30 abr 2020

Cárceles, emergencia y abusos




La Constitución argentina y las cárceles. Toda nuestra situación carcelaria aparece en tensión con lo que exige la Constitución (art. 18) y el derecho argentino desde comienzos del siglo xix. Sus principales demandas en la materia (condiciones de higiene de las cárceles; seguridad de los reos como objetivo principal; no a la cárcel como castigo; no-mortificación) se encuentran violadas en la práctica.

Artículo 18…. Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.

Obligaciones internacionales y cárceles. Las obligaciones asumidas por el Estado Argentino en materia de derecho internacional, y en particular en relación con los detenidos sin condena (46% de los detenidos no tienen condena, y siguen sometidos por años a condiciones inhumanas), se encuentran claramente violadas

la Convención Americana, establece un orden jurídico según el cual “nadie puede ser sometido a detención o encarcelamiento arbitrario” (artículo 7.3); y, toda persona “tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio” (artículo 7.5). Igualmente, la Declaración Americana dispone que “[…] [t]odo individuo que haya sido privado de su libertad tiene derecho a […] ser juzgado sin dilación injustificada o, de lo contrario, a ser puesto en libertad” (Art. XXV).

Derechos humanos, crisis sanitaria y emergencia carcelaria. Una mayoría de países (incluyendo de modo prominente a Gran Bretaña; España; Bélgica, Italia; Brasil; Chile) ha implementado en estas semanas, y a la luz de la crisis sanitaria, políticas de emergencia carcelaria, vinculadas especialmente con la liberación y las penas alternativas hacia tres grupos en particular:  1) los que están en prisión preventiva por delitos no violentos; 2) adultos mayores, embarazadas, personas con discapacidad y con enfermedades crónicas (teniendo en cuenta el tiempo de pena cumplido, la gravedad del delito y el riesgo de su liberación para la sociedad); 3) los condenados por delitos no violentos próximos a cumplir la pena. La Organización Mundial de la Salud; Human Rights Watch; la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y las principales organizaciones nacionales de derechos humanos han mantenido la misma postura en la materia. 

El lugar de las víctimas. Las víctimas deben ser consultadas, respetadas y amparadas especialmente por el Estado, pero no les corresponde a ellas fijar las políticas penales, ni deben constituirse en interlocutores privilegiados (cuya voz “vale más” que la del resto) a la hora de definir políticas penales.

“Suma cero.” No existe un “juego de suma cero” entre los derechos de víctimas y los derechos de los victimarios (como si respetar los derechos de unos implica ofender o recortar los derechos de los otros).

Ni “populismo” ni “elitismo” penal. Oscilamos entre dos extremos inaceptables: a la hora de definir políticas penales vamos habitualmente del populismo penal -deciden las elites políticas en nombre de “las demandas del pueblo” al que en los hechos no consultan- al elitismo penal -deciden las elites penales en nombre de “los verdaderos intereses de la comunidad” que ellos conocerían.

No al “garantismo bobo”. El “garantismo bobo” es parte del problema. Para esta visión, el respeto de garantías, en materia carcelaria, equivale a impedir toda condena o asegurar la liberación de presos, dada la realidad de un Estado opresivo. Contra esa postura, un garantismo sensato no pide que no haya condenas o no haya respuestas estatales, sino que exige que toda falta sea reprochada conforme a derecho. Esta versión diferente del garantismo exige la presencia activa del Estado; requiere que no haya impunidad; y demanda, en todo caso, que las condenas/censuras/reproches sean razonables y ajustadas a derecho.  

Derecho penal y abusos del Estado. A la luz de la práctica habitual en nuestro país, particularmente en los últimos 20 años, la ciudadanía desconfía habitualmente de las iniciativas estatales en materia penal. Y es razonable que ella esté prevenida frente a una práctica estatal que no aparece marcada ni por principios democráticos ni por la razón jurídica, sino -primariamente- por intereses partidarios o sectoriales.

Impunidad y delitos de corrupción: políticas de impunidad. Dentro de los abusos del Estado en materia penal, resulta claro que, en los últimos años, especialmente, han aparecido sistemáticos abusos en una de las áreas más afectadas de la política estatal, vinculada con la trasparencia de los actos de gobierno. La recurrente impunidad en materia de corrupción estatal-empresaria resulta, en tal sentido, uno de los principales problemas que afectan a las políticas penales de nuestro tiempo, y la ciudadanía tiene razón al reaccionar frente a ellas y exigir el fin de las políticas de impunidad

Impunidad y delitos de lesa humanidad. Asegurar que todos los crímenes paguen/sean reprochados requiere que los crímenes más graves sean condenados del modo más grave. Al mismo tiempo, la condena y la no-impunidad no equivale a violar garantías, por ejemplo en cuanto a detenciones sin condena. Sin embargo, en materia de delitos de lesa humanidad, cargamos con detenciones que llevan aún más de diez años en algunos casos, sin condena, lo cual es una violación indiscutible de nuestras obligaciones jurídicas nacionales e internacionales.

El uso de la respuesta penal y de la cárcel: de última ratio, a primera respuesta. Todo el derecho penal conocido parte de concebir a la respuesta penal como la “última posible”; y -dentro de las respuestas penales- a la de la cárcel como una de las más extremas. Se asume que siempre el Estado debe intentar responder a los crímenes de otro modo, y sólo en última instancia apelar al derecho penal. Lamentablemente, desde hace décadas, invertimos ese mandato, y apelamos al derecho penal como primera respuesta frente al crimen, y a la cárcel como respuesta penal común para todos los casos.

Derecho penal y democracia. El derecho penal se encuentra completamente divorciado de la cuestión democrática, aún en las versiones más “progresistas” del derecho penal: casi toda la doctrina parece asumir, en los hechos, al derecho penal como independiente /sino directamente separado, de la reflexión democrática (por ejemplo, en cuanto a cómo redactar, aplicar e interpretar las normas penales). Vincular derecho penal y democracia no implica “plebiscitar las condenas” (lo que reflejaría una concepción paupérrima de la democracia) sino abrir la materia penal a procesos de reflexión colectiva (i.e., tener un proceso de discusión común sobre el estado y estatus de la cárcel como respuesta común frente al crimen).

