Publicada hoy en LN, acá
https://www.lanacion.com.ar/opinion/seis-precisiones-sobre-el-derecho-de-privacidad-nid05022025/
Seis
precisiones sobre el derecho de privacidad
Roberto
Gargarella
Días
atrás, y de los peores modos (como suele ser la práctica propia de estos
tiempos), se reabrió en nuestro país la discusión sobre la moral privada -más
precisamente, sobre el derecho a la privacidad, sus alcances y límites.
Primero, a partir de un inexcusable discurso presentado por el primer
mandatario, en Davos; y luego, en razón de las apresuradas e impertinentes
aclaraciones (tal como es ya habitual) hechas por su Jefe de Gabinete (del
tipo: “ningún problema con la homosexualidad, pero puertas adentro”). La
cuestión en juego es difícil y de enorme importancia pero, por suerte, lo que
sostiene nuestro derecho en la materia es muy claro y contundente. En todo
caso, en honor a la relevancia del tema, y la complejidad del asunto, en lo que
sigue ofreceré seis precisiones en torno a esta discusión, con la ayuda del
derecho vigente y -en lo que resulte necesario- referencias a la teoría
jurídica contemporánea.
En
primer lugar, corresponde decir (contra lo sostenido por el Jefe de Gabinete),
que el derecho de privacidad que protege el art. 19 de la Constitución no se
refiere a un “espacio geográfico” (“puede hacer lo que quiera, pero en su
cuarto”), ni se limita a garantizar protección a las acciones que se realizan
“lejos de la vista de los demás” (“haga lo que quiera, pero cerrando las
persianas de la casa”). Ese modo de pensar la “privacidad” fue muy justamente
criticado (años atrás, y sobre todo), por defensores de los derechos de las
mujeres. Aquella vieja lectura (privacidad como “lo que quiera, pero en su
cuarto”) parecía implicar que la violencia marital era irreprochable, si se
hacía “lejos de la mirada de los otros” (el astro del futbol americano,
O.J.Simpson, que terminó matando a su pareja, alegó alguna vez, desde la
ventana de su departamento, y al ver que la policía lo perseguía, que “mi casa
es mi castillo” -nadie, por tanto podía meterse con lo que él hacía allí
adentro). Contra esa lectura reduccionista, errónea, de la idea de privacidad,
nuestra Constitución define a las acciones privadas, primariamente, como
aquellas que no “perjudiquen a un tercero”. Por eso mismo, aun si ciertos sistemáticos
actos de violencia se llevasen a cabo en el subsuelo del propio domicilio (como
en el caso de Josef Fritzl, el “monstruo de Austria”), esos actos no podrían
considerarse como “actos privados” (y por tanto irreprochables), según nuestro
derecho. Ello así, desde el momento en que implican un grave “daño a terceros”.
Conviene subrayar que, de este modo, nuestro derecho incorpora un principio que
el gran pensador liberal John Stuart Mill consideró que era suficiente para
organizar a todo el derecho: el principio según el cual ninguna acción merece
ser regulada o limitada por el Estado, en la medida en que no implique un daño
sobre terceros.
En
segundo lugar, la idea de daño a terceros no debe entenderse como incorporando
lo que son meras “preferencias externas” (al decir del notable jurista Ronald
Dworkin). Es decir, si una persona religiosa y de costumbres conservadoras
alegara sufrir un “daño,” luego de ver a dos personas del mismo sexo besándose
por la calle, habría que aclararle que ésa es su mera “preferencia externa”, es
decir, simplemente, su fuerte deseo de que los demás vivan o actúan del modo en
que él prefiere. Para nuestro derecho, este tipo de reclamos (preferencias
externas) no califican como “daños”.
