13 mar 2024

Por qué el DNU debe ser jurídicamente rechazado

 Escribimos junto con Laura Clérico, Raúl Gustavo Ferreyra y Andrés Gil Domínguez

El DNU 70/2023 debe ser rechazado por el Congreso

El DNU 70/2023 emitido por el Presidente, en acuerdo con sus ministros, debe ser rechazado por el Congreso por su manifiesta nulidad constitucional absoluta e insanable en el marco del control político ulterior previsto por el art. 99 inciso 3 de la Constitución. 

La Corte Suprema de Justicia sostiene que “la Constitución Nacional no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto” (Fallos 333: 633).  

El Poder Ejecutivo tiene prohibido constitucionalmente "emitir disposiciones de carácter legislativo" y no puede acudir a un DNU porque no tiene mayoría en el Congreso. El DNU 70/2023 es un instrumento que se ha dictado por fuera de las “circunstancias excepcionales” admitidas en forma restrictiva por la Constitución. Corresponde subrayarlo una vez más: la Constitución autoriza el dictado excepcional de un DNU “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes.” Y éste no es el caso, ya que el Congreso se encuentra funcionando. 

Asimismo, al modificar o derogar de manera definitiva 81 normas, desnaturaliza las atribuciones del Congreso como órgano que titulariza la tarea constitucional de diseñar la legislación. Tal accionar comporta la ruptura de la separación de poderes del Estado, y favorece la concesión de la suma del poder público al Ejecutivo, algo expresamente prohibido por el art. 29 de la Constitución. Las facultades extraordinarias que se arroga el presidente permiten que los derechos y bienes de las personas queden a su merced: las libertades que se “conceden” un día desde el poder, a través de una medida discrecional, pueden ser “removidas” al día siguiente, a través de otra medida discrecional. 

El Congreso tiene la obligación de evitar que se consolide el mecanismo que propone el DNU 70/2023 mediante el cual el Poder Ejecutivo puede elegir discrecionalmente entre dictar un decreto de necesidad y urgencia o someterse al trámite ordinario previsto por la Constitución para la sanción de las leyes.   

 Laura Clérico

Raúl Gustavo Ferreyra

Roberto Gargarella 

Andrés Gil Domínguez

 

Ciudad de Buenos Aires, 13 de marzo de 2024


29 feb 2024

Qué podría decirle John Rawls a este gobierno

 



Publicado hoy, acá

https://www.clarin.com/opinion/dialogo-imaginario-milei-john-rawls_0_DSD93sTFv8.html



En las líneas que siguen, quisiera recurrir a la ayuda de la filosofía política contemporánea para reflexionar desde allí sobre el nuevo gobierno argentino. Me interesa pensar qué es lo que podríamos aprender de dicha filosofía. Me referiré, en particular, a John Rawls, quien fuera -junto con Jurgen Habermas- uno de los más importantes e influyentes filósofos políticos del siglo xx -quien cambiara el curso contemporáneo de la disciplina, involucrándola otra vez en los asuntos de la política (en términos de Rawls: “política, no metafísica”). 

Según Rawls, la tarea principal de la filosofía política debía ser el estudio sobre el uso legítimo de la coerción. Como el Presidente, Rawls también se planteó, ante todo, la pregunta sobre cuándo es legítimo el uso de la fuerza estatal. Sin embargo, él lo hizo a partir de supuestos completamente distintos de los del Presidente. Para Rawls, la intervención estatal es imprescindible porque nadie se “merece” haber nacido pobre o rico; ni dotado de buena o mala salud; ni con un color de piel o de ojos o un sexo tal o cual. En todo caso -agrega Rawls- que uno haya resultado afortunado o perjudicado por “la lotería de la naturaleza” no es un problema: el problema es que el Estado respalde con su fuerza a esos hechos “moralmente arbitrarios” (si impide, como impidió, que las mujeres voten; o que las personas de color accedan a la escuela; o que los más pobres se eduquen). La justicia -dice Rawls- debe ser la primera virtud de las instituciones. En tal sentido, las afirmaciones presidenciales al respecto (del tipo “el Estado es criminal”) resultan, más que equivocadas, absurdas. Ello, entre otras razones, porque, así como -obviamente- un Estado que abusa, tortura o “roba” es injusto; también lo es el Estado que “no hace nada,” y de ese modo permite que algunos (digamos, los más afortunados o los más violentos) abusen de todo el resto. Para Rawls, los derechos de las personas pueden violarse tanto por la acción estatal (ie., cuando el Estado tortura), como por sus omisiones (por ejemplo, cuando no interviene y deja a los más jóvenes sin educación, y a los más viejos sin atención médica). Rawls acuñó una idea que luego (a través de Carlos Nino) el ex Presidente Raúl Alfonsín convirtió en frase propia: necesitamos mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventajados.

El Presidente podría replicar: la sola creación del Estado ya desata abusos e injusticias irrefrenables! El Estado nunca podrá actuar de modo justo! Sin embargo, en este punto, aún los anarco-capitalistas que el Presidente invoca defienden la intervención del Estado: ellos requieren (como Nozick, por ejemplo, rival teórico de Rawls), un “estado mínimo” que asegure, por ejemplo, defensa y justicia (ie, que proteja la propiedad privada; que cuide las fronteras; que persiga al narcotráfico). Y es aquí donde los libertarios tienen un problema irresoluble: ellos piden Estado, justamente, para el ejercicio de algunas de sus funciones más amenazantes (seguridad, defensa). Luego, la sugerencia de que “nosotros conseguiremos que el Estado llegue sólo hasta allí (ie, brinde seguridad, pero que no se exceda)” resulta contradictoria con la propia lógica de su furiosa crítica anti-Estatal (e incompatible con la idea presidencial sobre la eliminación del Estado). 

Otra preocupación que expresaría Rawls, frente al Presidente, refiere a la necesidad de dotar de estabilidad a las políticas escogidas. Rawls le diría: de nada sirve definir un “rumbo correcto”, si la decisión del caso no va a poder sostenerse en el tiempo. Por eso mismo, resulta muy serio que las políticas se impongan a través de decretos (un DNU que hoy nos “concede” -sic- libertades puede ser eliminado mañana, con un chasquido de dedos); como que no obtengan el respaldo de los representantes en el Congreso; o (mucho peor) que no se “construya” cuidadosamente el respaldo democrático a tales políticas. Rawls considera irracional decidir las políticas pensando en “cuán lejos llegaríamos, si todo saliera perfecto” (llama a ésta, estrategia de “maximax”). Propone lo contrario: preguntarnos cómo quedaríamos parados, si la apuesta nos saliera mal (“minimax”). Qué pasaría, por caso, si por error o desgracia (“las diez plagas de Egipto”) nuestra principal política se frustrara? Nos mantendríamos de pie, gracias al respaldo democrático conseguido, o nos hundiríamos en el abismo, bajo la aquiescencia de todos aquellos a los que, en el camino, insultamos y despreciamos? (“son la casta,” “son ratas”).

Rawls dedicó la última, larga etapa de su vida a reflexionar sobre los problemas de tomar decisiones en el contexto de sociedades plurales, multiculturales y diversas, marcadas por el desacuerdo. Su amigo y colega Thomas Scanlon publicó un libro sobre el tema: “Lo que nos debemos los unos a los otros” (What we Owe to Each Other). La respuesta: nos debemos respeto, y por tanto tolerancia, y por tanto cuidado, y por tanto -y sobre todo- un enorme esfuerzo para explicar y justificar las decisiones que tomamos. Necesitamos convencer a todos de que las políticas que impulsamos son políticas razonables. Es decir, lo contrario a simplemente imponerlas, insultarnos, tomar al que piensa distinto como enemigo: degradamos así la vida pública. Y ninguno de nosotros se merece el maltrato.




20 feb 2024

Reglas de juego para la polarización

Publicado hoy en LN https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-extremismo-de-los-representantes-no-expresa-la-sensatez-de-la-sociedad-nid20022024/


 

En lo que sigue, procuraré explicar la preocupante situación política que atravesamos hoy, en la Argentina, sin dar mayor relevancia a algunos de los factores que habitualmente se mencionan para ello. En tal sentido, eludiré las explicaciones que apelan, por ejemplo, a un cambio ideológico generalizado (“el país ha girado a la derecha”); o que refieren a una súbita modificación de actitudes y preferencias (“la gente ahora es más individualista”); o que refieren al impacto que estarían ejerciendo las tecnologías modernas en la producción de nuevas formas de comportamiento (“la culpa es de las redes sociales”). Sin descartar la influencia de factores tales (cambios culturales y tecnológicos), procuraré mostrar que este preocupante momento que vivimos en el país se debe (no solamente, pero también) a unas reglas de juego establecidas, muy cuestionables, que favorecen una polarización que impulsan los representantes (“es todo o nada”), a la vez que dificulta o invisibiliza que emerjan y se conozcan los cuidadosos matices que está dispuesta a reconocer la ciudadanía (“que se haga de esto, bastante, pero nunca aquello”).

Conforme a lo anticipado, tomaré como supuesto, en lo que sigue, que la Argentina atraviesa una etapa políticamente “trágica”. Permítanme respaldar muy brevemente este aserto, antes de concentrarme en el objeto principal de mi trabajo. Hablo de una “tragedia política nacional”, porque en un momento de crisis radical como el que vivimos (crisis económica, con tensión social, inseguridad, niveles de desigualdad crecientes -situaciones todas que demandan enormes esfuerzos de comprensión y ayuda mutuas), tenemos a la principal dirigencia caminando exactamente hacia el lado contrario que necesitamos. Desde el poder no se busca y posibilita la conversación política, sino que se la sabotea; no se ayuda a la conciliación, sino al enfrentamiento; no se tratan de sanar las heridas sociales, sino que se las atiza con fuego. Ninguno de nosotros se merece esto: ni ahora, ni antes, ni nunca. No es éste el trato que nos debemos. Por humanidad; por respeto al otro; por la legitimidad de las decisiones que se toman; por el hecho básico e irremovible de que vivimos en sociedades marcadas por el desacuerdo. Insisto: cualesquiera sean las broncas o las necesidades políticas del momento, nadie se merece vivir rodeado de insultos y de maltrato. Y no porque seamos “almas sensibles” o “bellas”, sino porque compartimos la igualdad dignidad moral de ser humanos.

Pero entonces -yendo a la pregunta central de este trabajo- por qué es que nos encontramos con dirigentes que juegan con fuego, que persisten en presentar a la política pública en una clave más propia de los videojuegos violentos? Sugeriré aquí que una causa de ello (no la única, y tal vez no la principal), reside en las “reglas del juego.” Se trata de reglas que, a pesar de sus muchos méritos, encierran problemas de origen; se han deteriorado con el paso de los años; y en los últimos tiempos han quedado bajo el control de quienes abusan de ellas (el fenómeno de la llamada “erosión democrática”). Para comenzar con un punto que reúne bastante acuerdo, señalaré que, desde hace décadas, en la Ciencia Política, se estudia de qué modo algunas reglas constitucionales han ayudado a socavar o limitar a los gobiernos democráticos. Ejemplos relativamente claros de esas imperfectas reglas, son los siguientes: la institución del Colegio Electoral (que, afortunadamente, la nueva Constitución Argentina dejó de lado), y que permite la elección como Presidente de candidatos que, en los números, resultaron derrotados (hasta por algún millón de votos, como en el caso de Trump, en los Estados Unidos); el Senado, que es una institución cuyos miembros tampoco tienen un origen directamente mayoritario; los miembros del Poder Judicial (el poder “contramayoritario” por excelencia), que se compone de personas electas por representantes de los otros dos poderes “minoritarios” (la Presidencia y el Senado). Esto le ha permitido a Steven Levitsky (autor del principal “best seller” político de nuestro tiempo, Cómo mueren las democracias?), hablar, en su último libro, de la “Tiranía de la minoría”. De este modo, autores como Levitsky simplemente retoman, profundizan y expanden lo que ya señalara, décadas atrás, el “decano” de la Ciencia Política contemporánea, el notable Robert Dahl -quien críticamente se preguntara, en uno de sus últimos libros, “cuán democrática era” la Constitución de su país.