Políticas penales y diversidad: sociedades heterogéneas, cárceles socialmente homogéneas. Siempre, pero muy especialmente en tiempos de crisis, y muy en particular en relación con cuestiones relacionadas con el uso de la coerción estatal, es importante que las autoridades hagan un enorme esfuerzo para justificar sus decisiones. En dicho camino, ellas deben verse obligadas a escuchar y responder a voces diversas, y sobre todo atender a las voces críticas. El ejercicio de la coerción exige, en tal sentido, el máximo esfuerzo justificativo por parte del Estado. Sin embargo, es habitual que, precisamente en estos casos, no se apele a la consulta de voces diversas. No extraña, por tanto, que como resultado de ello nos encontremos con sociedades esencialmente multiculturales, dentro de las cuales persisten composiciones carcelarias completamente homogéneas.

Integración comunitaria y cárcel. Son muchos los objetivos que pueden perseguirse a través de las respuestas penales, y sobre todo a través de las respuestas penales más severas, y es importante alcanzar un acuerdo al respecto. Solemos asumir que estamos de acuerdo sobre la cuestión, pero en verdad, en esta materia en particular, tendemos a estar muy en desacuerdo. Una postura posible al respecto es la tomar, como objetivo de las políticas penales, la “restauración” (otros objetivos imaginables son el “darle al ofensor su merecido”; responder mal por mal; buscar satisfacer a las víctimas; etc.). Pienso en la alternativa de restaurar los derechos constitucionales y vínculos sociales dañados, tanto como sea posible (es obvio que en muchos casos eso no es posible). Dicha “restauración” puede requerir, de manera especial, satisfacer un ideal de integración social, habitualmente enunciado, pero normalmente contradicho por las políticas penales.

Cárcel e integración comunitaria. Debiera resultar claro que el ideal de la integración comunitaria se contradice directamente con respuestas penales que requieren el aislamiento de los detenidos; la desvinculación del detenido en relación con sus vínculos afectivos; y la “conexión” de los detenidos con personas que el Estado ha detectado como personas con graves problemas de conducta social. Cuando obra de ese modo -al obligar a los detenidos a socializar con personas identificadas como criminales- el Estado pasa a ser “cómplice” de la construcción de una comunidad de crimen. Actuando del modo en que lo hace, el Estado “educa (y socializa) a los detenidos en el crimen”.

Justicia penal en sociedades injustas. Es difícil pensar que en sociedades desiguales e injustas vamos a encontrarnos con un derecho justo, y en particular con un derecho penal justo. Ello resulta no sólo un problema teórico, sino también una cuestión práctica crucial: el hecho es que el derecho en general, y el derecho penal en particular, debe ser justo, y si no lo es -en particular, si groseramente no lo es- el mismo puede ser impugnado. En otros términos, no cualquier Estado, actuando de cualquier forma, gana el “standing” o la autoridad moral y legal para penar. En situaciones críticas como la nuestra, el Estado debe demostrar que hace los máximos esfuerzos posibles para hacer uso de la coerción de forma justa. Y si fracasa groseramente en asegurar justicia a sus políticas, el Estado pierde autoridad para imponer sanciones a sus miembros, como un padre pierde autoridad para reprochar las inconductas de sus hijos cuando, recurrentemente, él abusa de ellos.


29 abr 2020

La justicia constitucional hoy

Con la gran Xisca Pou , Sergio Verdugo , Roberto Saba, coordinados por Roberto Niembro
Muy lindo encuentro!


Sobre el valor de los procedimientos de discusión democrática


Como tantos, el sábado por la noche me sentí interpelado (bien) por el discurso del presidente, quien presentó las nuevas medidas frente al COVID-19, respondiéndoles a quienes (como yo mismo) lo criticaron por "estar improvisando, y haciendo las cosas a los tumbos". Contra esa crítica, él sostuvo que ahora quedaba en claro que "todo formaba parte de un protocolo, y un plan programado desde el primer día". Su principal anuncio, en esa línea (la nueva fase del plan preconcebido), fue la de la "salida recreativa de una hora por día." Qué bien, me dije: me equivoqué. Horas después, la medida era rechazada por todos los gobiernos de las principales ciudades (que negaban la autorización recreativa), a la vez que quedaba desmentido que desde el gobierno se hubiera hablado de ese tema con tales autoridades. Esto es: una nueva instancia de la improvisación con que se viene haciendo todo, y una nueva muestra de la importancia de respetar los preestablecidos protocolos de la deliberación democrática.

p.d (Ni qué decir de su discurso de 5 minutos a los niños, a los que pudo entusiasmar con una esperada promesa que quedó trunca a los pocos minutos)

24 abr 2020

El debate en la Facultad de Derecho/UBA: Los derechos constitucionales frente a la pandemia



(Resumen hecho desde la Facultad de Derecho)

El 23 de abril de 2020 las cátedras de Derecho Constitucional organizaron esta actividad que reunió a los/as profesores/as Susana Cayuso, Alberto R. Dalla Via, Raúl Gustavo Ferreyra, Roberto Gargarella, Daniel Sabsay y Juan Vicente Sola. También participó el vicedecano Marcelo Gebhardt, quien tuvo a su cargo la presentación y el cierre de la actividad.

La jornada se estructuró en una primera ronda de exposiciones y, posteriormente, cada disertante tomó la palabra para brindar un cierre.

“Este grupo de catedráticos es el núcleo de la doctrina constitucional contemporánea de nuestro país y  han tenido la iniciativa de exponer y dialogar públicamente para ir sobrellevando y mantener viva la actividad de la Facultad en estos tiempos de crisis, que ha producido convulsiones en los derechos individuales, en nuestra situación institucional y justifica ampliamente que estos especialistas dediquen parte de su tiempo a esclarecerlos frente a las dificultades que se nos han presentado”, introdujo el vicedecano. Luego dio comienzo a las exposiciones.

