17 jun 2020

La "sala de máquinas" durante la emergencia


Desde "Agenda-Estado de Derecho", me preguntaron sobre cómo pensar la emergencia desde la preocupación por "la sala de máquinas" de la Constitución. Van algunas reflexiones:

La sala de máquinas

Comencé a escribir sobre el concepto de “sala de máquinas” años atrás, en diversos trabajos relacionados con el constitucionalismo latinoamericano. En términos descriptivos y estrictos, simplemente, el concepto designa a la “organización de poderes” que cualquiera de nuestras constituciones diseña (aunque, en términos más ambiciosos, el concepto quiera referirse a la organización social del poder). En términos valorativos, el concepto nació para criticar lo que en mis estudios detectaba como un problema habitual del constitucionalismo latinoamericano.

Me refiero al modo en que, en nuestras Constituciones, y a pesar de reiteradas reformas, hemos insistido con una organización del poder tradicional, en línea con la que era propia del “momento elitista” del constitucionalismo, a mediados del siglo xix. De ese modo, desde el comienzo del siglo xx, los latinoamericanos tendimos a generar Constituciones enormemente ricas, generosas, y de avanzada, en materia de derechos (los latinoamericanos fuimos pioneros en el mundo en la introducción de derechos sociales, económicos y culturales en los textos constitucionales), a la vez que regresivas, verticalistas, elitistas, en lo relativo a la organización del poder. Procedimos a crear, de este modo, Constituciones “con dos almas”: una de ellas de vanguardia, cada vez más avanzada, propia del siglo xxi (la declaración de derechos), y otra de ellas más bien retrógrada, propia de lo que era el constitucionalismo en el siglo xix (la organización del poder). Dicha opción ha sido muy negativa: esas “constituciones en tensión interna” no son inocuas. Quiero decir, el hecho de tener una parte de la Constitución en conflicto con la otra tiene graves consecuencias, ya que tales partes no se ayudan -una a la otra- a funcionar, sino que tienden a obstaculizarse mutuamente. Más específicamente, la organización del poder constitucional tiene una especial capacidad para bloquear el funcionamiento y puesta en práctica (el enforcement) de la declaración de derechos. De tal modo, suele ocurrir que la organización del poder regresiva, o concentrada en pocas manos, comienza a trabajar en contra de la implementación de la ambiciosa lista de derechos incorporados por nuestras Constituciones. En el caso habitual, la implementación de esos derechos pasa a depender de la voluntad discrecional del líder de turno. Si él o ella lo quieren, es probable que tengamos algunos de esos derechos puestos en práctica, y sólo hasta dónde y en el modo en que tales líderes lo prefieran. Desafortunadamente, los latinoamericanos desperdiciamos hasta hoy todas las muchas oportunidades que tuvimos para reformar nuestras Constituciones de modo tal de ajustar la lógica de la organización del poder, a la lógica que pretendimos incorporar en el área de los derechos -esto es, perdimos la oportunidad para modificar a la organización del poder, poniéndola en línea con los compromisos sociales, igualitarios y de avanzada, que enunciamos en nuestras declaraciones de derechos. En este sentido, tendimos a “mantener cerrada la puerta de la sala de máquinas de la Constitución.” En otros términos, “abrimos” la Constitución, primero a los trabajadores, luego a las mujeres, luego a los grupos indígenas, etc., pero siempre utilizando la vía de los derechos. Nos negamos sistemáticamente, en cambio, a permitir que tales grupos que sucesivamente fuimos reconociendo e incorporando en nuestras declaraciones de derechos, pasaran a ocupar un papel más decisivo, en el proceso de toma de decisiones y en el control del poder.

La “sala de máquinas” en tiempos de pandemia: Instituciones y concentración del poder

¿Es que el concepto de “sala de máquinas” puede ayudarnos, de algún modo, en la reflexión sobre este difícil tiempo que nos toca vivir? Entiendo que sí, aunque quisiera aclarar desde el comienzo que no creo que dicho concepto sea omni-explicativo, ni el único o el más importante a utilizar, en la reflexión pública sobre este momento de pandemia. Pero si respondo afirmativamente, ello es porque entiendo que la grave crisis que atravesamos se manifiesta en distintas esferas de nuestra vida en común -la esfera económica, la esfera sanitaria, la esfera social- y también, por supuesto, y de modo muy especial, en la esfera de las instituciones, en donde la “sala de máquinas” juega un papel principal.