En lo personal, suscribo plenamente objeciones como las de Dahl o Levitsky, pero también quiero ir bastante más allá de ellas. Y ello así, no solamente por el afán de profundizar en sus críticas, sino por convencimiento: la certeza de que la idea de democracia debe leerse de un modo más exigente. En efecto, Dahl o Levitsky, entre tantos, parten de una idea “mayoritaria” (“estadística”, al decir de Borges) de la democracia (básicamente: “democracia como regla de la mayoría”), y a partir de allí, y con acierto, muestran de qué modo las propias “reglas del juego” pueden impedir hasta lo más obvio, esto es, que el poder se distribuya con prioridad hacia los más votados (así, puede ocurrir, como en USA, que el Ejecutivo, el Senado y la Corte, queden en manos del partido menos votado -el Republicano). Hasta tales extremos llegamos. Sin embargo, muchos pensamos que la democracia requiere ir más allá de la “regla de la mayoría”. Ella exige también, y por caso, que las decisiones sean el producto de un debate inclusivo, abierto, inacabado. Me anticipo: definir a la democracia de este modo no implica una mera sofisticación abstracta (“jactancia de los intelectuales”) sino afirmar algo clave. Permítanme ilustrar lo que digo con un caso, relacionado con el actual gobierno.

Apenas un mes después de haber llegado al poder, algunas encuestas llamaron la atención sobre algo finalmente obvio, esto es, que el gobierno que gracias al ballotage había alcanzado un 56% de los votos, no recogía -en absoluto- porcentajes de apoyo similares, en relación con la mayoría de medidas que proponía. De hecho, preguntados sobre los detalles de tales medidas, una mayoría de los encuestados manifestaba diferencias con ellas, o se pronunciaba en contra de las mismas. La cuestión es ésta: las personas pueden (todos nosotros podemos) discernir bastante bien entre medidas diferentes. Podemos respaldar algunas medidas ampliamente (i.e., modificación de la ley de alquileres), mientras a otras las rechazamos de plano (i.e., ajuste sobre los jubilados). Sin embargo, nuestras reglas institucionales no ayudan a que emerjan tales lúcidas distinciones, y ni siquiera favorecen que las conozcamos. Todo lo contrario: ellas alientan las respuestas contundentes, espectaculares (las del “todo o nada”), mientras que invisibilizan los cuidadosos matices que mostramos. A resultas de ello, puede ocurrir que el Presidente actúe como si todavía contara con un respaldo mayoritario y sin fisuras -como si la sociedad siguiera acordando en todo con el Presidente (en la versión más exagerada de su motosierra).

En definitiva, lejos de ocurrir, simplemente -y como sugieren algunos- que “la sociedad se derechizó”, “se corrió a los extremos”, o “quedó a la merced de las redes sociales”; lo que vemos es que -de un modo decisivo- el insoportable extremismo de los representantes no expresa la sensatez de una sociedad que puede discernir y matizar muy bien, si es que las reglas institucionales la ayudan a hacerlo, si es que la política le permite demostrarlo.

5 feb 2024

La Constitución de la Igualdad (o por qué puede hablarse de un constitucionalismo de izquierda)

 



Publicado hoy en Clarín 

https://www.clarin.com/opinion/exigencias-sociales-constitucion_0_7ZrydEJ7PW.html


A fines del siglo xvii, el liberal John Locke escribió su Tratado sobre el Gobierno, y en él incluyó sus célebres páginas en defensa del derecho a la propiedad. Es probable que, dados sus vínculos con la elite británica, Locke quisiera, antes que nada, justificar la apropiación privada de tierras “libres” que llevaban adelante sus amigos. Sin embargo, no pudo hacerlo: reconoció que su tarea justificativa le requería, antes que nada, expresarse en el lenguaje de la igualdad. Habló entonces de un derecho (universal, de todos y cada uno) a la propiedad, y defendió la apropiación de tierras sólo si se trataba de tierras “libres” (de propiedad de “nadie”, y que uno trabajaba), y en la medida en que se dejara “tanto y tan bueno para los demás”. De otro modo -debió admitirlo- la apropiación de tierras no se justificaba.

A fines del siglo xviii, James Madison, junto con un grupo de lúcidos dirigentes, en su mayoría propietarios de esclavos, escribieron la todavía vigente Constitución de los Estados Unidos. Posiblemente, en ese momento, nada les interesó más, desde la posición aventajada que ocupaban, que resguardar la propiedad de esclavos, y así dar respaldo jurídico a sus propios privilegios. Sin embargo, no pudieron hacerlo: un documento así no sería aprobado por nadie. Hablaron, entonces de la igualdad ante la ley, de los derechos de petición y asamblea (desde la Primera Enmienda), y no dijeron una sola palabra en apoyo de la esclavitud. 

A mediados del siglo xix, cuando Juan Bautista Alberdi concibió a nuestra Constitución, lo hizo a partir de ideas informadas por el pensamiento de autores libertarios. Sin embargo, el texto final de la Constitución Argentina quedó definido por normas de otro contenido: cláusulas igualitarias, que consagraron el fin de los privilegios y prerrogativas de sangre; abolieron la esclavitud y de los títulos de nobleza; establecieron a la igualdad como “base del impuesto y de las cargas públicas;” y reconocieron los mismos derechos e inmunidades para todos los habitantes del país. Mucho más que eso, la Constitución permitió las protestas; afirmó el derecho de asamblea, el de peticionar a las autoridades y el de criticarlas sin censuras de ningún tipo. Más todavía: la Constitución se comprometió con un “garantismo” radical; exigió cárceles “sanas y limpias”; prohibió los tormentos, e hizo responsables a los jueces por cualquier medida capaz de “mortificar” a los detenidos. Los constituyentes advirtieron que una Constitución de otro tipo no iba a ser aceptada.

Las ilustraciones anteriores nos ayudan a reconocer una realidad -llamémosla, la “belleza del derecho”- que nos dice que, una sociedad democrática, el derecho sólo puede hablar un idioma: el idioma de la igualdad. El derecho no puede hablar un lenguaje distinto del de la igualdad, si es que pretende -como necesita hacerlo, imperiosamente- ganar legitimidad, ser reconocido y aceptado por todos. (Alguno exclamará: “Qué hipocresía!” Pero habrá que responderle con la máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. El derecho no tiene otra salida).

Por lo dicho, hay una mala noticia para quienes hoy quieren comprometer al derecho con desigualdades y privilegios que el derecho rechaza; o quieren ponerlo al servicio de una concentración de poder que el derecho niega. Lo que “dice” o “exige” una Constitución no depende de las intenciones de quienes la idearon o escribieron. Nosotros, como ciudadanos, no estamos obligados por “lo que quería Madison” o “lo que deseaba Alberdi”: nuestros derechos y deberes dependen de lo que está escrito en la Constitución, y no de las intenciones o deseos íntimos de sus autores.  

Hay una noticia todavía peor, para quienes hoy quieren imponer reformas drásticas por decreto; o idean programas “de ajuste” que afectan, sobre todo, a los más débiles. Y es que la Constitución hoy vigente ya no puede considerarse, siquiera, la Constitución que Alberdi soñara: la nuestra es una Constitución que (como todas las latinoamericanas) fue reformada hasta adquirir un perfil social y democrático mucho más exigente que el que insinuaba hace dos siglos. Ahora, nuestra Constitución se muestra comprometida con la democracia; rechaza inequívocamente la concentración de poderes en el Ejecutivo (podría decirse que la Constitución del 94 fue escrita “contra” el Ejecutivo que legisla); define exigentes derechos sociales y económicos; toma enfático partido por los derechos de los trabajadores (“participación en las ganancias”; “control en la producción”; “colaboración en la dirección”); y garantiza la adopción de “acciones positivas” en favor de las mujeres. Allí se advierte, entonces, la mala noticia: no hablamos de fantasías ni de aspiraciones utópicas, sino del derecho vigente y exigible, hoy, en nuestro país. Por lo tanto, ningún programa económico resulta válido, si no se ajusta a las exigencias sociales de la Constitución. Ninguna reforma fiscal resulta permisible, si requiere violaciones de derechos hoy, en nombre de un paraíso que llegará mañana, o en quince años.


Roberto Gargarella acaba de publicar “Manifiesto por un Derecho de Izquierda” (2023, Editorial Siglo XXI).



























17 ene 2024

Presentación del Manifiesto por un Derecho de Izquierda


Dos paginitas que leí ayer, en la presentación de Il Manifesto (luego publicado por Perfil, acá:  https://www.perfil.com/noticias/opinion/manifiesto-por-un-derecho-de-izquierda.phtml )



Reclamar al derecho vigente, en la Argentina de aquí y ahora, como un “derecho de izquierda”, no debiera verse como una provocación ni como un exotismo extemporáneo. No se trata de una bravuconada, sino de una certeza derivada del texto de una Constitución como la nuestra, a la que cualquiera accede, que cualquiera puede leer. No se trata, tampoco, de una rareza, ni de una demanda fuera del tiempo, sino de una descripción de lo que nuestro derecho exige, en el opaco momento histórico en el que nos toca vivir. Ocurre que nuestro derecho constitucional tiene una impronta igualitaria muy fuerte que, además, no puede dejar de tener. El derecho lo sabe, como lo supo siempre: de otro modo, no consigue lo que necesita, esto es, legitimidad democrática, esto es, ser aceptado por todos. Por ello, inequívocamente toda Constitución representa, antes que nada, un pacto entre iguales. Ése es el We the People al que alude cualquier Constitución, en su primera línea; ése es el “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” del que hablaba Abraham Lincoln en su lucha anti-discriminatoria. El derecho habla y necesita hablar el idioma de la igualdad: no conoce otra lengua que ésa.  


Por lo dicho, ninguna lectura de la Constitución resulta adecuada si concibe a los derechos constitucionales como exclusivos de un sector o como preferentes para alguna clase. Es que se trata de lo contrario: los derechos son universales, incondicionales, irremovibles. Los derechos son iguales para todos: ningún sector social puede quedar privado de sus derechos básicos, siquiera por un solo día.


Alguno dirá: hablamos entonces de fantasías, de una Constitución despistada, porque cuando miramos alrededor, no nos encontramos en absoluto con ese derecho igualitario al que aquí se apela. Gran error: cuando nació nuestro constitucionalismo, si mirábamos a los costados lo que encontrábamos eran esclavos, pero eso no significaba que la Constitución debía avalar la esclavitud, ni que, por negarla, se convertía entonces en una mera quimera: una Constitución de fantasía. La Constitución, por suerte, hizo entonces lo que debía hacer: consagró derechos, afirmó que en la Argentina no había más esclavos, y sostuvo que nadie tenía el derecho de esclavizar a los otros. La Constitución -insisto- hizo lo que tenía que hacer: marcó un horizonte igualitario e irrenunciable.


La impronta inequívocamente igualitaria de la que hablo es propia de cualquier Constitución, por serlo. Pero además, en casos como el de la Argentina, se trata de una marca de identidad incorporada en el propio texto de la misma, desde su nacimiento. Y ello, porque los delegados de antaño, los apocados liberales y conservadores de hace doscientos años, reconocieron al igualitarismo -a la igual libertad- como una opción ineludible. Por eso aludieron a la “noble igualdad”, por eso escribieron, en el corazón de la Constitución, que “La Nación Argentina no admite…fueros personales ni títulos de nobleza”; por eso afirmaron el principio de la igualdad ante la ley; y por eso, a lo largo de todo el texto de la Constitución, asumieron compromisos que harían empalidecer a los liberales y conservadores de hoy. Doy sólo un ejemplo adicional, para que empalidezcan un poco quienes critican hoy al garantismo, y consideran al término como si fuera un insulto. Dice la Constitución (como lo pensaba el ahora venerado Alberdi): “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice.” Noble garantismo radical, del siglo xix, que deja en claro los modos reaccionarios en que piensan los penalistas del presente.