En primer lugar, Susana Cayuso expuso: “Cuando hablamos de pandemia, hablamos de emergencia y cuando hablamos de emergencia, hablamos de Estado constitucional de derecho. La emergencia interpela al Estado constitucional de derecho, le pide auxilio, garantías y control. Y cuando hablo del Estado constitucional del derecho hablo de la Constitución Nacional, queriendo decir con esto que la Constitución en este contexto tan peculiar debe adoptar centralidad y tener la importancia absoluta porque la emergencia está dentro de la Constitución”.

Asimismo, expresó sus preocupaciones en torno a “la división de poderes, el ejercicio de las facultades y atribuciones que cada uno de esos poderes tiene en el marco constitucional, el sistema de controles interorgános e intraórganos, el alcance de las restricciones y la vigencia efectiva de los derechos fundamentales”.

Por otro lado, planteó como conflictos la casi paralización del poder legislativo y del poder judicial. “El poder legislativo es la cabeza de uno de los poderes del Estado, es el órgano democrático y representativo por excelencia. Es absolutamente autónomo en el marco de sus facultades para instrumentar lo que sea necesario para cumplir con los fines que el propio mandato constitucional le indica”, explicó y manifestó: “Desde mi mirada constitucional, la inactividad del Congreso le es absolutamente imputable y es responsabilidad del propio Poder Legislativo”.  También se preguntó si esto no sería una posible inconstitucionalidad por omisión.

A continuación, Alberto R. Dalla Via comenzó diciendo que “para un país que vivió siempre en emergencia donde la anormalidad constitucional ha sido la regla, una de las cuestiones que se nos plantean es que esta vez la emergencia es en serio”.

Más adelante, explicó: “Esta emergencia está en el marco de una ley sancionada en diciembre del 2019, ley 27.541, que contemplaba una cantidad de supuestos vinculados con el tema económico y estableció la emergencia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, emergencia, sanitaria y social, siendo el DNU 260/2020 el que amplía la emergencia, DNU que no ha pasado por el Congreso entonces yo empiezo a acordar con la doctora Cayuso sobre el funcionamiento de las instituciones”. Y reconoció que “las emergencias tienen un problema intrínseco y es que van a contramano de la Constitución. Si bien es cierto que la Corte nos ha dicho que tenemos que tener la emergencia dentro de la Constitución, esencialmente, la emergencia supone una finalidad: mientras la Constitución es límite, la emergencia es finalista”.

Enfatizó además que “es importante que la democracia siga funcionando activamente porque el check and balances implica controles sobre la actividad del gobierno y las emergencias son momentos donde hay que controlar la actividad de los gobernantes; necesitamos conservar la seguridad jurídica y la previsibilidad sobre todo para cuidar los derechos de los ciudadanos que se pueden restringir pero no se pueden frustrar”.
En cuanto al funcionamiento del poder legislativo, el profesor sostuvo: “A la hora de interpretar los reglamentos, hay que ir a los principios: el principio de soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno. Tienen que ser un parámetro al momento de duda sobre la interpretación del reglamento”.

Por su parte, Raúl Gustavo Ferreyra señaló que “cuando termine de la peste, el estado de malestar va a perdurar y las condiciones van a ser probablemente muy diferentes, en cuyo caso la diferencia va a ser que se van a perjudicar los que siempre se perjudican más, es decir, la desigualdad que existe en el planeta Tierra se va a profundizar luego de esta peste”.

Seguidamente, desarrolló que “en el ámbito de los derechos constitucionales se ha adoptado por un DNU el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Esta decisión, adoptada en el marco de la emergencia sanitaria, afecta rotundamente a las dos familias de derechos que existen en Argentina: derechos de raíz constitucional y derechos de jerarquía constitucional. Ambos derechos son los fundamentales del sistema de la constitución federal argentina”. Y agregó: “Hasta este momento, advierto que se encuentran limitados y en cuarentena la abrumadora mayoría de los derechos fundamentales establecidos en el sistema constitucional de Argentina. Entiendo que no están suspendidos porque para ello habría que haber decretado el estado de sitio. Sin embargo, esta restricción nos obliga a hacer un escrutinio riguroso de cada una de las limitaciones porque cuando se limitan los derechos en una situación donde los controles no están funcionando la situación de por sí se hace muchísimo más preocupante”.

Sobre el funcionamiento del Congreso, aseveró que “no encuentro razones por las cuales el Congreso no esté sesionando a pleno y no cumpla con sus tareas de producción y control. El Congreso tiene competencia para decidir en qué circunstancia se va a reunir, cómo y cuándo.

Respecto del Poder Judicial, interpretó que “es absolutamente necesario que se flexibilice el acceso a la jurisdicción y si acaso no se puede disponer el levantamiento de la feria judicial por los medios telemáticos que disponemos”.

A su turno, Roberto Gargarella expresó: “Creo que estamos virtualmente en una situación de estado de sitio. Puede ser que el presidente esté tomando decisiones no irrazonables, pero eso no quita que estamos en una situación de ilegalidad, definida por la concentración de poderes en el Ejecutivo, por la restricción severisima de derechos fundamentales y por la sobrepresencia de las fuerzas policiales de seguridad en el espacio público”. Y añadió que no hay solamente un problema procedimental, sino que hay un problema sustantivo que tiene que ver con el modo en el que se están tomando las decisiones.

Posteriormente, se enfocó en la consulta que el Senado le realizó a la Corte Suprema de la Nación. “Tengo una posición ríspida porque considero que la consulta es razonable aun cuando sea innecesaria porque las dos cámaras del poder legislativo tienen la capacidad de reunirse cuando lo consideren necesario y del modo que consideren necesario. Creo que es una excusa que se ha presentado para no decidir sobre cuestiones candentes y, al mismo tiempo, echarle la falta al poder de al lado”, manifestó.

“Hay algo de razonable desde una mirada dialógica que es el modo en que yo entiendo la democracia, que implica que los poderes colaboran mutuamente entre sí. No implica decir esto una visión naíf de la Argentina (...). Por supuesto que hoy más que nunca es necesario que los poderes estén activados”, puntualizó y subrayó: “Es importante que la Corte frente a una consulta que, aunque creo que ha nacido de la mala fe, diga que es una consulta para poder tener claridad sobre las reglas del juego en un momento de gran incertidumbre, no viola ningún aspecto de la Constitución y lo que hago es decirle que esté tranquilo que lo que usted me dice que quiere hacer, sesiones virtuales, está perfectamente contemplado, estamos en emergencia”.

