30 nov 2023

Elecciones pasadas/Juicio a la Corte/ Presidencia que llega




Publicado hoy en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/un-acuerdo-democratico-tan-necesario-como-lejano-nid30112023/


La reciente elección presidencial ha provocado, en muchos de nosotros, emociones muy fuertes, que todavía no se disipan: angustia, excitación, miedo. El problema de tales emociones, si es que alguno, es que ellas nos dejan demasiado cerca de los hechos y, de ese modo, nos impiden pensar bien sobre lo que ocurre. En lo que sigue, quisiera retroceder unos pasos -alejarme algunos metros de la inquietante pintura que tenemos frente a nosotros- para reflexionar sobre los conmovedores acontecimientos de estos días.

El primer comentario que haré se refiere al propio proceso eleccionario, y la democracia. Las elecciones han sido reveladoras de muchas cosas, entre ellas, sin dudas también, acerca del estado de nuestra democracia. Que una mayoría de ciudadanos haya votado con la expectativa de que sus candidatos no cumplan con muchas de las principales iniciativas anunciadas (i.e., venta de órganos; libre circulación de armas); o con la íntima esperanza de que su candidato “rompa”, apenas electo, la misma base política que lo sostiene y lo ha elevado al poder (i.e., el kirchnerismo), dice mucho sobre los niveles de degradación que muestra nuestro sistema político. Que la votación haya quedado reducida a dos candidatos con índices de desaprobación mucho más altos que sus niveles de respaldo, describe bien aquello en que se ha transformado nuestra democracia. ¿Cómo puede ser que, luego de cuatro décadas de recuperada la democracia, nos encontremos en este lugar? ¿Cómo puede ser que una mayoría de ciudadanos haya definido su voto luego de preguntarse qué candidato le provocaba menor temor o rechazo (y no, por ejemplo, cuál de los dos le emocionaba o entusiasmaba más, con sus propuestas y actitudes)? El hecho es: nosotros, como ciudadanos democráticos, contamos hoy con bajísimas chances de influir en nada de lo que nos importa en términos de vida política. No definimos las políticas de alianza de los partidos que apoyamos; no decidimos la agenda del futuro gobierno; no determinamos ninguna de las medidas principales (siquiera una o dos, las más importantes) que queremos se incorpore en cada una de las plataformas partidarias; no designamos a ninguno de los candidatos a ocupar cada uno de los infinitos cargos que se repartirán (al menos un cargo que queremos que ocupe alguno, o queremos que no ocupe otro): nada. Y tal vez lo más preocupante no sea eso. Lo más preocupante es que, al día siguiente de la elección, y cualquiera sea el resultado que se obtenga, dirigentes y formadores de opinión señalarán acusatoriamente a la ciudadanía, para decirle: “ustedes son responsables”. “Responsables de qué?” -debería responderse, si es que no se nos permite decir, precisar o matizar absolutamente nada.

El segundo comentario tiene que ver con el gobierno que se va, y el republicanismo. Comienzo recordando un viejo principio político sobre la materia. Thomas Jefferson definía el carácter “más o menos republicano” (antes que monárquico) de un gobierno, conforme con el poder de “decisión y control” que quedaba en manos de la ciudadanía, frente a los asuntos comunes. Pues bien, si aceptamos a dicha métrica -más no sea a grandes rasgos- como indicativa del carácter republicano de nuestras instituciones, volvemos a encontrarnos frente a un panorama desolador. En relación con el gobierno que por suerte se va, quisiera insistir con la siguiente idea: el solo hecho de que haya sido posible que, en medio de (lo que el propio gobierno definió como) algunas de las más grandes catástrofes de nuestra historia (pandemia, sequías, guerras), la administración saliente haya decidido utilizar, durante largos meses, toda la energía política del Congreso, para impulsar una medida obviamente destinada al fracaso, como el Juicio Político a la Corte (y no, medidas destinadas a bajar la inflación o reconstruir el tejido social), representa no sólo un insulto -una falta de respeto mayor- a toda la ciudadanía, sino un demoledor indicio acerca del modo en que el kirchnerismo erosionó nuestras instituciones republicanas desde su llegada al poder, veinte años atrás. En términos jeffersonianos: el nivel de “decisión y control” en manos de los ciudadanos, quedó pulverizado, hecho trizas. De todos modos, y para que se entienda: no estoy hablando aquí de abstracciones ajenas a los pesares propios de nuestras vidas. Según entiendo, esos obscenos hechos -quiero decir, iniciativas tales como la de provocar y azuzar a la Corte mientras el país se caía a pedazos- ayudan a explicar muy bien el resultado de las recientes elecciones. Cualquier persona pudo entender entonces que no había ninguna razón para confiar en un equipo de gobierno semejante, mal preparado, mal intencionado, mucho menos sensible a la verdad que dispuesto a la mentira: un gobierno que necesitó, siempre, encubrirlo todo. Los votantes del kirchnerismo harían bien en pensar críticamente, más no sea en la intimidad, sobre aquello que han defendido ciegamente, todos estos años. Sin embargo, una vez más, ninguna autocrítica es esperable, de parte de nadie. Hoy lo que aparece horrendo vuelve a ponerse al servicio de lo que es pésimo, por lo cual previsiblemente escucharemos, en los próximos meses, acusaciones destempladas sobre el nuevo gobierno (dictadura; tortura; venta de órganos), que servirán, sobre todo, para seguir disimulando las imperdonables faltas que tantos avalaron durante todo este tiempo.

