INTRODUCCION
Permítanme exponer sintéticamente mi enfoque sobre la pericia que se me ha solicitado, que luego -y antes de volver el caso concreto- respaldaré con breves consideraciones de teoría constitucional, teoría interpretativa, teoría democrática e historia jurídico-política. Resumidamente, diría que el Estado colombiano enfrenta un problema serio: la letra explícita y clara de la ley. Estamos ante un caso gravísimo, pero a la vez muy sencillo, ya que se resuelve, simplemente, leyendo los artículos aplicables (en particular los artículos 1, 8, 23 y 25 de la Convención). Quien tuviera dudas al respecto, podría consultar sino la jurisprudencia firme de la Corte Interamericana (en casos como Yatama, Castañeda Gutman, López Mendoza, Herrera Ulloa o Maldonado). Por eso, quien pretenda socavar el sentido claro del derecho vigente enfrenta una tarea más bien imposible: debe hacerle decir al derecho lo que no dice; contraviniendo una jurisprudencia sólida; y en un área, la referida a las garantías frente a restricciones políticas, ultra-resguardada.
DEMOCRACIA E INTERPRETACION JURIDICA HISTORICAMENTE SITUADA
Comienzo aclarando 4 supuestos teóricos de los que parto, en la lectura e interpretación de la Convención Americana, para luego reflexionar sobre las implicaciones de dichos supuestos en el estudio del caso que nos ocupa.
1) Democracia. La noción de democracia que asumo aquí encuentra inspiración y sostén últimos en principios democráticos como los consagrados en la Carta Democrática Interamericana del 2001; en el art. 23.1a de la Convención; o en casos como Castañeda Gutman. Entenderé a la democracia, entonces, como un proceso que tiene como protagonista a la ciudadanía, y que se realiza con la inclusión y deliberación de todos los miembros de la comunidad. Estos supuestos iniciales implican, por ejemplo, reconocer el estrecho vínculo que existe entre derechos políticos y sistema democrático, como dijo la Corte en Yatama v. Nicaragua; y reconocer la especial protección que merecen la discusión y crítica políticas como sostén de todo nuestro derecho.
2) Interpretación. Entiendo la tarea interpretativa como íntimamente asociada a la idea de democracia recién expuesta. En tal sentido, y de modo consistente con el art. 62.3 de la Convención, diría que la interpretación de los compromisos constitucionales y supra-constitucionales que nuestros países asumen es tarea que compete a toda la comunidad sobre la que rigen esos acuerdos: la comunidad local, nacional, e internacional, según el caso. Se trata de una tarea que no queda reducida a un sector de la población, ni a algunos órganos o funcionarios en particular. Ella comienza naturalmente en la letra franca de la ley y –particularmente en los “casos difíciles”- exige de una construcción colectiva, que puede describirse como una tarea dialógica, conversacional, cooperativa, de buena fe y en la cual, todos los ciudadanos y funcionarios autorizados participan, desde sus distintos lugares, de acuerdo con su autoridad y legitimidad respectivas. Ninguna de tales autoridades es única, ni final, excluyente ni definitiva.
3) Una lectura del derecho históricamente situada. La interpretación de las normas que nos gobiernan no sólo requiere de una tarea colectiva, marcada por la igualdad y el diálogo, sino también de una mirada atenta al contexto, históricamente situada. Por ejemplo, en el siglo xx, la clave de lectura de los pactos constitucionales tuvo que ver con la necesidad de enfrentar la tragedia de la violación masiva de derechos y el genocidio. Hoy, sobre todo, el “drama” que confrontamos tiene que ver con la democracia y la pérdida de autogobierno, en un contexto marcado por la concentración y abuso de poder -lo que la doctrina ha descripto como “erosión” democrática.