Acto seguido, Daniel Sabsay aseveró que “cada vez que se apela a la emergencia para tomar decisiones excepcionales, la constitución tiembla porque la consecuencia inmediata es que alguna o varias partes de la Constitución se van a desmoronar, van a quedar en suspenso y ese suspenso se produce fundamentalmente en el modo en el que van a funcionar los poderes y en sus consecuencias sobre los derechos de las personas”.

Luego expresó: “Entiendo que los derechos no son absolutos pero los límites tienen que ser razonables. La no razonabilidad se da cuando lo que se utiliza como medio para llegar al fin en este caso, la protección sanitaria, significa un abuso en sus consecuencia o la creación de situaciones de tipo discriminativo o directamente abusivo por una extralimitación del ejercicio de las facultades”. Y manifestó que el primer DNU del 2020 “fue tal vez la primera situación del dictado de un DNU que se ajusta al marco constitucional que como principio general prohíbe el dictado de este tipo de instrumento por parte del presidente porque se trataba de circunstancias efectivamente excepcionales que impedían el procedimiento normal para el tratamiento de leyes y, además, fue una situación que se le impuso a quien debía decidir. No fue algo que se suscitó a partir de una necesidad del gobernante, que es lo que casi siempre ocurre en Argentina”.

No obstante, cuestionó: “A partir de allí son veinte DNU que ya se han dictado, una cantidad inmensa. Es un presidente que legisla y un poder legislativo que se autolimita y no se sabe muy bien por qué. En la emergencia los controles deben vigorizarse porque se le está dando algo excepcional al presidente que es tomar facultades legislativas y eso debe venir correlativamente con controles que permitan compensar ese desequilibrio”.

Para finalizar, destacó: “Urge pensar en las instituciones, proteger los derechos y que el pánico no rompa la construcción de la libertad, la igualdad. Nuestra Constitución es la tabla de salvación a la que nos debemos aferrar siempre”.

Finalmente, Juan Vicente Sola indicó que “en alguna medida el derecho constitucional es una ciencia sombría para los gobernantes porque les recuerda las limitaciones que deben afrontar y los derechos que deben cumplir. Y también porque hay que recordarles que la Constitución rige tanto en tiempo de paz  como en tiempo de guerra y sus provisiones no pueden suspenderse en ninguna de las grandes emergencias”. Y especificó que “el problema de la emergencia es el riesgo del autoritarismo. En general, los doctrinarios autoritarios, que creen en sistemas no democráticos, utilizan el concepto de emergencia para consolidar el poder único”.

También se refirió al economista John Taylor, quien sostuvo la doctrina de que en caso de emergencia son preferibles las normas establecidas que la discrecionalidad del poder y que en momentos de grave incertidumbre, y estamos estrictamente en una situación de incertidumbre, no aumentemos la incertidumbre a través de decisiones inconsultas, complejas y no pensadas. En este sentido, resaltó que “es muy importante mantener normas claras y si hay que hacer cambios permitir la revisión judicial”, y puso de manifiesto la necesidad de mantener abierto un poder judicial activo.

Hacia el final, se preguntó hasta dónde llega la discrecionalidad y qué ocurre cuando se ,delega en intendentes, funcionarios y policías. “Cuando un funcionario municipal cierra un supermercado fuera de sus competencias, estamos frente a un estado con grave contenido autoritario. Y es uno de los puntos que debemos analizar: si hoy queremos mantener un estado de derecho de división de poderes y con frenos y contrapesos”, concluyó.

23 abr 2020

La “consulta” del Senado a la Corte, y el diálogo entre poderes




La disputa que nos toca presenciar, en estos días, entre las distintas ramas del poder, resulta impúdica, en medio de la muerte y desolación que trae consigo la enfermedad del COVID-19. Se trata, precisamente, de esos momentos de crisis extrema en donde más necesitamos del funcionamiento pleno de las instituciones. Y sin embargo, hoy nos encontramos con el panorama exactamente opuesto, esto es, con instituciones paralizadas de un modo alarmante.

En todo caso, el problema no ha nacido, sino que sólo se ha tornado evidente, con el “pedido de certeza” realizado por la Presidenta del Senado ante la Corte Suprema, para que la justicia garantice la validez de las eventuales sesiones virtuales. Permítanme adelantar una opinión al respecto. El punto de partida es que -aunque el pedido en cuestión, según diré, no es en absoluto irrazonable- lo cierto es que ni el Senado ni la Cámara de Diputados tienen que solicitar el permiso de nadie para sesionar, ya sea a partir de lo que dice el artículo 63 de la Constitución -cuando sostiene que ambas Cámaras se reúnen “por sí mismas”- ya sea en razón del artículo 66 -cuando afirma que cada una de tales Cámaras se dará su propio reglamento interno. Por lo dicho, y en principio, la solicitud realizada desde el Senado se parece bastante más a una excusa, destinada a poner como “falta” de otro poder (la Corte Suprema) las falencias propias (no activar legislación que puede resultar necesaria o indispensable para este período, pero que tal vez no se quiere adoptar o no se ve sencillo establecer). En este sentido, por supuesto, los exabruptos expuestos por la abogada del Senado, sobre que se gobierna “con la razón o la sangre” (un mensaje que agrava la amenaza que tornara célebre el histórico autoritarismo chileno) resultan más que desafortunados, ya que es al Congreso al que le corresponde legislar, y es el Senado el que hoy, innecesaria e inexplicablemente, se está resistiendo a hacerlo.

Dicho esto, quiero tomar en cuenta una primera complicación frente a lo expuesto: el problema presente tiene que ver mucho menos con la autoconvocatoria de las Cámaras, que con la posibilidad de sesionar de un modo ajeno a la práctica establecida, esto es, a través de reuniones virtuales. Primera respuesta, desde la perplejidad: Es que alguien tiene alguna duda de que nos encontramos frente a una situación de histórica excepcionalidad? Cuál es el problema, entonces, de recurrir a soluciones capaces de hacer frente a dicha excepcionalidad, y destinadas a asegurar el mejor funcionamiento posible de las instituciones aún dentro de, y a pesar de, tal situación excepcional? Si el Congreso, por ejemplo, fuera bombardeado por un ejército enemigo, y se viera por tanto obligado a funcionar fuera de su lugar habitual, o forzado a saltear alguna práctica tradicional, sería ridículo e irresponsable impugnar los esfuerzos que haga el Congreso para -a pesar de la tragedia- seguir deliberando, de un modo respetuoso de los principios democráticos que dan sentido a su accionar. 