Mi último comentario tiene que ver con el gobierno que llega, y el constitucionalismo. Desde su mismo origen, a finales del siglo xviii, el constitucionalismo se propuso evitar los excesos del poder; resguardar a las minorías; impedir que cualquiera de las ramas del gobierno avanzara sobre el campo de acción que le correspondía a las otras ramas. El constitucionalismo se basó en una serie de intrincados mecanismos -el sistema de checks and balances- destinado a hacer posible un gobierno enérgico y a la vez limitado, sin la necesidad de descansar en la presencia de “funcionarios angelicales”. Hoy, luego de más de dos siglos de vigencia, el constitucionalismo luce oxidado y maltrecho: una práctica centenaria ha ido deteriorando al máximo al viejo mecanismo de relojería de los frenos y controles. La rama Ejecutiva goza de “poderes de amenaza” mayúsculos, en relación con las otras dos ramas del gobierno (el Poder Legislativo y el Poder Judicial); la Justicia ha devenido (por ello mismo) en un poder excesivamente sensible, sino directamente dependiente, de la política; mientras que el Congreso oscila entre dos extremos completamente indeseables: el sometimiento al Poder Ejecutivo, cuando ambos poderes responden al mismo grupo o sector; o el impiadoso bloqueo, cuando ocurre lo contrario. Dentro de dicho contexto, marcado por un fuerte deterioro institucional, las primeras señales del nuevo gobierno que podemos entrever en estos días resultan, una vez más, desconcertantes. Por un lado, la vieja historia: una ciudadanía en estado de alerta -la boca abierta, el corazón palpitando-frente a cada movimiento, designación o anuncio del nuevo Presidente. ¿Cómo puede entenderse esa angustia, propia de Esperando a Godot, cuando se supone que el gobierno es “del pueblo y por el pueblo”? ¿Cómo se explica que el Presidente pueda provocarnos una conmoción emocional con cada iniciativa que toma; pueda dejar de lado a piacere a sus principales propuestas de gobierno; o pueda abrazarse a aquello que hasta ayer repudiaba, apenas luego de electo? Ello se explica, entre otras razones, por los márgenes de discrecionalidad extraordinarios que el actual sistema constitucional -nacido para reducirlos- concede hoy al Poder Ejecutivo. De modo similar, hoy podemos reconocer el fracaso de aquella maquinaria -alguna vez reconocida perfecta- de los “frenos y controles” -un mecanismo diseñado para reconducir el egoísmo de los funcionarios públicos, hasta transformarlo en políticas de bien común. Hoy, lo que es esperable, en lo que hace a la dinámica de la relación entre las ramas políticas, es lo ya anunciado: la rendición incondicional de una rama, frente a la otra (el Congreso convertido en “escribanía”), o la guerra desatada. Los incentivos a que han quedado sujetos los tres poderes de gobierno favorecen eso: la confrontación sangrienta o el pacto entre elites (la constitución de la famosa “casta”), con total independencia de lo que exija, espere o sueñe la ciudadanía. Dentro de dicho marco -conviene advertirlo desde temprano- los grupos sin fuerza o apoyos propios -aquellos que no están en condiciones de asegurar por sí mismos las bases de su estabilidad- pueden llegar al poder, pero con los días contados. La pregunta que se nos abre, entonces, es la de cómo hacer para volver a asentar al gobierno -a este gobierno, a los gobiernos que vengan- sobre las amplias bases de un acuerdo democrático, hoy tan necesario y tan lejano.




27 nov 2023

Nino tomando vino (por Ernesto Garzón Valdés)



(En recuerdo del maestro, amigo, editor infatigable, anfitrión y embajador de todos los investigadores argentinos, perdidos o recién llegados a Europa)

Va en el recordatorio a Ernesto Garzón Valdés, una de las anécdotas más graciosas que nos contó, sobre Carlos Nino, y que luego incluimos en un libro homenaje a Nino que editamos con Marcelo Alegre y Carlos Rosenkrantz. Cuenta Ernesto, en las Palabras Preliminarias del libro:

