(Publicado hoy en Semana, de Colombia, acá (gracias JT¡¡):
http://www.semana.com/opinion/articulo/acuerdo-de-paz-meditaciones-democraticas-por-roberto-gargarella/507511# ).
(en la foto, con el amigo Gonzalo RC., y los magistrados de la Corte Constitucional, Jorge Iván Palacio, María Victoria Calle (Presidenta de la Corte) y Luis Ernesto Vargas, 3 de los 5 que votaron contra la reelección de Uribe)
En este escrito, quisiera examinar el reciente acuerdo de paz firmado en Colombia entre el actual gobierno y las FARC, bajo un principio de naturaleza democrática que dice lo siguiente: los problemas extraordinarios –extraordinarios en cuanto a su profundidad y extensión- requieren de soluciones también extraordinarias –extraordinarias, otra vez, en cuanto a la fortaleza y amplitud del acuerdo social que exigen para sostenerlas.
El tipo de problemas o dramas en los que estoy pensando pueden tener que ver con temas diversos: situaciones de pobreza extrema que quieren ser removidas; graves niveles de analfabetismo a los que se pretende poner a término; escenarios penitenciarios caracterizados por la presencia de serias violaciones de derechos humanos; situaciones de violencia armada descomunales a las que, como en este caso, se quieren poner un cierre definitivo.
Si la solución que se propone para tales problemas es extensa, en cuanto al número de personas que debe incluir; y profunda, en cuanto al nivel de intensidad u hondura del acuerdo exigido, ello se debe principalmente a dos razones: una razón vinculada con la estabilidad o arraigo que se quiere dar al acuerdo, y otra razón, a la que llamaré epistémica, y que se refiere a la imparcialidad del mismo.
La primera razón tiene que ver con una certeza teórica que necesita corroboración empírica. Siguiendo a Charles Taylor, diría que si se pretende que la medida propuesta –medida que, de un modo u otro, y por la naturaleza del problema, afecta a un sinnúmero de personas- se convierta en estable en el tiempo, ella debe contar con un respaldo social decisivo –ella debe estar apoyada en pilares sólidos. De lo contrario, esperablemente, la solución sugerida va a desmoronarse y caerse, sino a diluirse irremediablemente con el correr de los días.
La segunda razón citada es quizás más importante que la primera, y se vincula directa e íntimamente con la concepción de la democracia que se encuentra detrás de este planteo. La idea es que los problemas de naturaleza estructural que son distintivos de las situaciones de gravedad extraordinaria lo son, al menos en parte, por la dificultad que plantean para su resolución apropiada. A veces ocurre que, por la complejidad de las dificultades que se enfrentan, nadie acierta con una solución adecuada; otras, que se dejan importantes aspectos del problema en juego descuidados; otras más, que no se reconoce la presencia, la dimensión o el peso de ciertas razonables quejas que enarbolan los más afectados por la cuestión en juego. Frente a tal tipo de inconvenientes, que no pueden, esperablemente, resolverse por el genio o el conocimiento omnisciente de ninguna persona o elite, es que se requiere de la consulta y el acuerdo más amplio posibles. Lo que está aquí en juego es lo que Carlos Nino llamaría consideraciones epistémicas. Necesitamos consultar (y aprender de) los puntos de vista más diversos, para no dejar desatendidas o mal atendidas algunas preocupaciones fundamentales que pudieran existir en torno a la solución propuesta, y que –de otro modo- no sabríamos reconocer o sopesar debidamente.
Lo antedicho, según entiendo, muestra particular valor a la hora de examinar los méritos y deméritos de soluciones a conflictos gravísimos, como las que se expresan en los acuerdos de paz firmados recientemente en Colombia. La posición recién esbozada nos permite desafiar buena parte de las ideas y juicios que circulan en estos días de intensa reflexión sobre la materia. A continuación, me referiré críticamente a algunas de estas proposiciones que he tenido la oportunidad de escuchar o leer recientemente.