Aquí es donde se advierte la primera ruptura de posiciones, entre el constitucionalismo democrático y lo que llamaré el formalismo irracional. Denomino de este modo -formalismo irracional- a la postura que se inclina por el sometimiento del derecho a las formas aún cuando, por situaciones excepcionales, tales formas amenacen con socavar o quebrantar los principios sustantivos a los que dichas formas venían a servir. En todo caso, y para los formalistas más molestos o inquietos, puede tener sentido citar el reglamento interno de la Cámara de Diputados (artículo 14) o el de la Cámara de Senadores (artículo 30), en razón de que ambos hacen referencia a la necesidad de optar por modos de organización no tradicionales frente a casos de “fuerza mayor” o situaciones de “gravedad institucional”.

Reconocido lo anterior, esto es, que no hay ninguna razón sensata -formal o sustantiva- que impida que el Congreso sesione, paso a tratar sobre una segunda pregunta, cual es la siguiente. ¿Es que resulta erróneo haberle planteado a la Corte un “pedido de certeza” como el presentado, en este caso, por la Presidenta del Senado? Mi respuesta es que no, que no es erróneo ni inapropiado consultar a la Corte, aunque debe decirse que i) era innecesario hacerlo; ii) lo hecho aparece como una excusa (destinada, como adelantara, a salvar las propias faltas acusando, a la vez, a la Corte); y iii) muy posiblemente, se trate de un pedido que termine siendo rechazado por la propia Corte. Contra lo que sostendré -que se trata de un pedido, finalmente aceptable- se han dicho muchas cosas, en mi opinión con poco sentido o apoyo. Pienso, fundamentalmente, en cuatro argumentos. 

Sin precedentes. El primer argumento es tan poco atractivo que lo dejaré enseguida de lado: es el que dice que se trata de una situación sin precedentes. Pues bien, si tal fuera el caso, éste se constituirá en el primer eslabón de una nueva cadena de precedentes.

No hay "caso." El segundo argumento afirma que el problema es que “no hay caso” (un conflicto de A contra B), y que la Corte sólo decide en casos concretos. El punto tampoco es correcto. Ello así, en parte, por razones (si se quiere) formales: el artículo 116 de la Constitución sostiene que la Corte interviene en “todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución”. El hecho es que nos encontramos aquí, precisamente, con una causa que versa sobre cuestiones constitucionales fundamentales. Alguien objetará: pero en tales casos la Corte debe “decidir” -según dice el texto constitucional- sólo por “apelación” (por lo que habría sido errado presentar la cuestión directamente ante ella). Sin embargo, lo cierto es que esta objeción formalista no impide que la Corte -sin “decidir” la controversia- se “pronuncie” sobre ella. ¿Por qué es que la Corte podría pronunciarse sobre lo que se le consulta? Precisamente, por el tipo obvio de razones que deben operar en este tipo de casos: para cooperar con los otros poderes, dándonos a todos mayor certeza acerca de las reglas de juego dentro de las cuales nos movemos.

División de poderes. El tercer argumento es el que ofreció, en su examen de la cuestión, el Procurador General de la Nación, Eduardo Casal, cuando sostuvo que no se trataba de un tema que debiera resolver la Corte, ya que ello implicaría una "intromisión en otro poder". El argumento es pobre, dado que el mismo parte de una noción de la idea de “división de poderes”, que es la que países como el nuestro directamente rechazaron. En efecto, la Argentina (como la gran mayoría de los países americanos) se organizó bajo un esquema de “frenos y contrapesos”, que de ningún modo prohíbe, sino que alienta, en ciertos casos y bajo ciertas condiciones, la llamada “intromisión” de cada poder sobre la jurisdicción particular de los otros. Por ello, y por ejemplo, es que el Presidente puede vetar una ley o amnistiar ciertos crímenes; o la justicia puede declarar inconstitucional una decisión tomada por las ramas políticas.

Cuestiones políticas no justiciables. Finalmente, el argumento que tiene algún interés mayor, aún siendo también, en última instancia, un argumento poco interesante, es el que presentara el ex Juez de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni. Este argumento viene a decirnos que estamos aquí frente a una “cuestión política no justiciable.” Para quienes defienden un acercamiento procedimentalista a la Constitución -como lo hiciera en su momento, por ejemplo, Carlos Nino- la doctrina de las “cuestiones políticas” es vista, más bien, como un dogma absurdo. La idea que propone el procedimentalismo es exactamente la contraria a la de las “cuestiones políticas”: los jueces deben concentrar su tarea no en examinar la “sustancia” de los asuntos públicos (por ejemplo, la validez de un impuesto o medida económica), sino -justamente- en la preservación de las “reglas de juego”. Ello incluye, de modo obvio, la supervisión (aunque no obviamente el dominio) sobre las reglas con que cada poder se organiza, y los modos en que se implementan esas reglas (por ejemplo, si el Congreso dictara un reglamento que dijera que no pueden participar de sus debates las personas sin estudios de posgrado, o los mayores de 50 años, la justicia tendría, obviamente, la obligación de intervenir para cuestionar tales reglas).