Mucho más que eso, por supuesto. Y es que la Constitución Argentina adquirió, con el paso del tiempo, un perfil, un carácter igualitario mucho más definido. Así, y desde hace casi un siglo, la Constitución comenzó a utilizar un lenguaje reformista, radicalizado, que otras disciplinas -todavía hoy- ni se animan a ensayar. La Constitución habló, por ejemplo, de la igual remuneración por igual tarea; de la organización sindical libre y democrática; del derecho de huelga; de la participación de los trabajadores (cito) “en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. Todo ello, entre muchos otros reclamos absolutamente relevantes en el tiempo presente: reclamos vinculados con el derecho a la protesta; con el derecho a la vivienda digna; con el derecho a una crítica radical sobre los funcionarios públicos, políticos o judiciales.


Para quienes escuchan con sorna estas afirmaciones, pensando que tenemos un derecho meramente retórico o declamativo, hay malas noticias. La Constitución no incorpora esos compromisos igualitarios como mera poesía, o como espejos de colores. Por el contrario: lo hace para definir cuál es derecho vigente, y qué acciones pueden considerarse violatorias de ese derecho. Por eso, los incumplimientos constitucionales no pueden ser tratados como cuestiones de detalles, como descuidos que trataremos de resolver la próxima vez. Por eso también, la Constitución no puede ser vista -como parecen entenderla nuestros frívolos economistas, de hoy o de ayer- como un listado de objetivos vagos y generales, que debe ajustarse a los programas económicos que ellos definen sin consultarnos, pero a nuestro nombre. Es exactamente al revés: ningún programa económico pasa el test constitucional, si no es capaz de acomodar los exigentes derechos sociales y económicos que la Constitución determina. Ningún programa económico puede, por ejemplo, consagrar violaciones de derechos hoy, con la promesa de remediarlos en el futuro -digamos, en quince años. La igual libertad que establece nuestra Constitución no permite tomar a ninguna persona -y menos, a los grupos más débiles- como meros medios, sacrificables en nombre de los nobles o innobles objetivos del gobierno -se llame una moneda sana, se llame la emisión cero.


Quiero terminar citando a un socialista impensado y convencido, un artista íntegro y brillante: el genial Charles Chaplin. En el monólogo final de la obra maestra que fue “El gran dictador”, Chaplin enunció lo que parecía su propio programa de gobierno, un programa alejado de la realidad de discriminación, exclusiones, insultos y maltratos que hoy -todavía- también en nuestro país conocemos. Se trata de un programa, debo decirlo, perfectamente en línea con lo que el derecho de izquierda requiere: así, en su carácter inclusivo, en su estilo respetuoso de las diferencias, en su perfil democrático e igualitario. 


Dijo Chaplin, en 1940 (¡!): “(De lo que se trata es) de ayudar a todos: blancos o negros, judíos o gentiles… los seres humanos somos así…No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. Hemos progresado muy de prisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos.  Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Necesitamos más bondad, más gentileza. En nombre de la democracia…luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice el trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Luchemos para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. En nombre de la democracia, unámonos.”




8 ene 2024

Mileismo como contracara del Kirchnerismo

 


https://www.clarin.com/opinion/mileismo-cara-kirchnerismo_0_6E6dEF7ela.html

Apenas conocidos los contenidos del Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23, emitido por el nuevo gobierno, muchos advertimos que estábamos frente a un hecho gravísimo, dentro de la ya extraordinaria historia jurídica argentina. Lo llamativo, en este caso, no tenía que ver sólo con la dimensión del decreto (366 artículos), ni con su extensión (83 páginas), ni tampoco, exclusivamente, con su descomunal ambición (terminar con las regulaciones de la medicina prepaga; cambiar las reglas para los despidos; modificar la normativa sobre alquileres; desregular el sector aerocomercial;, etc.). Lo extraordinario era la ligereza -irresponsable o cínica- con que el decreto se ponía a derogar normas (unas 300 normas vigentes) incluyendo decenas de leyes (unas 40 leyes), hasta colocarse por encima del Código Civil, como si tal cosa. Parecía una broma que movía a risa, si no fuera porque todos sabemos de actos arbitrarios similares, que terminaron siempre de modo trágico: el Presidente y sus asesores, jugando alegremente al juego del poder absoluto.

Recuperados de la sorpresa, muchos tratamos de encontrar la racionalidad (ya que no la justificación) de un decreto tan desmedido y aparatoso, que chocaba de modo abierto con la letra explícita de la Constitución (el art. 99 inc. 3 afirma que las decisiones legislativas del Ejecutivo son “nulas de nulidad absoluta” y condiciona a los Decretos de Emergencia a que “circunstancias excepcionales hicieran imposible”). Se trataba de una genialidad que no sabíamos descifrar? La propuesta era “fingir locura” -una instancia del “pedir 100, para obtener 50”? Nada de eso: a los pocos días, advertimos que no había genialidad alguna, sino improvisación absoluta; no había estrategia legal, sino desconocimiento y desdén sobre el derecho. El texto derogaba artículos inexistentes; consideraba “necesario” que los jueces usaran toga y martillo; y entendía “urgente” que los clubes de fútbol pasaran a ser sociedades anónimas. Mucho peor que eso: examinado en detalle, el DNU revelaba numerosos “injertos” añadidos por funcionarios y empresarios amigos, que buscaron aprovechar el “río revuelto” con el objeto de favorecerse a sí mismos.

Tal vez haya un beneficio posible, en todo ese estropicio: Quizás, el acto mesiánico que presenciamos ayer, adquiera hoy una contracara virtuosa, si es que el mismo nos ayuda a reafirmar el valor democrático del derecho. Y es que son esas razones -las que el DNU nos negara- las mismas que la Constitución toma en cuenta cuando exige, para el momento de legislar, de acuerdos democráticos amplísimos. Ahora tal vez lo veamos más claro: nadie es lo suficientemente “genial” como para poder cambiar cientos de normas en un día; requerimos del debate público para que los demás nos corrijan, pongan a nuestro alcance la información de la que carecemos, o reparen nuestros olvidos; y necesitamos, sobre todo, de los que piensan diferente, para que nos digan en qué nos equivocamos, o qué derecho fundamental afectamos, cuando proponemos lo que proponemos. Por eso, cuanto más radical sea la reforma del caso, más profundo debe ser el acuerdo democrático que alcancemos: mayores son las chances de equivocarse; mayores los riesgos de violar derechos; mayor es la posibilidad de que, en la discrecionalidad, se “colen” los intereses de los amigos. De todo lo dicho, por lo demás, se deriva el carácter inaceptable de lo sostenido por el Presidente, cuando colocó a sus opositores fuera del grupo de los “argentinos de bien”. De allí también lo alarmante de lo sostenido por Rodolfo Barra (primer abogado del Estado) cuando (emulando al jurista del nazismo, Carl Schmitt) presentó al Congreso como un mero obstáculo (una pérdida de tiempo), colonizado (según sus términos) por los “intereses creados de los que maman de la teta del Estado prebendario”. De allí, asimismo, lo frívolo y superficial de lo sostenido por Federico Sturzenegger (ideólogo principal del decreto) cuando -en línea con lo que sostuvieran los economistas de Chicago, en tiempos de dictaduras- calificó a las objeciones jurídicas a su decreto como “meras formalidades”, basadas seguramente en la defensa de “privilegios”. Paradojas del destino 1: si algo puede contribuir hoy a la preservación de un DNU indefendible jurídicamente, es la impresentable Ley 26122, inventada por Cristina Kirchner para facilitarle a su marido la posibilidad de gobernar por decreto (de acuerdo con dicha ley, con que una sola Cámara no se pronuncie en su contra, un decreto inválido puede quedar vigente). Paradojas del destino 2: si algo nos da esperanza hoy, a quienes peleamos por la derogación del decreto, son las cautelares que viene dictando la justicia, y que el kirchnerismo combatiera durante años, arropado bajo su bandera de guerra “contra la patria cautelar”. Quizás, finalmente, estos nuevos indicios nos confirmen que el Kirchnerismo y el Mileismo son poco más que las caras opuestas de nuestro mismo problema.











 


6 ene 2024

Contra 3 defensas oficialistas del DNU


Publicado hoy en Ideas/La Nación
https://www.lanacion.com.ar/ideas/el-peligroso-atajo-del-poder-concentrado-nid07012024/

Contra 3 defensas surgidas desde el oficialismo, sobre el DNU
La más frívola y superficial (Hayekiana) de Sturzenegger
La más peligrosa (Schmittiana) de Barra
La más ofensiva (la del Presidente)



 En las líneas que siguen, quisiera contradecir dos justificaciones provenientes de esferas oficiales, relacionadas con el primer mega-DNU promovido por el gobierno. Me ocuparé, ante todo, de criticar la defensa que hiciera su autor intelectual, Federico Sturzenegger -una defensa más bien frívola, que buscó sostener al decreto de espaldas a la Constitución. Luego, objetaré la defensa planteada por el primer abogado del estado, Rodolfo Barra. Según diré, si la primera propuesta (Hayekiana) pareció irresponsable y superficial, la segunda (Schmittiana) se mostró más meditada, pero también más peligrosa. Si la primera parecía desdeñar la Constitución, esta segunda apareció desdeñosa hacia la democracia. En mi análisis, dejaré de lado una tercera justificación del decreto, también proveniente de esferas oficiales: la realizada por el propio Presidente. Ésta última defensa estuvo basada en el insulto y la agresión hacia quienes piensan diferente.  Una vez más, el Presidente consideró a sus opositores como ajenos al círculo de los “argentinos de bien”: miembros de la “casta” o meros “coimeros”. Baste decir que se trata de palabras que avergüenzan en los labios de cualquiera; que resultan impropias en una persona de su investidura; y que no merecen pronunciarse en una sociedad tan lastimada como la nuestra. Éste no es el trato que nos debemos unos a otros.

Paso a concentrarme, entonces, en la defensa del decreto que hiciera Sturzenegger. En su alegato, Sturzenegger mantuvo que el DNU se justificaba porque la situación que atravesamos es excepcional; consideró que las objeciones basadas en el derecho (la inconstitucionalidad del DNU) referían a meras “formalidades” (“no nos enganchemos con formalidades” -sostuvo); sugirió que todos los gobiernos anteriores, y sobre todo el kirchnerismo, “gobernaron por decreto”; y acusó a sus críticos de usar a la Constitución como excusa, asumiendo que “en verdad lo que les molesta es el contenido”. Frente a sus dichos, bastaría con decir que, nos guste o no, tenemos una Constitución; que la Constitución no habla de “excepcionalidad” en un sentido subjetivo (“creo que la situación es excepcional”) sino objetivo (excepcional es la situación en que el Congreso está imposibilitado de legislar con normalidad); y que ella establece de modo clarísimo (en su art. 99 inc.3) que si el Congreso está funcionando, el DNU es inadmisible: fin de la historia. Desde el punto de vista de la Constitución, no hay dudas: el DNU es inválido. 