"Su despiste (el de Nino) era proverbial y siempre perdonable: una vez, en Friburgo de Brisgovia había sido invitado a cenar en casa de un más o menos solemne profesor alemán; antes de servir el vino, el anfitrión le acercó la botella a Carlos a fin de que viera la marca y calidad de la bebida qe le ofrecía. Carlos creyó que se trataba de una costumbre germánica parecida al mate criollo: cogió la botella, la orientó hacia su boca y se bebió un trago (con sacrificio, pues detestaba el alcohol) ante el asombro del alemán que posiblemente creyó en ese momento estar frente a un auténtico salvaje de las pampas"

25 nov 2023

Escala barcelonesa: Una anciana lee

 


Estoy de escala en Barcelona, por un par de días, de regreso a Edimburgo. Paso las dos mañanas por la Universidad, porque tomo examen. Es miércoles, bastante temprano -poco después de las 8 de la mañana- y me dirijo a la Facultad en subte. En la estación, sentada junto al andén, me sorprende muchísimo una figura. Una señora vieja, flaquita, con el pelo raleado, abrigada porque hace frío, sentada en el banco, está leyendo. Tanto me sorprende esa actitud lectora, en ese lugar, en ese cuerpo frágil, mínimo, que le tomo una foto. Enseguida, cuando pasa el metro, mi sospecha se confirma: ella no se inmuta y lo deja pasar: ella no llegó allí para subirse al subte. La viejita está ahí, sentada y leyendo, para no estar sola en su casa, por la sensación de sentirse, de alguna manera, rodeada y leyendo. O quizás es que en su casa no se dan las condiciones propicias para hacerlo -la tranquilidad, el respeto, una comodidad básica para quedarse leyendo. Lo siento mucho. Vuelvo al día siguiente, misma estación, aunque una hora más tarde. No esperaba nada, pero llego y la vuelvo a ver. Ahí está ella. Otra vez me sacude la escena: flaquita, sentada, abrigada, con su libro enorme, la misma pollera, las mismas zapatillas, la misma blusa -sólo cambia, de ayer a hoy, el abrigo. Pasa el tren una vez más, y otra vez ella ni lo mira. Se queda allí sentada, ensimismada, los ojos oscuros sobre las hojas blancas, satisfecha quizás con el modesto abrigo que le ofrece la estación, la fugaz compañía que nosotros, que la ignoramos, le ofrecemos.

Einstein se enamora de Uruguay, y manda al diablo a la Argentina




Otro libro que se me aparece y leo en estos días, es el diario de viajes de Einstein por Sudamérica: The travel diaries of Albert Einstein. South America, 1925, editado por Ze'Ev Rosenkrantz.

De entre las varias notas que va apuntando Einstein, llaman mi atención sus (como siempre, precisos y sensibles) juicios sobre Uruguay, que basa en sus primeras impresiones luego de llegar al país. Escribe Einstein: “Uruguay, un país feliz y pequeño, no es sólo agradable en su naturaleza, y con un clima apaciblemente cálido y húmedo, sino también un país que cuenta con instituciones sociales modelo (protección a las madres y a los niños, cuidado de las personas ancianas y a los hijos ilegítimos, jornadas de trabajo de 8 horas, día de descanso). Un país muy liberal, con la Iglesia completamente separada del Estado, y una Constitución algo similar a la Suiza.”

Golpe al orgullo argentino, Einstein agrega después que Montevideo le parece “mucho más humana y disfrutable que Buenos Aires, algo a lo que contribuyen la menor dimensión del país y de la ciudad. La gente me recuerda simplemente a la de Suiza o la de Holanda: Modesta y natural.” Dice de los países más grandes: “Los cortaría a todos ellos para convertirlos en países más pequeños, si tuviera el poder de hacerlo.” Y luego llega el puñal: “El diablo se lleve a los países grandes con sus modas pasajeras!” Ouch!


Herbert Hart en Italia: “Ho perduto tutto, tutto”



Se acaba de publicar un libro -Personal Impressions- que reúne una serie de “retratos” hechos por Isaiah Berlin, sobre reconocidas figuras del ámbito público. Entre tales “retratos,” me detengo en sus comentarios en torno al filósofo Herbert Hart, a quien Berlin describe con admiración y afecto. Berlin dice de Hart que siempre esperó que “la decencia y la razón triunfasen” en “Israel, tanto como en Oxford y en todas las sociedades por las que estaba más preocupado.” Hart era “un modelo de virtud e integridad” -agrega- que rechazaba todo lo que fuera “crudo, confuso, intelectualmente de mala calidad”, alguien que no toleraba “el oscurantismo, la opresión, la injusticia, todo lo que consieraba reaccionario, y un obstáculo al bienestar humano.” Berlin cuenta que Hart admiraba, en particular, a John Stuart Mill y a Jeremy Bentham quienes “como él, creían en el valor y el poder de la razón”, y “gustaba sobre todo de la impaciencia que ellos mostraban frente al sinsentido”. Cuenta que Hart disfrutaba mucho con la literatura, y que leía entre otros a Jane Austen, George Eliot, Dickens, Henry James, Aldous Huxley, Dante, Leopardi, Baudelaire, Yeats. Dice que era un amante de la música clásica, que “amaba viajar, y las bellezas de la naturaleza”, y señala también que era “un tremendo caminador, con una elocuencia remarcable para describir aquello que llamaba su atención.”

