De pie sobre una austera
roca, con el rostro ajado por la muerte, las manos todavía temblorosas, el
profeta buscó elevar su voz (y apenas pudo) para decirnos: “una vez que atraviesen
el Tenebroso Desierto, pero sólo entonces, allá verán, luminosa y eterna, la
espléndida tierra.” Respiramos hondo, nos tomamos de los brazos, miramos al
cielo, y durante un tiempo largo nos dedicamos a nuestras oraciones, cada uno
en silencio. Luego, iniciamos el camino: el camino de El Éxodo. Comenzamos la
marcha, con la esperanza puesta en la Tierra Prometida. Allá íbamos, jurándonos
no cejar hasta hacernos de ella. Nos adentramos así, con pesadumbre pero con el
ánimo alto, en los arenosos suelos. Dimos, muy pronto, con “tierras de hoyo y
sombra profunda” (Jeremías 2:6), que mezclaban arena, guijarro y rocas. Eran tierras
deshabitadas en su mayor parte, ocasionalmente ocupadas por gentes que albergaban
en tiendas, y grupos nómades que deambulaban por ellas (Jeremías 3:2). Los hombres
de ciencia que nos acompañaban habían calculado una travesía de no más de 11
días. Pero fueron 40 años. 40 años! 40 años que nos depararon peligros de toda
especie. 40 años que estuvimos andando, enfrentados a un “desierto grande e
inspirador de temor, con serpientes venenosas y escorpiones y con suelo
sediento que no tiene agua” (Deuteronomio 1:19; 8:15). Resistimos -los pocos
que pudimos hacerlo, y el Señor lo sabe- esa “tierra de fiebres” altas (Oseas
13:5), llenas de “zarzales, abrojos, lotos espinosos y matorrales de acacias espinosas.”
(Génesis 21:14, 15; Éxodo 3:1, 2). Temimos por las noches, cada noche, “el
aullido de los chacales y los lobos…el ululato de los búhos o al grito ruidoso
de los chotacabras, lo que aumentaba aún más la sensación de soledad y
desamparo” (Isa 34:11-15; Jeremías 5:6.). Hasta que llegamos -40 años tardamos,
40 años por 11 días!- a lo que parecía un oasis. Un pequeño oasis, rodeado de
verde y vida: cabras, ovejas, vides, olivos. Nos arrodillamos todos juntos -los
pocos que pudimos hacerlo, y el Señor lo sabe- con los ojos bañados en lágrimas.
Con un canto compartido, casi susurrando, agradecimos al cielo. Toda la noche,
abrazados juntos, lloramos. Luego, ya con la primera luz de la mañana, y desde la
cima de un árbol, vimos lo que parecía ser la sombra del profeta. El profeta
nos esperaba. Desde lo alto del árbol, con un hilo de voz que se escuchaba apenas,
cuando todos callamos (así estábamos todos: mudos, asombrados, tiesos) el
profeta habló. Dirigiéndose a nosotros, el profeta habló y nos dijo: “Ustedes,
los que llegaron, cruzando El Arenal, han podido lo extraordinario.” Nos
miramos unos a otros, nuestros semblantes cansados, serios. Luego, levantó el
brazo, y con el dedo índice apuntó a lo lejos. Señaló a continuación una luz,
que se veía a la distancia, junto al horizonte. El profeta volvió a hablar y nos
dijo entonces: “allí, a lo lejos, esa luz que se divisa, única.” Y siguió
diciendo: “Allí, allí es donde comienza el Tenebroso Desierto.”
"El Profeta" es un problema tanto en La Biblia, como en la vida real. Y el segundo problema es el de los caminantes y el de las multitudes o pueblos que creen en las profecías.
ResponderBorrarHay algo que desde niña,leyendo el Nuevo Testamento, siempre me impactó y nunca pregunté porque las monjas nunca tenían buenas respuestas. Por ejemplo, cómo es que los pueblos atravesaban desiertos, sin brújula y en algunos casos llegaban o no a las tierras prometidas. No recuerdo a ninguno haber cumplido su cometido. Más si, aquéllos destinados a vagar por el desierto.
Pero bueno, tampoco creo que puedas resolverlo RG. De modo, que esperamos los cuentos de la saga " en tiempos de pandemia."
Fernández está bastante confundido y es una re/ iteración más que va performateando el triste de Argentina.
Así es que, sigamos con tus cuentos.