Sturzenegger puede contradecirnos, señalando a los tantos DNU vigentes, dictados por gobiernos anteriores. Es cierto: se pueden hacer trampas para “mantener vivo” a un DNU inconstitucional -trampas como las que inventó el kirchnerismo, con la ley 26122, destinada a hacerle casi imposible, al Congreso, invalidar un DNU (por esa ley, las dos Cámaras deben pronunciarse en contra del decreto para invalidarlo -es decir, con la mera inacción de una Cámara, el DNU puede mantener vigencia). Pero esas trampas no convierten en constitucional lo que no lo es. No confundamos la vigencia de la norma con su validez. Por eso mismo (porque los DNU, como regla, son inválidos) es que la Corte, de modo reiterado y consistente, consideró inconstitucionales a los DNU que analizó desde el 94 (casos “Verrocchi” 1999, “Consumidores A,” 2010; “Pino, S.”, 2021). Me detendré ahora, en todo caso, en otros detalles de la argumentación de Sturzenegger.

Lo que más me interesa resistir, del discurso de Sturzengger, es la idea de que los asuntos económicos deben resolverse con independencia de las “trabas” y molestias impuestas por el constitucionalismo. Se trata de un enfoque demasiado habitual entre economistas (En particular, los que el gobierno identificara como sus “próceres”. Difícil no recordar, por caso, la insistente defensa que hiciera Friedrich Hayek del programa económico de Pinochet: las reformas económicas debían imponerse, más allá de las “formas”). Para Sturzengger, también, los límites legales aparecen como molestos “obstáculos” frente a la decisión presidencial. Tal como lo describió en la primera larga entrevista televisiva que se le hiciera sobre el decreto, el derecho aparece como “papelerío” burocrático; que se impone desde la Capital; que no sirve para nada importante; y que permite que algunos “vivos” inventen un “curro” o “kiosko” para empezar a cobrar, a cambio de permisos o excepciones. Lamentablemente, lo que Sturzenegger califica como “formalidades” molestas, no es otra cosa que lo la civilización occidental reconoce como división de poderes: la esencia misma del constitucionalismo democrático. Se trata de la principal invención de la humanidad, en reacción frente al poder discrecional del monarca absoluto. Es el recurso al que apelamos para construir soluciones comunes, en sociedades caracterizadas por el desacuerdo: un modo destinado a forjar consenso entre personas que piensan diferente, y que a la vez nos ayuda a eludir errores gravísimos, irreparables. Por caso, una decisión como la de ir a la guerra por Malvinas la tomó una sola persona, y de manera rapidísima: sin dilaciones. Pero los costos en vida y en deuda los seguimos pagando entre todos, desde entonces. Es decir, frente a las decisiones más importantes, la rapidez y la discrecionalidad no nos sirven. Pareciera, sin embargo, que los economistas de los 90 siguen pensando a las reformas como iniciativas que deben decidirse entre pocos, y aplicarse rápidamente y sin controles. Habrá que insistir frente a ellos, entonces, que es al revés: no se trata de impulsar una reforma económica de espaldas a la Constitución (“después se verá cómo se acomodan los derechos”). Se trata de que las políticas sociales y económicas sólo son permisibles si se acomodan a las obligaciones que la Constitución impone (i.e., “jubilaciones y pensiones móviles”; “igual remuneración por igual tarea”). Los derechos constitucionales no son poesía, ni parte del folklore latino: son deberes que obligan a todos, y que limitan estrictamente lo que nuestros funcionarios públicos pueden hacer y dejar de hacer.

Me detengo ahora, brevemente, en las razones ofrecidas por Rodolfo Barra, en defensa del DNU. Como anticipara, Barra combinó, peligrosamente, dos ideas de raíz autoritaria, derivadas de las que enunciara Carl Schmitt (el jurista del nazismo) frente a la República de Weimar. Por un lado, sostuvo que la figura del Presidente es “análoga a la del Rey” (Schmitt hablaba del líder del Ejecutivo como Fuhrer), y por otro, mantuvo que el Congreso traba todo el proceso decisorio, dada la presencia de “intereses creados” (de modo idéntico, Schmitt sostuvo que el Congreso de Weimar ya no era un órgano deliberativo, porque había sido capturado por intereses). Como conclusión, Barra afirmó la importancia de que la reforma se hiciera por decreto, agregando -en contraste- que el Congreso se demoraría “años” para tratar un DNU como el presentado (por las mismas razones, Schmitt justificó una política “decisionista” que girara en torno de la voluntad absoluta del líder). 

Corresponde repetirlo: esta línea de argumentación enfrenta un problema grave, y ese problema es que vivimos en democracia. En una democracia constitucional, la prioridad no es la de decidir rápido, sino la de resguardar derechos. El objetivo principal del constitucionalismo democrático es impedir que el poder se extralimite y abuse. Y ello no requiere inacción ni inmovilismo: se puede legislar, se pueden tomar múltiples decisiones importantísimas, en perfecto resguardo de los procedimientos (como le dijera Washington a Jefferson: necesitamos “enfriar” el proceso legislativo, para evitar el riesgo de tomar decisiones “en caliente”). Para los apurados: el poder concentrado ofrece atajos veloces. Y peligrosísimos. 

Finalmente: nada de lo anterior implica negar que nuestras instituciones funcionan muy mal, ni desconocer que contra ellas tenemos razonables quejas, de todo tipo. Sin embargo, frente a tales reclamos, podemos argumentar lo mismo que pudiera argumentarse hace décadas, contra Carl Schmitt. Si nuestro punto de partida es la democracia, y nuestro objetivo es el respeto de los derechos, luego, el mal funcionamiento de nuestras instituciones no debe llevarnos nunca a cerrar el Congreso (como pidiera Schmitt, como ya sugiriera Barra), ni mucho menos a reclamar la primacía del poder concentrado (la llegada del Fuhrer que exigiera Schmitt, la presencia del Rey que satisfaría a Barra). La solución debe ser siempre la contraria: menos discrecionalidad, más derechos y más democracia.


29 dic 2023

Entrevista en Panamá Revista

 


https://panamarevista.com/gargarella-lo-que-hizo-milei-es-un-desafio-a-la-division-de-poderes/



Ramiro Gamboa



Roberto Gargarella estudió derecho y sociología casi en paralelo en la Universidad de Buenos Aires y algunos compañeros lo llamaban “Gramsci” por su afición al filósofo marxista italiano. Gracias a la sociología, Gargarella pudo mirar siempre con un sentido crítico las leyes que aprendía en su carrera de derecho. Estudió su doctorado en la Universidad de Chicago con la guía de un grupo de docentes de formación socialista refinada que se proponían desarrollar un “marxismo sin tonterías” (non-bullshit marxism). También estudió un posdoctorado en Oxford donde conoció a Gerald Cohen, inigualable marxista, quien según Gargarella “encarnaba el ideal del intelectual comprometido al máximo con su objeto de estudio: lo abordaba tan profundamente que lo criticaba hasta el extremo, hasta deshacerlo y tornarlo insustancial e indefendible”. Asegura que su trabajo con el jurista argentino Carlos Nino le significó la parte más formidable de su formación y supera toda maestría y doctorado.


Hoy es profesor de derecho constitucional y de filosofía política en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Torcuato Di Tella, da clases y es investigador visitante en las universidades de Columbia y de Nueva York, y fue durante diez años ininterrumpidos a Noruega para dar clases en las Universidades de Bergen y de Oslo. Publica artículos en La Nación, Clarín, El País, La Izquierda Diario, en libros editados y en libros de autoría individual como ‘Manifiesto por un derecho de izquierda’, ‘Carta abierta sobre la intolerancia’ y ‘El derecho como una conversación entre iguales’.


Escuchar a Gargarella es escuchar a alguien con un juicio preciso y sensible sobre la vida en común que llevamos adelante. Escucharlo es refrescante y te mueve a un lugar distinto —a un lugar mejor— gracias a su inconformismo, su humanismo categórico y su búsqueda crítica que todavía pretende cambiar el mundo. En esta entrevista para Panamá Revista, hablamos sobre el megadecreto de Javier Milei, sobre el derecho a la protesta, sobre las exigencias sociales de la Constitución, y sobre la relación entre derecho y economía: “Milei es una manifestación patética del extremo de pensar en la economía como si el derecho no existiera”.


—¿Cuáles son sus primeras reflexiones sobre el megadecreto de Javier Milei?


—Como nota previa a una reflexión sobre el megadecreto, es que hay que ver si gana vida y yo creo que eso está en duda. Me vengo equivocando, como tantos, pero la verdad es que hoy por hoy, la situación es frágil. Hay una mezcla ahí de provocación, de torpeza, y de ingenuidad; en lugar de construir consensos imprescindibles, bajo la idea de una legitimidad de origen que permite todo, la idea es avanzar y que los demás se arreglen. Y lo que ocurre es que este modo torpe de avanzar, lo que hace es galvanizar la oposición, que se pongan a trabajar juntos sectores que estaban enfrentados y que digan ‘así no’, tanto en el Congreso como en el sindicalismo, como en las calles, los cacerolazos que ha habido. Yo, antes de decir los detalles del megadecreto, diría que está todavía por verse qué vida tiene, y tengo dudas al respecto, no puedo predecir nada, pero veo enormes problemas de que se sostenga en el corto-mediano plazo.



—¿Por qué Milei firmó este megadecreto con más de 300 artículos y no lo presentó directamente como ley en el Congreso?


—Creo que hay una enorme ingenuidad e impericia e inexperiencia combinada con arrogancia, pero por otro lado, lo que hay es la certeza de que hasta ahora nunca el Congreso derogó un DNU, y no lo hizo, entre otras cosas, porque el kirchnerismo aprobó en el 2006 una ley que exige que para que el DNU sea derogado, las dos cámaras tienen que derogarlo, con lo cual era una trampita fuerte para decir ‘siempre algunas de las dos vamos a controlar desde el gobierno’. Con que se quede calladito el Senado, el DNU se mantiene. El mecanismo ha sido tan tramposo y tan jodido que hace muy difícil que un DNU sea derogado en el Congreso. La torpeza con la que Milei ha manejado las cosas hasta ahora, creo que se va a expresar posiblemente en que, por primera vez, todo el arco político va a negarle la validez al decreto. Es posible que, por primera vez desde las dos cámaras, se le diga que no. Creo que tiene chances bajísimas de sobrevivir a cualquier escrutinio judicial. Si es que el Congreso no logra derogar el DNU, cosa que hoy es viable por primera vez, las chances de que esto sobreviva en términos judiciales son bajísimas.


—¿La democracia está en peligro con Milei?