Expuesto lo anterior, esto es, la pobreza de los argumentos que niegan la posibilidad de la intervención de la Corte en una situación como ésta, quisiera concluir con la razón más importante que, a mi criterio, no sólo admite sino que alienta tal intervención judicial. La razón en la que pienso tiene que ver con la concepción de la democracia a partir de la cual me acerco al constitucionalismo, y que se asienta en el “diálogo” o la “conversación” colectiva. Conforme con esta mirada, la vida democrático-constitucional debe basarse en el diálogo colectivo, que incluye de modo saliente la “conversación” entre las distintas ramas de poder. Esa “conversación” debe ponerse al servicio de la imparcialidad de las decisiones, apoyándose en la ayuda mutua y la cooperación entre las distintas ramas del poder. Típicamente, cada rama del poder debe colaborar con las otras ramas, con el fin de precisar y enriquecer las decisiones que las otras toman, evitando que se cometan omisiones y errores; ayudando al enriquecimiento del proceso decisorio; y de forma tal de asegurar que todas las personas sean tratadas con igual consideración y respeto. Este modo de concebir, por ejemplo, la relación entre los poderes difiere de, y pretende dejar atrás, la “lógica de la guerra por otros medios” que, en sus inicios, pareció explicar la idea de los “frenos y contrapesos” (James Madison hablaba, por ejemplo, de “armas defensivas” en manos de cada poder, para referirse al veto presidencial o al juicio político). La “lógica del diálogo” requiere de otro modo de pensar el vínculo entre las ramas de gobierno, y entre ellas y la sociedad. Dicha lógica, por lo demás, no es ingenua ni depende de una actitud “angelical” por parte de los integrantes de los distintos poderes: el diálogo institucional – que no equivale a cualquier “comunicación” entre los poderes, hecha de cualquier forma y con cualquier objetivo - necesita de incentivos y de controles públicos.

La situación hoy bajo análisis puede ilustrar bien las implicaciones que tiene el concebir “dialógicamente” la relación entre poderes, y el modo en que esta concepción se distingue de otras alternativas. Además, ella nos permite ver por qué la posición que aquí sostengo se vincula fuertemente con nuestro “democrático” sentido común, mientras que la visión alternativa -dominante dentro de la academia jurídica- resulta extravagante y errada. Primero, para la concepción “conversacional,” la “consulta” de un poder a otro es entendida como un paso apropiado, y que merece alentarse, acerca del modo en que deben relacionarse las ramas de gobierno: siempre, pero en particular en situaciones de crisis como ésta, necesitamos de dicha cooperación entre los poderes! Segundo, dicho “diálogo entre poderes” no priva a ninguno de ellos (en este caso al Senado), de tomar decisiones sobre el modo en que se organiza. Tercero, dicha visión es consistente con el tener una justicia concentrada en el control de las reglas de juego, sin implicar que la Corte vaya a tener la “última palabra” sobre tales reglas; ni suponer la superioridad de una rama del gobierno por sobre todas las otras: es en la ciudadanía donde reside finalmente la soberanía constitucional. Lo que sostiene la visión dominante, por el contrario, se asienta en dogmatismos que chocan con el más elemental sentido común. Así, la “consulta” entre poderes aparece no como una virtud del vínculo entre los mismos, sino como una ofensa al sistema de gobierno; las comunicaciones entre las ramas del poder son descriptas, de tal modo, de modo notable, como “intromisiones indebidas”; y la cooperación posible entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial es presentada -insólitamente- como una “violación de la división de poderes.” Insisto entonces: necesitamos, de una vez, salir de este dogmático encierro, y poner -siempre, pero particularmente en situaciones de crisis extremas, como la que hoy sufrimos- a las formas del derecho al servicio de los principios democráticos que les otorgan sentido.

14 abr 2020

Los riesgos del estado de emergencia en América Latina

https://www.lanacion.com.ar/opinion/coronavirus-los-problemas-del-estado-emergencia-america-nid2348990


Hace algunos años, y discutiendo sobre los poderes de emergencia otorgados en favor del Ejecutivo, el profesor Stephen Holmes contó la trágica historia que había atravesado su hija. Luego de sufrir un accidente gravísimo (ella cayó de espaldas desde la ventana de un segundo piso), un equipo médico se acercó prontamente a asistirla. Mientras, agrupadas en torno al equipo sanitario, las personas gritaban desesperadas por acciones urgentes (“más rápido, más rápido!!”), las médicas y enfermeras a cargo del procedimiento optaban por desarrollar, con sumo cuidado, los protocolos pre-establecidos para estos casos. Conscientes de la urgencia, el personal médico -decía Holmes- “trataba de minimizar los riesgos de cometer errores fatales pero evitables, como los que se suelen cometerse bajo situaciones de presión sicológica extrema.” En otros términos: la emergencia requiere, más que de medidas improvisadas y rápidas, de reglas y procedimientos fijados de antemano, ejecutadas por profesionales. Me adelanto entonces a la conclusión de este texto: podemos aprobar muchas de las decisiones tomadas por el gobierno en este tiempo, en cuanto a restricciones de derechos y cuarentenas, pero sin dejar de recordar nunca una historia regada de enseñanzas, sobre los riesgos propios de i) centralizar el poder al extremo, en un contexto de desigualdad; ii) limitar derechos constitucionales en nombre de alguna emergencia; y iii) dejar el espacio público en manos de las fuerzas de seguridad. Para analizar tales temas, me referiré en lo que sigue a tres perplejidades que generan las medidas adoptadas hasta el momento

Emergencia de salud y restricción de derechos. La primera perplejidad que quiero mencionar refiere a las numerosas voces que, desde las ciencias médicas y afines, especialmente, reivindican las drásticas restricciones de derechos que se deciden, en nombre de la “emergencia de salud.” La “emergencia de salud” es, tal vez, la excusa más perfecta para justificar restricciones drásticas de derechos (en nuestro país se habló muchas veces de “cirugías extremas” y “amputaciones necesarias” frente a amenazas tales como el “cáncer de la subversión”). Sin embargo, como el ejemplo presentado arriba nos sugiere, tenemos razones para pensar sobre la cuestión con mayor cuidado. Primero, resistir la idea de que la emergencia exige (“naturalmente”) la concentración de poderes; y segundo, analizar con extrema prudencia cualquier llamado a intercambiar “protecciones de salud” por “derechos básicos”. Como señalara John Rawls, las libertades básicas (que incluyen derechos políticos, de reunión, petición o queja) gozan de una “prioridad lexicográfica” frente a los restantes: en principio, no deben limitarse nunca, en nombre de necesidades sociales, económicas o de otro tipo. La razón no es oscura: se trata de derechos no “intercambiables” por constituir el “sostén” de todos los demás derechos. Si ellos se ponen en riesgo, toda la estructura de derechos entra en crisis. A pesar de lo dicho, América Latina aparece recorrida por decisiones diarias, que dejan a la luz problemas como el señalado. Así, en Perú acaba de entrar en vigencia una norma que exime de responsabilidad penal al personal policial que, en ejercicio de sus funciones, cause lesiones o muerte; o en Bolivia, el gobierno de facto tomó la “excusa perfecta” del virus para postergar el llamado establecido a las elecciones nacionales. Insisto entonces con el primer punto: la “emergencia sanitaria” no resulta obviamente “intercambiable” con los derechos civiles y políticos; ni requiere de modo “natural” un llamado al poder concentrado (vuelvo sobre esto en el punto siguiente).

