25 abr 2012

Vivir en la calle

(Comentario que escribimos hace un tiempo con Gustavo Maurino, criticando la jurisprudencia del Tribunal de la Ciudad -y las políticas de la Ciudad- en materia de derecho a la vivienda. El texto apareció en Jurisprudencia Argentina 2010, abril, pp. 10-18)

VIVIR EN LA CALLE. EL DERECHO A LA VIVIENDA EN LA JURISPRUDENCIA DEL TSJC

Recientemente, el Tribunal Superior de Justicia de la ciudad de Buenos Aires –en adelante TSJ-dictó dos fallos trascendentes, en los cuales debió evaluar si la política pública establecida por el Poder Ejecutivo local para brindar asistencia habitacional a personas que se encuentran en “situación de calle” era consistente con -o violatoria del- derecho a la vivienda, consagrado en el Art. 31 de la Constitución de la Ciudad, y que cuenta con jerarquía constitucional en virtud de su reconocimiento en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante “PIDESC”)[1].
En dichos precedentes se ha conformado una mayoría provisional integrada por los votos y remisiones cruzadas realizada por los jueces Lozano, Casás y Conde, alrededor de ciertas doctrinas interpretativas que merece la pena discutir con profundidad, pues apuntan a cuestiones fundamentales de teoría constitucional, y a nuestro modo de ver arrojan respuestas inadecuadas para la construcción de una práctica constitucional comprometida con la efectividad de los derechos fundamentales.


I.- SOBRE LOS DERECHOS, LAS POLÍTICAS PÚBLICAS, EL GOBIERNO Y EL PODER JUDICIAL. CÓMO (NO) ENTENDER LA SEPARACIÓN DE PODERES Y LA DEMOCRACIA

En los fallos analizados, los jueces de la mayoría han realizado una serie de reflexiones sobre la relación entre el poder judicial y el gobierno en una democracia constitucional. La formulación más básica de esa visión puede encontrarse acaso en el siguiente pasaje del voto de los jueces Ana María Conde y Luis Francisco Lozano, en “Alba Quintana”:
“…en ejercicio de sus propias competencias ni el Poder Ejecutivo (vgr. art. 104, inc. 17, de la CCBA) ni el Poder Judicial (art. 106 CCBA) pueden asumir las elecciones privativas del Legislador. Solamente en el ámbito legislativo puede establecerse el modo de afectar y distribuir recursos. Esa elección, en materia de vivienda debe observar las prioridades contempladas en el art. 31 de la CCBA así como aquellas otras que determine el legislador y resulten compatibles.
A su turno, es evidente que no corresponde al Poder Judicial seleccionar políticas públicas ni expedirse en torno a su idoneidad o conveniencia. Mucho más evidente surge la falta de medios para asumir tal tarea. Esos medios faltan precisamente porque no atañe al Poder Judicial asumir la misión de elaborar un plan de gobierno. La ausencia de representatividad de los órganos permanentes del Poder Judicial no es el único ni el principal motivo por el cual los jueces no están llamados a cumplir la misión enunciada. En realidad, si los temas propuestos pudieran ser resueltos por los jueces, los efectos de la cosa juzgada implicarían que las políticas de estado dispuestas, en esta hipótesis por los jueces, adquirirían la estabilidad propia de ese instituto. Ello, claro, resulta incompatible con la mutabilidad que debe tener en nuestro sistema la selección de las políticas públicas, por ello depositada en el legislador. Dispuesta la afectación de recursos por los jueces, el compromiso quedaría petrificado en el tiempo, al margen de la realidad presupuestaria y de la elección que en ese terreno el sistema democrático atribuye al órgano representativo.
Sin embargo, lo dicho no importa negar al Poder Judicial toda intervención posible en la materia que nos ocupa. Para evitar que las decisiones de los jueces alteren el principio de división de poderes, sus sentencias deben aplicar en el caso concreto los estándares susceptibles de ser descubiertos en las normas. En ese orden de ideas remitimos a Baker v. Carr (369 U.S. 186, 217), cuya doctrina fue recogida por la CSJN en autos “Zaratiegui Horacio” registrados en Fallos 311:2580. Si en lugar de descubiertos y aplicados, esos estándares fueran fijados por los jueces, éstos magistrados vendrían a violar la división de poderes y, en última instancia, el principio de la soberanía del pueblo del art. 33 de la CN, al que remite el art. 10 de la CCBA. Ello así, porque en el marco de dicho principio compete al pueblo —sujeto portador de la voluntad general rusoniana— adoptar las reglas generales que ciñen las soluciones particulares. En nuestro sistema, el juez, tiene el deber de ser fiel al programa legislativo y el orden jurídico presente no tolera, por razones de política muy claras, que el juez se emancipe de las soluciones de la ley y se lance con su programa legislativo propio [cf. TSJ in re “Barila Santiago c/ GCBA s/ amparo (art. 14 CCABA) s/ recurso de inconstitucionalidad concedido” y su acumulado Expte. nº 6542/09 “GCBA s/ queja por recurso de inconstitucionalidad denegado en: ‘Barila Santiago c/ GCBA s/ amparo (art. 14 CCABA), Expte. nº 6603/09’”, sentencia de este Tribunal del 4 de noviembre de 2009] [2].

Los párrafos citados dejan entrever, con claridad, los presupuestos teóricos principales que distinguen a esta mayoría, que nos refieren a una cierta lectura sobre la idea de la división de poderes y a un cierto modo de pensar la democracia. A continuación, quisiéramos examinar con algún detalle los fundamentos de lo allí sostenido, dada su importancia.
Aunque muy habituales, ambas argumentaciones –sobre la separación de poderes y sobre la democracia- resultan frágiles y vulnerables, por lo cual no llegan a afectar verdaderamente la idea de que los jueces tienen mucho por hacer en torno a la efectivización de los derechos sociales. Fundamentalmente, ambas objeciones son susceptibles de una misma réplica, que prueba ser letal frente a ella, y que parte, muy simplemente, de una pregunta como la siguiente: Cuál es la concepción que Ud. -crítico de la judiciabilidad de los derechos sociales- tiene en mente, cuando se refiere a las ideas de “separación de los poderes” o de “democracia”?
Vayamos entonces, por partes, sobre estos dos argumentos que, por lo demás, resultan habitualmente citados por aquellos jueces que resisten la asunción de un papel más comprometido en el área de los derechos sociales.