4) Sobre las presunciones y niveles de escrutinio que se derivan de tales principios. Las consideraciones anteriores sirven para definir los contornos de los estándares, reglas, principios y presunciones con que podemos pensar situaciones como la que nos ocupa. El establecimiento de presunciones jurídicas, en particular, no es novedoso, sino que forma parte, desde hace décadas, del contenido esencial del derecho americano. Dentro de la jurisprudencia y la doctrina norteamericanas, tales presunciones quedaron enunciadas célebremente en la nota al pie n. 4, del fallo Carolene Products, cuando se estableció que las normas destinadas a establecer “restricciones al proceso político” debían ser examinadas con una baja presunción de constitucionalidad. Como sostuviera John Hart Ely, y con él y desde entonces, el procedimentalismo democrático, las medidas destinadas a socavar las reglas de juego democrático o afectar los derechos políticos ciudadanos deben examinarse con el “escrutinio más elevado”. Permítanme llamar la atención, en todo caso, acerca del fuerte parentesco que existe entre este enfoque, y el propuesto por esta Corte en Yatama o en Castañeda Gutman, al vincular el examen de proporcionalidad con las necesidades de una sociedad democrática.
SORE LA POSIBILIDAD DE ESTABLECER RESTRICCIONES A LOS DERECHOS POLITICOS I. LO QUE DICE EL DERECHO VIGENTE
A partir del condensado aparato teórico arriba expuesto, permítanme comenzar a pensar el caso bajo examen. En primer lugar, evalúo las restricciones a los derechos políticos en el marco de la Convención. Nuestro punto de partida, como adelanté y es obvio, debe ser la letra explícita de la ley. Aquí, como sabemos, lo sostenido por la Convención Americana, particularmente en su artículo 23.2, es clarísimo. Mientras no se demuestre lo contrario (y no sabría cómo hacerlo), “condena” por “juez competente” en “proceso penal” significa exactamente lo que todos entendemos por eso, que es lo que sostuvo contundentemente la Corte, en López Mendoza (una afirmación perfectamente aplicable a nuestro caso): se viola la Convención cuando, para el tipo de sanción grave impuesta, no hay “juez competente,” no hay “condena”, y no hay “proceso penal.” Una afirmación inapelable, apoyada en la pura letra de la ley. Soy consciente, en todo caso, de un matiz introducido al respecto por el Juez García Sayán en su voto concurrente, sobre el que volveré más adelante.
Ahora bien, para quien, a pesar de López Mendoza, y a pesar de la letra obvia de la ley, mantuviera alguna duda en la materia, la buena noticia es que la jurisprudencia de la Corte en el área no ofrece mayores fisuras. Conocemos todos los casos y su contenido, por lo que –por razones de tiempo- no me adentraré en ellos. Sólo diré que en Yatama v. Nicaragua (2005) la Corte dejó en claro los altísimos requerimientos exigidos a toda restricción a los derechos políticos; y que en Castañeda Gutman (2008), la Corte detalló el test super-demandante que impone sobre eventuales restricciones, en términos de legalidad, finalidad, necesariedad para una sociedad democrática, y proporcionalidad.
SOBRE LA POSIBILIDAD DE ESTABLECER RESTRICCIONES A LOS DERECHOS POLITICOS II. ACERCA DE LOS MODOS EN QUE INTERPRETAR EL DERECHO VIGENTE
Dada la claridad de la letra del derecho; y la uniformidad y el carácter super-restrictivo de las exigencias impuestas por la jurisprudencia, la reflexión sobre el caso podría considerarse cerrada. Ahora bien, si por mero espíritu crítico nos propusiéramos seguir examinando teóricamente el caso, los caminos volverían a confluir hacia el resultado alcanzado: las restricciones impuestas por el Estado colombiano son inválidas.
En efecto, examinemos cuál es el estándar que nos ofrece el esquema teórico arriba propuesto. El mismo diría lo siguiente: las restricciones de los derechos políticos, tanto como los cambios en las reglas de juego democráticas que impulse una determinada administración, deben examinarse con la más alta sospecha, con el escrutinio más estricto, y con la fuerte presunción de que se trata de decisiones legalmente inválidas. Ello así, conforme a criterios jurídicos bien asentados, pero de modo especialmente enfático en nuestro contexto regional, y en esta etapa histórica, signada por la “erosión democrática”. De allí se deriva también el sobre-resguardo que merecen la crítica y disidencia políticas, por la cercanía de tales actividades con el nervio democrático del constitucionalismo: se trata de actividades que nos permiten mantener vivo a todo el esquema restante de derechos.