Estado de sitio y poder presidencial. El segundo comentario que quiero presentar se vincula con otra perplejidad: la que surge del hecho de que, dentro de la comunidad jurídica, no aparezcan voces críticas cuestionando lo que es una declaración virtual de estado de sitio. Para decirlo resumidamente: las restricciones de derechos pueden llegar a justificarse, pero sólo algunas y sólo por ley (no por DNU); los decretos de emergencia están expresamente prohibidos en ciertas áreas (materia penal); el estado de sitio no puede resultar nunca de una súbita decisión presidencial. Sin embargo, nada de lo señalado parece importar en la actualidad. Ante todo: es difícil determinar en qué sentido no nos encontramos hoy en un estado de sitio, dada la concentración de poderes en el Presidente; la extrema limitación de derechos constitucionales (incluyendo los derechos de manifestación y reunión); y el espacio público monopolizado por las fuerzas de seguridad (con el ejército volcado de lleno a “tareas internas”, relativas a la asistencia social). Es decir: aunque parte de la comunidad jurídica haga silencio por miedo, y otra avale lo actuado en nombre de un momento que juzga “demasiado grave,” lo cierto es que vivimos hoy en una situación jurídicamente irregular, lo cual (en “un gobierno de abogados y científicos”) no puede tomarse como un detalle menor: la Constitución, y no sólo la salud, está siendo puesta en juego. Como sugiriera el ejemplo del comienzo: los protocolos a cumplir (legales en este caso) resultan cruciales para “minimizar errores esperables en situaciones de crisis”. Lo cual nos lleva directamente a la cuestión sustantiva: en situaciones de crisis social y tensión colectiva, necesitamos escuchar mucho más que nunca las voces de quienes impugnan, demandan y desacuerdan. Tales voces merecen informar y corregir la toma de decisiones “oficial”, en lugar de resultar relegadas por la intervención de la dirigencia que las invoca sin consultarlas, o quedar aplastadas por arengas militares (como las del Ministro de Seguridad de Buenos Aires).

Historia política, desigualdad y control policial. La tercera perplejidad a la que quiero referirme es la que surge frente al modo en que reconocidos cientistas sociales callan hoy los dos argumentos que nos daban siempre: la urgencia de evitar los sesgos de clase, y la necesidad de contextualizar todo análisis, vinculándolo con nuestra propia historia. Pues bien, ellos fallan hoy, complacientes, en ambos campos. Primero, porque la “fórmula salvadora” que aceptan e imponen (“lavado de manos y confinamiento”), resulta de cumplimiento imposible o irrazonable para amplios sectores de la población (“sin agua y hacinados”). Segundo, porque una vez más, y a pesar de todo, ellos vuelven a caer embelesados frente al canto de sirena del “ejército del pueblo” -el que reparte alimentos al “pueblo honesto”- y frente a la policía que hoy nos pide documentos, nos baja del transporte público y nos requisa, pero “sólo porque quiere cuidarnos”. Y lo cierto es que, a la luz de la historia americana, las implicaciones de militarizar el espacio público son previsiblemente trágicas. Lo re-conocemos todos estos días en América Latina: policías que abusan de sus poderes, como si estuvieran de fiesta; gendarmes que obligan a “bailar” a los sospechosos por “portación de rostro”; fuerzas armadas que disparan contra los pobres, porque ahora pueden. Notable: algunos parecen actuar hoy como si no lo supieran, como si la historia y el contexto no se los hubiera venido advirtiendo desde hace más de 200 años.



10 abr 2020

Problemas del ciberpatrullaje





Publicada hoy en Revista Ñ
https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/coronavirus-argentina-ciberpatrullaje-ministra-cometio-error_0_wAOMTx3C_.html

Días atrás, la Ministra de Seguridad Nacional, Sabina Frederic, realizó unas desafortunadas declaraciones en torno al “ciberpatrullaje” que estarían llevando a cabo las fuerzas federales, con el objeto de “monitorear el humor social,” y anticiparse a posibles saqueos. La Ministra se equivocó seriamente con lo que dijo y, una vez más, decidió  enmendar sus expresiones rápidamente, tratando de clarificar y a la vez rectificar el sentido original de sus palabras. Bienvenidas sus ya habituales precisiones, desmentidas y retractaciones: la Ministra suele corregirse en la dirección correcta. Sin embargo, lo ya ocurrido amerita algunas reflexiones adicionales.

En primer lugar, resulta preocupante la cantidad de veces que, en tan poco tiempo, la Ministra debió girar en velocidad frente a sus equívocos dichos. Ocurrió ya en demasiadas oportunidades, demasiado serias: al señalar (antes de su asunción como funcionaria!) que Hezbollah debía dejar de ser considerada una organización terrorista; al hablar sobre la necesidad de rehacer la pericia que se había llevado a cabo en el caso Nisman; al referirse al caso Maldonado; al aludir a los poderes de las fuerzas de seguridad durante la cuarentena; al mencionar ahora el ciberpatrullaje. La repetición de estos errores representa un primer hecho grave. El segundo hecho que mencionaría, mucho más grave que el anterior, refiere al tipo de errores de los que hablamos, y a lo que ellos sugieren. Y es que tales equivocaciones apuntan todas en la misma dirección, esto es, a la sorprendente ausencia del derecho, en un Ministerio que debería estar directamente guiado y controlado, a cada paso, por el derecho. Tal situación habla menos de la falta de personal versado en leyes, que del desinterés que exhibe su cartera en la materia. La falta de frenos jurídicos inhibitorios, en estos casos, resulta alarmante: no se trata de que la Ministra no incurra más en “sofocones públicos,” lo cual sería deseable, sino de no errar el paso en cuestiones tan cruciales, y que por ello mismo -por su importancia- se encuentran atendidas y resueltas ya por el derecho.

