30 abr 2022

Una vez más, sobre los límites y alcances del control judicial (en relación contra el rechazo al amparo de L.Juez)



(sobre el rechazo al amparo: https://www.lanacion.com.ar/politica/rechazan-el-pedido-de-luis-juez-para-evitar-el-desembarco-de-donate-en-el-consejo-de-la-magistratura-nid30042022/)


Algunas razones sobre por qué es pésimo el fallo de P.Caysals contra el amparo de L.Juez (sobre la auto-división del FdT para quedarse con los lugares que corresponden a "mayoría" y "minoría") 

1) No se trata de "intromisión judicial" alguna: Al PJ le corresponde exactamente esa tarea, y no otra: asegurar el respeto de las reglas de juego (los procedimientos)  y no (lo que hace siempre) definir la validez del contenido de las políticas

2) Decidir el caso no "excede" la función judicial en absoluto: La Constitución Argentina (como la de USA) no suscribe una "separación estricta" de poderes, sino un sistema de "frenos y contrapesos" que EXIGE la mutua intromisión de cada rama del poder, sobre las restantes

3) En un país dividido entre "blancos", "negros" e "hispanos", sería monstruoso que el mayoritario grupo de "blancos" se auto-divida para ocupar los lugares que corresponden a "negros" e "hispanos", si la Constitución requiere que mayoría y minorías queden representadas: Obvio!

4) La primacía del principio democrático requiere deferencia hacia la ciudadanía, y no hacia el Congreso, y mucho menos hacia las elites políticas en el Congreso, de cualquier signo que sean. La última palabra ser la de la comunidad, y no la de la elite política

5) La primacía del ppio. democrático no requiere que el P. Judicial no actúe, sino que garantice que "el partido se juegue". Como en el fútbol, el árbitro no debe anular el gol no le gusta, pero está OBLIGADO a hacerlo si el gol fue con la mano: su tarea es que se cumplan las reglas

PD: El país no está dividido en 2, y las trampas de X no justifican las "trampas" de Y. Quien hable en esos términos ofende al constitucionalismo democrático, que no se agota en, sino que excede largamente, el binarismo bobo en que está encerrada parte de la dirigencia

28 abr 2022

Marx, crítico de Bolívar y del poder concentrado

 


Se reedita en estos días, en formato de libro, un pequeño, curioso y afilado trabajo que escribiera Karl Marx sobre -o contra- Simón Bolívar. El texto, publicado en España, cuenta con un prólogo inteligente y erudito del (ya fallecido) intelectual argentino, de origen marxista, José Aricó. El manuscrito en cuestión, que apareciera en 1858, fue redactado a partir de una invitación del entonces director del diario New York Daily Tribune, Charles Dana, quien instó a Marx (como luego, también, a Friedrich Engels) a que colaborara con él en una investigación sobre biografías e historia política que pensaba reunir, al poco tiempo, en un volumen enciclopédico. La reedición de este meditado y crítico panfleto de Marx sobre Bolívar resulta oportuna, por lo demás, en momentos en que, tanto en España como en América Latina, se ha vuelto a reflexionar sobre el valor y sentido de los gobiernos que concentran el poder, y los líderes que gobiernan discrecionalmente pero invocando un discurso emancipatorio, anti-imperialista, o con apelaciones populares. La reedición es pertinente, además, a la luz de las dificultades que han mostrado ciertos grupos (bien o mal) auto-denominados de izquierda, para reflexionar críticamente sobre los significados e implicaciones habituales del poder concentrado, en países tan desiguales e injustos como los nuestros.