I.1.- Sobre la separación de poderes

Conforme con este argumento, el poder judicial no debe involucrarse en cuestiones relacionadas con la aplicación de los derechos sociales, porque ello implicaría dejar que la justicia tomase el lugar de los legisladores, que son los constitucionalmente encargados de resolver cuestiones que tienen que ver el presupuesto.[3] Si el poder judicial comenzara a ocuparse de este tipo de cuestiones –continúa la objeción- sus integrantes pasarían a legislar en el área más crucial de las que se encargan al Congreso, y la justicia se distraería así de la realización de tareas que sí le competen.
En primer lugar, y de modo muy notable, nos encontramos con que la noción de separación de poderes que predomina en la literatura sobre los derechos sociales, resulta habitual e indisolublemente atada a una idea que es simplemente contradictoria con la que se emplea permanentemente dentro del derecho constitucional (muy en especial, aunque no solamente, en el derecho constitucional construido por la tradición norteamericana), y desde hace más de doscientos años. El punto, en todo caso, no es meramente “histórico”, ya que hay buenas razones para favorecer una aproximación como la que hoy predomina, en la medida en que se enfaticen –como puede bien hacerse- sus aspectos dialógicos.
Esta visión de la división de poderes es la que en su momento se denominó “separación estricta,” y que fue presentada y defendida, de modo habitual, por el pensamiento “antifederalista” norteamericano, a su vez inspirado por el pensamiento revolucionario francés, y parte del radicalismo inglés (como en el caso de Thomas Paine).[4]
      Para bien o para mal, dicha idea de la “separación,” sin embargo, resultó duramente derrotada en los tiempos de la Convención Federal norteamericana, y desde entonces es difícil que se piense en ella, tanto cuando se pretende describir los sistemas constitucionales vigentes en América, como cuando se teoriza sobre ellos. Como resulta obvio, la concepción “dominante” sobre la separación de poderes no es otra que la que popularizara James Madison, en su propuesta de un sistema de “frenos y contrapesos.” En el núcleo de la idea de los “frenos y contrapesos” se encontraba instalada la idea según la cual cada una de las ramas de gobierno debía tener el poder suficiente para interactuar con -y contrarrestar- el posible embate de las demás. La idea en cuestión significa, desde un principio, fundamentalmente eso: la capacidad de mutua interferencia de un poder sobre otro, la idea de que cada poder cuenta con las armas suficientes y necesarias para resistir los seguros embates de los demás.
      En conclusión, y para lo que nos interesa, resulta sorpresivo que se objete a la judicialización de los derechos sociales diciendo que, de ese modo, los jueces “invaden” el lugar de los legisladores, se inmiscuyen en tareas para las que no están preparados, y amenazan con tomar el lugar de los políticos. Esta objeción, en principio, resulta inconcebible desde la idea de “frenos”, que convive, esencialmente, con la “mutua interferencia” entre los poderes. El problema, en todo caso, puede surgir si no tomamos cuidado en las formas y casos de esa intervención judicial, pero nunca simplemente a partir del hecho de que estemos frente a una intervención judicial en un área que corresponde, en principio, y fundamentalmente, al legislador. Este punto resulta iluminado, de modo especial, cuando se examina de cerca la llamada “objeción democrática,” sobre la que ahora concentraremos nuestra atención. Las reflexiones sobre la democracia, que comenzaremos a repasar ahora, nos ayudarán a ver mejor los aspectos normativos implícitos en este primer punto.

