Día
5, domingo 26 (continuación): Hondarribia
Hondarribia: éste ya es un paisaje que me emociona, con ciudad amurallada en altura desde donde se ve -ahí cerca- el mar, la montaña, el verde, Hendaya, San Juan de Luz, más allá Biarritz. Pueblo tranquilo, caminable, lleno de pasarelas y miradores. La muralla que alguna vez sirvió para atacar, o defenderse, hoy sirve para mirar y, sobre todo, para ser mirada, admirada. Otra vez, con una gastronomía (en pescados, sobre todo) maravillosa. Me alojo en uno de los lugares más económicos del pueblo, que resulta ser un antiguo palacio -el Palacio Pampinot, que me sienta muy bien- y por la noche cenaría en un lugar extraordinario, a pocos metros, la Gastroteka Danontzat, ilustrada con dos gallos.
Día 6, lunes 27: De Hondarribia a Hendaya
camino a Biarritz
Me
acuesto tarde, y me despierto demasiado temprano (a las 5 de la mañana hoy).
Tengo ganas de escribir algo sobre las ganas de escribir. Anoto:
Hoja
en blanco para mundos infinitos
Sí,
entiendo el síndrome de la hoja en blanco, y seguro que pasa, sobre todo al que
quiere forzar, antes que permitir que fluya, o dejar que emerja, lo que tiene
para expresar. Y es que, en verdad, lo que puede ocurrir es el atascamiento
contrario: cuáles de los miles de elementos posibles - notas musicales,
colores, formas, palabras- combinar, y de qué modo. Lo que ocurre bien puede
ser la maravilla contraria, entonces: hay infinitas historias posibles ahí
afuera, la imaginación aparece sin límites, y uno puede optar por mezclar esas
opciones del modo absolutamente libre en que se le ocurra. Es el frenesí del
todo: uno puede escribir sobre personas o animales fantásticos que vuelan, se
mezclan, se transforman en una, mueren y reviven, lloran, se aman, se
convierten en pájaros: ¡todas las posibilidades están disponibles! ¡Es increíble!
***
A la tarde me ocurre una pequeña anécdota, en un café del pueblo. Anoto:
Casablanca blues
Llego al café de la muralla, estoy escribiendo y el lugar es pequeño y está repleto. Por eso, cuando advierto que sigue llegando gente le ofrezco cuando la silla a una persona -resultó ser una médica marroquí- que bebía su cerveza de pie. Con un inglés muy malo, y en poco más de un minuto -mientras oteaba que su “just friend” (no) volviera del baño- la marroquí me pidió y me dio su teléfono (ella partía al rato), y me envió varios mensajes, llenos de imágenes de besos labiales, diciéndome “I like your style” -eso, estando ya sentada junto a su “just friend”, del que no parecía estar muy orgullosa. 80 segundos calculé. Qué brevedad de encuentro -diría David Lean, me digo. Anoto, por las dudas: visitar Casablanca.
***
Salgo
temprano de Hondarribia, destino a Hendaya. Quiero ir en barco, como me
aconsejó el de la Oficina de Turismo. Sin embargo, llego al puerto y los barcos
en enero no salen (estamos en 27 de enero y el de la Oficina ni se enteró!).
Voy a Irún en autobús, entonces, y desde ahí en tren a Hendaya. Cuando voy
llegando, advierto la sorpresa: pensé que era el último pueblo español, pero es
el primer pueblo francés. Me gusta la sorpresa, y me gusta el pueblo, y me sorprende
una luz blanca estremecedora: no es posible interrumpir la sesión fotográfica.
Por lo demás, me encanta practicar el francés, aunque temo mucho ser como un
gringo tratando de hablar español: siempre mal, siempre incomprensible. Hasta
ahora bien. Los franceses, en cambio, superan y revierten mi buena disposición
hacia ello: como si el punto general fuera poner distancia con uno (extranjero)
y hacerle saber que uno molesta o incomoda, aunque esté comprando un café au
lait o un billete de autobus.
Biarritz:
Llego a Biarritz
en tren, y la estación queda bastante lejos del centro de la ciudad. Al llegar,
me sacude las vistas a los acantilados rocosos. Juan Carlos Torre (nuestro gran
estudioso del sindicalismo, y autor -junto con Elisa Pastoriza- de Mar del
Plata: Un sueño de los argentinos), me había anticipado que comparara
Biarritz con Mar del Plata: parece que uno de sus fundadores (junto con Patricio
Peralta Ramos) fue Pedro Luro, un vasco-francés llegado al país, que pensó Mar
del Plata (el célebre balneario, la “Biarritz Argentina”) bajo el modelo de Biarritz,
y a partir de las similitudes que encontraba en acantilados y colinas
lindantes. Hoy, Juan Carlos me recuerda el aviso, que por primera vez
certifico.