En primer lugar, la peculiar posición democrática defendida más arriba rechaza posturas como las que fueran sostenidas recientemente por algunos prominentes políticos y juristas –incluyendo, por caso, al profesor italiano Luigi Ferrajoli. Esta primera posición que quiero objetar sostiene que, sobre ciertos asuntos de primera importancia –incluyendo asuntos relacionados con la paz, la vida, y, en general, todos los “valores y libertades fundamentales”- “no se vota ni se consulta a las mayorías”. Los principios que defendiera en los párrafos previos son, como puede anticiparse, directamente contrarios a lo que sugiere la postura recién citada. Conforme a tales principios, sobre las cuestiones públicas (no las privadas, ya que éstas deben quedar bajo control de cada uno), y particularmente sobre las más importantes, como las referidas, por ejemplo, al uso de la coerción y los recursos comunes, resulta especialmente relevante consultar a la ciudadanía: “lo que afecta a todos debe ser resuelto por todos.” Tan sencillo u obvio como lo dicho: en cuanto ciudadanos, necesitamos discutir y reflexionar colectivamente sobre todo, y particularmente, sobre aquellas cosas que más nos afectan. Decir esto implicar rechazar, por tanto, la noción elitista de la democracia conforme a la cual la misma sólo debe ocuparse de minucias sin mayor importancia, porque todo lo relativo a los “valores y libertades fundamentales” (“el coto vedado” de la democracia, del que hablara el filósofo Ernesto Garzón Valdés; la “esfera de lo indecidible,” de la que hablara Ferrajoli) ha de quedar bajo el control y decisión de un grupo de especialistas o iluminados. Otra vez: necesitamos escuchar a los que no piensan como uno, primero, porque de lo contrario corremos el riesgo de equivocarnos o de no reconocer falencias o límites en nuestras propias posturas; y además, porque queremos asegurarle a la solución propuesta el respaldo que necesita para tornarse una solución estable.[1]
En segundo lugar, la peculiar concepción de la democracia aquí defendida –caracterizada centralmente por rasgos como los de discusión e inclusión- implica desautorizar por completo a otros acercamientos débiles y degradados de la democracia, como los que parecen ser propios de buena parte de las sociedades modernas. En efecto, somos muchos los que vivimos en el marco de regímenes en donde la discusión pública parece estar capturada por el dinero; y en donde amplios sectores de la población resultan social, política y económicamente excluidos. Solemos movernos, entonces, dentro de contextos institucionales degradados, que se encuentran obligados a demostrar su parecido de familia con lo que podemos llamar regímenes democráticos: su contenido democrático no puede tomarse como si estuviera dado. El punto señalado sirve además, y sobre todo, para tomar con más cuidado las invitaciones a una supuesta participación democrática, que se abren con una mano mientras se cierran con la otra. Típicamente, las formas plebiscitarias de la consulta pública interesan, en la medida en que sirvan a la reducción de la actual “brecha democrática” –mientras vengan a ayudarnos a reducir el déficit de inclusión, participación, discusión y decisión populares que distingue a nuestros sistemas de toma de decisiones. Pero entonces, conviene no olvidar esto: si gobernantes autoritarios como Augusto Pinochet o Alberto Fujimori mostraron la propensión a las consultas plebiscitarias, ello se debió a la certeza de que, sin una organización adecuada –sin la presencia de procedimientos apropiados- los plebiscitos tienden a lucir como democráticos, pero a la vez a servir a fines que le son contrarios. En definitiva: defender un papel mucho más importante para la intervención democrática de la ciudadanía no implica defender cualquier invitación a la participación ciudadana, montada de cualquier manera, y –particularmente- en descuido de los requisitos de inclusión, voz, información, debate, etc. que deben ser propios de una conversación extendida. Le damos la bienvenida a los plebiscitos, como a otras formas de la democracia directa, en la medida en que vengan a fortalecer, antes que a socavar, la posibilidad de celebrar acuerdos genuinamente democráticos.
Para expresar el significado de lo anterior de un modo más directo: mi impresión es que –en Colombia como en otros contextos- se han tomado y se siguen tomando muy livianamente las exigencias de “refrendo popular” que políticamente se enuncian y constitucionalmente se estipulan como necesarias. Más específicamente aún, la primera consulta ciudadana que se hiciera en torno al acuerdo de paz, falló gravemente en términos democráticos, no sólo por quedar vinculada a una concepción muy superficial, sino directamente vacía de contenido, de la idea democrática. Una consulta popular mínimamente apropiada requiere de niveles de información, discusión y decisión que en dicha ocasión destacaron por su ausencia. La ciudadanía tuvo poco tiempo para informarse, para debatir sobre las propuestas en juego, y sobre todo para introducir algún mínimo matiz en los acuerdos que las elites habían cerrado y blindado ya de antemano. Para colmo, la ciudadanía debió expresarse binariamente, por un sí o un no, en torno a un acuerdo extensísimo y complejísimo, que requería, como respuesta más natural y esperable, de matices y ajustes múltiples, en atención a una diversidad de reclamos razonables que el mismo suscitaba. Por ello -naturalmente diría, o como podía esperarse- la ciudadanía terminó por mostrar su escepticismo, desconfianza o rechazo al modo en que se la invitaba a formar parte del acuerdo: ella sintió –es mi opinión- que se la invitaba a suscribir un acuerdo extraordinario que se había forjado a sus espaldas, y del que se la había mantenido fundamentalmente ajena. Por razones políticas y constitucionales, es deseable que ese tipo de errores no vuelvan a cometerse.