I.2.- Sobre la idea de democracia

En su formulación habitual, el argumento de la “separación de poderes” va de la mano de la crítica democrática, que califica y agrava la anterior: lo que está en juego, según parece, no es sólo una actitud “invasiva” del poder judicial, que genera el riesgo del abuso de poder, sino una directa afrenta a nuestros compromisos democráticos. Finalmente, si asignamos ciertas funciones al Congreso, antes que a los jueces, no es por el mero deseo de distribuir funciones de algún modo, sino por razones que tienen que ver con una “legitimidad diferencial” entre ambos poderes. Pensamos, por caso, que es apropiado que los legisladores se ocupen del presupuesto, porque creemos que las cuestiones distributivas merecen discutirse colectivamente, con representantes de todas las ideologías, y de todas las secciones del país. Una interferencia judicial en ese terreno resulta entonces, en principio y por tales razones, inaceptable: los jueces carecen de la representatividad que consideramos crucial para que puedan llevarse a cabo tales discusiones de modo tal de conseguir decisiones más imparciales.
Dicho lo anterior, necesitamos dar algunas precisiones antes de darle la victoria a esta objeción. Nuevamente, y frente a ella, cabe preguntarse desde qué concepción de la democracia es que podemos decir que un escenario como el descripto ofende la ofende. Más precisamente, por qué una intervención judicial sobre estas cuestiones resultaría insultante para el modo en que entendemos la democracia. Por ejemplo, en el diseño de cualquier presupuesto intervienen –en forma de equipos técnicos- abogados, economistas y contadores que no tienen ninguna legitimación democrática, pero nadie advierte el mínimo problema en dicha intervención. Ello así, porque la autoridad final de los legisladores es la que prima, frente a la de tales asesores.
La resistencia a la actividad judicial en cuestiones que atañen centralmente al presupuesto surge entonces, y finalmente, de visiones sobre la democracia que podríamos describir como implausibles. Se podría pensar la democracia, por caso, de acuerdo con una visión rousseauniana más radical y extrema, según la cual la voluntad soberana y mayoritaria del pueblo se expresa únicamente a través del Legislativo, que debe ser, por tanto, obedecido por los demás poderes.
No es común defender esta visión de la democracia, en la teoría, y mucho menos en la esfera judicial. Sin embargo, esta es la visión que parecen defender tanto los Jueces Lozano y Conde, como el Juez Casás, en sus respectivos votos, al hablar, reiteradamente, de la voluntad soberana del pueblo o, de modo más explícito en el caso de los primeros, del pueblo como “sujeto portador de la voluntad general rusoniana”, y representado en esa voluntad por el Parlamento.
      Ahora bien, concediendo por el momento que éste fuera el mejor modo de entender la democracia, cabría reconocer, a continuación, que dicha visión no requiere la abstinencia del Poder Judicial frente al Legislativo, ni mucho menos la abstinencia del Poder Judicial a la hora de pensar en medidas relacionadas con la satisfacción de derechos sociales básicos.
Por el contrario, aún en el momento más extremo y “mayoritario” de la Revolución Francesa, se pensó en el diseño de mecanismos de comunicación entre ambos poderes, en donde –en los hechos- el poder judicial intervenía para “activar” la intervención legislativa[5]. El ejemplo simplemente respalda la intuición conforme a la cual, salvo que adoptemos una versión más bien caricaturesca de la democracia, resulta difícil concebir un sistema que obstinadamente requiera negar cualquier intervención judicial en torno a –en diálogo con- el proceso legislativo.[6]
Por otro lado, y para no quedarnos exclusivamente con una historia antigua, convendría decir que dos de los principales críticos contemporáneos del control judicial, desde una perspectiva populista –como la defendida por Mark Tushnet- o mayoritaria –como la que propone Jeremy Waldron- defienden formas sustantivas de la intervención judicial, en materia de derechos sociales.[7] Lo que autores como los citados sostienen, en la actualidad (del mismo modo que toda una corriente de autores inscripta dentro de lo que se ha dado en llamar el “constitucionalismo popular”) no es un rechazo directo al control judicial, sino una crítica a una cierta modalidad del control judicial, que es la que implica dejarle la última palabra institucional a los jueces, en lugar de a los legisladores[8].
En definitiva, ni siquiera partiendo de la visión más extrema e inhabitual posible de la democracia –una visión radical rousseauniana, raramente asumida en decisiones judiciales- tendríamos razones para concluir, con la Justicia porteña, que  “en ejercicio de sus propias competencias ni el Poder Ejecutivo… ni el Poder Judicial …pueden asumir las elecciones privativas del Legislador. Solamente en el ámbito legislativo puede establecerse el modo de afectar y distribuir recursos.”
      Las cosas serían todavía más distintas si el Poder Judicial optara por fundar sus juicios (no en una concepción rousseauniana, como en este caso, sino) en concepciones de la democracia alternativas, como podría serlo una concepción deliberativa de la democracia. Es decir, una visión que considera que las decisiones democráticas se justifican cuando ellas son el resultado de una discusión amplia entre “todos los potencialmente afectados” por la misma[9]. Se trata, entonces, de un proceso democrático caracterizado por dos rasgos fundamentales, relacionados con la inclusión social, y la deliberación política. Ambos elementos aparecen aquí como condiciones necesarias e indispensables para la creación de decisiones imparciales.
      Si el fundamento democrático que aceptáramos fuera uno relacionado con la democracia deliberativa, los resultados en la materia serían, previsiblemente, muy diferentes de los examinados, tanto en términos justificativos, como en términos propositivos. En efecto, los jueces se encuentran, en términos institucionales, en una excelente posición para favorecer la deliberación democrática. El poder judicial es la institución que recibe querellas de los que son, o sienten que han sido, tratados indebidamente en el proceso político de toma de decisiones. A sus miembros se les exige, como algo cotidiano, que observen el sistema político, con atención especial en sus debilidades, fracasos y rupturas. Más aún, los jueces se encuentran institucionalmente obligados a escuchar a las diferentes partes del conflicto —y no sólo a la parte que reclama haber sido mal tratada.
De este modo, la justicia podría participar de un modo dialógico en la construcción del derecho, y ayudar así a las demás ramas del poder y a la ciudadanía en general, en este continuo proceso de reflexión constitucional. Actuando de este modo, la justicia podría, a la vez, escapar de las dos principales líneas de acción alternativas con las que aparece tradicionalmente asociada: ya sea la imposición de su autoridad y voluntad, por encima de la de los órganos democráticos, ya sea el silencio cómplice, que ampara las violaciones de derechos (por acción u omisión) cometidas por los demás poderes, y que suele ocultarse bajo el ropaje de un poder judicial –según se alega- “estrictamente ceñido” a las exigencias del derecho, y por lo tanto subsirviente del poder legislativo.
Sólo para pensar en algunos caminos específicos, podríamos señalar que, en casos como los citados, los tribunales podrían: i) “establecer que un derecho constitucional ha sido violado, sin demandar remedios específicos”; ii) “declarar que un derecho constitucional ha sido violado, y pedirle al Estado que provea el remedio; a) sin especificar cómo y sin fijar un período límite; b) sin especificar cómo, pero demandando que se efectúe  en un cierto tiempo”; iii) “establecer que un derecho constitucional ha sido violado, exigirle al gobierno la provisión de remedios, y especificar qué clase de remedios pueden usarse, cómo y cuándo”[10].


