta nos remite a un problema de diseño institucional. La cuestión sería
la siguiente: ¿Por qué es que hemos adoptado un sistema institucional tan
rígido, en donde las relaciones entre los poderes aparecen marcadas por formas
tan toscas como las hoy todavía dominantes (i.e., jueces que validan o
invalidan una ley, como si los problemas constitucionales fueran del tipo “todo
o nada”)? ¿Por qué no es posible pensar en un diseño institucional diferente,
en donde los jueces –desde sus especiales conocimientos- ayuden a los legisladores en la creación de normas jurídicamente
más sólidas o menos cuestionables; o el Poder Ejecutivo (en lugar de,
simplemente, “vetar” o no una ley) comience a cooperar con los legisladores para que estos mejoren lo que han
hecho?
El constitucionalismo
dialógico nos remite a una práctica (impulsada, en muchos casos, desde el
Poder Judicial) que se ha venido desarrollando desde comienzos de los años 80, y
que responde de un modo novedoso y por demás interesante, a las tres preguntas
anteriores.[1] A
pesar de que existen formas muy diferentes de concebirlo, el constitucionalismo
dialógico vendría a decirnos que los asuntos constitucionales fundamentales
deben ser resueltos a través de una conversación extendida, persistente en el
tiempo, y que debe involucrar a las distintas ramas del poder, tanto como a la
propia ciudadanía. Tomemos el siguiente ejemplo: cuando la Corte Suprema
Argentina, en el caso referido a la contaminación del Riachuelo, convocó a una
serie de audiencias públicas en las que intervinieron representantes de los
distintos poderes y las distintas jurisidicciones involucradas, tanto como
representantes de los grupos más afectados por la contaminación, a los efectos
de encontrar colectivamente una solución al tipo de problemas estructurales que estaban en juego, la Corte llevó
adelante un atractivo ejercicio de tipo dialógico.
En primer lugar, y contra lo que era habitual, la Corte no asumió que los
problemas constitucionales en cuestión referían a temas sobre los cuales los
tribunales podían reflexionar y decidir con independencia de lo que sostuvieran
los poderes políticos. Por el contrario, la Corte entendió que el asunto en
cuestión requería de la necesaria intervención de todas las ramas del poder, y
de los ciudadanos afectados. En segundo lugar, al actuar del modo en que lo
hizo, la Corte no se arrogó la decisión final o única sobre el asunto en cuestión.
Por el contrario, entendió que la gravedad del problema, y las genuinas dudas y
dificultades existentes en relación con la mejor forma de resolverlo, requerían
de una reflexión democrática, prolongada en el tiempo (de allí las varias
audiencias en donde se fueron definiendo y puliendo planes posibles para
remediar la contaminación). En tercer lugar, la Corte eludió la tradicional,
muy imperfecta y tosca manera de encarar estas cuestiones (manera que la
llevaba a caer, permanentemente, en la clásica alternativa binaria: “la ley es
válida – la ley es inválida”). Contra aquellas viejas inercias, la Corte optó
por transitar un camino alternativo, absolutamente inhabitual y de carácter
esencialmente dialógico o conversacional: ella entró en discusión directa con
el poder político, con la asistencia de diferentes organizaciones ciudadanas,
con el fin de darle forma a una solución más ajustada a la dimensión y
dificultad del problema en juego. En definitiva, la Corte dejó atrás, sin más,
y de un día para el otro, una cantidad de “saberes” y prejuicios muy instalados
dentro de nuestra comunidad jurídica. Las viejas miradas consideraban a estas
nuevas posibilidades dialógicas como absurdas, puramente teóricas,
no-jurídicas, y finalmente impermisibles (éstas eran las respuestas que muchos
de nosotros recibíamos, años atrás, cuando nos pronunciábamos a favor de
alternativas dialógicas: lo hacíamos –nos decían- porque sólo nos preocupaba la
teoría, y no entendíamos de qué se trataba, realmente, el derecho vigente).