En tercer lugar, lo señalado hasta aquí implica rechazar el tipo de elitismo anti-democrático que ha comenzado a circular por las esferas públicas internacionales, luego de experiencias como las del Brexit en Gran Bretaña; la victoria republicana en los Estados Unidos; o la derrota de la primera propuesta de paz plebiscitada en Colombia. Contra esta postura podría señalarse, más bien, que en cada uno de tales casos los resultados expresaron menos la “irracionalidad” de la ciudadanía (irracionalidad que muchos quisieron leer en los resultados adversos, para reforzar sus propias convicciones elitistas), que los conocimientos, aprendizajes históricos, capacidad de discernimiento y razonable enojo que la mayoría había madurado en el tiempo. En mi opinión, uno se miente o engaña a sí mismo cuando señala el voto de los demás para calificarlo como insensato o suicida, dejando de advertir, en cambio, la enorme cantidad de reclamos justos, atendibles, posibles y al alcance de la mano que quedaron expresados en el voto contrario al deseado. Por supuesto, entre esos votos adversos se encontraban posiciones irreductibles, oportunistas, propios de políticos que en las elecciones “jugaban otro juego” (seguramente el propio). Pero resulta un craso error no ver que esas derrotas por escasos márgenes se debieron, finalmente, a porcentajes pequeños de gentes cuyas razonables demandas no supieron tomarse en serio. Lo que es peor todavía: a muchas de esas demandas críticas se les respondió diciendo que se estaba frente a un acuerdo imperfecto, pero a la vez, “el mejor posible”, mientras se anunciaba, al mismo tiempo, el apocalipsis que sucedería en caso de ser desaprobado ese Acuerdo. Apenas días bastaron para demostrar lo obvio: el apocalipsis no llegaba, y el “mejor acuerdo posible” podía ser cambiado en cuestión de horas. Alguien podría decir –yo mismo tal vez- que el segundo Acuerdo no es obviamente mejor que el primero, pero lo importante es otra cosa. Lo importante es constatar la existencia de márgenes significativos para cambiar aquel Acuerdo inicial, reconociendo algunos de los muchos reclamos razonables que levantaban algunos de los eventuales opositores al mismo (opositores que, sensatamente, reconocían impermisibles tensiones constitucionales en el primer Acuerdo; opositores que, aceptando en general, y sabiamente, las formas de la justicia penal alternativa, rechazaban algunos de sus extremos; etc.).
En definitiva -agregaría- si algo unió a consultas como las llevadas a cabo en Gran Bretaña o Colombia fue su déficit democrático, antes que su exceso democrático. Sin oportunidades para expresar su queja ante los gobernantes de turno, la ciudadanía aprovechó la mínima oportunidad que se le abriera para expresar su descontento con la dirigencia en el poder, y su desconfianza hacia las propuestas que se le presentaban para el refrendo. Resulta demasiado cómodo para los derrotados, en cambio, hablar de las “tendencias suicidas” e “irracionales” de los votantes que decidieron votar en contra de lo que uno hubiera deseado. Sin embargo, el hecho de que, por ejemplo, en Colombia se rechazara el Acuerdo en los sectores más sometidos a un arsenal de medios hablando a favor de la aprobación del mismo; o se lo respaldara en los lugares más golpeados por el conflicto armado, habla de la capacidad de dilucidación y discriminación por parte de la ciudadanía, y de lo lejos que ella está de ser un “mero títere” de lo que quieren de ella los principales dirigentes políticos, o los más grandes medios de comunicación.
Por supuesto, es necesario entender, cuando se piensa en el caso colombiano (y en particular, cuando lo piensan extranjeros que no viven en el país, como quien esto escribe), las enormes dificultades que son propias de una negociación con la guerrilla; la desesperación justificada por llegar, finalmente, a un acuerdo de paz, luego de tantos años de muerte y violencia; la ansiedad para concretar de una vez por todas la firma del armisticio, cuando se está a punto de hacerlo. Uno necesita tomar debida conciencia de todo aquello. Sin embargo, es mi impresión que muchos caen en los riesgos del formalismo y el legalismo, para pensar que la suscripción de un Acuerdo de Paz construido entre pocos, y carente de mayor sustento popular, es suficiente para sostener a dicho Acuerdo el tiempo, o para dotarlo de su necesario arraigo. Hoy sabemos que es posible firmar un acuerdo pronto, contra reloj, y con formas más simuladas que reales de aprobación popular. Pero es una ilusión creer que esa firma “sin dilación” y sin mayor sustento social va a permitir “dar vuelta definitiva a una hoja de la historia”: la historia sólo puede cambiar de página a partir de acuerdos profundos y extendidos, encarnados en la mente y el cuerpo de los ciudadanos. De allí, entonces, el error de intentar (y volver a intentar) formas de “refrendo popular” que son eso: formas –formas vacías de arraigo. Lo que nos importa es el arraigo social, la sustancia del acuerdo, y no su prestísima firma, sin raíces ni efectivo respaldo.