Sobre el escrito de Marx cabe señalar que el mismo sorprende, de manera especial, por la impiadosa virulencia de la prosa de su autor, que se mantiene constante a lo largo de todo el trabajo. A lo largo de su muy breve obra, Marx le dedica a Bolívar los calificativos más duros. Marx describe al venezolano como “cobarde, brutal y miserable,” y desde las primeras páginas busca desmitificarlo, presentándolo como un traidor (Marx alude entonces, y por ejemplo, al modo en que Bolívar traiciona, aprisiona y entrega a Francisco de Miranda a los realistas), describiéndolo como un “aristócrata,” o designándolo a partir del mote con el que se mofaban de él (el “Napoleón de las retiradas”). En todo caso, resulta claro que lo que más indigna a Marx, frente a Bolívar, no son las pobres cualidades morales del venezolano (aunque el autor hace reiteradas referencias a las ambiciones y a la arrogancia del líder independentista), sino su persistente decisión de concentrar todo el poder en sus manos. Marx demuestra de qué modo Bolívar impulsó, una y otra vez, reformas legales (un Código de inspiración napoleónica) y constitucionales (desde la Convención de Ocaña) con el único objeto de expandir su autoridad, u “otorgar nuevos poderes al ejecutivo” para quedar investido, en los hechos, con “poderes dictatoriales”.

Horrorizados frente a las críticas de Marx hacia el líder independentista, algunos quisieron descalificar su trabajo sobre Bolívar como “europeísta” y desinformado acerca de las realidades latinoamericanas, y otros acusaron al pensador alemán por haberse basado, exclusivamente, en fuentes muy sesgadas contra Bolívar. Sin embargo, y como reconoce con honestidad brutal José Aricó en su prólogo (a pesar de que él tampoco simpatizaba con la lectura de Marx sobre Bolívar), lo cierto es que el escrito en cuestión se basó en una investigación exhaustiva y que -lo que resulta más notable, y cito aquí a Aricó- “Marx redactó su diatriba no siguiendo el juicio de sus contemporáneos sino contrariándolo”: Marx había leído, sobre todo, textos favorables a Simón Bolívar, pero tales lecturas no le impidieron reconocer lo que le resultaba obvio: para una concepción ideológica como la que él defendía, la conducta despótica y antidemocrática de Bolívar resultaba naturalmente indigerible. La sorpresa, en verdad, es la contraria. Quiero decir, reconocer de qué forma la defensa que muchos intentan de un guerrero que gobernó inequívocamente de modo autoritario, los lleva a minimizar o desconsiderar decenas de prácticas aberrantes, propias del personaje que reivindican. Piénsese, para el caso de Bolívar, en su decisión de crear una Constitución aristocrática y a su medida (una Constitución que establecía el poder permanente y vitalicio del presidente); o la de suprimir las asambleas y las elecciones populares; o la de mantener la propiedad latifundista; o la de despojar a los indígenas de sus tierras; o la de prohibir las enseñanzas de las doctrinas radicales de Bentham (a las que reemplazó por cursos de religión católica).

El ejemplo de lo ocurrido con Bolívar resulta, por lo dicho hasta aquí, profundamente contemporáneo. Ello así, en primer lugar, por la asombrosa decisión de tantos que -todavía hoy- prefieren “no ver” u “ocultar” las conductas inaceptables de los líderes políticos que, por otras razones, defienden. Asimismo, lo ocurrido con Bolívar ilustra bien las dificultades que evidencian ciertos sectores de izquierda para reconocer -como, sin dificultad alguna, lo reconocía Marx- que el radicalismo democrático no se lleva bien con el poder concentrado, ni con los mandones aristocráticos del momento: más bien todo lo contrario.

 

23 abr 2022

"Los libros que inspiran a los Constituyentes" (El Mercurio 22 abril 2022)


“La reforma de 2005 fue el último intento de apropiarse de la Constitución de 1980, pero fue un caso que se reveló rápidamente como autoengaño, no de apropiarse de la Constitución, sino de tratar de convencerse de que la trampa no era la trampa. Por eso 2005 es el año en que la pérdida de la inocencia constitucional comienza”. Lo anterior es un extracto del libro “La Constitución tramposa”, escrito en 2013 por el abogado y convencional Fernando Atria (Frente Amplio) como un análisis crítico de la Constitución de 1980. Ahora, el concepto —“Constitución tramposa”— es usado una y otra vez por sus colegas constituyentes en los debates, ya sea para referirse a la Constitución vigente o a la propuesta que se está redactando. Es que algunos textos parecieran estar en la biblioteca obligada de los convencionales. Ocurre con “La casa de todos” (2015),del académico de la U. Católica Patricio Zapata, o con “La sala de máquinas de la Constitución: dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010)” (2014), de Roberto Gargarella, ambos frecuentemente citados. 