—De antemano es muy difícil saber todo; uno no podía saber qué iba a hacer Trump, Bolsonaro, Milei. Uno trata de evaluar a partir de las herramientas que tiene, a partir del conocimiento que tiene del personaje en cuestión. Y todos los indicios que daba Milei y la historia personal de él, todas sus declaraciones y demás, eran no solamente escandalosas, porque eso pone la cuestión en términos morales o de pacatería. Fue muy grave por los niveles de violencia a los que apelaba, por el uso del lenguaje, por el destrato a las personas que daba. Hizo propaganda durante toda la campaña con una motosierra en la mano. La motosierra es lo que en las películas gore se usa para decapitar gente. No pongo la situación extrema, es el tipo de cosas a las que él apela: que es ‘con esto descuartizo, con esto mato, con esto destruyo’. Ese discurso es peligroso, solamente en el enunciado es repudiable que eso quede instalado como forma posible del discurso público. Y eso sí, el ejercicio, la práctica de la violencia, el anuncio de la violencia, la imagen de la violencia permanente, el destrato violento hacia las mujeres como práctica habitual, todo eso es inaceptable. Y esos son el tipo de indicios que uno puede tomar para decir ‘esto merece ser resistido’ o ‘esto nos genera una situación de peligro’. Un punto importante ahí, si lo vinculamos con la carta que firmé junto a otros académicos, es que cuando escribimos la carta dijimos: ‘Vamos a hacer esto y vamos a tratar de encontrar un mínimo común denominador’. Por ejemplo, muchos de los firmantes, algunos habían sido cercanos al kirchnerismo, otros habíamos sido muy opositores, pero hay mínimos comunes denominadores que estamos compartiendo y que nos vamos a sentar en eso. Luego cada uno va a poner sus matices o va a precisar lo que considere. En mi visión, el peligro para la democracia estaba menos en la idea ‘acá llega un fascista que va a imponer un modelo fascista’’, que era una interpretación posible de la carta. Para mí se trata más de una situación del estilo Pedro Castillo en Perú, una persona que no tiene el apoyo de los sindicatos, que no tiene el apoyo de un partido político propio como tuvo Trump, que no tiene el apoyo de los evangélicos y el ejército como tuvo Bolsonaro, una persona que no tiene respaldo legislativo en ninguna de las dos cámaras, sino que está muy lejos de tenerla y que además combina propuestas muy extremas y una personalidad volcánica, genera una situación que pone en riesgo a la democracia en esos términos, en términos de la inestabilidad. El decreto lo que muestra, en su lectura más sofisticada, es que está tratando de mostrar una posición muy extrema para que todos lleguemos a un punto de encuentro más cercano al extremo en el futuro. Esto es simplemente ponerse a gritar y anunciar medidas súper extremas, ponerse a gritar 100 para que lleguemos a su 70, 80; con eso se conforma, y es un modo de asustarnos para que gane la negociación. Esa sería la versión del Milei racional. Lo que hay es mucho de irracionalidad, y lo que Milei hizo es abiertamente un desafío a la división de poderes, una pretensión de concentrar poder, una apuesta a que la legitimidad de origen que él asume y que queda diluida a los pocos días es suficiente para hacer lo que considera que es correcto. Pongamos que, en la mejor versión, lo guían las fuerzas del cielo y él está convencido de que lo que está por hacer está muy bien. La democracia es otra cosa, la democracia constitucional es otra cosa. Tenemos procedimientos en los que todos creemos.


"Uno trata de evaluar a partir de las herramientas que tiene, a partir del conocimiento que tiene del personaje en cuestión. Y todos los indicios que daba Milei y la historia personal de él, todas sus declaraciones y demás, eran no solamente escandalosas, porque eso pone la cuestión en términos morales o de pacatería. Fue muy grave por los niveles de violencia a los que apelaba, por el uso del lenguaje, por el destrato a las personas que daba. Hizo propaganda durante toda la campaña con una motosierra en la mano. La motosierra es lo que en las películas gore se usa para decapitar gente"



—Dijo algo peor: ‘No entiendo cómo tanta gente puede protestar cuando se le da tanta libertad, cuando lo que le estamos dando es libertad’. Yo no quiero hablar mucho del tema, lo conozco a Sturzenegger y me parece una persona honesta, pero muestra un nivel de ingenuidad política que tiene que ver también con un ejercicio muy irresponsable en el modo en que está actuando. Sin duda, él ha sido promotor principal de este tipo de medidas y está montado sobre una ingenuidad que roza la torpeza y la irresponsabilidad. Sus declaraciones justificando la necesidad y urgencia del decreto son notables en la torpeza, en el error manifiesto, en la creencia de que un decreto se justifica en la preferencia personal del presidente. La Constitución es contundente, el 99 inciso 3 es de una contundencia extraordinaria sobre el hecho de que el presidente nunca pueda legislar, y los DNUs solo pueden ser sostenibles si es que se trata de una situación en donde no se puede seguir el trámite legislativo ordinario, no es el caso. ¿Se puede seguir el trámite legislativo, sí o no? Sí, entonces no es válido el decreto. Por eso, cualquier juez que reciba esto, lo que presumiblemente vaya a decir, es ‘esto es inválido’. La idea de la guapeada me parece que es de una tremenda torpeza. Para mí, es eso, crónica de una muerte anunciada.


—Usted escribe que la Constitución argentina no es muda respecto de cuestiones que tienen que ver con cómo organizamos las bases económicas de la vida en común, no es muda respecto del plan económico. ¿Qué dice la Constitución respecto a los planes económicos? ¿Hay planes económicos incompatibles con la Constitución? ¿Es el plan económico de Milei incompatible con la Constitución?


—Hace muchos años, porque también con los planes económicos del último gobierno, o del macrismo, o antes también, hay un montón de medidas que no podían ni siquiera comenzar a ser enunciadas sin reconocer que ahí había tensiones muy fuertes con la Constitución. Ahí recojo una reflexión que está desde los inicios del constitucionalismo, que hemos ido perdiendo con el paso del tiempo, pero era el modo en que los viejos republicanos, de Jefferson a Franklin, a Artigas, a Moreno, como entiendo que pensaban la relación entre derecho y economía, y la idea esta de que las medidas tenían que estar al servicio de la construcción de un cierto tipo de ciudadanos, y no que lanzamos un plan económico y después vemos en qué resulta. Lo importante es ver cómo sostenemos a la comunidad, cómo mantenemos a ciudadanos activos, comprometidos con la vida en comunidad, y esa es la prioridad, y no al revés. Uno puede decir que eso es ir demasiado lejos y que es ser demasiado ambicioso. Yo creo que eso está en el corazón del constitucionalismo democrático. Creo que también seguimos pensando del modo inverso, y que si uno no quiere tener un nivel de ambición tan grande como el que yo creo que corresponde tener, lo que puede ver y analizar en un programa como el que acaba de lanzar con el megadecreto, es ver que eso es una afrenta, un agravio a derechos constitucionales, pero también a procedimientos constitucionales muy fuertes, y eso es bastante obvio para todo el mundo. Que en el día viernes, ‘La Nación’ haya publicado en su editorial central que las medidas económicas parecen aceptables en su contenido, pero que hay un problema muy serio que es la división de poderes. Aún el establishment político o cultural, periodístico, parece unánime en reconocer que aquí hay problemas. Uno puede ir más lejos y decir que son problemas vinculados con los derechos sociales, económicos, pero el comienzo está muy bien decir: hay problemas con los procedimientos democráticos establecidos en la Constitución, esto es a todas luces. Y en un punto, me congratulo de ver que la Argentina, en donde a veces uno hace la vista gorda porque las medidas que están impulsándose a uno le gustan más o menos, es muy importante que haya esta tensión desde el arranque. Eso me parece muy valioso, y merece ser subrayado que todo el mundo haya podido señalar: ‘Cuidado, esto va en contra de la Constitución’. Qué pasará en el corto-mediano plazo es un debate conmigo mismo y no lo sé, porque han pasado cosas extrañas o, para uno, completamente inexplicables, y ocurrieron. Entonces, ya estoy como curado de espanto, ya no me animo a predecir. Para mí era obvio que Milei no podía ser elegido, y el error ha sido tan descomunal. También me pasó con Trump o con Bolsonaro. Eso uno lo tiene que leer autocríticamente. Hay un punto de autocrítica que hay que ejercer.


"Las declaraciones de Sturzenegger justificando la necesidad y urgencia del decreto son notables en la torpeza, en el error manifiesto, en la creencia de que un decreto se justifica en la preferencia personal del presidente"


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—Es difícil ser autocrítico cuando pocos políticos, periodistas, intelectuales, empresarios aceptan haberse equivocado. Es complicado aceptar que te equivocás o que hiciste un mal diagnóstico en una sociedad donde habitualmente las élites no hacen eso.


—No, me parece importante, no me parece complicado, puede ser excepcional y me parece necesario. Tampoco es simplemente la autoflagelación, sino que podemos reflexionar sobre la democracia. Muchos de los resultados anómalos tienen que ver con reglas democráticas tremendamente deterioradas y, con eso, muchas de las cosas que estuve escribiendo desde hace años apuntan ahí. Hay algo que tengo que hacer de autocrítica porque no entendí ciertos fenómenos sociales, pero que esos fenómenos sociales se hayan traducido en una elección victoriosa, eso tiene que ver con un sistema democrático que ha sido arruinado, que está con niveles de deterioro extraordinarios, no solo en Argentina. Siempre defiendo una idea de democracia muy robusta, sin necesidad de exagerar ni de ser superdemandante con lo que debe ser la democracia. Para mí, la democracia, obviamente, es algo que va más allá de la elección. La democracia ha ido degradándose hasta ser reducida a las elecciones ejercidas de este modo tan reducido. El voto, desde el minuto uno, fue entendido como un instrumento que, junto con otros, ayudaba a una construcción democrática. Por ejemplo, se entendía que tenía que ir de la mano del voto de otra serie de instrumentos y prácticas. Por ejemplo, los cabildos o town meetings y el derecho de revocatoria, que implicaba que, ‘ah, si vos te equivocaste, mañana te retirás o te vas del cargo’, o las instrucciones obligatorias, lo que implicaba que, ‘te elijo, pero tenés que hacer sí o sí cuatro cosas; si no las hacés, mañana te retiro’. Hay un montón de instrumentos que rodeaban al voto. Y en ese sentido, otra vez, la democracia no era reducida solamente a elecciones, porque los cabildos eran una práctica cotidiana, los derechos de revocatoria o la rotación obligatoria en los cargos. Había un montón de herramientas que estaban allí y que le daban sentido al régimen democrático. Hoy, la democracia queda reducida a elecciones, y las elecciones vinculadas básicamente con un instrumento que es el voto, desprovista de las otras herramientas, con lo cual, se hace muy difícil lo que antes se pretendía asegurar, que era que esto fuera más vinculado con una conversación cotidiana donde uno puede ir matizando, ‘y esto sí, pero esto no’, y ‘ojo que yo me puedo equivocar hoy, pero me rectifico mañana’. Entonces, lo que ha quedado es que hoy estamos habitualmente sujetos a procesos que son de extorsión, lo que llamo una extorsión electoral, donde uno termina comprometiéndose para ser posible una cierta preferencia que uno tiene, queda comprometido con un montón de iniciativas que uno directamente suele repudiar. Por ejemplo, yo querría decir, o cualquier votante podría querer decir: ‘Quiero que vuelva Macri pero no quiero que vuelva un corrupto’, o ‘quiero sacar a los Kirchner pero no quiero que venga un programa económico de ajuste violento’, y eso entre un montón de matices que uno puede poner de distintos modos. No digo que todos tengan mis matices, pero todos tenemos algunos matices. Por ejemplo, en Brasil, ‘quiero a alguien que imponga más seguridad porque estoy muerto de miedo, pero no quiero un homófobo o un racista’. Hoy no podés poner un matiz. Y no son matices del té de las 5 de la tarde en Inglaterra, que podemos perder el tiempo y decir tonterías, son cosas en las que se nos va la vida. Son las reglas de juego que han creado esta situación en donde Milei puede decir: ‘Ah, a mí me votaron para hacer lo que se me canta’, cuando en realidad creo que todo el mundo votó asumiendo algún ‘pero’ muy fuerte. ‘Sí, te voto a vos para que los otros no suban, pero mil cosas’, y aquí uno está atrapado. Yo asumo la autocrítica de no haber visto la intensidad de cierto proceso social, pero hay un problema que se expresa en la elección de Bolsonaro, de Trump, de Milei, etc., que tiene que ver en el modo que nos han degradado las reglas democráticas, el modo en que se ha vaciado la práctica democrática, y eso es algo gravísimo y que es ajeno a nosotros y que uno denuncia.


—¿Por qué se dio ese deterioro en la conversación, esa falta de una mayor ambición en una democracia más plena? ¿Se explica solamente en la economía? Por otro lado, también preguntarle si hay votantes que sí tienen matices, y que dicen ‘te voto, pero’, ¿no hay también limitaciones de políticos por no poder identificar los matices de sus votantes?


