Gran texto de J.C.Torre, sobre (la) (su) travesía desde la izquierda y hacia la democracia ("travesía desde la cual emergimos iguales y a la vez diferentes")
Palabras en la Jornada de Conmemoración
“A 30 Años de Democracia” organizada por el
Bloque del Frente Amplio Progresista de la Cámara de Diputados de la Prov. de
Buenos Aires.
Quiero aprovechar la oportunidad que se me brinda para recapitular
las principales estaciones a través de las que fuimos
haciendo, como intelectuales que veníamos de la izquierda, la travesía que nos llevó hasta nuestro compromiso de hoy con la democracia. De
esa travesía emergimos iguales y a la
vez diferentes. Iguales porque mantenemos nuestra aspiración de siempre por una sociedad más justa. Diferentes porque en
la actualidad procuramos plasmar esa aspiración en el marco de una visión del orden y de la
acción política que es distinta de la que fue la nuestra en el pasado.
Con respecto a ese cambio de perspectiva señalo que la primera estación
de nuestra travesía fue el ajuste de cuentas que hicimos a la vista del desenlace catastrófico de la
violencia política de los años setenta. A la hora de hacer el ajuste de cuentas
las palabras importan: ese desenlace catastrófico ¿ fue acaso una derrota o fue
el fruto de un error ? Más concretamente, ese desenlace ¿ fue el resultado
contingente de una empresa liberadora que mejor concebida o en circunstancias
más favorables valía la pena encarar y llevar adelante? O por el contrario ¿ fue el resultado
necesario de una aventura jacobina que sustituyó la política por la guerra y
entrañaba naturalmente, si hubiese sido exitosa, una involución autoritaria ?
Frente a esa disyuntiva, quienes caminábamos en la dirección de una izquierda
democrática preferimos hablar de un
error en lugar de hablar de una derrota. Por eso me estremece escuchar, como lo hacemos con frecuencia, consignas como
“Volveremos: no nos han vencido!” que son un eco de la fascinación por la
violencia que todavía está viva entre nosotros.
Porque en la conclusión de
nuestro ajuste de cuentas con el pasado primó la idea del error y no de la
derrota ante nosotros se abrió el paso
siguiente, esto es, valorizar las libertades democráticas como plataforma hacia
adonde reorientar nuestra aspiración por una sociedad más justa. Vista a la distancia,
esa no fue una tarea fácil, ya que consistía nada menos que en despojar a la
democracia formal, es decir, a las reglas para la formación de los gobiernos y
la adopción de decisiones públicas, del estigma que había merecido tradicionalmente en el
mundo de la izquierda. Tampoco fue una tarea exenta de equívocos, como los que
sobrevolaban al diagnóstico de la derrota. Considerada desde el diagnóstico de
la derrota la opción por la democracia
también era factible pero era percibida como un simple expediente táctico, en fin, como un espacio adonde, a falta de una alternativa por
el momento mejor, las fuerzas diezmadas por la represión podrían reagruparse para
retomar sus objetivos de largo plazo de siempre.
En cambio, para los que en el ajuste de cuentas con el pasado
suscribimos el diagnóstico del error la opción por la democracia comportó un
replanteo más profundo. Me refiero al replanteo que nos condujo a hacer nuestra
la tesis de Eduardo Bernstein, el político socialdemócrata alemán de principios
del siglo XX cuando sostuvo que “La
democracia es a la vez un medio y un fin. Es un instrumento para instaurar el
socialismo y es la forma misma de su realización efectiva”. Partiendo de esa
premisa, postulamos que los cimientos y las reglas de la democracia otorgan a
los sectores con menos poder en la alta
política y el mercado los recursos para
compensar sus desventajas extra-institucionales. Al poner en sus manos el
derecho al voto y las libertades para
organizarse y formular sus demandas, la democracia potencia su capacidad para
luchar por un orden más justo. Para nosotros, pues, la democracia es en sí misma un patrimonio
que no puede ser archivado sin grave riesgo en nombre de fines últimos
superiores
La estación en donde descubrimos el valor de las libertades
democráticas se articuló muy bien con una preocupación muy cara a la tradición
socialista, a saber, que cada persona cuente con los medios para usar esas
libertades. Cuando llega el momento de identificar cuáles son esos medios la
mirada se dirige a menudo a los medios
materiales. Y está bien que ello sea así. Porque ¿qué es la libertad para quien
no puede usarla? ¿Cómo disfrutar de la
libertad si se carecen de los medios para satisfacer las necesidades más
apremiantes? El panorama que se perfila toda vez que examinamos la realidad con
estos interrogantes ya lo conocemos. Basta para ello echar una ojeada a las
prácticas clientelistas de los grandes y los pequeños caudillos políticos que
proliferan en las periferias urbanas. De esta lamentable evidencia se sigue una
conclusión: la democracia debe ser el ámbito para dilatar el universo de la
ciudadanía poniendo al alcance de las personas los medios materiales que potencien a futuro su autonomía moral y política.