Alguien pudo decir: “en el marco de una terrible, dificilísima negociación con la guerrilla, no había más espacio político para negociar otros resultados.” Pero, como vimos, esos márgenes se mostraron mucho más flexibles que los anunciados. Otro podrá decir: “el pueblo fue escuchado en su momento, y más de lo que se hizo al respecto, no podía hacerse.” Pero, otra vez, la concepción de la democracia de la que partimos se pronuncia en contra de esta idea. No puede resultar valiosa la situación en donde algunos –aún con las mejores intenciones- se colocan delante de la puerta del acuerdo, para escoger y seleccionar a qué demanda se le dará ingreso en la sala, hasta qué punto y de qué forma. Este camino es sólo una versión más elegante del gobierno de elites, que la ciudadanía luego –esperablemente- volverá a mirar con desconfianza, para rechazarlo de pleno. Podemos insistir con la idea de que “ninguna otra alternativa es (era) posible”, pero la pregunta es entonces “posible para qué?”. Si de lo que se trata es de volver a transitar los caminos del formalismo (“porque dijimos o escribimos tal cosa, tal cosa sucederá”), entonces sí, tal vez se trataba de la única alternativa posible. Pero si lo que queremos es un Acuerdo que perdure más allá de mañana, son otros los pasos que pasan a resultar necesarios.
En conformidad con lo señalado, los requerimientos constitucionales que establece la Carta Magna colombiana no resultan caprichosos, sino sabios: en ella se establecen exigencias altísimas para los cambios de naturaleza constitucional (ocho debates legislativos, por ejemplo), a partir de la asentada, razonable y justa convicción según la cual las modificaciones de naturaleza estructural requieren construirse colectivamente, para quedar asentados en acuerdos sociales de naturaleza excepcional (acuerdos que no se llevan bien, indudablemente, con apresuramientos o fast tracks propicios para el autoengaño). Por ello, conviene no ilusionarse con la utilización de los atajos veloces, destinados a eludir disimuladamente la parsimonia propia de una construcción constitucional para el largo plazo. La Constitución colombiana acertó una vez más, al ordenar que los caminos del cambio estructural se anden con pasos firmes, pesados: se definieron entonces procedimientos demandantes, en pos del logro de compromisos democráticos genuinos, hondos, socialmente asentados. Que así lo sean.
En tal sentido, y por citar sólo un ejemplo: si alguna virtud tuvo la Ley de Medios recientemente aprobada en la Argentina, ella tuvo que ver con el amplio debate público que antecediera a la misma. Esa amplísima discusión pública –elogiada por defensores y opositores de la norma- no fue otra cosa que una “consulta a las mayorías” en un tema directamente relacionado con una de las principales “libertades fundamentales.” La idea de que esa consulta, en esos temas particularmente importantes, no es pertinente o posible, resulta equivocada o falsa (La Ley en cuestión pudo abrirse entonces a las demandas de cooperativas, Universidades y grupos minoritarios que –de no haber mediado esa discusión inclusiva- seguramente hubieran quedado fuera del texto finalmente aprobado). Me animaría a decir, por lo demás, que las graves fallas que mostró la norma, en su implementación, tuvieron que ver con el modo en que se cerró el control sobre la misma, luego de aprobada, de forma tal de dejar a la Ley bajo la tutela de una minoría interesada.
[1] En tal sentido, y por citar sólo un ejemplo: si alguna virtud tuvo la Ley de Medios recientemente aprobada en la Argentina, ella tuvo que ver con el amplio debate público que antecediera a la misma. Esa amplísima discusión pública –elogiada por defensores y opositores de la norma- no fue otra cosa que una “consulta a las mayorías” en un tema directamente relacionado con una de las principales “libertades fundamentales.” La idea de que esa consulta, en esos temas particularmente importantes, no es pertinente o posible, resulta equivocada o falsa (La Ley en cuestión pudo abrirse entonces a las demandas de cooperativas, Universidades y grupos minoritarios que –de no haber mediado esa discusión inclusiva- seguramente hubieran quedado fuera del texto finalmente aprobado). Me animaría a decir, por lo demás, que las graves fallas que mostró la norma, en su implementación, tuvieron que ver con el modo en que se cerró el control sobre la misma, luego de aprobada, de forma tal de dejar a la Ley bajo la tutela de una minoría interesada.
Hoy Morales Solá te citó bastante en su columna cuando trató el caso Milagro Sala.
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