¿Y qué es lo que tiende a ocurrir en dicha esfera institucional? Pues bien, ni más ni menos que lo que cualquiera de nosotros puede advertir, en América Latina (y más allá), cuando mira a su alrededor y presta atención a la forma que ha ido tomando el devenir institucional. Nos encontramos con que la emergencia ha aparecido, una vez más, como “excusa perfecta” para volver a concentrar el poder -todavía más. Esto es decir: teníamos una organización del poder concentrada en las manos del Ejecutivo, y la pandemia no ha hecho más que fortalecer y acentuar esa concentración del poder. De allí que la protección de derechos vuelva a quedar dependiente, y cada vez más, de la voluntad discrecional de unos pocos. Como ciudadanos, no nos queda más que rogar por la buena fortuna: “ojalá que el líder que haya quedado al frente del gobierno de nuestro país no sea tan irracional como lo son algunos;” “ojalá que esté bien asesorado;” “ojalá que sepa proteger bien los derechos de todos, y en particular los de los más vulnerables.” Este es, precisamente, el tipo de status institucional que el concepto de “sala de máquinas” predecía y denunciaba: es lo que los demócratas no queremos y rechazamos.

Si los demócratas tenemos razones para resistir esa concentración del poder -siempre, pero en particular, agregaría, en tiempos de crisis y emergencia- ello se debe a varias razones. Enumero, breve y rápidamente, algunas de ellas:

i) Minimizar errores. En la emergencia, como señalaba el Profesor Stephen Holmes, es cuando más necesitamos “atarnos las manos” a rigurosos procedimientos pre-establecidos. ¿Por qué? Porque queremos minimizar los riesgos obvios, esperables, de equivocarnos, como suele ocurrirnos cuando queremos decidir de manera rápida, frente a una situación grave.

iii) Maximizar nuestro conocimiento (razones epistémicas). Siempre, pero en particular cuando nos enfrentamos a una crisis seria, necesitamos escuchar las voces de todos, y en particular las voces de los más débiles. ¿Por qué? Por varias razones, pero sobre todo porque cuando no escuchamos esas voces, tendemos a perder de vista información esencial sobre las necesidades, demandas y urgencias de aquellos a quienes no consultamos. Un ejemplo central de lo que señalo puede verse en toda la región, en relación con el “consejo científico” más importante surgido en estos meses de pandemia: “lávese las manos, y quédese confinado en su domicilio.” Dicho consejo, surgido razonablemente en los países centrales, hace poco sentido en América Latina, y particularmente frente al hecho de que buena parte de los latinoamericanos viven en zonas carentes de agua potable, y en condiciones de hacinamiento. Esto es decir, para Latinoamérica, consejos como el citado aparecen como insensatos, sino de imposible cumplimiento.

iii) Historia política y “erosión democrática”. En tercer lugar, nuestra historia política es consistente en relación con los riesgos propios que se derivan de situaciones como las que distinguen hoy a nuestra vida pública. Me refiero a tres rasgos en particular: a) concentración acentuada del poder; b) derechos constitucionales (como los de protesta, reunión, movilización) fuertemente cercenados; y c) un espacio público con una sobre-presencia de las fuerzas coercitivas. A lo largo de nuestra historia, los resultados derivados de tales hechos han sido siempre idénticos: negativos en materia de fortaleza democrática y en términos de derechos humanos. Enfrentamos en estos tiempos -dicen los doctrinarios extranjeros- un nuevo fenómeno de “erosión democrática” o “muerte lenta de las democracias” (democracias que “mueren a resultas de mil cortes”). En América Latina -agregaría de mi parte- este “nuevo” fenómeno lleva más de doscientos años de vida, y se traduce en entramados institucionales muy desgastados, que necesitan ser definitivamente recompuestos. Pero no se trata, simplemente, de “reponer” o “reparar” algunos “engranajes” hoy “erosionados desde adentro.” Se trata, más radicalmente, de reconstituir de una vez por todas la maquinaria democrática de nuestras constituciones.