—Pensala en ámbitos más chicos, cuando el ámbito es más horizontal, uno inmediatamente  enuncia propuestas que tienen matices y que otros los ayudan a corregir. Por ejemplo: ‘Vamos a tener este encuentro acá, en este club’. ‘Ah, che, pero que no se pueda fumar porque tengo problemas pulmonares’. ‘Ah, sí, claro’. Uno puede ir arreglando las decisiones a partir de las quejas y necesidades de los otros, y eso es imprescindible. Las reglas tienen que estar al servicio de eso. No digo reglas súper ambiciosas, no necesito introducir una visión súper exigente de la democracia. No, una visión mínimamente decente de la democracia y no la tenemos. ¿Por qué? No suscribo nunca a visiones conspirativas, pero sin necesidad de suscribir a una, sí me parece que el poder establecido, que los grupos prevalecientes dominantes, ya sea en política, en las empresas y demás, quieren llevar adelante sus prácticas con el menor nivel de interferencia posible. Eso ha ido haciendo que, ya sea por el político que quiere concentrar poder y quiere actuar a su modo, o ya sea porque las empresas tienen sus necesidades y no quieren ser interrumpidos por regulaciones, eso ha ido convergiendo en formas democráticas cada vez más limitadas. La degradación de la democracia a procesos de elecciones periódicas ha sido obviamente funcional al poder político y económico concentrado, entonces es ‘no molesten’. Cualquier matiz es una molestia. La concentración de poder político y económico va de la mano con la reducción de la democracia a elección periódica. Y eso ha calado de tal modo que, por supuesto, eso le es funcional al discurso y los intereses de la derecha, pero aun la izquierda ha caído en esa trampa. Es muy habitual que un partido de izquierda haga y piense: ‘Yo tengo una visión mucho más exigente de la democracia, entonces quiero más elecciones, quiero plebiscito para todo’, que también es la misma tontería, en el sentido de que democracia no se reduce a elecciones, y por lo tanto, los partidos de izquierda lo que quieren es más elecciones, no. Democracia tiene y merece ser otra cosa: tiene que ser la posibilidad de lo que ocurre entre elección y elección, y los procesos que permiten momentos de encontrarnos, ya sea en la calle, en foros públicos, en asambleas, formales e informales, como lo que hemos tenido en relación al aborto o al matrimonio igualitario en Argentina, ámbitos donde podamos pensar colectivamente cómo queremos seguir adelante. Quedamos permanentemente sujetos a estas situaciones de extorsión electoral, en donde, para poder hacer posible algo que nos interesa, quedamos comprometidos a defender cosas que nos resultan completamente repudiables. Por ejemplo, la carta que firmé junto con otros académicos y con personas interesadas en la política; ahí uno decía: ‘bueno, entiendo que la elección de Milei es un tremendo problema y que la prioridad es impedir el triunfo de una persona así, por cuestiones de carácter, por las promesas que ha hecho, por las modalidades violentas que expresa’. A partir de ahí, uno quedaba como si estuviera comprometido con cosas que yo, en lo personal, repudié toda la vida. ‘Ah, entonces sos kirchnerista, estás a favor de la corrupción, o no quieres que le hagan un juicio a los corruptos’. No, nada que ver, es la dificultad que nos pone los modos en que ha quedado reducida la democracia, la reducción de la democracia a elecciones. Entonces, uno para poder rechazar algo o afirmar algo se tiene que comprometer con cosas que repudia. Yo entiendo perfectamente que un montón de gente en Estados Unidos se quería sacar de encima a los Clinton y lo que representaban porque decían, ‘este es el establishment de Nueva York y el establishment de la élite intelectual’, se lo querían sacar de encima, pero no es que todo el mundo quería sacarlos de encima y entonces que venga Trump y que deteriore todos los sistemas de control, por supuesto que no. ¿De qué modo institucional uno puede poner un matiz, dos matices, tres matices? Y nuestra vida se juega en esos matices.


"No suscribo nunca a visiones conspirativas, pero sin necesidad de suscribir a una, sí me parece que el poder establecido en política, en las empresas y demás, quieren llevar adelante sus prácticas con el menor nivel de interferencia posible"


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—Con respecto a la carta que usted menciona, algo distinto que ocurrió en esta elección es que mucha gente muy crítica del kirchnerismo, usted, Beatriz Sarlo, Graciela Fernández Meijide, periodistas como Ernesto Tenembaum y Martín Caparrós criticaron a Javier Milei y anunciaron públicamente que no lo iban a votar y se inclinaron por la opción de Massa. ¿Qué pasó?


—Pasó que el sistema institucional, tal como está organizado, nos coloca en una situación en la que uno, para poder defender algo que le importa mucho, para poder resistir a algo que considera muy negativo, aparece inmediatamente comprometido con cosas que repudia. Me hubiera gustado poder decir ‘voto en contra de Milei, pero veo un problema infinito en el tipo de alianzas que están sosteniendo a Massa, que a mí me resultan un horror: su vínculo con lo peor del empresariado menemista: Manzano, Vila. Me parece de lo peor del horror económico argentino, pero mi prioridad son las limitaciones que uno puede tener: hay una opción que se viene autopublicitando como violenta, motosierra, agresiva, homofóbica, y, eso que incluye, no digo que es nazi, pero que convivió alegremente con una simbología de extrema derecha. La prioridad es sacar y evitar eso. ¿Cómo hago para decir eso? Quiero sacarlo prioritariamente, evitarlo, pero de ningún modo me parece que esto implica, o no quiero que se entienda como un aval a estas alianzas corruptas. No podés poner ningún matiz, y otra vez, son matices con los que se nos va la vida. Milei llega y dice: ‘Me dieron la legitimidad, me eligieron para esto, ahora qué, qué se quejan, arréglense ustedes porque yo ya tengo la legitimidad’. Ese es el gran drama que generan las reglas. Ahí hay un problema que es que estamos entrampados por las reglas de juego. Las reglas de juego nos están jugando en contra y son reglas de juego que han terminado por socavar la vitalidad democrática que cualquier democracia constitucional merece tener. La Constitución, como primera cosa, es un pacto entre iguales. La primera frase de la Constitución norteamericana, argentina, tiene que ver con ‘nosotros el pueblo’. Este es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo; ese es el arranque. Luego se han distorsionado las cosas, pero el compromiso de cualquier constitución desde el arranque es un compromiso igualitario. Reivindico eso.


—En Carta abierta sobre la intolerancia escribís: “es cierto que de 2001 a esta parte mejoramos algo en nuestra práctica política, y que avanzamos un poco en nuestra discusión pública en torno a la protesta social”. ¿Seguís pensando que avanzamos?


—Avanzamos y también nos estancamos enseguida, y pasamos rápidamente a trivializar los acuerdos alcanzados. Si querés que te lo periodice de modo tosco, yo diría que el 2001 y las protestas sociales en la calle nos sorprendieron a todos. Fue un tipo de sorpresa similar a la que pudo producir en su momento las patas en la fuente en 1945, un fenómeno que nadie entendía y que no se reconocía, que no parecía tener antecedentes y que no era esperado por las élites. La primera reacción que hubo en en el 2001 en el ámbito judicial, es la reacción del procesamiento y la referencia al artículo 22 de la constitución y la idea de que los manifestantes fueron sediciosos y entonces hay que procesarlos. Ese fue el momento inicial, con un cambio notable que fueron las condiciones del trabajo y la organización social en Argentina que pasaron del paradigma del pleno empleo y sindicatos fuertes al paradigma del desempleo y el empleo precario, con el aditamento notable que es muy argentino, muy excepcional, de un movimiento de desocupados organizados. Frente a ese hecho notable del cambio de la organización social laboral sindical, la primera reacción fue esta de sorpresa, una reacción muy torpe de procesar a los manifestantes y tratarlos como sediciosos. Luego, a partir de ahí, yo y muchos otros tuvimos un papel en la discusión jurídica, y empezamos a decir: no, miren, la cuestión es más compleja porque aquí se involucran otros hechos, no es que solo está el derecho de tránsito afectado, aquí en cualquiera de estas manifestaciones típicamente en esos casos, lo que ocurría en las rutas de Mosconi o en Cutral Có mostraba que era un hecho novedoso y que reunía derechos de distinto tipo además de rango constitucional. Era bastante obvio que allí estaban presentes derechos que tienen que ver con la expresión, con la crítica, con el derecho de reunión de asamblea, con el derecho de petición, etc. Lo que dijimos es: esto no puede ser mirado de forma tan miope, no puede desconocerse que allí están presentes otros derechos, que hay una colisión de derechos y algunos de los derechos que colisionan tienen un rango importantísimo. Yo, en esos años, escribí el libro “La protesta como primer derecho” y me interesaba decir eso, no lo veo solamente como un slogan, me parece que hay algo cierto y es que es un derecho constitucional que, además, merece tener y tiene un rango muy especial porque es sostén de otros derechos. Esa es una fase 2 de la discusión, la primera etapa fue en la que estuvimos un tiempo que se refería a la violación de la ley, decía que lo que está en juego es el código penal, el artículo 194, etc. Después dijimos “No”, acá hay derechos que tienen rango constitucional y que merecen ser considerados y ahí pasó a una nueva trivialización, y en buena medida todavía estamos ahí embarrados; muchos pasaron a decir: sí aquí está presente la expresión y demás, entonces a través de la protesta estoy autorizado a hacer cualquier cosa, y yo creo que en esa torpeza todavía estamos enredados. Pienso que se avanzó en la discusión, sí, en este primer término, y es que pasamos de la prehistoria jurídica de aquí solamente está presente el código penal y usted es un criminal, usted es un sedicioso, a la idea de no, un momento, entiendo que hay otros derechos involucrados. Es un avance, pero también quedó muy corto y sobre el cual necesitamos pensar muchísimo más. Hay facciones en pugna pensando sobre la cuestión, todavía muy quedadas en sus torpezas iniciales. Si uno ve en estos días el discurso público en las radios, la TV, en los medios periodísticos, es muy habitual preguntarse qué hacemos en el choque de tránsito versus expresión. Digamos, esa es una discusión que a lo mejor podíamos tener hace 20, 30 años atrás y podía tener algún sentido. Yo pensaba y deseaba que la discusión se hubiese sofisticado más y no ocurrió.


—Con respecto al protocolo de la ministra Patricia Bullrich, usted en una nota que publicó en Clarín habla de una medida jurídicamente insostenible y escribe “No estamos en guerra, y quienes protestan o cortan una calle no merecen el tratamiento de enemigos del Estado”. En “Carta abierta sobre la intolerancia” usted hace la pregunta del momento: “¿Cuál es, entonces, más importante: el derecho al libre tránsito o el derecho a la libertad de expresión”. ¿Qué puede responder hoy?