II.- FUNDAMENTO, CONTENIDO Y SATISFACCIÓN PROGRESIVA DE LOS DERECHOS SOCIALES. COMO (NO) ENTENDER EL DERECHO A LA VIVIENDA

La posición mayoritaria adoptada en los fallos comentados también merece ser discutida en relación con la sustancia y alcance asignado al derecho a la vivienda –y de los derechos sociales en general. El recorrido interpretativo de los jueces Lozano, Casás y Conde tiene la siguiente forma[11]:

“…establecer el alcance del derecho a la vivienda contemplado en el art. 11 [del PIDESC], …supone asumir, entre otras reglas, la de la progresividad prevista en el art. 2, ambos del Pacto Internacional en cuestión. Ello así, porque, aunque no ha sido puesto en tela de juicio que el art. 31 de la CCBA cumple con dicho pacto, la interpretación que de él se haga servirá necesariamente de pauta para la de la norma local, por aplicación de la regla hermenéutica…la Observación General 3 del Comité sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales…, suministra una visión que nos sirve indudablemente de guía y que ha sido tenida en cuenta a la hora de formular la interpretación del art. 31 vertida infra…”
“…Las obligaciones de los estados son en buena medida de medios no de resultados (OG3 punto 1) y las de medios llegan a la máxima medida de los recursos disponibles. Los recursos disponibles limitan aun la progresividad en el cumplimiento pleno de los compromisos emergentes del PIDESC…la Ciudad de Buenos Aires no está obligada a proporcionar vivienda a cualquier habitante del país, o incluso del extranjero, que adolezca de esa necesidad. Su obligación se concreta en fijar programas y condiciones de acceso a una vivienda, dentro de las capacidades que sus posibilidades le permitan conforme el aprovechamiento máximo de los recursos presupuestarios disponibles…”
“…La progresividad del art. 2 [del PIDESC] constituye en ese sentido una salvaguarda para los estados cuando no pueden cumplir inmediatamente los deberes asumidos. Empero…los gobiernos sobre los que pesa el deber de cumplir el pacto deben adoptar medidas que conduzcan al pleno cumplimiento…”
“[para analizar la progresividad en la satisfacción de un derecho] …, no cabe medir la mejora según lo que toque a cada individuo, tal como parece ser la concepción del a quo, sino que debe serlo globalmente para toda la población. Tampoco cabe pensar separadamente los derechos contemplados en el PIDESC sino que hay que pensarlos en conjunto, según se desprende de que los recursos disponibles lo son para el conjunto… Las medidas deben ser las mejores que permitan los recursos de que se dispone….”
“…Una segunda obligación de resultado surge del PIDESC en la concepción de la Observación General 3, punto 10: los estados deben asegurar un piso a los derechos que deben tutelar…En la interpretación del Comité, el parador estatal destinado a brindar “abrigo” aparece como la expresión mínima del derecho a la vivienda…”.

En este comentario nos ocuparemos de dos cuestiones –el contenido mínimo y el principio de progresividad- que deben ser discutidas porque representan una visión demasiado débil de los derechos sociales, que en buena medida termina por privarlos de potencia y relevancia constitucional.