¿Qué hacer? El derecho como “conversación”

Sin la pretensión de ofrecer “fórmulas” y soluciones milagrosas frente a problemas que llevan, finalmente, cientos de años, dedicaré las últimas líneas de este escrito para señalar algunos horizontes hacia los que podríamos -al menos- hacer el intento de acercarnos. Pienso, en particular, en el ideal de “democratizar” esa “sala de máquinas”, de forma tal que el proceso de toma de decisiones comience a reflejar, cada vez más, la voluntad deliberada de la ciudadanía. Al respecto, dos preguntas: Primero, ¿qué podría implicar, en los hechos, dicho ideal? Segundo: ¿resulta éste un ideal demasiado ambicioso, utópico, en tiempos de crisis como el que vivimos?

El ideal señalado, según entiendo, nos refiere a prácticas sociales concretas y, por lo demás, bien conocidas en la región y en el mundo; opciones en todo caso asequibles. Pienso en prácticas asociadas a lo que se llama el “constitucionalismo dialógico” o a la “conversación jurídica” o constitucional. En tal sentido, respondería negativamente a la segunda de las preguntas formuladas: sabemos hoy que muchas de las propuestas que son propias del constitucionalismo dialógico no forman más parte de la utopía, sino que tienen que ver con experiencias que se han llevado adelante en los más diversos países, en las circunstancias más disímiles -inclusive hoy.

Pienso, específicamente, en respuestas institucionales orientadas al diálogo colectivo, inclusivo, y en tal sentido en respuestas destinadas a reafirmar nuestra común igualdad. Pienso, por tanto, en un diálogo entre iguales (algo que es muy importante enfatizar, dado que los “diálogos institucionales” que se nos “ofrecen” son, en muchos casos, “diálogos entre desiguales”, en donde más personas hablan, pero en donde “deciden los de siempre”). ¿Qué ejemplos, concretamente, podrían citarse como referencias? Muchos: desde las asambleas inclusivas; a las mesas de diálogo; y a los procesos de tipo “crowdsourcing” -de interpretación constitucional hecha de modo inclusivo, con la intervención de ciudadanos del común. Y pienso en este tipo de “salidas” dado que asumo que el sistema representativo en el que vivimos se halla herido de un modo fatal, e irrecuperable.

En América Latina hemos conocido muchas de esas experiencias, desarrolladas hasta hoy de modo siempre limitado, pero también promisorio. Hemos tenido en la región muchos ejemplos de “audiencias públicas” convocadas por nuestros tribunales superiores y por nuestras legislaturas (i.e, las convocadas por nuestras Cortes superiores, en materia ambiental, o frente al hacinamiento carcelario); procesos de “consulta previa e informada” en asuntos concernientes a las comunidades indígenas (en el marco del Convenio 169 de la OIT); debates sociales abiertos y horizontales (como los realizados en la Argentina en torno al aborto); procesos de control y decisión “crowdsourced” como los implementados en este mismo tiempo, por la Corte Constitucional Colombiana, para la supervisión de los decretos ejecutivos; etc. (no incluiría, sin embargo, dentro de este listado, a muchos de los plebiscitos y consultas populares convocados por nuestros países, que han sido en general muy hostiles a la deliberación colectiva, y han quedado muy habitualmente sujetos a la manipulación de los poderes ejecutivos). Tales experimentos necesitan todavía de una radicalización y de reajustes: en muchos casos siguen dependiendo, finalmente, de la voluntad discrecional de quienes los ponen en marcha. Sin embargo, ya a esta altura, ellos nos permiten corroborar algunas cuestiones cruciales. Fundamentalmente: contra lo que muchos doctrinarios se han empeñado en enseñarnos, hoy sabemos que el debate colectivo sobre asuntos públicos de primera importancia (incluyendo, de modo particular, el debate colectivo en torno al contenido y alcance de nuestros derechos constitucionales), es deseable, es valioso, y además es posible.

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