Si para algo sirve el derecho es para evitar errores semejantes, más precisamente en estos casos graves. En efecto, a través del derecho i) identificamos intereses que consideramos vitales (la libertad de expresión; la seguridad física; el bienestar social; etc.); luego, y mirando a la historia ii) reconocemos cuáles de tales intereses solemos violentar en la práctica (identificamos así, por ejemplo, que cada vez que un gobierno se torna más poderoso, intenta acallar a quienes se le oponen; etc.); y finalmente, iii) tomamos los intereses vitales que reconocemos más frágiles, a la luz de la historia, y dejamos constancia pública de nuestro compromiso de protegerlos tanto como podamos. Para ello, por ejemplo, incorporamos esos intereses a la Constitución, otorgándoles el estatus de “derechos fundamentales” (i.e., derecho a la libre expresión; derecho a la privacidad; etc.); o los consagramos en una ley, a través de la cual afirmamos nuestra preocupación por garantizar la vigencia de esos “derechos” que -ahora lo sabemos- tienden a ser violentados (i.e., escribimos una ley de inteligencia nacional marcando las áreas vedadas a las fuerzas de seguridad).

Señalado lo anterior, podemos concentrarnos directamente en el caso del ciberpatruallaje. Todo lo que la Ministra admitió que las fuerzas federales hacen -le guste o no- está prohibido por la ley. En su artículo 4to, incisos 2 y 3, la Ley de Inteligencia Nacional 25520 señala que ningún organismo de inteligencia podrá “obtener información, producir inteligencia o almacenar datos sobre personas, por el solo hecho de su raza, fe religiosa, acciones privadas, u opinión política, o de adhesión o pertenencia a organizaciones partidarias, sociales, sindicales, comunitarias, cooperativas, asistenciales, culturales o laborales, así como por la actividad lícita que desarrollen en cualquier esfera de acción” (inc.2); ni tampoco “influir de cualquier modo en la situación institucional, política, militar, policial, social y económica del país…en la opinión pública, en personas, en medios de difusión o en asociaciones o agrupaciones legales de cualquier tipo.” (inc.3).

Esto es decir: las fuerzas federales están llevando a cabo tareas que contradicen la letra explícita de una ley escrita a conciencia. Punto. Ello debería bastar para dejar en claro por qué, ya mismo, tales fuerzas deben abandonar lo que están haciendo, con independencia de sus mejores intenciones. No se trata de que ahora tenemos “buenos espías”; o “fuerzas al servicio de la ley”; o de que hoy priman convicciones ideológicas que no son las que primaban en los tiempos de Patricia Bullrich (“volvimos mejores”). Se trata de que las fuerzas de seguridad siguen involucradas en actividades ilegales. Lo anterior bastaría para concluir con la discusión, pero de todos modos agregaría a lo dicho tres breves puntos.

Primero, entiendo que la “luz verde” que, en los hechos, la Ministra otorga a las fuerzas de seguridad, para que ingresen en áreas que tienen por ley vedadas, se vincula con una controvertida posición académica que Frederic ha asumido como punto de partida de su labor: la “confianza” (antes que la “desconfianza,” que le atribuye al CELS) frente a las fuerzas de seguridad. Sobre el tema, habrá que decirle a la Ministra que, más allá de su postura como investigadora, la historia argentina le juega en contra. Necesitamos sospecha y control externo, antes que confianza y compañerismo, con quienes tienen a su cargo los medios de la coerción estatal. En segundo lugar, al hablar de ciberpatrullaje estamos hablando del ingreso del Estado en el ámbito de la privacidad protegido por el art. 19 de la Constitución y que, en estos momentos, en donde buena parte de la población se encuentra obligada al confinamiento, merece protección adicional, antes que menores niveles de resguardo. Finalmente, ante la debacle económica que se avecina (una crisis provocada por razones completamente ajenas a la responsabilidad de los ciudadanos); y dado el marco de pobreza y desigualdad con que vamos a “recibir” a dicha crisis; resulta particularmente importante asegurar que las fuerzas de seguridad no monopolicen (como lo hacen hoy) el espacio público, y que los poderes del Estado queden situados bien lejos de nuestra moral personal. Antes que nuevas aclaraciones, son éstas las certezas que necesitamos.




8 abr 2020

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7 abr 2020

Impunidad, impunidad, impunidad

Para el poder de turno (éste gobierno, el anterior, el previo) un elemento central es la impunidad de los propios: la impunidad (de los financistas, de los banqueros, de los aliados, de los corruptos) que permite mantener intacta la coalición económico-política en ejercicio. En todos los casos, inaceptable (más allá de que las razones que se alegan para la excarcelación, en este último caso, habilitan la excarcelación de todos los presos: desde acusados de crímenes de lesa humanidad, a ladrones de gallinas). Así no va: nos toman el pelo e, insisto, juegan con fuego
https://www.pagina12.com.ar/257971-la-justicia-federal-le-otorgo-la-prision-domiciliaria-a-amad

Libertad por seguridad

https://elpais.com/cultura/2020-04-05/geraldine-schwarz-la-espiral-de-panico-es-peligrosa.html

Esto es lo que nos demuestra la pandemia de una manera brutal... Yo no pensé que, en nuestra época, la gente dijera con tanta facilidad no a la libertad en nombre de la seguridad. Eso me asusta mucho. Estas leyes de confinamiento han sido aprobadas por casi el 100% de la población y en los medios apenas oigo críticos del confinamiento. Nadie lo pone en duda. Y, como en España, las reglas son muy estrictas, a veces del todo ridículas. No puedes nadar en el mar, aunque la playa esté desierta, no puedes ir sola al monte… Es ridículo. Pero la gente obedece de un día para otro. ¿Son reglas proporcionales a la amenaza?