OXFORD
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Revisando que el mundo conocido siga en su lugar. Acabo de llegar a Oxford. Como me suele ocurrir, en particular con los lugares que supe amar, apenas arribo me toma el cuerpo una inmediata compulsión a recorrer lo conocido: necesito volver a cada uno de los lugares propios, hasta asegurarme de que todo ellos están, y están igual o mejor que la última vez, y que no han cambiado de lugar. En lugares como Buenos Aires, tan dominados por la crisis; o como Nueva York, tan dependientes de la lógica del dinero; o como Barcelona, tan marcados por la fiebre del turismo, suelo encontrarme con sorpresas preocupantes. Pero no lo esperaba en Oxford, tan hija de la tradición.
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Sale Blackwell, entra Watestones. Los cambios que encontré a mi llegada en Oxford, fueron de todo tipo. Comienzo enumerando lo que sigue igual: la bruma, la niebla, la garúa permanente y mínima. Luego –muy importante- en el Covered Market seguían en su sitio las Cookies de Ben, como estaba también allí el siempre decadente café de Browns (aunque, cabe decir también, al mercado le faltaban algunas piezas imprescindibles), la carnicería surrealista, los quesos. Estaban, más allá, en Little Clarendon, los helados de George & Davies; el local de cerámicas; algunos pequeños localces de apoyo. Estaban, por supuesto, y sobre todo, los viejos Colleges, empezando por el mío –Balliol- en principio impecables. Pero luego...luego. La librería de Oxford University Press: pilar fundacional de la vida filosófica local, no estaba más! Completamente desarmado, y no hacía tanto! Se había ido asimismo el lugar en donde compraba mis indispensables italianos; también mi boulangerie favorita, y así. El estallido final fue cuando llegué a Blackwells. Blackwells! El templo sagrado al que Elster definió como la mejor librería académica del mundo! Tu también Blackwells!! Llego, voy a la sección de filosofía, y me encuentro con que el salón que ocupaba –un salón propio, distinguido, rectangular, enorme, central- estaba invadido por otros libros, mientras que los de filosofía –los que le daban identidad y parte de su sentido a la librería, y a la Universidad- habían quedado marginados en algunos estantes arrinconados, en la misma sala. Ahora, aparecían por ahí, donde antes vivían los otros –sus genuinos dueños- libros sobre Desarrollo, Religión y Seguridad! No puede ser! Y con Derecho también: de la franja amplísima que ocupaba, ya no había nada, y todos los libros aparecían amontonados, espalda contra espalda, en una nueva sección. Angustiado, voy a hablar con una empleada de las viejas. Ella, claramente con el alma partida, como yo, lo admite –sin lealtad empresaria hacia los nuevos: había nuevos dueños. Me cuenta que el viejito don Blackwells no daba más, y que la familia terminó cediendo la librería a su competencia: Waterstones (según The Guardian, de febrero del 2022, la mayor cadena de libros de Gan Bretaña compró la principal librería independiente, terminando con 143 años de administración familiar de Blackwell’s y llevando un paso más allá la concentración económica en la industria editorial). Sí. Es lo que parecía: es el fin! Todo tiene un final. Debía ser lo contrario: todo tenía que seguir igual, para siempre! Nada de esto tenía que cambiar, nunca! Nunca jamás!
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Qué hacer, ante qué? Lo anterior -que ya no estén las gloriosas librerías de Blackwell, de Oxford University Press- nos dice algo más, pero qué? Hay algo allí, como también en el modo en que están trabajando las editoriales académicas (varios con los que he hablado, y que publicamos en ellas, coincidimos en la terciarización monstruosa que exhiben, que lleva a que los procesos de armado, producción, pero también corrección y estilo, queden en manos de mano de obra extremadamente inexperta, incalificada, hasta el asombro inepta). Será que se lee menos sobre teoría? Será que se buscan textos más prácticos? Será que el campo lo dominan las otras tareas, para nosotros menores, ajenas: business, marketing, programación, etc.? Será que los que pensábamos diferente hemos, simplemente, perdido?
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Conservadurismo de los lugares. Me pregunto, igual, sobre el porqué de mi obsesión por ciertas permanencias; la necesidad de que ciertas cosas se preserven siempre idénticas a sí mismas: siempre. Me pregunto dos cosas. Primero: por qué tuve de Oxford, como de otros lugares, una experiencia tan reducida, tan poco aventurada, tan poco exploratoria, tan confinada a tan pocas cosas (esta heladería, aquel café, aquella biblioteca, la librería de más allá). Segundo: por qué ansío que esas cosas permanezcan siempre iguales a sí mismas, intocadas. La respuesta –para las dos preguntas la misma- es que no lo sé. Parte de la cuestión la pudo haber explicado bien, en su momento, el genial filósofo marxista, mi amigo Gerald Cohen. Jerry, poco antes de morir, escribió un texto -“Rescuing Conservatism”- en el que hizo una defensa “conservadora” de Oxford, y rescató el valor de preservar ciertos lugares, ciertas construcciones, ciertas historias. Algo de eso hay, en mi apego por lo que estaba, pero también hay cuestiones que intuyo más profundas, de las que tal vez no me enorgullezco. Las enumero porque no sé cuál es la causa más determinante, o cómo es que, en todo caso, tales causas se ordenan, y porque estoy confundido sobre el tema. Para explicar mi resistencia a navegar lejos de la costa, y explicar también mi apego al pasado, diría varias cosas: diría que muchas veces tiene que ver con el temor a perder el tiempo, en el no saber adònde ir; que hay algo de conservadurismo, sí; que hay algo de miedo al cambio, y el miedo a perderse, también; que hay algo de pereza, tal vez, y aunque me cueste admitirlo; que hay algo de no ser arrogante, aunque cueste creerlo (no presumir de todo lo que uno conoce, y por eso no conocer demasiado); que hay algo de “ya tengo suficiente,” y "estoy bien o feliz con lo que tengo". Hay algo de todo eso, sí. Pero, sobre todo, agregaría, hay algo del espíritu de la segunda guerra, que heredé de mis dos padres, inmigrantes italianos, sobrevivientes: de allí me viene la convencida, arraigada, firme necesidad de tomar lo que sirve y funciona para seguir viviendo, y nada más; y que no se pierdan más cosas, y la certeza de que ya demasiado se ha ido; y la urgencia de aferrarse a lo que hay, de tomar muy fuerte, con la mano, lo poco que uno tiene, y de no soltarlo: tal vez esto que queda conmigo, esto que escondo y que nadie ve, dentro del puño, sea lo que nos salve mañana, cuando no quede nada.
Es terrible que nos cambien el decorado de la vida. Nos vamos dando cuenta de a poco que el paso del tiempo nos va dejando solo. Pero la melancolía tiene su sabor dulce también...
ResponderBorrar"Altas" fotos.
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