29 feb 2024

Qué podría decirle John Rawls a este gobierno

 



Publicado hoy, acá

https://www.clarin.com/opinion/dialogo-imaginario-milei-john-rawls_0_DSD93sTFv8.html



En las líneas que siguen, quisiera recurrir a la ayuda de la filosofía política contemporánea para reflexionar desde allí sobre el nuevo gobierno argentino. Me interesa pensar qué es lo que podríamos aprender de dicha filosofía. Me referiré, en particular, a John Rawls, quien fuera -junto con Jurgen Habermas- uno de los más importantes e influyentes filósofos políticos del siglo xx -quien cambiara el curso contemporáneo de la disciplina, involucrándola otra vez en los asuntos de la política (en términos de Rawls: “política, no metafísica”). 

Según Rawls, la tarea principal de la filosofía política debía ser el estudio sobre el uso legítimo de la coerción. Como el Presidente, Rawls también se planteó, ante todo, la pregunta sobre cuándo es legítimo el uso de la fuerza estatal. Sin embargo, él lo hizo a partir de supuestos completamente distintos de los del Presidente. Para Rawls, la intervención estatal es imprescindible porque nadie se “merece” haber nacido pobre o rico; ni dotado de buena o mala salud; ni con un color de piel o de ojos o un sexo tal o cual. En todo caso -agrega Rawls- que uno haya resultado afortunado o perjudicado por “la lotería de la naturaleza” no es un problema: el problema es que el Estado respalde con su fuerza a esos hechos “moralmente arbitrarios” (si impide, como impidió, que las mujeres voten; o que las personas de color accedan a la escuela; o que los más pobres se eduquen). La justicia -dice Rawls- debe ser la primera virtud de las instituciones. En tal sentido, las afirmaciones presidenciales al respecto (del tipo “el Estado es criminal”) resultan, más que equivocadas, absurdas. Ello, entre otras razones, porque, así como -obviamente- un Estado que abusa, tortura o “roba” es injusto; también lo es el Estado que “no hace nada,” y de ese modo permite que algunos (digamos, los más afortunados o los más violentos) abusen de todo el resto. Para Rawls, los derechos de las personas pueden violarse tanto por la acción estatal (ie., cuando el Estado tortura), como por sus omisiones (por ejemplo, cuando no interviene y deja a los más jóvenes sin educación, y a los más viejos sin atención médica). Rawls acuñó una idea que luego (a través de Carlos Nino) el ex Presidente Raúl Alfonsín convirtió en frase propia: necesitamos mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventajados.

El Presidente podría replicar: la sola creación del Estado ya desata abusos e injusticias irrefrenables! El Estado nunca podrá actuar de modo justo! Sin embargo, en este punto, aún los anarco-capitalistas que el Presidente invoca defienden la intervención del Estado: ellos requieren (como Nozick, por ejemplo, rival teórico de Rawls), un “estado mínimo” que asegure, por ejemplo, defensa y justicia (ie, que proteja la propiedad privada; que cuide las fronteras; que persiga al narcotráfico). Y es aquí donde los libertarios tienen un problema irresoluble: ellos piden Estado, justamente, para el ejercicio de algunas de sus funciones más amenazantes (seguridad, defensa). Luego, la sugerencia de que “nosotros conseguiremos que el Estado llegue sólo hasta allí (ie, brinde seguridad, pero que no se exceda)” resulta contradictoria con la propia lógica de su furiosa crítica anti-Estatal (e incompatible con la idea presidencial sobre la eliminación del Estado). 

Otra preocupación que expresaría Rawls, frente al Presidente, refiere a la necesidad de dotar de estabilidad a las políticas escogidas. Rawls le diría: de nada sirve definir un “rumbo correcto”, si la decisión del caso no va a poder sostenerse en el tiempo. Por eso mismo, resulta muy serio que las políticas se impongan a través de decretos (un DNU que hoy nos “concede” -sic- libertades puede ser eliminado mañana, con un chasquido de dedos); como que no obtengan el respaldo de los representantes en el Congreso; o (mucho peor) que no se “construya” cuidadosamente el respaldo democrático a tales políticas. Rawls considera irracional decidir las políticas pensando en “cuán lejos llegaríamos, si todo saliera perfecto” (llama a ésta, estrategia de “maximax”). Propone lo contrario: preguntarnos cómo quedaríamos parados, si la apuesta nos saliera mal (“minimax”). Qué pasaría, por caso, si por error o desgracia (“las diez plagas de Egipto”) nuestra principal política se frustrara? Nos mantendríamos de pie, gracias al respaldo democrático conseguido, o nos hundiríamos en el abismo, bajo la aquiescencia de todos aquellos a los que, en el camino, insultamos y despreciamos? (“son la casta,” “son ratas”).