—Sobre eso, me interesa anticiparme y aclarar una cosa: no hay nada más importante que el derecho a la protesta, de la mano del derecho a la crítica política y a la libre expresión. Los derechos tienen que ser entendidos en el centro. Hay derechos que tienen una misión especial, que son sostén de otros derechos, imprescindibles para sostener toda la estructura de derechos. Otra aclaración que quería hacer es que yo no digo que, como esto es tan crucial, esto remueve todo o me permite a mí actuar en nombre de mi derecho a la protesta del modo en que quiera, como si el contenido de lo que fuera a decir es irrelevante o podría hacer cualquier cosa o puedo utilizar el medio que quiera. No, dicho eso, lo que implica en términos de consecuencias jurídicas es que el Estado y los poderes del Estado, el poder judicial, el poder político, tienen que hacer el máximo esfuerzo por la preservación de esos derechos cruciales, por el papel que tienen. Siempre tienen que hacer un esfuerzo extraordinario en la protección de los derechos y mucho más cuando se trata de este tipo de derechos y mucho más, además, diría, en momentos en que ha anunciado un ajuste que reconoce que va a ser con consecuencias costosísimas para grupos que dijo previamente en campaña que no iba a afectar. En esas condiciones, es super importante que se preserve lo que debía ser preservado siempre, tanto como se pueda, tan fuerte como se pueda. También necesitamos seguir pensando y viendo si, al ejercer estos derechos, lo hago de un modo que afecta el derecho de otros. ¿De qué modo, si es posible y es razonable, puedo acomodar mi ejercicio de derechos con las necesidades de los otros? Creo que en los últimos años hemos aprendido; había mucha disconformidad y queja por las formas en que se expresaba la protesta en Argentina, y había mucho que se podía hacer al respecto. Parte del aprendizaje es ahora preguntarnos: ¿Qué cosas podemos hacer para preservar al máximo el derecho a la protesta y el derecho a la crítica, y prestar atención a los derechos que son afectados, a los cuales les prestamos menos atención de la debida porque pensábamos que teníamos carta blanca, carta abierta para hacer lo que queríamos? Y no era así. ¿De qué modo podemos acomodarlo? Creo que hay un montón de modos posibles. Esto es, ¿cómo usted entiende que va a hacer una protesta que necesita salir a la calle y manifestar frente al edificio de seguridad social y eso va a interrumpir el tránsito? ¿De qué modo podemos acomodarlo para que los manifestantes dejen pasar a los que necesitan avanzar y que eso sea compatible, que usted pueda hacer una protesta que va a ser visible, que va a estar ejercida en el lugar que necesita serlo para que lo escuche quien ocupa la oficina de enfrente? ¿Puede eso ejercerse de un modo que sea compatible, que no afecte a otros grupos que usted no necesita interpelar? Yo creo que sí, perfectamente, que es posible acomodarlo de ese modo. Y otro punto, debe ser posible la crítica política en las calles, todos entendemos, y la jurisprudencia mundial entiende, contra lo que dice el protocolo de Bullrich, que las calles son y deben ser reconocidas como espacios privilegiados de la protesta, las calles y las plazas. Y también, como lo dice el orden interamericano y como lo reconoce la Comisión Interamericana, no se puede usar la violencia como principal modo de vincularse con quienes protestan. Debe evitarse la violencia y prevenirse que otros no hagan uso de la violencia. En general hay un entendimiento de que hay regulaciones de tiempo, lugar y modo que pueden servir para que se acomoden derechos, por ejemplo, que se ejerza la protesta, pero no a las 12 de la noche, pero no al lado de la escuela, etc. También es importante que esas regulaciones no vengan a servir como excusa, que no sean el caballo de Troya con los cuales tratamos de vaciar de contenido al derecho de protesta. Por ejemplo, yo digo: ‘Ninguno puede distribuir panfletos en las calles porque ensucian las calles’, esa es una regulación de modo. Bueno, pero si usted cierra esa canilla, usted no está afectando el derecho de expresión de quien tiene dinero para comprar un espacio publicitario o para comprar un espacio en la radio, pero está afectando a los sectores sin recurso que, a lo mejor, usan el panfleto como único medio para acceder y llegar a otros. La regulación en el tiempo, lugar y modo no tienen que servir como excusa para socavar el derecho de los protestantes.


"No hay nada más importante que el derecho a la protesta, de la mano del derecho a la crítica política y a la libre expresión. Los derechos tienen que ser entendidos en el centro. Hay derechos que tienen una misión especial, que son sostén de otros derechos, imprescindibles para sostener toda la estructura de derechos"


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—¿Hay alguna situación que justifique que un juez remueva el derecho a la protesta de un ciudadano?


—No, y el derecho de huelga nos da una enorme ayuda para pensar esta situación. Y es primero, se trata de un derecho cuyo ejercicio implica, conlleva y tiene como connatural la afectación de derechos de otros, sobre todo del patrón cuando uno hace una huelga en una fábrica, pero también pueden ser derechos del ciudadano común. Por ejemplo, si yo hago una huelga en los ómnibus de larga distancia, dejo un montón de pasajeros afectados que uno podría decir no habían hecho nada para merecer esto, pero es una afectación a terceros. Una huelga normalmente conlleva afectación, no solo del patrón sino de otros terceros ajenos al conflicto. Con lo cual nos ayuda a clarificar algo sobre este estado trivial de la discusión que es: ‘Ah, no, si usted afecta mi derecho, ahí termina su derecho; los derechos no son absolutos’, y toda esa tontería. Y no hay que ser experto para entender la cuestión, digamos, entendemos que ciertos derechos se ejercen de un modo que implican la afectación de otros e implican la afectación de modo serio. Y eso no implica que mi derecho termina o que yo, en ejercicio del derecho, deba retroceder. Yo, en el libro, también doy los casos del caricaturista o del cómico o del ironista que se burla del presidente, como pudo ocurrir, recordamos todos, en el caso del expresidente Fernando De la Rúa. Se le podía hacer una burla que le afectara el honor, y eso no quiere decir que desaparece el honor del presidente, pero en una situación de conflictos de derecho puede ocurrir perfectamente y lo sabemos de mil casos, que mi ejercicio del derecho conlleva la afectación del derecho de otros. Y eso no implica que mi derecho se terminó o que sea yo, en ejercicio de este derecho, el que deba retroceder; tal vez, y muy habitualmente, es que debe ser el otro. Esto no debe llevarnos a la otra trivialización, entonces, como yo tengo un derecho de crítica o de burla o de manifestación o de huelga, yo puedo hacer lo que quiera en ese ejercicio del derecho, no, no, podemos ver y está bien que pensemos sobre modos de acomodar los derechos, sobre modo de afectar lo menos posible, si es que fuera concebible, pero otra vez, sobre eso necesitamos seguir pensando. Por ejemplo, muchos decían en estas discusiones, si usted ejerce ese derecho, pero hay maneras menos agresivas o menos dañinas de ejercer ese derecho, hágalo así, pero otra vez, no es el caso del derecho de huelga ni el derecho del caricaturista, como si alguien le hubiera dicho a Landrú en los años 60, ‘no, no pinte a Onganía como una morsa o a Illia como una tortuga’. Y Landrú podía decir, ‘yo ejerzo este derecho con total libertad y con total radicalidad’. Otra vez, eso no quiere decir que, si yo ejerzo otro tipo de derechos, bueno, yo puedo involucrarme en actos de violencia y agresión y herirte y dañarte. No, no, depende del caso, de la afectación del caso, depende del derecho que yo esté ejerciendo, pero otra vez, son modos de remover, son ceras muy instaladas en la discusión, ‘no hay derechos absolutos, tu derecho termina donde empieza el del otro, vos ejercé el derecho del mejor modo para el otro o del modo menos dañino’. Bueno, no, no es así. Depende, la respuesta es eso. Depende, y tenemos que pensar y no nos neguemos a pensar sobre esas cuestiones.


—Me parece formidable cuando usted cita a Enrique Petracchi: “no es que los derechos encuentran su límite en la idea del bien común, sino que cualquier reclamo hecho en nombre del bien común encuentra su límite en la idea de los derechos” y usted cita al filósofo del derecho Ronald Dworkin al señalar que los derechos debían ser vistos como ‘cartas de triunfo’ frente a cualquier reclamo en nombre del bien común. ¿Puede expandir el argumento de que en la Argentina la idea de bien común ha funcionado como caballo de Troya para canalizar impulsos autoritarios?


—Sí, a eso apuntaba Petracchi, si no recuerdo mal creo que era en el fallo de la comunidad homosexual, y dijo algo que tiene muchas reverberaciones en el ámbito del derecho. Porque uno puede usar la idea del bien común u otras similares, las políticas generales, las desregulaciones en el caso de Milei, y la idea debe ser siempre que no es que vamos viendo cómo se acomodan los derechos, sino que son los derechos los que están en el centro y lo que uno tiene que ver es si la política se está acomodando a los derechos. No es que el programa económico se aplica y después vemos cómo lo acomodamos con los derechos; la pregunta primera es si el programa es sostenible en relación con todos los derechos que nuestra constitución garantiza y asegura, y se compromete a mantener. La pregunta es a la inversa, a la luz del nivel bastante extraordinario de derechos sociales, económicos, culturales, multiculturales que afirma nuestra constitución, como la mayoría de las constituciones latinoamericanas, qué es lo que es compatible con el mantenimiento de ese tejido de derechos. Los derechos que establecen las constituciones latinoamericanas, que muchas veces uno puede decir son muchos, son demasiados y pero, no solo no son poesía, sino que son derechos que cada vez que en Argentina o en países de la región se modificaron las constituciones, son derechos que se han mantenido; no es que se han ido reduciendo a lo largo del tiempo, se han mantenido o, lo que es más común, se han expandido. Y eso quiere decir, ‘ah, podemos bromear al respecto, los latinoamericanos siempre tan floridos y tan ambiciosos y tan barrocos en su concepción de los derechos’. Barrocos o no barrocos, este es el principal compromiso que asume nuestra comunidad desde el minuto uno, y no es para tomárselo en broma. Esto es una nota crucial para mostrar que hay un compromiso que merece ser tomado en serio, y yo creo que nos lo tomamos poco en serio.


—En ‘El manifiesto por un derecho de izquierda’ usted escribe: ‘socialismo de mercado y la democracia de propietarios, en su versión rawlsiana– nos sugieren que existen  alternativas atractivas al tipo de capitalismo prevaleciente en la mayoría de nuestras sociedades. Se trata de  alternativas que no requieren caer en las formas autoritarias que fueron propias del socialismo real, que a la vez  son capaces de ir más allá del capitalismo de Estado de bienestar que emergiera en Europa a mediados del siglo  XX, y que, sobre todo, resultan plenamente respetuosas de los ideales del autogobierno colectivo y la libertad personal’. ¿Estos modelos de socialismo liberal y de democracia de propietarios funcionaron exitosamente en algún país? Sé que usted vivió en Noruega unos años, dio clases en la universidad de Oslo y de Bergen, ¿se podría decir que en países como Noruega estos modelos funcionaron?


—Sí, totalmente. Si alguien necesita eso, ¿qué ejemplo? Noruega ha sido ejemplar en estos términos: de entre los sectores que más ganaban y menos ganaban había muy poca diferencia, los niveles de ganancia estaban muy cercanos. Y en el discurso que uno veía en la derecha era un discurso que era también un discurso redistribucionista. Ahora, por la cuestión inmigratoria, todos los temas han ido cambiando y se han ido contaminando mucho, pero la derecha era la fuerza política que pedía por más uso presente de los fondos del petróleo para jubilaciones, para reforzar las pensiones, querían más gasto social. ‘Tenemos fondos reservados del petróleo en Suiza, pero queremos no dejarlo para las futuras generaciones, sino usarlos más para el presente’. Ese era el discurso de la derecha, con lo que, países como Noruega mostraron que este tipo de combinaciones eran posibles. Entiendo que a mucha gente le tranquiliza decir eso: ‘Ah, hay un ejemplo real’, pero para mí es esto, son ideales regulativos que son importantes, valiosos y realizables en formas más o menos plenas. ¿Cuáles? Esto es ideal de democracia política que al mismo tiempo sea respetuoso de la libertad personal. La izquierda, ciertas formas de la izquierda convivieron con modos del ejercicio del poder en donde, en nombre de la democracia política, se afectaban gravísimamente y de modo inaceptable libertades personales: tu elección sexual, tus preferencias de consumo de alcohol o lo que sea, y eso es imperdonable. Y el libro, ahí lo que reivindica, hay ideales que venimos enunciando desde el minuto uno de la vida de nuestras repúblicas, aun en América Latina o especialmente en América Latina, ideales que tienen que ver con la libertad personal. Nuestros países nacieron con una disputa sobre cuánta presencia de la iglesia tenía que haber en la gestión de los asuntos públicos y, al mismo tiempo, eso estuvo anudado desde el primer minuto con disputas del autogobierno político. No nos tiene que mandar España o Inglaterra. Esas disputas o esa reivindicación del ideal democrático o del ideal de la autonomía personal estuvo desde el primer minuto también en Argentina y en América Latina. Y ese conflicto lo tenemos desde un comienzo y, para mí, la idea es que eso nos marca un ideal regulativo que es posible, que venimos peleando hace cientos de años, y cuanto más podemos tener de eso, mejor, y hacia ahí es donde hay que ir.