Consideraciones como las señaladas invierten directamente los criterios propuestos por el Estado colombiano en su contestación, cuando pretende sostener las restricciones establecidas a los derechos políticos recurriendo (cito) a una interpretación “sistemática, teleológica y evolutiva del art. 23.2”. Al respecto sólo quisiera dejar en claro que los criterios interpretativos disponibles dentro de la teoría jurídica son tantos y tan diferentes entre sí, que -literalmente- nos permiten llegar a cualquier resultado que deseemos, dependiendo de cuáles de tan diversos criterios escojamos como punto de partida. Por tanto, no se trata de citar con erudición aparente tal o cual criterio interpretativo como preferido, sino de apelar a razones públicas que permitan justificar la elección de las vías interpretativas por las que se opta.
SOBRE LA APLICACIÓN DE LAS PRESUNCIONES Y ESCRUTINIOS DEFINIDOS EN MATERIA DE GARANTIAS JUDICIALES
Cuando examinamos el tópico de las garantías judiciales, volvemos a advertir que el gran problema que enfrenta el Estado colombiano es la letra de la ley. Y es que la expresión tribunal “independiente e imparcial” (8.1) no se equivale con la de “órgano administrativo”; “tribunal superior” (8.2h) no significa “la misma Procuraduría;” y “con exclusividad” (23.2)-como sostuviera el juez Vio Grossi- no significa “tales como” o “entre otras”. Por eso, según entiendo, al Estado colombiano necesita decir: “Uno: olvidemos la letra de la ley. Dos: no demos tanta centralidad a casos como López Mendoza; Yatama; Maldonado Ordóñez : la jurisprudencia es confusa. Tres: el derecho comparado ofrece soluciones alternativas. Cuatro: quedémonos con un mero test de proporcionalidad.” Pues bien, en ese caso habría que responderle a Colombia que las malas noticias siguen: aún si ocultáramos la clara letra de la ley y de su interpretación por esta Corte, nos encontraríamos con un test de proporcionalidad super exigente. Más: cuando las super-protegidas garantías judiciales se dirigen a resguardar derechos políticos, ya entramos en un territorio minado: cualquier limitación que intente el Estado en el área, debería ser, en principio, fulminada, y del modo más implacable.
Por si fuera poco, el Estado colombiano no cometió una falta aparente y leve en el área, sino múltiples faltas, claras y gravísimas. Puso en riesgo o violó de modo grave el derecho de ser oído por juez (8.1), el de que el juez sea independiente (8.1), e imparcial (8.1); el derecho a un plazo razonable (8.1); la presunción de inocencia (8.2); el derecho a apelar a través de un recurso interpuesto frente a una autoridad diferente y de superior jerarquía (8.2h); el derecho a las sanciones menos restrictivas (Yatama; Castañeda Gutman); el de tener los derechos políticos limitados por juez competente (23.2); el de tener los derechos políticos limitados en proceso penal (23.2) el acceso a un recurso sencillo, rápido y efectivo (25). Insisto: con la afectación de una sola de estas garantías, el Estado colombiano incurriría en una falta gravísima. Aquí, sólo para empezar, contamos una decena de violaciones claras y graves, con lo cual entiendo que su situación es insalvable. Por ello resultan tan preocupantes, otra vez, las propuestas interpretativas que sugiere Colombia en su contestación. Permítanme subrayarlo (en vínculo con el art. 29): cualquier matiz interpretativo, particularmente en el área de las garantías penales y políticas debería dirigirse a “levantar” las exigencias frente al Estado sancionador, y jamás -jamás, insisto- a socavarlas. En definitiva, otra vez: el Estado violó la letra clara de la Convención; dicha letra está sólidamente respaldada por la jurisprudencia de la Corte (Yatama, Castañeda Gutman, López Mendoza); y la teoría jurídica da pleno respaldo a esa letra y a esa jurisprudencia. Por tanto, nuevamente, quien quiera derribar este “triple vallado,” enfrenta una tarea ciclópea.
