Razones para la reforma
judicial
Para muchas personas,
interesadas en el tema, la reforma judicial promovida por el gobierno se
muestra, desde un comienzo, mal encaminada: es inoportuna; aparece apoyada en
procedimientos poco democráticos; se orienta a fines inatractivos; escoge
medios inadecuados en relación con los fines que invoca; y omite referencias a
todo lo importante. Señalo tales problemas de la reforma, sin considerar su
aspecto más vistoso -la Comisión de Expertos, y su peculiar composición- ni
mencionar siquiera lo que se alega como su “talón de Aquiles”: asegurar la
impunidad de quienes hoy están en el poder. A pesar de lo dicho, o por ello
mismo, me interesará evaluar qué es lo que podría decirse a favor de
dicha reforma. Para tal fin, he tomado nota de los mejores argumentos que he
encontrado, ya sea en apoyo de la iniciativa, o en “crítica a sus críticos.” A
continuación, haré una primera evaluación de esos argumentos pro-reforma.
“Todos estamos de acuerdo
en que el Poder Judicial funciona muy mal, y ahora se quejan porque el
Presidente busca cumplir con su promesa de campaña, y reformarlo.”
Estas afirmaciones han estado en boca de todos los defensores de la reforma. Se
trata, en su esencia, de una premisa inicial plausible por su generalidad,
pero, tal vez, plausible sólo por eso: porque no entra en detalles. Para
advertir el problema de lo que allí se afirma, piénsese en un caso paralelo: la
reforma policial. Imaginemos que, frente a una sociedad harta de la “maldita
policía,” el “gatillo fácil,” y la corrupción policial, el Presidente prometiera
una reforma, proponiendo, para ello, otorgarle más poder a la fuerza, y darle
licencia a los agentes para que disparen frente a cualquier sospechoso. El
ejemplo nos ayuda a ver lo que debiera ser obvio: el hecho de que estemos, todos,
totalmente de acuerdo con la reforma policial, no justifica en absoluto cualquier
reforma, sino sólo aquellas dirigidas a atender nuestras preocupaciones
compartidas. Con la reforma judicial pasa lo mismo: no se puede alegar, frente
a los críticos de la reforma, que “ahora se quejan, cuando todos sabemos que la
justicia debe ser reformada”. Exigimos la reforma pero, de ningún modo, “cualquier”
reforma.
“Ni saben de qué se trata
la reforma, y ya se oponen”. En relación con la
respuesta anterior, alguien podría decirnos que de la reforma en ciernes no se
conocen los detalles: por qué resistirla, entonces, haciendo un “oposicionismo
ciego”? Esta pregunta merece al menos dos réplicas importantes. Primero, la
crítica no es “ciega” porque ya conocemos parte de la reforma, y lo que
conocemos de ella no es bueno (volveré más tarde sobre esto); y, segundo, dicha
respuesta desconoce un argumento siempre central para los defensores del
gobierno, y es que ninguna reforma debe analizarse “en abstracto”, sino “en concreto,
en su contexto, y con atención a la historia”. Al respecto, debe reconocerse
que, hasta hoy no se registran movimientos del gobierno, en materia judicial,
que no se hayan dirigido directamente a “ganar impunidad”. Piénsese, al
respecto, en cada una de las medidas adoptadas por la Oficina Anticorrupción, o
por la Procuración del Tesoro; o en las iniciativas tomadas en relación con la
designación o remoción o traslado de jueces; o en el desmantelamiento del
programa de Protección de Testigos. Todas estas medidas representan,
directamente, “movimientos hacia la impunidad,” con resultados ya muy concretos
(la “liberación” de muchos de los principales acusados por la corrupción
estatal). En definitiva, una crítica no es “ciega,” cuando está informada por
la historia y el contexto: más que “prejuicios” contra la reforma, tenemos
“juicios” fundados en la historia. Por lo demás, el gobierno podría habernos
ayudado a salir de la situación de desconfianza y escepticismo que tenemos, ofreciéndonos
señales destinadas a dejar en claro que de ningún modo se propone
favorecer la impunidad. Sin embargo, todas las señales que nos ha dado hasta
hoy se orientan en la dirección contraria a la esperada (empezando por la
incorporación, en la Comisión de Expertos, de los principales abogados que
trabajan por la impunidad de los allegados al gobierno).