Llegados a este punto, quisiéramos hacer tres
aclaraciones finales, antes de cerrar esta breve introducción. En primer lugar,
debe quedar en claro que el constitucionalismo dialógico no se limita al caso
de la Corte Suprema Argentina. Hemos señalado ya que el origen de esta práctica
se remonta al mundo anglosajón, y queremos llamar aquí la atención sobre el
modo extraordinario en que dicha práctica se ha extendido en América Latina
(una región que cuenta con el tribunal que, tal vez, se haya constituido en el
mejor ejemplo internacional acerca de cómo es que puede desarrollarse
apropiadamente un constitucionalismo dialógico: la Corte Constitucional
Colombiana). En segundo lugar, el constitucionalismo dialógico tampoco debe
entenderse como limitado a la posibilidad de convocar a un proceso de
audiencias públicas (como el que se diera en el ejemplo argentino sobre el caso
del Riachuelo, arriba citado). Las formas posibles de las respuestas dialógicas
son numerosas, e incluyen algunas de las posibilidades siguientes: tribunales
que crean mecanismos destinados a monitorear el cumplimiento de sus sentencias,
con la ayuda de la ciudadanía; tribunales que exhortan a los gobiernos a
cumplir con ciertos derechos, o les advierten sobre el carácter
inconstitucional de ciertas alternativas; tribunales que en lugar de imponerle
una solución a los legisladores, establecen plazos dentro de los cuales estos
últimos deben remediar una situación de violación de derechos; tribunales que
(y éste es nuestro ejemplo favorito) comienzan a tomar en serio el análisis de
los debates legislativos, para asegurar que ellos expresen un proceso genuino
de aprendizaje mutuo o, en otros términos, que tales debates no resulten meras
pantallas destinadas a avalar una legislación impulsada por grupos de interés,
o una decisión que el Ejecutivo se niega a discutir y mejorar junto con la
oposición en el Congreso. Finalmente, la sorprendente aparición del
constitucionalismo dialógico, que aquí celebramos, debe todavía evaluarse con
más precisión, en cuanto a sus alcances y límites. Es decir, aunque es mucho y
es muy importante lo que ha ocurrido en esta materia, no es para nada claro que
sólo tengamos razones para aplaudir estos avances. Necesitamos todavía
determinar cuáles de estos desarrollos resultan plausibles y cuáles no; cuáles
tienen posibilidades de estabilizarse, y cuáles siguen dependiendo de la
voluntad discrecional de quienes los impulsan; cuáles reformas institucionales
podrían favorecer su mejor crecimiento; cuáles des sus manifestaciones encajan
mejor con nuestras convicciones democráticas; cuáles son más sensibles a la
voluntad deliberada de la comunidad.
Con el objeto de examinar y evaluar esta novedad que
ha aparecido dentro del constitucionalismo, hemos decidido incorporar en este
libro a algunos de los textos más significativos que se han publicado hasta el
momento, en esta materia. Asimismo, el libro incluye una selección de autores
que reflexionan sobre el constitucionalismo dialógico, desde América Latina, o
con una perspectiva especialmente atenta a lo que ocurre en la región. Esta
selección nos permite reconocer la tremenda riqueza de la discusión que se ha
estado dando sobre el tema, en el ámbito latinoamericano –un ámbito que aparece
a la vanguardia en materia dialógica, tanto por el nivel de las reflexiones que
ha sabido albergar, como por el nivel de creatividad que han demostrado al
respecto muchos de sus jueces y agentes jurídicos principales.
Por último, quisiéramos agradecer a Igualitaria, como centro que ha
impulsado de modo muy especial la discusión en torno al constitucionalismo
dialógico, y a la Revista Argentina de Teoría
Jurídica de la Universidad Torcuato Di Tella, por permitirnos retomar
algunos de los trabajos que habían conocido una primera publicación en
castellano, en las páginas del excelente dossier
que allí se editara, sobre esta misma materia.
Roberto Gargarella y Paola Bergallo
[1]
Podríamos decir que el constitucionalismo dialógico nació, en la práctica, en
1982, en Canadá, cuando allí se adoptó la “Carta de Derechos.” Entre otras
novedades, dicha Carta incluyó la famosa “cláusula del no-obstante” (notwithstanding clause) que le permitía
a la legislatura insistir con su legislación, por otros cinco años, a pesar de
que la Corte encontrara a la misma incompatible con la Carta de Derechos.
Aunque modesta en su alcance, esta novedad abrió la puerta institucional a una
forma diferente –más dialógica- de relación entre jueces y legisladores, que ya
no iba a caracterizarse más por la presencia de un Poder Judicial con el
derecho de imponer su autoridad sobre las legislaturas, en caso de desacuerdo con
éstas sobre el significado de la Constitución. Este desarrollo institucional
canadiense fue retomado, poco después, en varios de los países del Commonwealth (Reino Unido 1998; Nueva
Zelandia 1990; Australia 2004), dando lugar a un constitucionalismo de un nuevo
tipo (se habla desde entonces del “nuevo modelo Commonwealth del constitucionalismo”), de tipo menos rígido, más
conversacional.
En la revista "Noticias" que salió entre ayer y hoy, publicaron un dossier con tu artículo del libro "por una justicia dialógica". Está muy bien difundirlo en esos medios no especializados. Quedó bueno
ResponderBorrarLa difusion fue muy importante. Yo no conocía la colección y tomé conocimiento en la revista ñ. Gracias.
ResponderBorrarGargarella a la Corte!
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