Estoy por algunas semanas, tratando de empezar a escribir un libro, en la Universidad de Columbia. El libro es sobre constitucionalismo, hacía rato que tenía ganas de hacerlo, y ahora que tengo un tiempo sin clases, voy a ponerme en ello.
Acabo de llegar, hace apenas horas, y aprovecho la jornada interrumpta para los trámites de rutina: obtener el ingreso a la biblioteca; acomodar las cuentas; abrir un correo.
Ocurre, sin embargo, y como era esperable, lo inesperado. Como en la película Brazil, de Terry Gilliam, parece que hace años, un burócrata, aplastó una mosca contra una hoja suelta de un folio, que resultó ser un folio de mi carpeta aquí, en la Universidad. Por el incidente, quedó registrado mal un número de mi expediente: un solo número. En Brazil, el hecho generaba un caso burocrático alarmante, que llevaba a que la vida completa del protagonista cambiara, y pasara a ser perseguido por las fuerzas del Orden hasta la agonía (depende de qué versión uno veía de la película, ese último momento era agónico o algo más esperanzador). La cuestión es que, por un número mal leído y mal escrito entonces, por un burócrata -un solo número- hace diez años, toda la maquinaria de la Universidad, frente a mi expediente, se traba: los trámites no pueden empezar, las paredes se agrietan, el techo cruje, se abre el abismo por abajo.
Finalmente, una solución a la argentina, provisional, con alambres ya usados, después de 5 horas, lo destraba todo. La máquina arranca, el trámite se soluciona: obtengo el número. Empiezo a escribir.
El teniente Columbo (Peter Falk) diría: «Ah, casi lo olvido. Una cosa más…».
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