Dicho esto, me permito agregar tres breves puntos. Primero: en vista de las consideraciones contextuales arriba referidas, en términos de “erosión democrática,” la condena “por juez competente, en proceso penal” debe ser tomada como un piso mínimo de exigencia, pero también como un requerimiento sujeto a escrutinio estricto. Y es que la primera consecuencia de esa “erosión democrática” resulta, esperablemente, la captura de una parte significativa de la función judicial. Por ello (y aunque yo suscriba el voto de Vio Grossi), la observación realizada por García Sayán tiene sentido, cuando prefiere hablar de “cualquier autoridad judicial” que asegure las garantías establecidas. Según entiendo, él propone, razonablemente, no fetichizar la categoría “juez penal,” manteniendo al mismo tiempo la sustancia del derecho que nos importa, esto es, preservando las exigentes garantías de fondo propias de este tipo de procesos (art. 29; Herrera Ulloa). La segunda consideración que quería agregar dice que los ofensivos niveles de corrupción e impunidad del poder que hoy rigen en la región, condenados enérgicamente por la Corte en López Mendoza, tornan especialmente urgente la adopción de medidas que aseguren la permanente fiscalización ciudadana sobre sus autoridades, de forma tal de volver a instaurar los principios republicanos con que se fundaron las naciones americanas. Sin olvidar lo siguiente: la corrupción y la amenaza sobre las garantías de la oposición suelen brotar de la misma fuente.
SOBRE LA VIOLACION AL DERECHO DE IGUALDAD Y LA NECESIDAD DE AGOTAR LOS RECURSOS INTERNOS
Termino este análisis con brevísimas referencias a otras dos controversias jurídicas que se debaten en el caso. Primero, señalaría (en paralelo con el pronunciamiento que tuviera la Corte, sobre el mismo punto, en López Mendoza) que no resultan totalmente persuasivos los argumentos que aparecen en el ESAP en torno a la violación de los derechos de igualdad y no discriminación. Necesitamos examinar con más atención la forma en que se configura, en el caso concreto, el tratamiento desigual encubierto, en relación con “categorías sospechosas”, como la que aquí tratamos. En todo caso, haría al respecto tres breves aclaraciones. Primero: la dificultad probatoria de la grave ofensa en juego –discriminación encubierta- no debe ponerse al servicio del supuesto ofensor. Segundo, y por lo dicho, deben garantizarse al presunto ofendido amplias posibilidades para defender su caso –facilidades que a la presunta víctima de nuestro caso no se le han concedido. Tercero, sí resultan persuasivas las referencias que se hacen en el ESAP al constante acoso que ha recibido la presunta víctima.
Por lo demás, señalaría que el Estado colombiano, en su respuesta, hace bien en llamar la atención sobre el punto referido a la falta de agotamiento de los recursos internos (p.9) -un punto que desde el ESAP se disputa. La controversia es relevante y merece ser decidida. Aquí, simplemente, agregaré que, siempre y en todo caso, pero muy en particular, a la luz del art. 46.2, b y c; de las referencias de Velásquez Rodríguez sobre la necesidad de evitar el riesgo de que el recurso se convierta en una formalidad sin sentido; y del contexto regional e histórico mencionado, marcado por la concentración de poder y la desarticulación de los organismos de control, dicha alegación corre el riesgo de convertirse en una carta de salvación permanente del Estado, siempre en condiciones de llamar la atención sobre una nueva instancia o un nuevo recurso que la víctima del caso debiera o pudiera, en un mundo ideal -que no es el presente- haber instanciado. Insisto al respecto: en nuestro contexto, la sospecha debe recaer siempre sobre el Estado, y mucho más en marcos jurídicos hostiles, como el que existió en el caso (para pensar acerca de si era hostil o no el contexto, me permito recordar el hecho inédito en la historia colombiana de que el propio Presidente Santos se había negado a acatar las medidas cautelares emitidas por la Comisión Interamericana, destinadas a salvaguardar los derechos políticos de la presunta víctima). En este tipo de situaciones, debe analizarse con la máxima sospecha los usos que pretenda hacer el Estado del argumento de los recursos no agotados, frente a quienes le protestan, lo critican y lo desafían. Frente a quienes quieran socavar el sentido protectivo de las garantías existentes, mediante el recurso a meros "juegos interpretativos", concluiría, parafraseando al juez John Marshall, cuando en McCulloch v. Maryland (1819) pronunciara célebremente su “We must never forget that it is a Constitution we are expounding”: no debemos olvidar que es de la Convención Americana de lo que estamos hablando.
Maravilloso, muchas gracias por tan magnífico aporte Prof. Gargarella.
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