II.1.- Sobre el contenido mínimo del derecho a la vivienda

Según la mayoría del Tribunal Superior, dos cuestiones resultan claras sobre el contenido esencial del derecho a la vivienda, garantizado por el art. 31 de la Constitución: (1) “No existe un derecho subjetivo de cualquier  persona para exigir en forma inmediata y directa de la Ciudad de Buenos Aires la plena satisfacción de su necesidad habitacional…[(2)]Sí, en cambio, para que el universo de destinatarios a quienes el GCBA debe asistir, pueda requerir la cobertura habitacional indispensable —sea a través de hogares o paradores…”
Los jueces afirman que la expresión mínima del derecho a la vivienda consagrado en la Constitución Local, debería buscarse en la OG Nº 3[12], y concluyen que “En la interpretación del Comité, el parador estatal destinado a brindar ‘abrigo’ aparece como la expresión mínima del derecho a la vivienda”.
Un primer problema en la interpretación analizada consiste precisamente en el hecho de que Tribunal recurra a estos materiales de interpretación, y particularmente a una interpretación restrictiva de ellos, en vez de precisar el alcance de las peculiares obligaciones del poder público local a la luz de la exigente Constitución de la Ciudad. Para aclarar lo dicho, piénsese en el siguiente ejemplo. Tenemos una norma local –una Constitución- en una Ciudad rica –pongamos Oslo- que reconoce numerosos derechos para sus habitantes -derechos a los que, de modo explícito, considera directamente operativos desde su Constitución. Por otro lado, imaginemos que existe una norma internacional cualquiera, que pretende ser aplicada en los contextos más diversos, desde países muy ricos hasta otros muy pobres. Es dable esperar que, en debido respeto a esta diversidad, tanto como por respeto frente a la autoridad democrática de las diversas localidades en donde el tratado del caso pretende aplicarse, la norma internacional sea en su texto –y lo sean también las interpretaciones del mismo- muy prudentes respecto de las obligaciones correspondientes a cada país firmante. A su vez, resultaría injusto que la norma en cuestión sea leída exactamente del mismo modo en un país con enormes recursos, como Noruega, que en otros como Haití, un país devastado por la pobreza. Por ello mismo, y en respeto a esa heterogeneidad, es dable esperar que a nivel internacional se piense en “pisos mínimos”, de forma tal que las obligaciones básicas del caso puedan ser cumplidas aún por sus miembros más desfavorecidos. Ahora bien, sería absurdo, en dicho contexto, que Noruega quisiera eximirse de sus obligaciones básicas, diciendo que ya ha cumplido con estándares como los que cumple Haití.
      Esta parece ser, sin embargo, la lectura que propone el Tribunal de la Ciudad de las obligaciones asumidas por la ciudadanía de Buenos Aires, al asociar la expresión mínima del derecho a la vivienda con el “techo” o “abrigo” (paradores y albergues), lo cual resulta extraño, cuando pensamos en el carácter híper-exigente de la Constitución local –ver Arts. 10 y 31-; y consideramos a la vez que la Capital Federal es el área más rica del país.
Pero además, encontramos que, en los propios términos del recurso interpretativo seguido por le TSJ –la exploración en las palabras de la OG Nº 3 del Comité DESC- se comete un grave error exegético, en virtud de la omisión de toda consideración a la OG Nº 4 sancionada por dicho Comité en 1991, referida específicamente al contenido del derecho a la vivienda. En el apartado 7º de dicha Observación, se dice: “En opinión del Comité, el derecho a la vivienda no se debe interpretar en un sentido estricto o restrictivo que lo equipare, por ejemplo, con el cobijo que resulta del mero hecho de tener un tejado por encima de la cabeza o lo considere exclusivamente como una comodidad... la referencia que figura en el párrafo 1 del artículo 11 no se debe entender en sentido de vivienda a secas, sino de vivienda adecuada…el concepto de "vivienda adecuada"... significa disponer de un lugar donde poderse aislar si se desea, espacio adecuado, seguridad adecuada, iluminación y ventilación adecuadas, una infraestructura básica adecuada y una situación adecuada en relación con el trabajo y los servicios básicos, todo ello a un costo razonable…". El entendimiento de la expresión mínima del TSJ es inconsistente con las propias palabras del Comité Desc.
Lamentablemente, las complicaciones con la interpretación realizada por el TSJ no terminan allí. Un problema todavía más serio se encuentra en la ausencia de una teoría normativa que explicite qué es lo que protege el derecho a una vivienda adecuada y por qué debe ser considerado un derecho fundamental -es decir, una teoría sobre los fundamentos del derecho en cuestión.
Sin una teoría explícita sobre los fundamentos de los derechos, no es posible responder con inteligibilidad a la pregunta sobre su contenido –mínimo, o máximo, nuclear o periférico, etc.- y también resulta imposible resolver razonadamente –en base a razones públicas- conflictos entre derechos, o entre derechos y decisiones públicas regulatorias. La discusión sobre el alcance de los derechos está indisolublemente unida a otra sobre los fundamentos, filosóficos, morales y políticos, que dan justificación y sentido a su consagración constitucional[13].
En los casos analizados, la idea adoptada por la mayoría del TSJ acerca del contenido del derecho a la vivienda hace muy difícil identificar algún valor, o principio de justificación, de este derecho fundamental. Más aún, resulta difícil determinar si para los jueces de la mayoría el derecho a la vivienda opera realmente como un derecho fundamental en la estructura constitucional; su contenido básico ha sido tan minimizado que cuesta hacerlo compatible con teorías valiosas sobre los derechos.
Ciertamente, el derecho a la vivienda podría vincularse con diversos principios que inspiran teorías robustas sobre los derechos, como la autonomía o la igualdad.
El ideal de la autonomía personal puede ser descripto como el compromiso constitucional con la creación y aseguramiento de condiciones que promuevan y garanticen la libre elección y adopción de planes de vida personales por parte de los habitantes. Dicho principio fundamenta robustos derechos a ser garantizados por el Estado, en la medida que constituyen las condiciones normativas y fácticas que le den sentido a dicha autonomía[14]. Si se suscribe este principio a nivel de fundamentos, resulta claro que el acceso a condiciones de vivienda digna –con seguridad en la tenencia y funcionalidad adecuada en cuanto como soporte material de la organización de la vida personal y familiar- debe incluirse como uno de los bienes fundamentales a ser garantizados. Pero, como se puede ver, la seguridad en la tenencia es un elemento que en sí mismo los paradores y albergues no contemplan; y mucho menos la adecuación a las funciones hogareñas y familiares que la vivienda debe cumplir como ámbito material en el cual damos forma a nuestras vidas. Los albergues y paradores no son un “mínimo” sino una vulneración a una idea del derecho a la vivienda fundamentada por la autonomía personal.
El otro gran principio de fundamentación de los derechos, el ideal de igualdad, –sea que lo entendamos como una dimensión de igualdad política para el ejercicio de la ciudadanía democrática; o como una dimensión de igualdad social o económica que garantice un piso mínimo de inclusión social- también presenta una clara demanda justificatoria por el aseguramiento del acceso a ciertos bienes de “dignidad” y “autorrespeto”, entre los cuales una vivienda -segura en la tenencia y adecuada funcionalmente- queda comprendida, junto con otros que han sido consagrados en los llamados derechos sociales -como educación básica, protección de la salud, acceso a la vida cultural. Quienes carezcan de estos bienes, no cuentan con condiciones significativas de igualdad ciudadana básica; no puede decirse que cuenten realmente como iguales –social y políticamente- a quienes sí gozamos de ellos.
En síntesis, para una comunidad comprometida con ideales robustos de igualdad y autonomía –como debe ser vista la Ciudad de Buenos Aires, y la Argentina como nación constitucional- y que ha consagrado expresamente el derecho a una vivienda adecuada como parte de las promesas fundamentales, no resultan aceptables las propuestas interpretativas que, como las adoptada por la mayoría del TSJ, resultan tan minimalistas que acaban desintegrando el  bien sobre el que recae este derecho.
El escueto contenido mínimo del derecho a la vivienda que se ofrece en los fallos analizados sólo podría explicarse en base a una teoría según la cual el acceso seguro a una vivienda adecuada no fuera en realidad un derecho constitucional exigible al estado; pero la aversión a dotar al derecho a la vivienda de sustancia es injustificable en nuestro acuerdo constitucional; tanto como lo sería una concepción análoga respecto del derecho a la salud, la educación y la seguridad social, por citar los casos más obvios. Los arreglos constitucionales liberal-conservadores de 1853 posiblemente podrían encontrar consistencia con tales teorías -que reconocen pocos derechos, básicamente construidos como libertades normativas- pero, sencillamente, ya no puede encajar con los compromisos adoptados en el país y la Ciudad mediante las reformas constitucionales consagradas luego de le recuperación democrática.
No se nos escapa que tomarse en serio el reconocimiento de un contenido robusto al derecho a la vivienda implica una serie de deberes de parte del Estado que difícilmente puedan ser, garantizados o satisfechos en el corto plazo, o en todo caso, que su realización no podría alcanzarse plenamente sin que la fisonomía del estado y de sus políticas públicas deban cambiar radicalmente[15]. Pero la manera de afrontar esos desafíos no debe consistir en debilitar el derecho en cuestión, sino –en primer lugar- en afirmar su normatividad; el camino para lidiar con estas ofensas institucionales -y las que resultan en general de una sociedad desigual y excluyente- no debe ser el de negarlas, desnaturalizando los derechos cuya violación las denuncia.

