Publicada en Clarín, hoy, acá:
https://www.clarin.com/opinion/exigencias-constitucionales-igualdad_0_MBRdLtW443.html
Las
exigencias constitucionales sobre la igualdad
Desafortunadamente,
para el Presidente, el Ministro de Justicia, y algunos de sus seguidores
digitales, el embate que hace tiempo iniciaran contra el principio de igualdad
se encuentra también condenado al fracaso: hace décadas que la Constitución exige
más bien lo contrario de lo que ellos piden. Más aún: la concepción que abraza
la Constitución de 1994, en materia de igualdad, no es una más, o una
cualquiera, sino una de las más exigentes, la “igualdad real de oportunidades”
(art. 37). Y todavía más. Esa renovada idea de igualdad, que hoy define al
derecho argentino, nació en oposición a otras, dentro de las cuales se incluye la
que el Presidente favorece en sus discursos: la decimonónica idea de la
“igualdad ante la ley.” Esta noción de igualdad fue precisada y reforzada por
la Constitución del 94, que entendió que aquella idea primitiva resultaba
insuficiente, sino directamente funcional a la preservación y reproducción de injustas
desigualdades. Ello no niega que, en su momento, la “igualdad ante la ley”
resultara revolucionaria. En efecto, en tiempos de la declaración de la
independencia, y después de siglos de dominio colonial, amplios sectores de la
sociedad habían quedado transformados en “ciudadanos de segunda”, al no poder
votar, reclamar por sus derechos, o por vivir, directamente, en la esclavitud.
Frente a dicha situación, la “revolucionaria” “igualdad ante la ley” vino a
decir que el Estado, nunca más, haría uso de su fuerza y del derecho,
para oprimir a ningún grupo o persona, como era común hasta entonces.
Es
claro, sin embargo, que aquella revolucionaria declaración, resultaba
insuficiente: ¡el Estado ya había hecho uso de su fuerza y del derecho,
para oprimir a la mayoría de la sociedad! ¡Y lo había hecho durante siglos!
Con lo cual, y por razones por completo ajenas a su responsabilidad, una
mayoría de personas habían quedado relegadas a una situación de pobreza extrema,
sin educación, y con acceso, en el mejor de los casos, a los peores trabajos.
De allí que comenzara a resultar obvio que la (mera) “igualdad ante la ley” no
bastaba. ¿Qué idea de igualdad podía ser necesaria, entonces, cuando se
reconocía que la simple “igualdad formal” venía a consolidar injusticias que el
propio Estado había construido? Veamos algunas de las opciones que evaluaron
nuestros constituyentes.
Por
un lado, aparecía la opción de la igualdad simple, donde todos obtienen
lo mismo (i.e., iguales salarios), con independencia de sus necesidades,
preferencias, o méritos, pero ella se mostró siempre muy tosca, y en tensión
con las protegidas libertades de cada uno (¿por qué debo ganar lo mismo si
trabajo mucho más?). De manera similar, la igualdad de resultados, en
donde no se otorga a todos “lo mismo”, sino que se procura que todos, “al final
del camino,” queden situados en posiciones similares (respecto de su riqueza,
bienestar, etc.), fue rechazada como demasiado exigente, y en contradicción con
el espíritu (también) liberal de la Constitución Argentina (i.e., por qué
privarme del derecho de obtener “todavía más bienes”?). Asimismo, la mera o
simple igualdad de oportunidades -la “igualdad en el punto de largada”-
también parecía una opción muy injusta. Si, como en una carrera, se permite que
cada uno “llegue donde quiera y pueda”, pero sin tomar en cuenta lo justificado
o no del “punto de partida”, el valor de la competencia se resiente. En efecto,
si el Estado fue responsable de “quebrarme una pierna” o “atarme las manos”,
antes de la largada, luego, no puede hacerme responsable a mí, porque no llegué
tan lejos como hubiera querido. Este tipo de injusticias (creadas por el propio
accionar del Estado) son las que, justamente, y de modo acertado, quiso confrontar
la Constitución de 1994, al comprometerse con la igualdad real de
oportunidades. Por ejemplo: si, durante décadas, el Estado persiguió y
privó de sus propiedades y pertenencias a los indígenas, luego, tiene sentido
que el Estado asuma la responsabilidad por sus propias faltas, y trate de mejorar
las oportunidades de sus “perseguidos”. Algo de eso es lo que procuró el Estado
argentino, por caso, al suscribir el Convenio 169 de la OIT (que les garantiza a
las comunidades indígenas que participen directamente en la decisión sobre sus
propios asuntos). De modo similar si, durante décadas, el Estado le impidió
votar y participar en política a las mujeres, y dificultó su acceso a ciertos
trabajos o a la educación superior, luego, tiene sentido que el Estado no se
contente con “declarar la igualdad ante la ley” de las mujeres: él fue
responsable de situarlas en un peor “punto de partida” (lo que puede implicar
que deban hacer el doble de esfuerzos que los varones, para obtener similares
resultados). De allí los compromisos asumidos por el Estado (i.e., art 75 inc.
23) en materia de “acción positiva”. En definitiva, y por más que el actual
elenco de gobierno se sienta muy incómodo con las obligaciones que tiene, en
materia de “justicia social”, “igualdad” o “acciones afirmativas”, hay que
decirle que vivimos en un estado de derecho, y que, le guste o no, su primera
obligación es asegurar que la ley resulte realmente, y de una vez, igual,
para todos.
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