El proyecto democrático tal como hemos llegado a concebirlo sería
incompleto si se limitara a lo que acabo de señalar. Más aún: no solamente
sería incompleto. Tampoco haría justicia a uno de los descubrimientos más
importantes que pautó nuestra travesía: me refiero al descubrimiento de la
dimensión propiamente liberal de la democracia. A través del sendero abierto
por el ejercicio de introspección en el que nos embarcamos se fue alumbrando
una esfera siempre ocluida en el pensamiento de la izquierda: estoy hablando de
la idea de poder limitado. La condena a la arbitrariedad absoluta del estado,
como la que experimentamos durante los
años de la dictadura, suministró las
herramientas para una crítica más general a toda forma de poder sin límites,
sea en la versión de los regímenes militares, sea en la versión del cesarismo
democrático, que son, como bien sabemos,
figuras familiares en la accidentada trayectoria de nuestra historia política.
Esta revalorización de los
límites al poder, tal como se plasman en las garantías de los derechos individuales
y los frenos y contrapesos en el ejercicio del gobierno, nos condujo, a su vez,
hacia una concepción más democrática de
la democracia. Con este juego de palabras quiero evocar el contraste entre dos
ideas de la democracia, aquella articulada por el principio de la mayoría
absoluta y la que se expresa más bien en
el principio de la mayoría limitada.
Mientras que en la primera lo que cuenta es la voluntad de la mayoría,
según se desprende del veredicto de las urnas, en la segunda el eje que ordena la vida política es la
voluntad de la mayoría pero limitada por el respeto al derecho de las minorías.
Confrontadas una con otra, y contra lo que quiere una tradición política de
hondo arraigo en el país, la última acepción es la más democrática porque es la
más inclusiva ya que comprende tanto a
la mayoría como a la minoría
Hasta aquí mi reconstrucción, seguramente parcial, del itinerario que
hemos seguido en el replanteo de
nuestras creencias políticas. Mientras lo fuimos procesando, suscitó con frecuencia objeciones y reservas dentro del universo de
la izquierda. Y se comprende que así fuera. Dentro de ese universo
hubo muchos a los que les costaba digerir el tufillo socialdemócrata que
se desprendía de nuestras flamantes ideas. Este estado de cosas experimentó un
cambio cuando la historia argentina nos
sorprendió, como tantas veces lo hizo, con el viraje político que se produjo en el 2003 a través el surgimiento del fenómeno
político del kirchnerismo.
Quisiera abordar brevemente los
desafíos que nos colocó esta última temporada de nuestra experiencia en democracia. En rigor de verdad voy a concentrarme sólo en uno de ellos, el
desafío que implicó para una sensibilidad política ahora más atenta al estado de derecho y al pluralismo
democrático el despliegue de una empresa política como la que ha avanzado en
estos años a fuerza de mandobles institucionales y bajo
el impulso de la dialéctica amigo/enemigo. A esa empresa política muchos de los que, desde la izquierda, acompañaron críticamente nuestro itinerario
ideológico le han ofrecido sus razones.
Y así hemos visto que han justificado la
deriva hacia la concentración del poder público y un discurso oficial poco
tolerante con los disensos en nombre de
un cambio social a la vez urgente y necesario. Por cierto, no pocos de
ellos han admitido que existen tensiones entre esa política de transformación y
los usos y costumbres de la institucionalidad democrática. Pero sólo lo han
hecho para a renglón seguido cuestionar toda preocupación por ese estado de cosas denunciando en ella, con
palabras de otros tiempos, las limitaciones de un institucionalismo ciego y sordo a los imperativos de la lucha
por el poder.