Sobre ese tema -los viajes- Berlin relata una anécdota de Hart en el lugar al que más quería: Italia. Cuenta que un día, en un tren italiano, Hart advirtió que no tenía su billetera, donde llevaba su billete de avión, su pasaporte y su dinero. Desesperado, Hart se levantó y comenzó a gritar, en italiano “Ho perduto tutto, tutto, tutto”. Parece que lo que ocurrió después -más bien insólito, dado el contexto- reafirmó por siempre su pasión por Italia y los italianos. Aparentemente, y al verlo así, una persona se acercó y le ofreció algo de dinero, y otra más vino hacia él y le aconsejó que se bajara en la estación siguiente, llamara por teléfono a la anterior, y esperara la llegada del nuevo tren: tal vez así podría recuperar su billetera. Lo increíble es que todo eso ocurrió: Hart se bajó en la estación siguiente, avisó de la pérdida, y con el próximo tren, llegó también su billetera.

Nos dice Berlin que había algo “perpetuamente joven, en Hart”, en su permanente esperanza y ansiedad por encontrar alguna idea nueva e iluminadora, alguna nueva manifestación de la genialidad humana, ya sea en el pensamiento o en el arte...algo que él querría enseguida compartir, explicar, examinar, rastrear sus implicaciones para la vida, y no sólo para alguna porción del discurso racional.” Berlin termina afirmando que es falsa la idea de que “nadie es irreemplazable”: “Esto no es cierto: Herbert Hart no era reemplazable” -concluye: “su existencia hizo una enorme diferencia, y voy a lamentar su ausencia por todo lo que resta de mi vida”.


12 nov 2023

Días escoceses VIII. El rojo de algunos cabellos de Escocia (Relato probablemente apócrifo)



Un joven, de melena extraña y oscura, mira fascinado cómo el fuego forja los hierros que se harán espadas. Esas espadas se levantarán días después contra el clan de los MacLeods, en la Isla de Skye, hasta arrinconarlos en la miseria. Las voces angustiadas de aquellas batallas se apagaron pronto, pero el fuego de la fragua siguió crepitando desde entonces.

Una niña con largos rizos plateados, que le llegan hasta los talones, espía desde una cueva los enfrentamientos de Culloden, en 1746, cuando los Jacobitas de las Highlands lo perdieron todo, ante a los británicos. La niña alcanza a distinguir cómo caen los cuerpos detrás de los cuerpos, y cómo la pradera, que fuera verde brillante alguna vez (la que se erguía orgullosa frente a la roca oscura, la que se halla siempre regada por un rocío atemporal y enigmático) comienza de a poco a teñirse de un color diferente, bañada en la sangre que antecede a la muerte.

Un par de gemelos, albinos ambos, son los únicos testigos del momento en que Carlos Estuardo arriba a Francia, huyendo escondido, luego de la derrota de Culloden. Carlos, el Príncipe Bonnie, se siente acorralado y a la vez solo, y cruza la frontera sin mirar atrás, pávido y humillado, disfrazado de doncella. Tiempo después, los gemelos se sorprenderán al comprobar su incontenible alcoholemia. La noche en donde acaba todo, desde atrás de una cortina, los albinos verán cómo el viejo Príncipe se inclina ante un tonel de vino, abre la boca y bebe, hasta que toda la escena se trasviste de un vaho carmesí: era el fin de un hombre, de un reinado, de una era.

Una adolescente raramente hermosa mira en el espejo la cabellera que ha ido perdiendo, luego de conocer las inenarrables crueldades de Cumberland el Carnicero, miembro de la Casa de los Hanóver. Ella es la última persona que, hoy, lo recuerda todo: el fuego que fraguaba el hierro que sería luego espada; las praderas que fueran verdes brillantes, teñidas de sangre, sobre la roca oscura; el vino, brotando impiadoso, hasta embriagar de carmesí las travestidas penas. Pero además rememora esto: la mañana que siguió al fin de la guerra, cuando un bravo sol que ignoraba lo acontecido (el dolor y el inesperado silencio, pero también el luto, pero también el duelo) iluminó el castillo de Edimburgo como nunca antes, como nunca después volvería a hacerlo, recurriendo a fugaces fulgores escarlatas, jamás vistos. El malentendido duró apenas instantes -el castillo recuperó enseguida su pose sobria, majestuosa, parca, sobre la piedra volcánica- pero fue suficiente. Esa noche, durante un sueño que pareció eterno, la joven volvió a repasar toda la historia que había aprendido y que la aterraba, y al despertar se sorprendió a sí misma con un grito, al ver su antigua cabellera, intacta y espléndida, rebelde y de un rojo estremecedor. Su grito, hundido en el pasado, recorrería desde entonces la historia por llegar, como un río subterráneo (un río incontenible, alguna vez turbulento, pero ya apaciguado). Hay un rojo, en algunos cabellos de Escocia, que se expresa en tonos que van más allá del rojo. Se adivina la tradición en ellos, pero se advierte también algo distinto: esos cabellos rojos, en su sosegada ira, esconden un secreto que ni revelan ni olvidan: la digna reconciliación con el aciago destino.