Por eso, en el contexto del Día Internacional del Libro, que se conmemora mañana, “El Mercurio” preguntó a los convencionales qué libros los inspiran. Territorio y feminismo Amaya Alvez (Frente Amplio) rescata la obra de Gargarella “pues ayuda a comprender la historia constitucional de la región poniendo el acento en un centralismo autoritario, la concentración del poder y la existencia de derechos sociales desde inicios del siglo XX”. Agrega que si bien “es una de las metáforas que más se usan, se refiere muchas veces a la comisión de Sistema político, pero Gargarella dice que la comprensión moderna es más bien la forma jurídica del Estado, o al menos ambas dada la histórica concentración del poder que ha llevado a un centralismo nocivo en América Latina”. Hay libros que han servido para inspirar la redacción de normas o defender su aprobación en comisiones y plenos. Han sido citados textos como “El Federalista” (1788) o “El espíritu de las leyes” (1748). 

El lunes, en el debate del tercer informe de la comisión de Principios constitucionales, Tammy Pustilnick (INN) destacó la importancia del derecho a una vida libre de la violencia de género, ya que “por años se nos dijo que la violencia que sufríamos dentro del hogar era un asunto donde el Estado no podía ni debía intervenir (...). No por nada, Miguel Lorente escribe hace más de 20 años ‘Mi marido me pega lo normal’”. Para Pustilnick hay al menos dos obras “que han influido en mi percepción, comprensión de la vida y me han guiado en el trabajo profesional: ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir, y ‘Una habitación propia’, de Virginia Woolf. Ambos recogen de una significativa e intensa forma la importancia del rol de la mujer y su independencia, sentando las bases del feminismo y la erradicación de los estereotipos de género”, explica. En cuanto al debate de Sistema político, Hernán Larraín (Independientes-RN-Evópoli), miembro de esa comisión, destaca que “para un primer acercamiento”, algunas obras que ha consultado son “Cinco repúblicas y una tradición”, de Pablo Ruiz-Tagle; “Diez miradas sobre el sistema de gobierno”, que recopila conversaciones realizadas por diversos centros de estudios en el CEP durante 2021, y “El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos”, de Stephen Holmes y Cass Sunstein. Guillermo Namor (INN), de la misma comisión, acude a “Por qué fracasan los países”, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, e “Ingeniería constitucional comparada”, de Giovanni Sartori. El primero, dice, “da una perspectiva histórica sobre la importancia de los procesos de construcción, del contrato social, de tener instituciones sólidas, y desconcentrar el poder político y económico”, y el segundo sirve para la construcción de un sistema político “observando de forma comparada la experiencia internacional”. 

Elisa Loncon (mapuche) enumera la plurinacionalidad, el lenguaje, el feminismo y la modernidad como los temas de los libros que ha estudiado para la Convención, en autores como Rita Segato, Salvador Millaleo y Enrique Dussel. También recurre a un trabajo que realizó junto a Francesco Chiodi, “Por una nueva política del lenguaje”. Algo similar señala Constanza Hube (Unidos por Chile), quien relee “La Constitución en disputa”, en la cual aportó con un ensayo. Los estilos son varios: a Malucha Pinto (Colectivo Socialista) la inspira “Recado confidencial a los chilenos”, del poeta Elicura Chihuailaf; Carolina Videla (PC) señala que el texto “Rompiendo el cerco: el movimiento de pobladores contra la dictadura” sirve para entender la importancia de la demanda por el derecho a una vivienda digna; mientras que Cristóbal Andrade (independiente) tiene a la Biblia como libro de cabecera para enfrentar el proceso, aclara.