—El caso de Noruega es interesante porque siento que en la batalla de ideas o en los debates, Milei habla todo el tiempo de que los países más libres son ocho veces más ricos, y en realidad usted hablaba de un ideal regulatorio. Creo que sirve: mirá, acá regularon y la gente vive bien, hay mayor igualdad y mucha libertad


—Totalmente, el transporte público, los medios públicos, eso ha sido un orgullo. Inglaterra, si bien en el último tiempo ha tenido gravísimos deterioros, fue durante décadas un ejemplo mundial y sigue siéndolo en cuanto a la seguridad social y a los sistemas de salud pública, y también la BBC. El modo en que el Estado puede involucrarse en la regulación de los medios de comunicación o tener sus propios medios, y ejercerlo de una manera pluralista, respetuosa, que dé gusto y que uno sepa que allí lo que va a encontrar es pluralidad de ideas, eso uno lo encuentra no solamente en Noruega sino en buena parte de lo que fue la socialdemocracia europea. Eran sistemas basados en una intervención del Estado y controles institucionales, la presencia de organismos de control que venían a evitar abusos del Estado. Aquí, lo que ha pasado en países más degradados institucionalmente, como el nuestro, es que un sector llega a tomar el control del Estado y ve de qué modo se lo apropia y enseguida abusa y lo utiliza para atacar al enemigo, para hundir al otro, entonces estamos todos curados de espanto, y eso hace que ganen espacio ideas extremistas porque ha habido mucho mal ejercicio. Para volver sobre la nota que es positiva, como decíamos, que la reacción extendidísima en contra del decreto por razones procedimentales es una grandísima noticia, que simplemente aspiro, ruego que se consolide en la práctica. Que el Congreso derogue el DNU y que la justicia deje en claro la invalidez que ya la ha firmado en un montón de casos similares, como el de Consumidores Argentinos en el 2010, que deje en claro que los DNU para este tipo de cuestiones no urgentes no son válidos constitucionalmente, porque la Constitución, de modo muy enfático, habla de nulidad absoluta y habla de que deben existir circunstancias que hagan imposible que se persiga el trámite legislativo normal para la sanción de las leyes. Puede ser entendible un terremoto, que salimos todos a las corridas, puede ser entendible un DNU y no esperar que se reúna el Congreso para esas situaciones de ultra emergencia.



—Usted explica muy bien en sus libros la importancia del artículo 14 y el 14 bis de nuestra constitución. ¿Puede expandirse respecto a las exigencias en materia de derechos sociales de la constitución?


—El artículo 14 está presente desde la Constitución de 1853. El 14 bis, en una forma extendida, había sido incorporado por la Constitución del ’49, que fue la primera Constitución argentina que incluyó muchas cláusulas sociales. Era el nuevo modo de pensar el constitucionalismo que regía en América Latina desde 1917 con la Constitución mexicana, que había seguido a la Revolución Mexicana. Entonces, en Argentina, la primera manifestación importante fue la Constitución peronista del ’49, y esa Constitución es derogada. En el ’57, se incluye en la modificación el 14 bis, que, si querés, resume en un párrafo importante, pero vigente desde entonces y crucial desde entonces. Incluye un resumen de las cláusulas sociales y económicas que tenía la Constitución del ’49, y eso nos acompaña desde entonces y es motivo de orgullo generalizado. Todo el mundo jurídico piensa en la Constitución y piensa en el 14 bis inmediatamente, y ve en el 14 bis algo como excepcionalmente importante. Es un artículo muy extremo que incluye cláusulas muy extremas sobre participación en las ganancias o control obrero en la producción, cosas insólitas. Marca principios y establece derechos que, diría, no solo no avergüenzan a nadie, sino que forman parte de las razones que nos llevan a ver a la Constitución argentina como una Constitución interesante. Cuando ha habido iniciativas para reformar la Constitución, nunca se dijo ‘ah, suprimamos el 14 bis o anulemos estas cláusulas’, sino es de qué modo las reformamos o las incorporamos, pero forma parte del derecho duro argentino de hace décadas y no es algo que uno pueda decir que está en crisis o que haya una vergüenza en la comunidad jurídica al respecto.


—¿Se puede decir que quienes hicieron el golpe a Perón en el ’55, incluso ellos estaban de acuerdo con el 14 bis?


—Incluso los juristas del ’55 reconocieron que era necesario incorporar cláusulas sociales. Esa era la marca de identidad del constitucionalismo en América Latina, desde México 1910, 1917, 1910 la revolución, 1917 la Constitución. Hay un entendimiento compartido en la región de que el constitucionalismo tiene que trascender el molde inicial norteamericano, que es un molde, más liberal conservador y diría, de las únicas constituciones en el mundo sin cláusulas sociales. En América Latina, el único ejemplo que seguía el caso norteamericano era el chileno, pero ahora ni siquiera, pero de hace mucho, digamos, que también incluye cláusulas e interpretaciones que le dan un contenido social. Y ese es el modo en que se ve en el mundo al constitucionalismo latinoamericano, y se entiende que es el gran aporte del constitucionalismo latinoamericano a la discusión constitucional.


—Nunca escuché a Milei hablar sobre las exigencias sociales de la constitución.


—Milei dijo muchas cosas en contra de la justicia social. Lo que pasa es que él, como Sturzenegger o como otra gente, tienen una visión muy denigratoria sobre el derecho, que en parte tiene que ver con la ignorancia. Es algo, si quieres, que le pasa a muchos economistas profesionales de cualquier tendencia, pero claramente a los economistas más conservadores, pero no solo a ellos, que es pensar en reformas económicas con independencia de la Constitución, como si la Constitución fuera un juego que hay que saber jugar pero que uno puede jugar de un modo pícaro, finalmente es irrelevante, que las cosas importantes pasan por otro lado. Milei es una manifestación patética del extremo de pensar en la economía como si el derecho no existiera. Pero Kicillof, desde una visión progresista en economía, también piensa habitualmente como si la cuestión jurídica no fuera relevante. Su convivencia con Berni durante tantos años simplemente mostraba eso: toda la cuestión esa del derecho, ‘ya veremos cómo la arreglamos, lo importante pasa por otro lado’. Insisto, es algo muy habitual en gente que piensa desde la economía, que es que el derecho no existe, no forma parte de la órbita, no es uno de los planetas que está en su órbita de pensamiento. Es un defecto muy general en los economistas o particularmente notable en los economistas que han tenido tanta trascendencia en la creación del discurso público.


"Aquí, lo que ha pasado en países más degradados institucionalmente, como el nuestro, es que un sector llega a tomar el control del Estado y ve de qué modo se lo apropia y enseguida abusa y lo utiliza para atacar al enemigo, para hundir al otro, entonces estamos todos curados de espanto, y eso hace que ganen espacio ideas extremistas porque ha habido mucho mal ejercicio"



—Usted escribe: ‘Si el Estado no es capaz de reconocer a los otros como sujetos que forman parte de la misma comunidad, como sujetos que merecen una mano y no un golpe, entonces el Estado está contribuyendo con el camino de crear violencia’. También reflexiona sobre la idea de comunidad, sobre la importancia de crear un derecho genuinamente originado en la comunidad. Y cuando leía esto, lo conecté con los ‘lobos solitarios’ en Estados Unidos, con los ‘mass shootings’, con esos tipos que entran a una escuela y matan gente. Usualmente suelen ser sujetos solos, menos integrados, y uno puede pensar que en sociedades donde no hay sindicatos ni un sentido fuerte de lo colectivo, suele haber más tiroteos masivos. ¿Usted imagina una Argentina post-Milei con tiroteos masivos?


—Me cuesta hacer predicciones. Pero, en todo caso, sí, lo que hay en Milei es una expresión de eso, como ruptura del tejido social, y en términos de lo que citabas, la cuestión de comunidad también ha quedado muy golpeada y afectada desde hace décadas por la virulencia de ciertas medidas económicas, por la negligencia de ciertos derechos afectados, por el desinterés de las condiciones de vida de los que están peor. Que es lo que expresa mucho hoy el discurso de Milei. De lo que se escucha: ‘Hay que hacer ajustes y los ajustes van a recaer sobre los que tenían condiciones miserables, pero en seis meses ya se van a empezar a mejorar las condiciones que van a permitir una mejor forma de vida’. Y es esa idea antikantiana, de las personas como medio que podés usar, que podés exprimir al máximo; entonces, ‘que se la aguanten porque no han hecho las cosas bien y en unos meses seguramente las cosas van a ir mejor’. Es importante reivindicar el derecho y lo que dice la Constitución en el sentido de que ‘mire, hay cosas que usted no puede hacer’. Eso quise decirlo desde el primer minuto, desde el primer discurso económico del presidente: no es que sobre esas personas que han caído por debajo de la línea de pobreza o que viven en la indigencia, uno no puede proponer un nuevo ajuste. Yo lo decía a la luz de los anuncios de Luis Caputo, donde prometía un ajuste costosísimo sobre grupos que teóricamente iban a estar resguardados, porque no era la casta; era un ajuste potentísimo. Y eso, sumado a que se eliminaba el plan Trabajar, que permitía que se licuara cuando era el único plan extendido que podía servir como excusa para pensar o decir, ‘bueno, no, no estamos violentando de modo gravísimo los derechos sociales de la Constitución’, es lo único que uno podía decir. Bueno, hay una red de gente que está sostenida de un modo muy extremo, pero todavía hay; el Estado tiende a alguna línea de protección en la materia. Si anunciás un ajuste en una situación de crisis económica radical y, además, la pequeña línea de protección que te permitía decir ‘no estoy violentando de modo gravísimo la Constitución’, también la rompés, eso no es aceptable. Eso es un problema de nivel constitucional, era llamar la atención sobre ‘usted no puede decir cualquier cosa y hacer un anuncio económico con negligencia del tipo de exigencias que pone la Constitución’. En ese sentido, se convierte en inconstitucional por el contenido y por el procedimiento; por el contenido, porque implica romper las exigencias constitucionales, y por los procedimientos, porque así no se permite.


—¿Qué es hoy ser de izquierda?


—El intento del libro “Manifiesto por un derecho de izquierda” es precisar a qué cosa llamo izquierda. Y no creo que, como pasa a veces, se le da a la izquierda un significado que no tiene nada que ver con la tradición de izquierda. Me interesa una versión refinada y precisa de lo que es la izquierda, pero que no considero en absoluto ajeno a la tradición de izquierda. En ese sentido, vinculo la idea de izquierda y de socialismo con una idea de democracia radical, entendida como idea muy fuerte de autogobierno, de la mano de una idea muy fuerte de reivindicación de las libertades personales: mi derecho a pensar lo que quiero, a ejercer mi vida, a tener mi plan de vida, mis preferencias sexuales, mis preferencias políticas, filosóficas, y que nadie se tiene que meter con eso. Es esa idea de combinar una idea muy fuerte de autogobierno colectivo y de libertad personal. Eso, para mí, es el pensamiento de izquierda. Eso es compatible con lo que hizo la Revolución Francesa, con los ideales de las revoluciones latinoamericanas, con los ideales de las revoluciones socialistas, y que luego en la práctica se hicieron barbaridades en nombre de esos ideales, no tengo ninguna duda. Pero, por suerte, tengo la edad como para no sentirme avergonzado de esas prácticas ni sentirme culpable por las barbaridades que se han hecho en nombre de ideales de izquierda, como se han hecho barbaridades en nombre de ideales democráticos y en nombre de ideales liberales. En nombre de la libertad, también se han quitado derechos, y eso no invalida la reflexión y el pensamiento liberal, ni el pensamiento democrático, ni el pensamiento republicano.