En
tercer lugar, la idea de “no provocar daño sobre terceros” -aunque siempre será
difícil de precisar en sus mínimos detalles- debe entenderse como referida a
daños serios, graves. Si, por dar un ejemplo, un padre dijera que sufre un
“daño” porque su hijo opta por seguir una carrera artística, en lugar de medicina
o ingeniería, como él querría, ese reclamo de “daño” no debería tomarse en
cuenta, siquiera si luego comprobáramos la realidad de la afectación física (un
dolor de estómago, pongamos) de ese padre: no se trata de una acción (un daño)
que amerite hacer un llamado a la intervención del Estado. Es el tipo de cosas
que dejó en claro la Corte Argentina en “Alitt”, cuando precisó que el daño
alegado debía ser serio, cierto y concreto (vale la pena aclarar que en este
fallo, del 2006, la Corte dejó contundentemente de lado la posición,
conservadora y perfeccionista, que ella misma había sostenido 15 años atrás, en
el caso de la “Comunidad Homosexual Argentina”, en la que el actual juez Carlos
Rosenkrantz actuara como abogado de la CHA).
En
cuarto lugar, tampoco corresponde que el derecho le impute a la persona 1 el
daño que sufre la persona 2, si entre la acción que realiza 1 (por ejemplo,
consumir estupefacientes), y la que realiza 2, imitándolo -imaginemos que 2
muere por sobredosis, luego de haber tratado de emular o “copiar” a 1- se
encuentra un acto voluntario, realizado por una persona adulta (en este caso,
supongamos, 2 imitando la conducta de consumo de 1). Este principio también
forma parte del derecho argentino, al menos desde el fallo “Arriola”, y toda su
(gloriosa, y aún más robusta) progenie liberal (i.e., “Bazterrica”, de 1986 y
la Corte durante el gobierno de Alfonsín).
En
quinto lugar, para determinar que cierta acción, efectivamente, es la que
“causa” un cierto daño, debe examinarse la fortaleza de la correlación causal
que existe entre la acción de un sujeto X, y el daño eventual o ya provocado
por esa acción. Para que se entienda, y por ejemplo: se cumple bien con el
“principio de Mill” (“la intervención del Estado se justifica para prevenir o
responder a daños sobre terceros”) cuando, luego de un control positivo de
alcoholemia, se sanciona a alguien (i.e., se le impide conducir en estado de
embriaguez), porque la correlación entre “conducir alcoholizado” y generar
daños o accidentes, es muy alta. En cambio y, por ejemplo, los estudios con los
que contamos no muestran una correlación fuerte entre el consumo de pornografía
(violenta) y las agresiones contra las mujeres (esto, por ejemplo, contra lo
que alegara Catharine MacKinnon en su libro “Only Words”, en donde esta gran
feminista radical procuró demostrar que cierta pornografía no debía verse como
“mero discurso” -y por tanto como no censurable- sino como “daño”, y por tanto
susceptible de censura).
En
sexto y último lugar, mencionaría que la idea -aquí defendida- según la cual
puede justificarse que el Estado intervenga -por ejemplo, sancionando a
alguien- luego de que dicha persona cometa un (serio) daño a terceros, no debe
entenderse nunca como ofreciendo una “carta blanca” a cualquier tipo de
respuesta estatal (i.e., un castigo violento, la privación de la libertad). El
principio en juego siempre debe ser el de que los castigos más fuertes (i.e.,
una eventual prisión; una inhabilitación permanente) deben entenderse como
“última ratio,” es decir reservarse sólo para los casos más extremos -en lugar
de distribuirse ligeramente, como suele ocurrir en nuestro país, en cualquier
caso, y frente a cualquier causa.
Presenté
las precisiones anteriores, como un modo de contribuir a la discusión pública
sobre la cuestión de la “moral privada,” y para impedir que ella quede a la
merced de los agraviantes y confusos dichos que, sobre el tema, hoy nos llegan
desde la cúpula del poder. El derecho a la privacidad es uno de los asuntos más
delicados, importantes y difíciles que tenemos pero, por fortuna, tanto nuestro
derecho, como la teoría contemporánea, nos ofrecen una extraordinaria ayuda
para transitar con claridad y firmeza en torno a la cuestión.