19 abr 2022

Hannah Arendt y los problemas del constitucionalismo americano

 


 Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/arrancar-de-raiz-las-estructuras-que-aparecen-dispuestas-a-arrasar-con-todo-nid19042022/

 

Hannah Arendt y los problemas del constitucionalismo americano. En su importante libro Sobre la Revolución, publicado en 1963, Hannah Arendt reafirmó su admiración hacia el modelo constitucional de los Estados Unidos -un modelo que, en buena medida, se reproduciría luego en toda América Latina. En dicha obra, Arendt consideró al constitucionalismo norteamericano como más atrayente y efectivo que el derivado de la otra gran “revolución” del siglo 18, esto es decir, de la Revolución Francesa. Lo cierto es, sin embargo, que dicho encantamiento hacia Estados Unidos y su Constitución no habría de durarle toda la vida, aún cuando sigue asociándose a Arendt, entre otras cosas, con una encendida defensa del modelo americano. De hecho, y como pensadora “libre” y autocrítica que siempre fue, Arendt se desdijo de algunos de los juicios más categóricos que había escrito al respecto, en Sobre la Revolución, apenas 10 años después. Ello así, luego de la conmoción que le causara el desarrollo de la causa de Watergate. En una conocida e interesantísima entrevista que le hiciera Roger Ferrara, en 1973, en Nueva York, Arendt habló entonces de lo que consideraba la primera “crisis constitucional” grave que reconocía en los Estados Unidos, y relacionó a la misma con un “choque frontal entre los poderes legislativo y ejecutivo”. Fue entonces cuando admitió -contradiciendo a sus posturas previas en la materia- que “la propia Constitución” era, “de algún modo, culpable” de lo que había ocurrido. Si podía llegarse a tal conclusión -continuó Arendt- ello era porque los autores de la Constitución norteamericana no habían contemplado “en modo alguno la posibilidad de que surgiera una tiranía a partir del poder ejecutivo”, cuando -en verdad - el riesgo de un gobierno tiránico se derivaba “naturalmente” y “con más frecuencia” de los excesos del poder concentrado en el ejecutivo. En efecto, preocupado por resguardar los “derechos de las minorías” frente a los potenciales abusos de la “mayoría,” el sistema constitucional norteamericano se había blindado bien ante las potenciales arbitrariedades del legislativo, pero había hecho poco por aventar los riesgos propios de la concentración del poder en manos de una elite. Contra esta última realidad, Arendt se pronunció entonces (como ya lo había hecho otras veces) en favor de un “debate público” robusto (para “todos los asuntos que no admiten un cálculo seguro”), y por una organización del poder diferente, capaz de mantener al poder más “al ras de la tierra”, y en línea con el viejo adagio de potestas in popolo.

Los problemas del constitucionalismo, en la actualidad. Medio siglo después de aquella auto-crítica de Arendt, el problema descripto, vinculado con los riesgos generados por el poder concentrado, sigue mostrándose tan actual como entonces. Ello así, con algunas diferencias relevantes, que convierten a la situación presente en más preocupante que a la del pasado. En primer lugar, en todas partes -y de manera especial en América Latina- vemos la consolidación de aquel temido escenario de poder concentrado en unos pocos, y ciudadanos constitucionalmente “maniatados” (esto es decir, ciudadanos con enormes dificultades para actuar, responsabilizar y decidir institucionalmente). Por lo demás, la “consolidación” de esa situación institucional implica también -y sobre todo- que los protagonistas de la misma han aprendido a utilizar las herramientas de que disponen (formales e informales; vinculadas con el uso de la coerción y derivadas del uso del dinero) para mantener y expandir sus propios privilegios. Lo que es peor, hoy nos cuesta muchísimo reconocer que una parte no menor del problema en juego la tiene “la propia Constitución” y, en general, nuestro sistema de organización institucional. Frente a cada crisis, entonces, prestamos atención -con razón- a la economía, al tejido social deshecho, a una dirigencia política auto-interesada y de miras cortas, pero descuidamos toda consideración sobre el entramado institucional. Todo lo relacionado con esto último nos resulta complejo, y por lo tanto ajeno, y por ello -finalmente- irrelevante: pura “jactancia de los intelectuales”. Arendt entendía bien que este razonamiento era erróneo: los arreglos institucionales (o, más precisamente, ciertos arreglos institucionales) resultan fundamentales para la preservación de derechos y libertades. No se trata de “meros lujos” propios de países ricos.