Días escoceses VII. Al principio era broma

 




Lo habitual es que, apenas se establece alguna conexión con el otro, aquí en las tierras altas, la gente se palmee, pregunte por el nombre del otro enseguida, aproveche para hacer un chiste corto con el desconocido: reírse con él, antes que burlarse del distraído. Hoy, por ejemplo, en la zona del puerto, percibo unos movimientos que llaman mi atención: vislumbro una pelea. Enfoco bien y lo confirmo: un morocho encapuchado, y un gordote en jogging, lanzándose golpes. Pero enseguida entiendo que no es así -como pienso- cuando distingo a una vieja sentada, junto a ellos dos, riendo. Entonces, los dos contendientes comienzan a reírse también, dándose un abrazo.

***

Estoy en la hermosa Isla de Mull, voy en autobús hacia el pequeño centro urbano. El conductor va hacia su última parada, que aparece cuando la calle se da de bruces, abruptamente, contra el mar. El autobús avanza y avanza, y uno, que va en el asiento de enfrente, se alerta un poco. Enseguida, el resto del pasaje, que asimismo advierte la cercanía con las aguas, también. Ahí, en ese instante de alarmada conciencia compartida, es cuando el conductor se da vuelta y, con total seriedad nos dice: “bueno, ahora aspiren profundo, tomen aire, que ahí vamos…”

***

Para cruzar al otro lado del mar debe utilizarse un ferry viejo, que está algo distante del centro, por lo que el único tránsito sensato es a través de un taxi. Hace frío, y el taxista se encuentra sentado dentro de su auto, con la ventanilla cerrada. Le golpeo la ventana, él la baja, y entonces le pregunto: “Can I take this taxi?” (puedo tomar este taxi?). Y él responde, fingiendo que está sorprendido, indignado: “No! Of course you cant! This taxi is mine” (“No, cómo vas a poder tomar el taxi! Si el taxi es mío!”).



Días escoceses VI. Un anárquico en bicicleta

 


Aunque suelo ser muy respetuoso hacia las ciudades que visito, y más allá del especial cariño que siento por Edimburgo, reconozco que, desde un comienzo, ella y yo mantenemos al menos un punto de fricción, conflictivo, que tiene que ver conmigo (“no sos vos, soy yo”): yo en bicicleta. Las raíces del problema son profundas, estructurales, por eso muy difíciles de remover, supongo. Ocurre que, desde hace años, se agudizó en mí una tendencia reactiva, que me impulsa a andar, metafórica o literalmente, a contramano. Para colmo, la Argentina me ha ayudado a reforzar los peores rasgos de mis tendencias anárquicas. En las calles argentinas, suelo ser partícipe de la lucha por la supervivencia por otros medios: las reglas como meras invitaciones o propuestas. En bicicleta, por eso, suelo mostrar un comportamiento anárquico, antiformalista, desafiante de los esquemas. Más bien salvaje: soy el país al margen de la ley del que hablaba Nino. Un salvaje en bicicleta.

En tal condición, como ciclista, en la Argentina, me siento uno más. Pero aquí, en Edimburgo, las reglas están, se espera que uno las respete, y me ocurre que algunas no las conozco, y otras las desconozco o no las tomo en cuenta. De algunas situaciones no me hago responsable, pero de muchas otras sí. Entre las que no, anoto situaciones muy frecuentes, como éstas. Momentos sorprendentes para mí, inesperados pero comunes, en donde el mundo se detiene, en principio, por unos segundos. Típicamente: me encuentro en una encrucijada con 4 o 5 esquinas, en donde todos los vehículos -todos- aparecen detenidos, porque todos los múltiples semáforos -todos- están en rojo, todos al mismo tiempo. Pasan los segundos y todo sigue en rojo. Ante el natural pánico de que se trate del fin de la humanidad; ante el posible alerta de que la vida en la Tierra se haya detenido, tal vez para siempre, piso el pedal y arranco. Insisto, estas situaciones ocurren regularmente (no se si por descoordinación de semáforos, o por algún principio general que desconozco), y ante ellas no tengo otra alternativa que seguir: una obligación, quizás. En muchas otras situaciones, lo acepto, la principal responsabilidad es mía. Típicamente, en el semáforo hay que parar, y no paro (al comienzo me autoengañaba diciendo que tal vez la regla no aplicaba a bicicletas, pero no llegué a persuadirme); antes de los cruces hay que avisar con la mano el próximo movimiento, y no lo hago; hay carriles obligatorios, que aparecen y desaparecen, y entonces para simplificar hago tabula rasa y los ignoro a todos; hay reglas para doblar que son complejas, y (o porque) llevan el agregado especial de los autos con volante a la derecha…entonces, apenas puedo, arranco y doblo; hay calles con una sola dirección, y hay contramanos que, como rioplatense, jamás respeto, asumiendo que el ciclista está autorizado a ir en cualquier dirección. Es decir, en síntesis, mi conjunto vial es de una totalidad calamitosa.

