GINEBRA
La famosa impuntualidad suiza. Me acerco a la pantalla con los horarios, para mirar a qué hora es que llega mi autobus suizo. Mientras me dirijo hacia ahí, pienso en la maravillosa puntualidad helvética. Pero, cuando miro hacia arriba, en la televisión, me encuentro con que mi autobús se encuentra clamorosamente atrasado: 63 minutos!! No “20 minutos” ni “más de una hora”: 63 minutos exactos, precisos! Qué maravilla los suizos: ni un minuto menos. Puntualísimos, hasta para el más estrepitoso retraso.
Ginebra, Italia. Caminando por Suiza recuerdo dos buenas anécdotas de mi viejo amigo C.B., compañero destacado en los tempranos tiempos del “grupo Nino.” La primera historia es de cuando, estando en España, tomó el tren a Génova, Italia, queriendo ir a Geneve, Suiza (peor fue la historia del chino que queriendo ir a la Universidad de Palermo, en Italia, se fue a la Universidad de Palermo, en la Argentina). La otra anécdota la protagonizó C.B. en el aeropuerto de Ezeiza. Cándido para los viajes, fue la única persona que conozco, en la historia de los aeronavegación contemporánea, que acudió presuroso a la Oficina de Controles, cuando desde los autoparlantes se pidió que se reportaran “todos aquellos que hubieran dejado a cargo de otros el armado o cuidado de sus valijas.” Es que, a C.B., la valija se la había preparado su madre, antes de partir.
Sobre los riesgos de andar sin mapa. Uno de los puntos (altos) del viaje por libre es el de andar sin objetivos, sin planes ni mapas. El problema es cuando uno sufre del mal de la desorientación agresiva, como en mi caso (ya dejé en claro, en viajes anteriores, que me oriento, cuando lo consigo, yendo al lugar contrario de aquel adonde la intuición me lleva. El problema persiste, en todo caso, si es que uno piensa demasiado...). Paseando por Ginebra, ocurrió algo curioso -una de dos, en verdad: i) o es que anduve toda la tarde en círculos, yendo una y otra vez a los mismos lugares, repitiendo cafeterías sin quererlo, encontrando a la misma gente, viendo los mismos rostros, caminando las mismas calles adoquinadas, inclusive preguntándole las mismas cosas a la misma gente, sin quererlo; o ii) es que Ginebra es un planeta extraño, habitado por extraterrestres reproducidos/clonados a semejanza de los humanos, que se repiten en unos pocos modelos, unas cuantas veces, y que se ubican todo el día en la misma área, para lograr confundirlo a uno. Me inclino por lo segundo, pero todavía tengo dudas.
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Borges en Ginebra, Ernaux en Annecy. Entre Ginebra y Annecy hay muy poco más de una hora de viaje, en autobús. Y como estoy parando en Annecy por unos días, voy a Ginebra cuando puedo. Por lo demás, para practicar mi francés, vengo leyendo a Annie Ernaux (premio nobel de este año, 2022), en estos días, y a Borges (pero éste es un dato sin fecha). Curiosamente, Ernaux se vinculó afectivamente con Annecy, en donde residió por un tiempo; como Borges estuvo, durante su vejez sobre todo, atado emocionalmente a Ginebra, hasta morir en ella.
Sin ánimo irónico o mordaz, llama la atención lo que leo en Ernaux sobre Annecy, sobre todo al comparar sus dichos con lo que lee de Borges sobre Ginebra. Tengo en mis manos “Una mujer,” de Ernaux, y Annecy aparece mencionada dos veces, brevemente (recordemos que los libros de Ernaux son todos brevísimos). La primera dice: “Nos instalamos en Burdeos, después en Annecy, donde mi marido había conseguido un puesto de ejecutivo administrativo.” Y la segunda: “En verano, subía con los dos niños a la colina de Annecy-le-Vieux, los llevaba a la orilla del lago, colmaba su deseo de caramelos, de heelados y de vueltas en tiovívo. Sentada en un banco, se hacía amiga de personas con las que volvía a encontrarse regularmente, hablaba con la panadera de la calle, recreaba su universo. Y leía Le Monde y Le Nouvel Observateur, iba a casa de una amiga a tomar el té (riéndose, no me gusta pero no digo nada!”), se interesaba por las antiguedades (“esto seguro que vale mucho”)”. Quiero decir: una descripción, más o menos como cualquier otra (“Composición, tema la vaca”).
(foto: El Hotel de Ville, que le gustaba a Jorge Luis)
Las alusiones de Borges a Ginebra son escuetas, pero muy diferentes, en tono, forma, substancia. Creo que las conozco a todas ellas. Está la famosa referencia en su poema "La Luna" - "Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna / quiso que yo también fuera poeta"; y una nota introductoria al poema “Signos”: "Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas"; también el final de su prólogo a Los Conjurados: "Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra". Y el bonito, más conocido, párrafo, que trascendió como su oda a Ginebra. Transcribo:
“De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buddha, del Taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación, y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Hodler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales. Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.”
Voilá! Es la diferencia entre una escritura en donde cada párrafo, de tan rico e intenso, puede ser separado del resto y exhibido; y la escritura que prefiere apelar a un sentido general (suponiendo que ganará sentido, cuando se lea el texto completo). Es decir, también: no hay una sola línea escrita por Borges donde no se lo vea, donde no se lo escuche, donde no se lo sienta. No hay una sola línea que no esté pensada, trabajada como en masilla, moldeada una vez y otra, y una vez más, como el alfarero de las letras que fue. La forma impresiona; la substancia se admira; el tono lo deja a uno en un lugar diferente, mejor que antes, siempre.
Foto: Lago con patos, de Enraux en Annecy
Hermoso
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