Potestas sine populo, en la Argentina. Para tornar las cosas aún más complicadas, en países como la Argentina, cada vez que alguien invoca o promueve una reforma constitucional sobre su parte “orgánica” -sobre su “sala de máquinas”- lo hace a partir de las malas razones, o a través de los malos medios. Es cierto, por ejemplo -y como sostenía Arendt- que la Constitución debe trabajar, de manera muy especial, para asegurar la protección de los derechos individuales; como es cierto que -por lo mismo- deben ponerse límites institucionales a los posibles “excesos mayoritarios.” Sin embargo, es un gravísimo error pensar que los derechos individuales resultan primariamente amenazados o recurrentemente violados por el poder de las “mayorías”, y no por el poder concentrado. A consecuencia de este grave error de diagnóstico, nuestras Constituciones se muestran -aun hoy- muy resistentes ante la formación y expresión de la voluntad ciudadana, pero a la vez totalmente permeables frente a los abusos del poder concentrado: como si el problema (de la violación de derechos) sólo pudiera originarse en la ciudadanía. El resultado: “manos atadas” para la ciudadanía (que carece de herramientas institucionales para controlar efectivamente al poder, o para discutir y decidir por sí misma sobre los asuntos públicos que más le importan), y “manos libres” para la elite en el poder (que puede pactar con sus pares una expansión de sus privilegios -sueldos extraordinarios, aumentos salariales de excepción, no-pago de ganancias- y transferir alegremente los costos de tales decisiones sobre todo el resto).

Peor todavía: reconociendo la presencia -“en el aire”- de variadas y repetidas demandas de cambio institucional en una dirección más “democrática” (reformas más sensibles a los reclamos ciudadanos), muchos miembros de la elite de gobierno promueven cambios en beneficio propio, aunque invocando, por supuesto, el objetivo último de la “democratización” del poder. Algunas de las facciones políticas hoy prevalecientes, terminaron por especializarse en esa falsía de “medios viles en nombre de fines nobles”. Conocimos entonces proyectos para “democratizar la justicia”, “democratizar el Consejo de la Magistratura”, “democratizar el Ministerio Público”, destinados siempre al mismo fin: reforzar el propio poder, incrementando la propia capacidad de control sobre el órgano “reformado”. Eso sí, siempre en nombre de la democracia y del pueblo.

Lamentablemente, el problema es de larga data, y no se limita tampoco a un solo grupo político. La propia reforma constitucional del 94 mezcló impulsos “viles” (i.e., la reelección presidencial) con iniciativas valiosas y “nobles” (i.e., modernizar la declaración de derechos). Sin embargo, en todos los casos, predominó una idea “vieja” del constitucionalismo, que confundía “democratización” con “politización”, y colapsaba la idea de “lo político” en la noción de “partidos políticos.” La peor ilustración en la materia es la que nos brinda hoy un joven y decadente “Consejo de la Magistratura”. Incorporado en la Constitución Argentina a partir de la reforma del 94, el Consejo tuvo como uno de sus fines más importantes el de dotar de mayor transparencia y vitalidad democrática al Poder Judicial, pero lo hizo -esperable y lamentablemente- favoreciendo una mayor injerencia de la política partidaria en los asuntos de la justicia. Otra vez: demasiado lejos de cualquier idea aceptable de “democratización”. El resultado es el que vemos hoy: las desagradables disputas y contubernios que años atrás tenían lugar en el Senado, a puertas cerradas, hoy se reproducen a puertas abiertas, en modos todavía más degradados. En nombre del pueblo, la vieja política sólo busca asegurar nombramientos que le garanticen favores, o presionar sobre jueces ya designados, hoy a cargo de causas sensibles: impunidad y auto-protección por encima de todo.

Frente a la danza de la vergüenza en la que hoy aparece involucrada nuestra dirigencia, tal vez valga la pena retornar a Arendt para volver, con ella, a pensar en modificaciones institucionales capaces de lograr lo que las instituciones de hoy nos niegan: cambios que pongan el poder “a ras de la tierra,” cambios que arranquen de raíz a unas estructuras que aparecen dispuestas a arrasar con todo.