“El Presidente propuso
para la reforma fines muy concretos, vinculados con históricas demandas
sociales.” Contra lo sugerido al final de la reflexión anterior
-que la propuesta de cambio aparece mal orientada- se podría responder que el
Presidente dejó muy en claro los objetivos de la reforma, en su presentación
del proyecto: él quiere (así lo declaró) “celeridad,” “transparencia,”
“independencia”, “fin de la concentración de poder” en un poder “aristocrático”,
es decir, fines nobles, que además parecen encontrar un fuerte arraigo social. Lo
dicho, sin embargo, enfrenta al menos dos problemas muy serios. En primer
lugar, si los fines son los declarados, los medios escogidos hasta
ahora, son completamente inaptos para alcanzarlos. Ejemplo (dentro de la
parte “conocida” de la reforma): si el problema es que “Comodoro Py” actúa bajo
arreglos y presiones políticas, de modo oscuro y lento, pero -para atacar dicho
problema- se mantiene idéntica la estructura de los juzgados, pero ahora
multiplicada por 4 (pasando de 12 a 46 jueces), el problema estructural,
obviamente, también se mantiene, aunque ahora multiplicado por 4 (ello, sin mencionar
que el aumento de jueces resulta inexplicable, cuando lo que el sistema acusatorio
creado requiere es de más fiscales, y no de más jueces). En segundo lugar, y
también en relación con lo anterior, los “fines” concretos invocados por
el Presidente pecan por “omisión”: omiten decir lo más importante. En efecto,
si hay dos “tragedias” que definen los problemas del Poder Judicial, en las
últimas décadas, ellas son i) la desigualdad y falta de acceso de los más
pobres a la justicia; y ii) el modo en que la justicia viene sirviendo a la
impunidad del poder (el peor “cáncer” de la política argentina). Se trata de
dos caras de la misma moneda, en donde una (la desigualdad) alimenta a la otra
(la impunidad del poder). Lo peor de todo es que países “cercanos” (Colombia,
Costa Rica, India o Sudáfrica) impulsaron sencillas y muy exitosas reformas a
favor de una mayor igualdad (vía la “tutela”; las “acciones populares”;
facilidades para el litigio colectivo y estructural; etc.), que la reforma ni
siquiera se dignó mencionar, dejando en claro que ni se le ocurrió pensar en la
suerte de los más postergados. Otra vez: nos enfrentamos a reformas hechas por
el poder, para el poder, por el poder.
“Nunca es momento”. Los
defensores de la reforma se han quejado de sus críticos, alegando que, para
algunos, “nunca es momento de hacer una reforma, sobre todo si la hace el
peronismo”. No me detengo en esta defensa, porque además de mala, resulta
falsa: apenas salidos de la profundísima crisis del 2001, muchos apoyamos
enfáticamente el juicio político a la Corte; el decreto 222 de Kirchner; y sus
nuevas designaciones en el más alto tribunal. Ello, porque estamos bien dispuestos
a apoyar todo lo que sirva a los propósitos compartidos (no así, por caso, la
brutal y olvidable “democratización de la justicia”; o el intento de ganar
control sobre el Consejo de la Magistratura).
“La reforma tiene que
pasar por el Congreso”. Contra quienes critican al gobierno
por no haberla discutido con la oposición, sus defensores recuerdan que la
reforma no puede salir sin acuerdo parlamentario. Mala respuesta: no pretendemos
ninguna “generosidad” oficialista; ni pensamos que el paso por el legislativo
le resulte “opcional” al gobierno (la verdad es que el “apuro” del gobierno fue
tal que siquiera alcanzó un acuerdo con las dos principales personas encargadas
de la redacción de su propio proyecto!). Por supuesto que, mientras vivamos en
democracia, una reforma semejante debe surgir del Congreso. Lo que uno se
pregunta es cómo puede ser, dada la seriedad de lo que está en juego, que no se
haya optado por el camino de legitimar la reforma, desde su inicio, a partir del
acuerdo democrático más extendido, y con agenda abierta. Los temas que más nos
importan y más nos dividen exigen que construyamos decisiones no de modo
“elitista”, y “desde arriba”, sino “desde abajo”, y a través del diálogo
democrático.
se crean 169 nuevos cargos de magistrados y magistradas (juezas y jueces, fiscales y fiscalas,
ResponderBorrardefensores y defensoras).
Estamos locos si aceptamos que un gobierno nombre tanta gente!!
Muy esclarecedor su texto, demuestra un alto grado de formación docente. Gracias.
ResponderBorrar