II.- Sobre la progresividad y el máximo de los recursos disponibles para realizar el derecho a la vivienda

Los votos que forman la mayoría en los fallos comentados reconocen y explicitan los conceptos dogmáticos del sistema internacional de derechos humanos, y afirman que la satisfacción del derecho a la vivienda debe realizarse progresivamente, al ritmo de los recursos disponibles. Sin embargo, la propia argumentación desarrollada termina por privar de relevancia normativa a tales estándares de evaluación del comportamiento estatal.
El test de progresividad tiene dos instancias de trascendencia jurídica: En primer lugar constituye un mecanismo para evaluar –externa y globalmente-, a través de los informes de los estados, el desarrollo de sus obligaciones internacionales. En este sentido, es una herramienta significativa a nivel diplomático, aunque de poca relevancia para el poder judicial doméstico, en la medida en que su intervención está limitada a la evaluación de casos específicos y concretos, y no de la situación general de cumplimiento de los derechos[16]. Un nivel diferente en el que la progresividad opera como estándar de evaluación, y que sí es relevante a los fines de la decisión de causas judiciales locales, se encuentra en su proyección para analizar normas o prácticas estatales concretas que impactan sobre cierto derecho. Las normas y prácticas estatales específicas pueden analizarse en su dimensión de progresividad o regresividad, tal como el caso de la AGT lo reclamaba, y como efectivamente lo utilizaron los jueces Lozano y Casás al evaluar la impugnación del decreto que modificaba el programa de emergencia habitacional.
Sin embargo, en “Alba Quintana” los mismos jueces de la mayoría, en sentido contrario a lo que habían señalado en “AGT”, afirmaron que el análisis judicial de progresividad no puede hacerse en un caso concreto o en relación con el impacto concreto de una política pública, sino que debería hacerse de manera global y agregada, en relación con todas las políticas públicas y con todos los derechos –como ocurriría cuando el Comité DESC evalúa el desempeño de los estados. Es de esperar que esta contradicción sea resuelta en el sentido de afirmar y no negar la relevancia de la “progresividad” como estándar para evaluar situaciones, prácticas y regulaciones concretas –como en el caso “AGT”- y que la afirmación de “Alba Quintana” quede en el olvido, para que al estándar de progresividad pueda seguir operando con utilidad en la evaluación de la protección judicial de los derechos sociales.
Pero si la relevancia interpretativa del test de progresividad ha quedado dañada  en las inconsistentes argumentaciones reseñadas, el estándar del máximo de los recursos disponibles ha quedado lisa y llanamente fulminado.
Ciertamente, la satisfacción de los derechos sociales implica una intensa agenda redistributiva respecto de las condiciones generales de status quo en sociedades tan desiguales e injustas como la Argentina, y dicha agenda está condicionada por la asignación de recursos. Pero en todo caso, para que el estándar del “máximo de los recursos disponibles” tenga una función operativa, debe interpretarse que la invocación de la escasez de recursos sólo podría funcionar como una excepción justificatoria para el Estado incumplidor -que, como tal, debería ser invocada y probada fuera de toda duda por el estado- pero no puede funcionar –sin perder su sentido- como una especie de norma de habilitación general para que el estado elija cuándo y cómo avanzar en la satisfacción del derecho; si así fuera, los derechos no significarían nada más que un catálogo aspiracional sujetos a la discrecionalidad del gobierno.
Todos los estados administran escasez, pero si la escasez se transforma en habilitación a la postergación en la satisfacción de los derechos, en ese mismo momento los derechos en cuestión quedan pulverizados; y eso es lo que termina pasando con el derecho a la vivienda en la senda interpretativa de la mayoría del TSJ.
La indisponibilidad de mayores recursos en base a una situación estructural de escasez o déficit económico del estado –y así es como toman la cuestión los votos de la mayoría del TSJ al construir su estándar-, sólo podría funcionar plausiblemente como excusa justificatoria para el estado incumplidor, si éste probara, por lo menos, lo siguiente: (1) que una mejora en el nivel de satisfacción del derecho sólo puede lograrse mediante mayores recursos (2) que todos los recursos presupuestarios asignados a tales derechos han sido empleados (3) que la organización y distribución del presupuesto prioriza adecuadamente la satisfacción de los derechos fundamentales antes de ocuparse de políticas genéricas de bienestar general (4) que el estado carece de posibilidades de incrementar sus ingresos mediante mecanismos excepcionales, como los créditos o las contribuciones especiales.
La mera existencia de “dificultades económicas” o “políticas” para avanzar en el cumplimiento de los derechos sociales no puede aceptarse como excusa válida por los tribunales, tanto como no aceptan como excusa válida la invocación de ese tipo de dificultades por parte de un deudor que manifiesta que “no puede” cumplir sus obligaciones. En todo caso, si algo debe hacer el poder judicial es evaluar las razones y pruebas que aporte el gobierno y evaluar su plausibilidad, considerando la trascendencia de los bienes y derechos en juego –partiendo, como dijimos, de una teoría plausible sobre el carácter fundamental de tales bienes y derechos. Pero nada de esto puede encontrarse en el análisis de los fallos comentados. No ha existido diálogo, ni razones, ni pruebas, sino la sola afirmación de que la satisfacción de los derechos sociales demanda recursos, que los recursos son escasos, y luego la conclusión de que el Poder Judicial debe ser prescindente sobre esos aspectos.
Al final del día, el entendimiento inadecuado que los jueces del TSJ han construido sobre su propio rol en el sistema constitucional y el diálogo democrático –según hemos visto en los primeros apartados de este trabajo- termina mostrando aquí otra feseta de su negativo impacto, en la doctrina que transforma lo que debe ser un severo estándar de excepción en una norma general de habilitación para no cumplir con los derechos fundamentales.