Rawls dedicó la última, larga etapa de su vida a reflexionar sobre los problemas de tomar decisiones en el contexto de sociedades plurales, multiculturales y diversas, marcadas por el desacuerdo. Su amigo y colega Thomas Scanlon publicó un libro sobre el tema: “Lo que nos debemos los unos a los otros” (What we Owe to Each Other). La respuesta: nos debemos respeto, y por tanto tolerancia, y por tanto cuidado, y por tanto -y sobre todo- un enorme esfuerzo para explicar y justificar las decisiones que tomamos. Necesitamos convencer a todos de que las políticas que impulsamos son políticas razonables. Es decir, lo contrario a simplemente imponerlas, insultarnos, tomar al que piensa distinto como enemigo: degradamos así la vida pública. Y ninguno de nosotros se merece el maltrato.




20 feb 2024

Reglas de juego para la polarización

Publicado hoy en LN https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-extremismo-de-los-representantes-no-expresa-la-sensatez-de-la-sociedad-nid20022024/


 

En lo que sigue, procuraré explicar la preocupante situación política que atravesamos hoy, en la Argentina, sin dar mayor relevancia a algunos de los factores que habitualmente se mencionan para ello. En tal sentido, eludiré las explicaciones que apelan, por ejemplo, a un cambio ideológico generalizado (“el país ha girado a la derecha”); o que refieren a una súbita modificación de actitudes y preferencias (“la gente ahora es más individualista”); o que refieren al impacto que estarían ejerciendo las tecnologías modernas en la producción de nuevas formas de comportamiento (“la culpa es de las redes sociales”). Sin descartar la influencia de factores tales (cambios culturales y tecnológicos), procuraré mostrar que este preocupante momento que vivimos en el país se debe (no solamente, pero también) a unas reglas de juego establecidas, muy cuestionables, que favorecen una polarización que impulsan los representantes (“es todo o nada”), a la vez que dificulta o invisibiliza que emerjan y se conozcan los cuidadosos matices que está dispuesta a reconocer la ciudadanía (“que se haga de esto, bastante, pero nunca aquello”).

Conforme a lo anticipado, tomaré como supuesto, en lo que sigue, que la Argentina atraviesa una etapa políticamente “trágica”. Permítanme respaldar muy brevemente este aserto, antes de concentrarme en el objeto principal de mi trabajo. Hablo de una “tragedia política nacional”, porque en un momento de crisis radical como el que vivimos (crisis económica, con tensión social, inseguridad, niveles de desigualdad crecientes -situaciones todas que demandan enormes esfuerzos de comprensión y ayuda mutuas), tenemos a la principal dirigencia caminando exactamente hacia el lado contrario que necesitamos. Desde el poder no se busca y posibilita la conversación política, sino que se la sabotea; no se ayuda a la conciliación, sino al enfrentamiento; no se tratan de sanar las heridas sociales, sino que se las atiza con fuego. Ninguno de nosotros se merece esto: ni ahora, ni antes, ni nunca. No es éste el trato que nos debemos. Por humanidad; por respeto al otro; por la legitimidad de las decisiones que se toman; por el hecho básico e irremovible de que vivimos en sociedades marcadas por el desacuerdo. Insisto: cualesquiera sean las broncas o las necesidades políticas del momento, nadie se merece vivir rodeado de insultos y de maltrato. Y no porque seamos “almas sensibles” o “bellas”, sino porque compartimos la igualdad dignidad moral de ser humanos.

Pero entonces -yendo a la pregunta central de este trabajo- por qué es que nos encontramos con dirigentes que juegan con fuego, que persisten en presentar a la política pública en una clave más propia de los videojuegos violentos? Sugeriré aquí que una causa de ello (no la única, y tal vez no la principal), reside en las “reglas del juego.” Se trata de reglas que, a pesar de sus muchos méritos, encierran problemas de origen; se han deteriorado con el paso de los años; y en los últimos tiempos han quedado bajo el control de quienes abusan de ellas (el fenómeno de la llamada “erosión democrática”). Para comenzar con un punto que reúne bastante acuerdo, señalaré que, desde hace décadas, en la Ciencia Política, se estudia de qué modo algunas reglas constitucionales han ayudado a socavar o limitar a los gobiernos democráticos. Ejemplos relativamente claros de esas imperfectas reglas, son los siguientes: la institución del Colegio Electoral (que, afortunadamente, la nueva Constitución Argentina dejó de lado), y que permite la elección como Presidente de candidatos que, en los números, resultaron derrotados (hasta por algún millón de votos, como en el caso de Trump, en los Estados Unidos); el Senado, que es una institución cuyos miembros tampoco tienen un origen directamente mayoritario; los miembros del Poder Judicial (el poder “contramayoritario” por excelencia), que se compone de personas electas por representantes de los otros dos poderes “minoritarios” (la Presidencia y el Senado). Esto le ha permitido a Steven Levitsky (autor del principal “best seller” político de nuestro tiempo, Cómo mueren las democracias?), hablar, en su último libro, de la “Tiranía de la minoría”. De este modo, autores como Levitsky simplemente retoman, profundizan y expanden lo que ya señalara, décadas atrás, el “decano” de la Ciencia Política contemporánea, el notable Robert Dahl -quien críticamente se preguntara, en uno de sus últimos libros, “cuán democrática era” la Constitución de su país.

