6 jul 2020

Un sistema institucional para la impunidad



La Argentina vuelve a padecer, en estos días, el ofensivo drama de la impunidad del poder. El capítulo de hoy pertenece a una serie que lleva décadas, con protagonistas que rotan y se repiten, pero en donde los ciudadanos quedan siempre meros espectadores, sentados frente a una obra que es ya grotesca y cruel. En lo que sigue, quisiera reflexionar sobre el carácter estructural del problema en juego, que tiene que ver con personas concretas -hoy, aquí- pero que encuentra su origen en una organización institucional preparada desde hace decenas de años para hacer posible la impunidad de la elite que gobierno.

Voy a mencionar a continuación, en particular, dos de las causas “estructurales” o “institucionales” de los males que padecemos, y su principal consecuencia, que es la generadora de los males políticos hoy más visibles en todo el mundo. Una primera causa tiene que ver, según diré, con la irreversible crisis que hoy afecta al sistema representativo. La segunda causa, que se refuerza mutuamente con la primera, tiene que ver con el profundo deterioro de los mecanismos de control “internos” (los “frenos y contrapesos”) establecidos originariamente por nuestro sistema institucional. La consecuencia principal de estas “dos rupturas” (en el sistema de representación, y en el sistema de controles) es la paulatina “autonomización” de la elite dirigente político-económica. Dicha elite, desde hace tiempo advierte que es capaz de actuar libremente en su propio beneficio, sin necesidad de hacerse responsable por las graves faltas que comete. Frente a tal elite, la ciudadanía comienza a sentir -con razón también- que “nadie la representa” o que “gobierna una casta”. Como resultado de todo ello, tres grandes males públicos -abusos de autoridad, corrupción e impunidad- pasan a convertirse en el tridente distintivo de la degradada vida política de nuestro tiempo.

Sobre la primera causa de la crisis -la irreparable caída del sistema representativo- merece agregarse lo siguiente. Entre las razones que explican la crisis se encuentra un supuesto que pudo tener sentido hace 200 años, pero ya no más: el supuesto de una sociedad pequeña, dividida en pocos grupos, básicamente homogénea, y -por lo tanto- susceptible de ser representada “plenamente.” Por partir de donde partían, nuestros antepasados pudieron creer que toda la sociedad era susceptible de ser “incorporada” en el sistema institucional (como en el sistema antiguo de la Constitución Mixta, que se popularizara desde Inglaterra: cada sector de la sociedad iba a tener un lugar en el gobierno: reyes, lores y “comunes”). Así fue que nació la principal promesa del sistema representativo: cada uno tendría su voz dentro del proceso de gobierno. Esa promesa, sin embargo, en nuestra era murió, y no va a poder recuperarse nunca más. En las sociedades multiculturales y ultra-heterogéneas de la actualidad (en donde la propia identidad de cada uno es múltiple, ya que ninguno es “sólo” “obrero”, “mujer” “empresario” o “ecologista”), el sueño de la “representación plena” perdió base y sentido. No sorprende entonces que, en nuestro tiempo, la “vida política” aparezca situada fundamentalmente por “fuera” de un marco institucional incapaz de dar cuenta de la diversidad social.

Lo mismo pasa con la segunda causa de la crisis -el socavamiento del sistema de controles. Hay razones estructurales para entenderla. Entre ellas: desde un comienzo se optó por privilegiar, por sobre los controles populares o “externos,” a los controles “internos” (los “frenos y contrapesos”, de cada rama de gobierno -Ejecutivo, Legislativo, Judicial- sobre las restantes). Frente a dicha opción por los controles “internos”, sólo el voto periódico sobrevivió como herramienta de control popular. Todos los demás puentes entre ciudadanos y gobernantes fueron “volados”, con lo cual, al voto también se le hizo cada vez más difícil constituirse en vía eficiente de contralor. Mucho más, cuando se le exigió al sufragio la responsabilidad de evaluar períodos largos de mandato, y a listas amplias de candidatos. La única herramienta de control popular tenía que servir, entonces, para determinar cómo es que el votante valoraba años enteros de desempeño de todo un amplio elenco de gobierno. Es decir, una imposibilidad completa que dejaba a los votantes enfrentados a opciones extorsivas: la obligación de votar por candidatos o políticas que repudiaba (i.e., la presencia de funcionarios corruptos), para obtener a cambio alguna figura o medida que prometía beneficiarlo (i.e., el control de la híper-inflación).

En suma, el fin de la vieja promesa de la representación, que vino de la mano del deterioro del esquema de controles, generó consecuencias funestas, siendo la principal de entre ellas la ya enunciada: la paulatina autonomización de la clase dirigente. Separados de sus electores, dotados de oportunidades y recursos económicos extraordinarios, con enorme poder político, y libres de todo mecanismo relevante de control sobre ellos, la clase dirigente (que incluye a políticos y empresarios que pactan entre sí) se convirtió en una elite destinada a servirse a sí misma, y en manejo de los mecanismos necesarios para la mutua protección.

No es por azar, entonces, que la tríada de los males mencionados -abusos de poder, corrupción, impunidad- aparezca, recurrentemente, en contextos y países diversos, reunidos básicamente por una similar estructura institucional. Reconocer lo anterior nos ayuda, al menos, a aventar ideas e ilusiones vanas. Ante todo, ello nos permite entender que, para cambiar las cosas, no basta con una nueva elección (i.e., sacar a Juan, poner a María), ni con el diseño de una nueva oficina de contralor (i.e., un nuevo tribunal fiscal), ni con nombrar más o menos jueces, aquí o allá (i.e., aumentar los miembros de la Corte Suprema): más de lo mismo. Tampoco sirve ensañarse con el elector (“el ciudadano no sabe votar”, “elige siempre lo peor”) luego de que se lo ha privado de “voz” institucional, y de toda herramienta genuina de contralor.

Para quienes defendemos un ideal diferente -el de la “conversación entre iguales”- la dirección de las alternativas, al menos, resulta clara: debemos terminar con el poder concentrado en una elite política-económica que prevalece desde hace décadas, para devolverle a la ciudadanía su poder de decisión, deliberación y control. La opción es clara: trabajamos por reforzar el poder de “los de adentro y arriba”, o -en cambio- hacemos política “desde afuera y abajo,” buscando poner fin a décadas de injusticia social. En tal sentido, nosotros, los abogados, quedamos enfrentados a una elección todavía más precisa y crucial. Nosotros debemos decidir si orientamos nuestras capacidades en defensa de quienes (“desde afuera”) padecen abusos de todo tipo, o si -apelando a las mejores excusas- trabajamos para la elite que gobierna, transformando al derecho en lo que hoy fundamentalmente es: la principal herramienta técnica al servicio de la impunidad del poder.


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