[1] El programa en cuestión estaba regulado por el Decreto Nº 690/06. Uno de los fallos -“Ministerio Público – Asesoría General Tutelar de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires c/ GCBA s/ acción declarativa de inconstitucionalidad” (en adelante “AGT”)- resolvió una acción declarativa abstracta de inconstitucionalidad, interpuesta de conformidad con lo dispuesto por el Art.113 de la Constitución local, en la que se cuestionaban las reformas implementadas al programa en cuestión en 2008, por resultar regresivas para el derecho a la vivienda. En el otro caso -“Alba Quintana, Pablo c/ GCBA y otros s/ amparo” (en adelante “Alba Quintana”)- se resolvió una acción individual en la que una persona beneficiara del programa reclamaba la extensión de la cobertura económica originalmente prevista, luego de su vencimiento, en virtud de que su situación de emergencia habitacional continuaba.
[2] La sustancia de este pasaje es repetida por el Juez Casás en “Alba Quintana” (cons. 5 y 6 de su voto) y en “AGT” (cons. 2.14). A su vez, en “AGT” el juez Lozano adhirió al voto del Juez Casás.
[3] Esta crítica descansa sobre premisas polémicas, como la que señala que los derechos sociales –y sólo los derechos sociales- involucran gastos cuantiosos que los tornan diferentes de los demás derechos. Por ahora, concederemos este presupuesto, el que, en verdad, consideramos difícil de sostener.
[4] Ver, por ejemplo, Gargarella, Roberto, Los fundamentos legales de la desigualdad, Siglo XXI, Buenos Aires, 2008.
[5] Conforme al texto constitucional de 1791 se estableció que, en aquellos casos en que “después de dos casaciones el fallo del tercer tribunal fuera atacado por los mismos medios que los dos primeros, la cuestión no podrá ser planteada nuevamente al tribunal de casación sin haber sido sometida al cuerpo legislativo, que emitirá un decreto declaratorio de la ley, al que el tribunal de casación tendrá necesariamente que ajustarse.”
[6] Por lo demás, alguien podría señalar, razonablemente, que una postura preocupada por la intervención política activa de la ciudadanía debería asegurar, por ello mismo, procesos de control destinados a asegurar la preservación de las condiciones de ciudadanía (condiciones que incluyen, muy especialmente, el respeto de los derechos sociales).
[7] Ver , por ejemplo, Waldron,Jeremy,“Refining the question about judges' moral capacity”, Int J Constitutional Law 7: 69-82, 2009; o Tushnet, Mark Weak Courts, Strong Rights, Princeton U.P., 2008.
[8] Ver Kramer, Larry; The People Themselves: Popular Constitutionalism and Judicial Review, Oxford University Press,  2005
[9] Bohman, J. Public Deliberation: Pluralism, Complexity, and Democracy, MIT Press, Cambridge, MA., 1996;
Bohman, J. and Rehg, W. (eds), Deliberative Democracy, MIT Press, Cambridge, MA.,1997; Habermas, J., Between Facts and Norms, (Original Faktizität und Geltung), MIT Press, Cambridge, MA., 1996; Nino, C.S., The Constitution of Deliberative Democracy, Yale University Press, New Haven, 1996.
[10] Fabre, C., Social rights under the Constitution. Government and the Decent life, Oxford University Press, Oxford, 2000; Gloppen, S., ‘Analyzing the Role of Courts in Social Transformation’, en Gargarella R. et al. (eds), Courts and Social Transformation in New Democracies, Ashgate, Londres, 2006.

[11] Seguimos el desarrollo del voto de los jueces Lozano y Conde en “Alba Quintana”. El juez Casás se suscribió explícitamente dicho estándar en su voto en “AGT” –cfme. ap. 2 de su voto.
[12]Dicha Observación General, resulta pertinente destacar, no se refiere en particular al derecho a la vivienda, sino, en general al modo de entender el tipo de obligaciones que el pacto, tal como fue redactado, establece para los estados-
[13] Los aportes teóricos de Ronald Dworkin –ver, Freedom’s Law, Harvard University Press, Cambridge MA:, 1996-, y su teoría sobre la “lectura moral de la constitución”- y Robert Alexy –ver Teoría de los Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales , Madrid 2008- son acaso los más influyentes, a un lado y otro del océano, de este modo de trabajo interpretativo, del cual el llamado neoconstitucionalismo resulta tributario. 
[14] La autonomía, seriamente considerada, no resulta de ninguna manera garantizada mediante condiciones normativas (normas que prohíban su lesión), sino que demanda condiciones también materiales. Tampoco resulta lesionada solamente por el incumplimiento de deberes de abstención, sino que demanda el cumplimiento de deberes de acción y se lesiona por su falta de realización efectiva. Para un desarrollo de estos argumentos, ver Nino, Carlos, “Liberalismo Conservador: ¿liberal o conservador?”, “Autonomía y Necesidades Básicas”, y “Sobre los Derechos Sociales”, en Los Escritos de Carlos S. Nino – Derecho Moral y Política II, Gedisa, 2007.
[15] Las villas de emergencia deberían ser urbanizadas y un sistema legal de seguridad en la tenencia debería proveerse a sus habitantes, programas de vivienda social deberían ponerse en marcha -tanto a través de la gestión estatal como de la regulación del desarrollo inmobiliario urbano-, la utilización y aprovechamiento del suelo urbano debería regularse, asistencia crediticia debería facilitarse para quienes carecen de capacidad económica suficiente para proveerse vivienda por sus propios medios, gran cantidad de información pública, de gran calidad debería producirse y actualizarse a fin de organizar las políticas públicas a largo plazo, etc. Lamentablemente, nada de esto es parte de la fisonomía de la ciudad en relación con las políticas habitacionales.
[16] Ciertamente la evaluación del grado de progresividad –y no regresividad- global y agregada sobre los derechos en general o sobre la situación de algún derecho en particular puede ser relevante en el análisis judicial relativo a causas, pues podría dar un punto de partida –un argumento de prima facie- a favor o en contra del estado, cuando se alegue una vulneración a un determinado derecho, pero poco más.