En lo personal, suscribo plenamente objeciones como las de Dahl o Levitsky, pero también quiero ir bastante más allá de ellas. Y ello así, no solamente por el afán de profundizar en sus críticas, sino por convencimiento: la certeza de que la idea de democracia debe leerse de un modo más exigente. En efecto, Dahl o Levitsky, entre tantos, parten de una idea “mayoritaria” (“estadística”, al decir de Borges) de la democracia (básicamente: “democracia como regla de la mayoría”), y a partir de allí, y con acierto, muestran de qué modo las propias “reglas del juego” pueden impedir hasta lo más obvio, esto es, que el poder se distribuya con prioridad hacia los más votados (así, puede ocurrir, como en USA, que el Ejecutivo, el Senado y la Corte, queden en manos del partido menos votado -el Republicano). Hasta tales extremos llegamos. Sin embargo, muchos pensamos que la democracia requiere ir más allá de la “regla de la mayoría”. Ella exige también, y por caso, que las decisiones sean el producto de un debate inclusivo, abierto, inacabado. Me anticipo: definir a la democracia de este modo no implica una mera sofisticación abstracta (“jactancia de los intelectuales”) sino afirmar algo clave. Permítanme ilustrar lo que digo con un caso, relacionado con el actual gobierno.

Apenas un mes después de haber llegado al poder, algunas encuestas llamaron la atención sobre algo finalmente obvio, esto es, que el gobierno que gracias al ballotage había alcanzado un 56% de los votos, no recogía -en absoluto- porcentajes de apoyo similares, en relación con la mayoría de medidas que proponía. De hecho, preguntados sobre los detalles de tales medidas, una mayoría de los encuestados manifestaba diferencias con ellas, o se pronunciaba en contra de las mismas. La cuestión es ésta: las personas pueden (todos nosotros podemos) discernir bastante bien entre medidas diferentes. Podemos respaldar algunas medidas ampliamente (i.e., modificación de la ley de alquileres), mientras a otras las rechazamos de plano (i.e., ajuste sobre los jubilados). Sin embargo, nuestras reglas institucionales no ayudan a que emerjan tales lúcidas distinciones, y ni siquiera favorecen que las conozcamos. Todo lo contrario: ellas alientan las respuestas contundentes, espectaculares (las del “todo o nada”), mientras que invisibilizan los cuidadosos matices que mostramos. A resultas de ello, puede ocurrir que el Presidente actúe como si todavía contara con un respaldo mayoritario y sin fisuras -como si la sociedad siguiera acordando en todo con el Presidente (en la versión más exagerada de su motosierra).

En definitiva, lejos de ocurrir, simplemente -y como sugieren algunos- que “la sociedad se derechizó”, “se corrió a los extremos”, o “quedó a la merced de las redes sociales”; lo que vemos es que -de un modo decisivo- el insoportable extremismo de los representantes no expresa la sensatez de una sociedad que puede discernir y matizar muy bien, si es que las reglas institucionales la ayudan a hacerlo, si es que la política le permite demostrarlo.

5 feb 2024

La Constitución de la Igualdad (o por qué puede hablarse de un constitucionalismo de izquierda)

 



Publicado hoy en Clarín 

https://www.clarin.com/opinion/exigencias-sociales-constitucion_0_7ZrydEJ7PW.html


A fines del siglo xvii, el liberal John Locke escribió su Tratado sobre el Gobierno, y en él incluyó sus célebres páginas en defensa del derecho a la propiedad. Es probable que, dados sus vínculos con la elite británica, Locke quisiera, antes que nada, justificar la apropiación privada de tierras “libres” que llevaban adelante sus amigos. Sin embargo, no pudo hacerlo: reconoció que su tarea justificativa le requería, antes que nada, expresarse en el lenguaje de la igualdad. Habló entonces de un derecho (universal, de todos y cada uno) a la propiedad, y defendió la apropiación de tierras sólo si se trataba de tierras “libres” (de propiedad de “nadie”, y que uno trabajaba), y en la medida en que se dejara “tanto y tan bueno para los demás”. De otro modo -debió admitirlo- la apropiación de tierras no se justificaba.

