22 oct 2022

V. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Inglaterra 2

LONDRES



Pero qué ciudad!  Volví ayer a Londres, después de tanto tiempo. La vez anterior fue en el 2014, en una estancia maravillosa en el University College. Ayer, llegué y tuve un primer y único comentario, que ocupó todo el espacio (mi espacio): “Pero qué pedazo de ciudad!" Me acordaba de ella, como de un amor viejo, sin recordar que me gustaba tanto. Ella lo da todo: vital, potente, diversa, rica; elegante y decadente; con un multiculturalismo radical y agresivo; altanera y sucia, acogedora y vengativa; llena de edificios de vanguardia y de los más viejos; repleta de parques, plazas y flores amorosamente cuidadas por japoneses; pletórica de ruido y de furia, pero también de silencio y de algunos pájaros; orgullosa de su ingenuidad y de su torpeza: Londres, que parece todo, no se parece a ninguna. Una ciudad que transpira llovizna, que exhibe en sus músculos energía y bravura, que es explosiva en consumo y en ofertas de cualquier rango - hasta la miseria, hasta la locura. Londres puede darle a uno lo que le pida y más, por un precio enorme. Y mientras, se pierde por siempre lo que ella decide dejar atrás y olvida.

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Café en las venas. Antes de empezar mis seminarios, busco café. Supongo que cuando uno habla de “inyectarse café,” busca lo que ayer, aunque no siempre, encontré. Aún en los cafés de especialidad, uno no siempre puede dar con ese elemento deseado. Café que lo lleva a uno a hacer un alto, mientras va entrando en el cuerpo, mientras uno queda obligado a detenerse, para festejar el ingreso, saboreando la gloria del momento. Café que entra en las venas, café que desafía, café algo violento, que se anima, me anima, mientras va empujando la sangre que encuentra a su paso. 



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Del desamparo al sin refugio.  Quería, desde mi llegada, hablar del refugio, del shelter, que la ciudad da cada vez menos, y de la soledad y el desamparo que vienen con ello. Pensé en el desamparo, primero, con la diaria llovizna, cuando se hizo intensa y busqué refugiarme bajo el alero de algún edificio. Sorprendentemente, caminaba y caminaba y el techo no aparecía -parecía más bien evitado- por lo que debía refugiarme al interior de alguna tienda que no me daba la bienvenida. En lugares así, pensaba, todos estamos a un paso del abismo; a varios pasos, en cambio, de la salvación.

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Nostalgic vs. Romantic. Ayer, en la London School, presenté mi libro, y lo puse en diálogo con otro, publicado apenas días antes del mío: “Against Constitutionalism,” de Martin Loughlin. Afortunadamente, y más bien por azar, en esta semana misma había aparecido un comentario (review) mío, sobre el libro de Loughlin. En mi comentario, elogiaba menos que criticaba a Loughlin, creo. Lo elogiaba en lo que encontraba como un proyecto o, al menos, una preocupación común, la de revitalizar la democracia, en un marco político y legal dominado por un constitucionalismo pervasivo, invasivo, preparado para resistir más que para producir democracia (digámoslo así). Lo criticaba en algunos de sus supuestos y fines (que definiría como Schmittianos), y por estar asentado en una pintura de la sociedad y de la cultura política propia de otro tiempo: el tiempo de post-guerra, en el que ganaban los Labor, había sindicatos fuertes, una sociedad movilizada, un Welfare State emergente y lleno de promesas. Por todo eso -le decía- el libro se mostraba algo viejo: anhela el retorno a un pasado que no está llamado a volver. Sostuve entonces, en mi comentario, que su libro era “nostálgico.” Durante las discusiones que tuve al respecto, con Loughlin (primero por mail, luego durante la discusión de mi libro) él retomó esa crítica que yo le hacía, entre otras y antes que otras. Y me dijo entonces -usando una frase que me causó gracia y que me pareció resumía perfecto, el carácter de nuestros libros: “If my book is nostalgic, then yours is romantic” (“si mi libro es nostálgico, entonces el tuyo es romántico”). 

El subte de Londres. Me levanto temprano hoy, voy en dirección al subte, porque en un rato retorno al continente, en tren, desde Londres a Francia. Ingreso al metro de Londres, al que desde siempre le temo. El metro nos obliga a túneles infinitos, que exigen un andar largo, fatigoso siempre, por debajo, sin saber cuándo termina el camino. También las escaleras mecánicas, imposibles, que suben hasta el cielo y nos ponen a rogar que el sistema no falle, que la escalera no se detenga, que no nos veamos forzados a formar largas colas detrás de las puertas de ascensores que, suponemos, van al infierno. Leo que los túneles de Londres descienden, típicamente, y en promedio, unos 24 metros, aunque los hay que llegan hasta los 67. Leo que la escalera debajo de Hamstead Heath tiene 320 escalones: una pirámide cabeza abajo. Telaraña de Londres, que espera por la mañana a sus presas. Telaraña de Londres, que nos rodea y sin que nos demos cuenta nos encierra y deja que veamos sus dientes. Telaraña de Londres, que cada día se ríe de nosotros, mientras protestamos contra el metro y nuestro destino. Telaraña de Londres, que nos amenaza con suficiencia, porque sabe que al día siguiente, a pesar de todo, volveremos a requerir su ayuda (y allí nos espera).



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