9 comentarios:

  1. Anónimo8:49 p.m.

    RG, todo muy bien, muy persuasivos tus argumentos, pero què podès decir en relaciòn al art. 2, inc. 3 del pacto de derechos sociales económicos y culturales, que toma en cuenta como distinción vàlida, la provisión de estos derechos primero a los nacionales y después a los extranjeros:

    3. Los países en desarrollo, teniendo debidamente en cuenta los derechos humanos y su economía nacional, podrán determinar en qué medida garantizarán los derechos económicos reconocidos en el presente Pacto a personas que no sean nacionales suyos.

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  2. Anónimo12:41 a.m.

    Querido anónimo te olvidaste de citar el artículo 20 de la CN que tiene elementos para complementar tu pregunta y responderla muy claramente. No te olvides de mirar ese artículo ya que, por caso, tiene la misma jerarquía normativa

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  3. Muy interesante. Con esa doctrina (la de la corte es más restrictiva) cualquier habitante del mundo puede llegar a nuestro país y al día siguiente reclamar una vivienda digna.

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  4. gustavo maurino2:20 p.m.

    si viene a vivir, y migraciones lo deja ingresar sip, así es, como si fuera un ser humano digno y todo.

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  5. Y si en vez de uno fuera un millón por año?

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  6. gustavo maurino8:22 a.m.

    seríamos como brasil en un par de décadas.
    En todo caso, y hablando en serio sobre tu preocupación; mi punto es que debemos distinguir política migratoria y demográfica por un lado, y derechos humanos por el otro (y por su puesto, poner perspectiva de derechos humanos en la política migratoria y la demográfica también, aunque ello no tiene que ver con cuántos/as queremos ser, sino cómo nos tratamos).
    Creo que esa distinción es valiosa y me parecía que tu comentario no la tenía tan encuenta como creo que merecería la pena.

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  7. Anónimo5:56 p.m.

    Estimado Prof. Gargarella:

    De nueva cuenta aprovecho esta entrada para preguntarle algunas dudas sobre los modelos dialógicos.
    1. Aun aceptando que un modelo dialógico estamos ante checks and balances y no frente a una separación estricta de poderes, no hay ciertas áreas o parcelas de decisión que igual corresponden en exclusiva al legislador o a la adms?
    2. Lo que constituye el mínimo o núcleo de un df y la idea de progresividad no debiera ser construida a través del propio diálogo?
    Gracias, como siempre. Abrazo.
    Roberto Niembro

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  8. Eso es trampa, Gustavo. Argentina tiene política de inmigración abierta, y estás tratando de modificarla, eso es restringir derechos.
    Pero en el fondo tenés razón, los países de inmigración abierta, o semiabierta, a lo sumo garantizaban el derecho a buscar trabajo, practicar su religión, y en algunos casos acceso gratuito a un sistema de educación y salud básica.
    Nunca hubo, ni jamás habrá, un país en la tierra que garantice SIMULTANEAMENTE estos 3 derechos:
    1) A inmigrar libremente 2) A no ser discriminado como inmigrante 3) Acceso a TODOS los derechos de segunda generación (alimentación, salud, vivienda) proporcionados supletoriamente por el estado.
    Podrás tener 1 y 2 sin 3 (como nosotros con nuestro 3 virtual), o 2 y 3, como algunos países desarrollados.
    Como por el momento en la Argentina los derechos como la vivienda o la comida son virtuales, no reales, no tenemos el riesgo de que por ejemplo la UNCTAD cambie su política de darle de comer a 3,5 millones de refugiados en campos ad hoc, por simplemente darles un pasaje a Buenos Aires y unos pesos para pagarse un letrado y acudir a un juez.

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  9. Anónimo11:01 a.m.

    Argentina está más cerca de Haití que de Noruega pero creo que lo que debiera decirse es que la posición filosófica de cada uno acerca de las funciones estatales, el alcance de sus obligaciones, especialmente las vinculadas con los derechos sociales, la medida de su progresividad, los requisitos de accesibilidad, etc. incide y compromete la valoración que se hage del fallo del STJ CABA.
    Si uno tiende a ser socialista o colectivista, leerá los Pactos de una forma, pondrá en la progresividad un contenido más exigente, no exigirá recaudos o contraprestación o esfuerzo o responsabilidad alguna de parte de los beneficiarios, generalizará la prestación a locales y extranjeros, etc...
    Si otro tiende a ser liberal o conservador, entonces verá el cumplimiento de los Pactos a través de los presupuestos mínimos, análizará su factibilidad a través de la adjudicación razonable de recursos, limitará el universo de potenciales beneficiarios, les exigirá luego algún grado de esfuerzo o compromiso, etc.
    Es falso sostener que los Pactos y la Constitución de la CABA no permiten ambas líneas argumentativas. Y por supuesto, para unos, como para rG, la valoración de los otros es violatoria de los Pactos y la Constitución; y viceversa, para otros, esa valoración es la correcta.

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