A fines del siglo xviii, James Madison, junto con un grupo de lúcidos dirigentes, en su mayoría propietarios de esclavos, escribieron la todavía vigente Constitución de los Estados Unidos. Posiblemente, en ese momento, nada les interesó más, desde la posición aventajada que ocupaban, que resguardar la propiedad de esclavos, y así dar respaldo jurídico a sus propios privilegios. Sin embargo, no pudieron hacerlo: un documento así no sería aprobado por nadie. Hablaron, entonces de la igualdad ante la ley, de los derechos de petición y asamblea (desde la Primera Enmienda), y no dijeron una sola palabra en apoyo de la esclavitud. 

A mediados del siglo xix, cuando Juan Bautista Alberdi concibió a nuestra Constitución, lo hizo a partir de ideas informadas por el pensamiento de autores libertarios. Sin embargo, el texto final de la Constitución Argentina quedó definido por normas de otro contenido: cláusulas igualitarias, que consagraron el fin de los privilegios y prerrogativas de sangre; abolieron la esclavitud y de los títulos de nobleza; establecieron a la igualdad como “base del impuesto y de las cargas públicas;” y reconocieron los mismos derechos e inmunidades para todos los habitantes del país. Mucho más que eso, la Constitución permitió las protestas; afirmó el derecho de asamblea, el de peticionar a las autoridades y el de criticarlas sin censuras de ningún tipo. Más todavía: la Constitución se comprometió con un “garantismo” radical; exigió cárceles “sanas y limpias”; prohibió los tormentos, e hizo responsables a los jueces por cualquier medida capaz de “mortificar” a los detenidos. Los constituyentes advirtieron que una Constitución de otro tipo no iba a ser aceptada.

Las ilustraciones anteriores nos ayudan a reconocer una realidad -llamémosla, la “belleza del derecho”- que nos dice que, una sociedad democrática, el derecho sólo puede hablar un idioma: el idioma de la igualdad. El derecho no puede hablar un lenguaje distinto del de la igualdad, si es que pretende -como necesita hacerlo, imperiosamente- ganar legitimidad, ser reconocido y aceptado por todos. (Alguno exclamará: “Qué hipocresía!” Pero habrá que responderle con la máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. El derecho no tiene otra salida).

Por lo dicho, hay una mala noticia para quienes hoy quieren comprometer al derecho con desigualdades y privilegios que el derecho rechaza; o quieren ponerlo al servicio de una concentración de poder que el derecho niega. Lo que “dice” o “exige” una Constitución no depende de las intenciones de quienes la idearon o escribieron. Nosotros, como ciudadanos, no estamos obligados por “lo que quería Madison” o “lo que deseaba Alberdi”: nuestros derechos y deberes dependen de lo que está escrito en la Constitución, y no de las intenciones o deseos íntimos de sus autores.  

Hay una noticia todavía peor, para quienes hoy quieren imponer reformas drásticas por decreto; o idean programas “de ajuste” que afectan, sobre todo, a los más débiles. Y es que la Constitución hoy vigente ya no puede considerarse, siquiera, la Constitución que Alberdi soñara: la nuestra es una Constitución que (como todas las latinoamericanas) fue reformada hasta adquirir un perfil social y democrático mucho más exigente que el que insinuaba hace dos siglos. Ahora, nuestra Constitución se muestra comprometida con la democracia; rechaza inequívocamente la concentración de poderes en el Ejecutivo (podría decirse que la Constitución del 94 fue escrita “contra” el Ejecutivo que legisla); define exigentes derechos sociales y económicos; toma enfático partido por los derechos de los trabajadores (“participación en las ganancias”; “control en la producción”; “colaboración en la dirección”); y garantiza la adopción de “acciones positivas” en favor de las mujeres. Allí se advierte, entonces, la mala noticia: no hablamos de fantasías ni de aspiraciones utópicas, sino del derecho vigente y exigible, hoy, en nuestro país. Por lo tanto, ningún programa económico resulta válido, si no se ajusta a las exigencias sociales de la Constitución. Ninguna reforma fiscal resulta permisible, si requiere violaciones de derechos hoy, en nombre de un paraíso que llegará mañana, o en quince años.


Roberto Gargarella acaba de publicar “Manifiesto por un Derecho de Izquierda” (2023, Editorial Siglo XXI).