27 ene 2017

Nuestros pueblos indígenas

Publicado en P12, con Raúl G. Ferreyra


Uno de los principales problemas para coexistir en una república descansa en que las personas tienen diferentes conceptos sobre el orden del  diálogo. Las constituciones establecen un orden y un proceso para dialogar.

Antes de la Constitución en 1853, la “campaña del desierto” comenzó la aniquilación de  los indígenas. El orden de 1853 los despreció; se le atribuía al Congreso la competencia de “conservar” el trato pacífico con los indios” y “promover” su conversión al “catolicismo”; canceló cualquier posibilidad de su derecho a sus propias identidades.

A fines de la  década de 1870 y hasta bien entrada la década siguiente, se intentó completar la genocida tarea emprendida en la década de 1830: “conquista del desierto”.

La reforma constitucional en 1994 dispuso un nuevo orden en el artículo 75, inciso 17, ahora fundado, básicamente, en “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos”; “garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural”; “reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos”. El lenguaje es plural, posee sesgo humanista y no altera la isonomía estipulada en el artículo 16 para todos los habitantes.  

Aunque la semántica de 1994 podría ser elogiable, la realidad arrasa  cualquier probabilidad de concreción. Los pueblos indígenas requieren de un  territorio. Desconocer su tierra significa desconocer su propia digna vida. No hay otro modo de pensar. Por eso, la “posesión y propiedad comunitarias”  de sus tierras posee un contenido esencial e indisponible, determinado por la materia necesaria para la vida en comunidad.

En el territorio de la República se llevan a cabo diferentes expoliaciones: monocultivo de soja; minería contaminante y negocios inmobiliarios de toda calaña. Siempre se resuelven en detrimento y pulverización de los derechos de los indígenas. Sucedió en Salta, ocurrió en Chaco y también en Formosa.

Hoy, la represión sangrienta se ha enfilado al pueblo Mapuche y en sus individualidades yacen las únicas víctimas inermes.

Pura fuerza a extramuros del Derecho. Sin embargo, otro mundo jurídico es posible. Apoyado en las letras de la Constitución, pero realizado por los poderes constituidos. Orden del diálogo!

Cuando la Corte Suprema de Sudáfrica bloquea, en Grootboom, lo que iba a convertirse en un nuevo episodio de desalojo masivo y violento, hasta tanto no fuera debidamente atendido el derecho constitucional a la vivienda del que estaban siendo privados, sobre todo los menores que habitaban en la comunidad; o cuando ella misma obliga, en Olivia Road, a que el poder político y los habitantes de la comunidad se involucren en “un proceso significativo de diálogo”, para discutir sobre cómo proceder frente a la falta radical de viviendas que estaba originando violentos enfrentamientos y toma de tierras en la población. Cuando la Corte Constitucional de Colombia exige que no se distorsione, minimice ni socave el deber de “consulta previa” a los pueblos indígenas, definido por el Convenio 169 de la OIT, frente a cualquier norma capaz de afectar significativamente los derechos de aquellos. Cuando, en nuestro propio país, la Corte Suprema en el caso Salas decidió, preventivamente, el cese de los desmontes con participación pública de los indígenas. Asimismo, algunas expresiones minoritarias de la justicia ordenan la formación de mesas de diálogo o la apertura de procesos de discusión con las partes, frente a casos gravísimos de toma de tierras, como el que se diera en el Parque Indoamericano, o ahora mismo, en el luctuoso evento que involucra a la comunidad mapuche. En todos estos ejemplos, se advierte que otro mundo jurídico es posible.

Casos como los citados representan –ante todo– tímidos pero significativos primeros pasos, que verifican que el Derecho puede caminar de otro modo, y en otra dirección. Ellos dejan a la vista, con todas sus limitaciones, que la respuesta jurídica y política violenta, represiva y carcelaria (que el derecho penal y nuestros penalistas acostumbran a propiciar) que en todos los casos mencionados estaba por desatarse, puede siempre evitarse, no importa la gravedad de la situación de que se trate. Finalmente, tales casos demuestran que la alternativa del diálogo político y judicial, a veces rechazada y otras ridiculizada (“una abstracción de países del primer mundo”), puede ser –debe ser– la primera alternativa en una comunidad que se quiera reconocer como decente, civilizada y democrática. Diálogo que debe incluir a todas las partes involucradas sin deserciones ni exclusiones.

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