Viva Biarritz! -como dice el árbol.
Es un día de mucho viento, el mar está enloquecido, y las olas se sacuden cerca, altas y amenazantes. Como el mar, a la altura del centro, termina siendo encerrado por varios cúmulos de roca, desparramados por cada costado, entre colinas y acantilados, el oleaje es caótico y furioso. El espectáculo resultante es una maravilla, y -entre la luz que llega, el viento que empuja al mar, y el rebote que provocan las piedras- la textura que toman las aguas es, sencillamente, escandaloso. Se trata de una textura densa, de un blanco audaz, azul, y un tibio amarillento, que convierten a cada fotograma -con independencia de quien lo saque- de maravilla: las fotos resultan indistinguibles de pinturas, Sorollescas.
Apenas me acerco a la costa, por lo demás, presencio un número espectacular. Anoto:
Amazona
en Biarritz
Seguramente
arribada recién desde el mar Negro, veo que se acerca al agua -muy decidida- una
mujer guerrera, cuando todo el resto de la localidad buscaba refugio o techo. El
mar aparecía particularmente violento esta mañana, pero allí se encontraba la
amazona, por completo despreocupada de semejantes peligros. A un costado,
desentendida también de quiénes podían estar mirándola -luego advertiría que
sólo yo me encontraba haciéndolo- la amazona se quitó sus ropas y,
parsimoniosamente, se calzó un bañador. Desafiando al viento, al frío, a las
embravecidas olas, ella avanzó tranquila hacia el mar -todos los demás, más
allá, se mostraban huyendo- y desafió el inclemente tiempo sin plantearse dudas:
no concebía la posibilidad de hacer otra cosa que la que estaba haciendo, no se
representaba la situación de encontrarse en un lugar diferente del lugar en el
que encontraba. Con ese espíritu, ingresó y salió del mar las veces que quiso,
hasta que, simplemente, desapareció del lugar, y de mi vista, sin que yo
advirtiera cómo. Marchó a través del mar, supongo, quizás de regreso a
Temiscira.
***
Por
la noche ceno (mal) sentado en el “Café de la Plaza,” añorando el “tapeo” que
rige en las comidas, apenas pasos más allá, cruzando la frontera. Anoto
La
estrella del tapeo
Hay
algo maravilloso en el tapeo español -racimos de gente de pie, apiñados
amontonados junto a la barra del bar, comiendo “tapas” o “pinchos” diferentes,
con una conversación que llega de todos lados, en voz alta, que sumado a la
música que suena impide que nadie entienda algo: ni a quien tiene a su lado, ni
a quien le grita desde más allá, ni la música, ni nada. Las historias que dan
origen del tapeo remiten todas a reyes tomando algo en el sur de España, junto
a un mesero que le “tapa” la copa con una feta de queso o una loncha de jamón, para
que no entren polvos o moscas (los Reyes Católicos en una taberna de Cádiz,
enfrentados al levantisco viento del Levante; Alfonso XIII tomándose un jerez
en el (todavía hoy abierto) mesón del “Ventorrillo del Chato”), en medio de una
“levantera”. Hoy, el “tapeo” es el aperitivo, un tentempié, la comida de entretanto
pero, sobre todo, un modo breve y efectivo de la socialización ibérica. Me recuerda
al de los italianos, no en el aperitivo (abundante y sentado, no de parados)
sino en una de las varias ceremonias del café o del “Amaro”, que ejercitan
durante el día: de pie, junto a la barra, apiñados, y conversando con el de al
lado -en este caso, un ocasional y coincidente parraquiano -antes que los
compañeros de la fugaz salida. Un parroquiano que posiblemente retorne al día
siguiente, con quien tendrá conversaciones de instantes, calificativos el hecho
político, futbolístico o climático del día. La estrella a mirar, en cualquier
caso -tanto en España, como en Italia- es el mesero o encargado de la barra:
figura notable, eficientísima, de calibrada memoria, que retoma y resuelve sin
fallas, decenas de pedidos al mismo tiempo, desde una amigable distancia. Algún
día alguien debería escribir unas buenas páginas sobre esta especie, abundante
y a la vez única. Es habitual que recuerden el nombre y alguna característica
del parroquiano de turno, que le permita el contacto visual y verbal de apenas
segundos, con el comentario preciso, la palabra exacta, que al instante se
esfuma: Puede ser, en España, “Otro papelón del Barza; “o en Italia: ¿un Lucano
come sempre, dottore?”.
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