La cuestión, en todo caso, se me complica, porque aquí la gente se queja -se me queja! Antológico, dentro de mi breve antología urbana fue, a poco de mi llegada, bajo la lluvia, un viejo en bicicleta, con casco, chaleco amarillo, vestimenta y agenda reglamentarias, siguiéndome por las calles a los gritos, luego de que yo me adelantara en el rojo. A toda costa quería hacerme saber que gente como yo traía el desprestigio a toda la clase (de bicicleteadores): me dolió. Evidentemente, no fue el único reguero de insultos que recibí estos días, pero fue el “caso claro” o “fácil” de falta provocada, de modo exclusivo, por mí mismo, a partir de la interpretación discrecional de una regla, que ni el juez Hércules hubiera admitido.


Días escoceses V. Escocia, desde la primera vez


Desde la primera vez que crucé la frontera inglesa hacia Escocia, en 1994, sentí un inmenso, inesperado cariño por el país de las “tierras altas”. Yo llegaba de Oxford (una ciudad que, por muchas razones ocupa un lugar íntimo, importantísimo, en mi vida, pero) que se me aparecía como la quintaesencia de la arrogancia y la pretenciosidad, con sus distancias, su torpeza afectiva, sus apariencias, su vacuidad también. Por eso tal vez, por venir de donde venía, ya en los primeros instantes -ya desde los primeros metros escoceses, diría- reconocí que ingresaba en un infinito distinto. No sé si esa reacción visceral -de las que marcan todo el tiempo mi vida- tuvo que ver con el peculiar perfil working class que todavía mantiene el país, y que tan conmovedoramente ha reflejado Ken Loach en casi todas sus películas; o directamente con la expresión que encontraba en los afables rostros ajenos -rozagantes, colorados, mofletudos, siempre amigables. 

El hecho fue que, desde la primera vez, al cruzar la frontera, sentí que perdía cuidado, que volvía a distenderme, que me encontraba con gente que gustaba de hacer chistes, de contactar con el de al lado, de hablar comprometidamente con los demás (no hablar del tiempo o la humedad, sino sobre lo que la otra persona hace, o sobre lo que le pasa). Gente que hablaba un inglés imposible, pero que se aseguraba que le entendiera, y que se preocupaba por mí, por lo que les preguntaba. Lugares en donde me trataban bien, en que me sentía cómodo y a gusto, con gentes de esas que le palmean a uno la espalda y le guiñan un ojo mientras le hacen una burla de la que uno también, sin disimulo o impostaciones, se ríe. Me resultaba inconcebible todo eso, dado los lugares desde donde llegaba. Y me parecía hermoso.

Desde entonces, desde esa primera vez, crucé la frontera varias otras veces, y la sensación fue siempre la misma, sin buscarlo y sin pensarlo: encontrarme en casa, notar que se me relaja el alma, sentir que cedo la expresión y bajo los brazos por fin.


Días escoceses IV. La tabaquería de Smoke, en el café de Edinburgo












Activados que estaban todos mis prejuicios a favor de Edimburgo, llego a un café que prometía convertirse en mi primer lugar de cada mañana: me habían hablado bien de él, me habían anticipado las preferencias propias con un “te va a gustar, ya vas a ver.” Llego y sí, fue así, amor obvio a primera vista. Un café de especialidad, pero de tono muy bajo, sin alardes: bonachón, amigable, barrial u obrero. En el lugar uno se encuentra con unas muy pocas sillas altas, tres codiciados sillones viejos, y una pequeña mesa en el centro. Sobre la pequeña mesa central, y en un mueble al costado, hay algunos libros, incluyendo uno que se titula algo así como “15.000 razones por las que estar feliz” (a pesar de todo). La música que suena suele ser rock de principios de siglo. Bastaron apenas días (dos? tres?) para comprobar lo que me habían presagiado. Se trata de un reducido lugar en la galaxia, pero que conforma un mundo propio, con personajes que se repiten, que vuelven cada día, muchos para quedarse allí durante horas (por algo lo sé). Ese pequeño espacio, el del mundo propio, amable, complejo y completo, me recuerda siempre a la tabaquería de la película Smoke (1995), de Wayne Wang, guionada por Paul Auster. En el caso escocés, los personajes principales son los baristas (un joven tranquilo y empático, y una chica, más silenciosa); el bicicletero del barrio; un brasileño desempleado, que como hobby enseña capoeira; y un chino que parece hacer el curso con el brasileño. Ellos se pasan por allí cada día, buena parte del día, bromeando sobre trivialidades que se toman muy en serio. El café que preparan es buenísimo, y no lo molestan a uno si se queda por allí toda la mañana leyendo o escribiendo, y ocupando alguno de los deseados lugares. Qué bueno eso! A veces, entran freaks que generan menos temor que pena, y otras veces, llega gente que quiere poner en venta algún producto dudoso (digamos, poco tentadores scones caseros), y en ambos casos, en lugar de echarlos, ignorarlos o sacárselos rápidamente de encima, las personas a cargo del local les responden, les preguntan, los consideran, y en todo caso les dicen qué sí o que no, pero siempre tomando en serio al otro, y a lo que dice el otro. Sobre el final del día, suele sumarse al grupo la novia del barista principal, que parece estar muy enamorada de su chico. 