Para comentar esta postura, que evoca otras que conocimos en el pasado,
recurriré al pensamiento político
ecologista. En forma sintética, el teorema del pensamiento ecologista parte de
una premisa y afirma que, en verdad ,el progreso técnico tiene una función
positiva porque va eliminando carencias y miserias. Pero enseguida llama la
atención a los costos del progreso. Las
externalidades, como dicen los economistas para nombrar los efectos sobre un
agente que produce la intervención de otro agente, pueden tornarse cada vez más
negativas a medida que aumenta la
intensidad del progreso. Así tenemos por ejemplo el caso de que si los prejuicios sobre la napa
freática tienen un costo superior a los beneficios que reporta el uso masivo de
pesticidas, el empleo de pesticidas se vuelve una cuestión problemática. Para
cerrar el teorema, el pensamiento ecologista concluye que “el buen progreso” es
un progreso sustentable desde el punto de vista de la preservación del medio
ambiente. Creo que este razonamiento es pertinente para examinar con su óptica la empresa política kirchnerista.
El control de calidad de toda política de transformación es que ésta sea
sustentable al ser juzgada para determinar
si afecta o no el medio ambiente de la democracia, es decir, sus reglas
de juego y el pluralismo político. Y
bien, cuando aplicamos este criterio se comprueba a mi juicio que el desempeño del proyecto promovido desde el
gobierno ha dejado mucho que desear.
Ocurre, sin embargo, que este déficit de calidad institucional suele
estar incluido en sus cálculos. Y lo está porque ese proyecto se presenta como
una tentativa audaz por cambiar la correlación de fuerzas con vistas a
desplazar el punto de equilibrio desde el lugar en que quedó ubicado en los
años noventa –el polo de las derechas y
sus corporaciones- hacia el polo de las fuerzas en sintonía con una
transformación progresiva del país. Por lo tanto quienes son sus defensores
proclaman, a la vista de la magnitud de la tarea que tienen por delante, que no
es el momento de andar con vueltas: para
hacer una tortilla hay que romper huevos. Y si esos huevos son las reglas
institucionales y la convivencia pluralista ya llegará el momento de prestarles
atención, Una vez que se haya alterado la correlación de fuerzas, pero por
cierto nunca antes, se harán las enmiendas necesarias para dar respuestas a las preocupaciones por “el buen gobierno” democrático.
¿Qué decir, pues, frente a este argumento que se esgrime desde las filas del kirchnerismo
ilustrado, en el mejor de los casos? Al respecto se me ocurre un comentario
erudito y una observación empírica. El
comentario erudito descansa en el concepto de “la inercia de la trayectoria”,
hoy en día muy popular en la ciencia política. Este concepto afirma que las
decisiones que se toman hoy condicionan las decisiones que se harán mañana
debido a que tienden a generar hábitos e
intereses creados que restringen, llegado el caso, la libertad para cambiar el rumbo de la nave
de gobierno. Vistas desde este ángulo, las formas de hacer
política promovidas desde el vértice del poder presentan un riesgo previsible.
Me refiero al riesgo de su reproducción en el tiempo. Si esta es una hipótesis
plausible es muy probable que se bloquee la posibilidad misma de introducir
enmiendas, como esas que se prometen a
futuro. La observación empírica a la que hice referencia resulta de concentrar la atención sobre la
actuación de quienes ocupan las posiciones de gobierno. Y al hacerlo no puedo evitar una constatación: cuando
“rompen huevos” parecen hacerlo más por
las pulsiones de una mentalidad autoritaria bien consolidada que por un cálculo táctico adecuado a las
circunstancias. Esta es una razón adicional por la que no me termina de
convencer la justificación de las transgresiones de hoy en
nombre de las correcciones a realizarse
en el día de mañana.
Así las cosas creo que la mejor contribución que los intelectuales
podemos hacer a la conmemoración de los treinta años de vigencia de la
democracia es ratificar una concepción de la acción política muy distante de la
que se celebra desde las alturas y la periferia del kirchnerismo. Me refiero a
la concepción de la acción política para la cual la ampliación de las fronteras
de la democracia, con vistas a una sociedad más justa, se produce con los
métodos de la democracia misma, esto es, por medio de la discusión, de la
tolerancia de los disensos, el compromiso y las alianzas, en fin, una
concepción de la acción política que, como postula un socialismo de inspiración
liberal, rechace las alternativas totalizadoras para ubicarse en el plano no
menos ambicioso de reformas que busquen profundizar la equidad social y, al
mismo tiempo, preserven las libertades individuales .
Juan Carlos Torre
3-diciembre-2013
Creo que ese discurso está emparentado con este muy interesante texto: http://www.lainsignia.org/2007/abril/ibe_028.htm
ResponderBorrarÁlvaro
gracias¡
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