El lugar presenta, entre sus peculiaridades, la habitual presencia de dos tremendos, amables perrazos. Con prudencia y respeto, como pidiendo permiso, los perros ocupan alguno de los cómodos sofás, cuando ven que se desocupa alguno, pero educadamente, entendiendo la lógica del asunto y sin que nadie se los pida, dejan su sitial enseguida, cuando ven que nueva gente se arrima. Ese cuidado se mantiene en la canina invitación que nos hacen, cada día, para que nos sumemos a sus juegos. Le acarician a uno el zapato, nos rozan con la cabeza la pantorrilla, o simplemente me miran fijo mientras esperan, buscando que les arrojemos lejos la pelota de trapo o el muñeco del caso. Sin embargo -finalmente, escoceses también ellos- si detectan que queremos seguir leyendo, o que estamos distraídos en lo nuestro, dejan de insistir y perrunamente, y sin problemas, salen a la calle a buscar a su dueño.

El dueño de los perros es otro de los grandes personajes del lugar. Se trata del mentado bicicletero del barrio, que atiende su local a dos puertas de distancia del café, y que pasa más tiempo en el café -tomando café, sirviendo café, cobrando café- que en la bicicletería. Él llega a la cafetería y detrás de él sus dos perrazos, que enseguida comienzan a interactuar con todos nosotros -clientes viejos o recién llegados- ansiosos de que los acariciemos. Apenas aterrizado en Edimburgo, fue al bicicletero a quien le compré la de segunda mano con la que me muevo. Al día siguiente de la compra, me reencontré con el susodicho en el café -yo llegué en mi bicicleta- y fue él quien me saludó al ingreso: “Hi Roberto”, me sorprendió, llamándome por mi nombre, como a un compañero de siempre. También llamó mi atención, de aquella compra, que, de un instante a otro -supongo que porque nos caímos bien- me descontó 50 pounds en el pago. Más todavía me encantó que me dijera que no hacía falta ningún certificado de garantía, luego de concretada la venta: cuando lo necesitara, y durante los meses de mi estadía por aquí, él se ocuparía de arreglarme cualquier problema con el artefacto. Yo le respondí con un enfático “claro,” contento de que fuera así el trato. Dicho y hecho. Al mes de andar por aquí, tuve un problema de frenos, lo fui a encontrar (al café, no a la bicicletería, por supuesto), le dije sobre el tema de los frenos y él me respondió “ya mismo te lo arreglo”. Fue a buscar las herramientas (al café, no a la bicicletería, por supuesto), y me solucionó el problema en instantes, sin costo alguno. Pensé en el gusto que da confiar, en lo bien que me llevo con Edimburgo.


8 nov 2023

Dìas escoceses III. Cosas que aprendí sobre el whisky, en todos estos días

 


Que más de un tercio de los whiskys escoceses surgen de una región muy pequeña, Speyside, que incluye a muchos de los whiskys más complejos -y, en ese sentido, “ricos”- que se producen (incluyendo a los Aberlour, Balvenie, Glenallachie, Glendronach, Glenfiddich o Macallan). Que la otra gran región productora de whiskies es la de las “tierras altas” -las Highlands- con whiskys menos “potentes,” o más finos, también de muy buena calidad (como Aberfeldy, Dalmore, Glenmorangie, Oban). Que en la isla de Islay se producen algunos de los más “fuertes”, y sobre todo, los whiskies ahumados, como Caol Ila o -más duro todavía- Lagavulin). Que el hecho de que las distintas regiones produzcan whiskies de sabores distintos (más ahumados, más finos, etc.) no quiere decir que “no puedan” producir whiskies de otros tipos (es decir, aunque el “terroir” importa, más importante es la “tradición” de cómo se los suele hacer en la región): Que el whisky deja de considerarse escocés si tiene algo más allá de estos tres elementos: cereal (en general malta), agua, y levadura (más, eventualmente, algo de caramelo para darle coloración). Que la malta es el cereal que fermenta mejor con la levadura (por la riqueza de azúcares que libera, y el sabor del alcohol que produce), y que esa virtud (que se pierde si se mezcla la malta con otros cereales, como es común en los Estados Unidos) explica la importancia que se le asigna a los “single malt” en Escocia. Que la casi totalidad de los whiskies que se venden en el mundo son, en cambio, “blends” (de 10 botellas de whisky que se venden, 9 no son “single malt”, sino “blends”). Que el único “agregado” que puede tener el whisky escocés, y seguir siendo considerado tal (más allá del caramelo) es que el fermento termine su maduración en barriles que antes fueron utilizados para otros propósitos (por ejemplo, es bastante común el uso de los barriles de jerez -i.e., los de Pedro Ximenez- para terminar el proceso, y “mejorar” el sabor, aunque algunos critican esta práctica diciendo que puede servir para encubrir una mala malta).  Que el tiempo de añejamiento que anuncia la botella depende de la edad del whisky más joven de la mezcla, y no, por ejemplo, de un promedio de las edades de los whiskies que mezcla. Que una de las principales diferencias entre los whiskies escoceses e irlandeses, es que los primeros son destilados dos veces, mientras que los irlandeses tres (otra diferencia tiene que ver con el tipo de alambiques que se usan en Irlanda; y otra más con el hecho de que hay muy pocas -sólo 3 grandes- destilerías irlandesas). Que, luego del destilado, la bebida que llega al barril tiene un nivel de alcohol de más de un 60%, aunque parte de ese “espíritu” se pierde con la maduración, y otra parte porque se lo rebaja con agua (y pasa a la botella con un promedio de alcohol entre 40 y 43%). Que, según la ley local, el whisky escocés necesita haber estado, al menos, tres años en barriles de roble. Que el whisky recién producido (más joven) tiende a ser claro y fuerte. Que, para “testear” al whisky, se lo puede sacudir un poco, y ver qué ocurre, ya que los más añejos producen burbujas más pequeñas y de más duración y, cuando se lo vierte en una copa, deja “patas” o líneas más gruesas, que se van yendo hacia abajo más lentamente. Que, luego de producido, el whisky adquiere un color oscuro, que en general es mal visto (porque se lo quiere brilloso y claro), por lo cual se somete a la bebida a un proceso de filtrado (se lo enfría, y luego de solidificadas las impurezas, se lo filtra), pero que hoy hay productores que reivindican el no-filtrado, porque dicen que prefieren sacrificar apariencia, antes que el gusto. Que la famosa práctica de ponerle hielo al whisky no es para nada buena, porque uno no controla el tiempo de dilución, con lo cual toma al comienzo un whisky más puro, y al final uno muy aguado, en temperaturas también distintas. Que en cambio puede tener sentido, para algunos, y sobre todo frente a whiskys con graduación alcohólica muy alta (o más que el promedio referido, de entre 40 y 43 grados), el rebajar un poco el alcohol de la bebida, con agua fría. Que, si la preocupación es ésta -la del nivel de alcohol muy alto- en ese caso puede valer la pena tener, junto al vaso de whisky, una jarrita de agua fría, que uno dosifica a gusto y tiempos. Que, si la preocupación en cambio es la temperatura (se quiere a la bebida más fría), pero sin afectar su gusto (sin aguarlo), entonces la solución puede ser otra, incluyendo por caso, una bonita que consiste en cubitos de piedra. Que, al agregarle agua fría a un whisky de graduación alcohólica alta, se obtienen muchas ventajas, incluyendo que se mantiene como un whisky “fuerte”, mientras se liberan sus sabores (sin contar que, además, de este modo se puede llegar a obtener hasta media botella extra por el precio que se ha pagado por él). Que la regla ha sido la de los blends de muy baja calidad (y por eso el valor especial, y el cuidado que reciben, los “single malt”), por los granos que se usan en la mezcla, y el modo en que se los procesa. Que esa regla no niega que hay entre los blends que se venden algunos de los whiskys más reputados, y de muy buena cualidad (como Chivas Regal, Ballantine, J & B, Johnnie Walker o Famous Grouse). Que hay blends de maltas diferentes -vatted- (y sin otros granos), que son muy refinados (como el Monkey Shoulder). Que en los Estados Unidos, es muy común que se produzca whisky (no “single malt,” sino) a partir de una mezcla de granos, en donde el maíz (en lugar de la malta) lleva además la mayor proporción. Que esto es distintivo de los “bourbons” -como Jim Bean (de Kentucky, el estado de los “bourbons”), pero también de otros whiskies (de otras regiones) no-bourbon (como el Jack Daniel's, de Tennessee), que tiene un proceso de producción (muy industrializado, y no en alambiques) casi idéntico que el “bourbon”, pero procesado para que resulte más suave, lo cual está prohibido en el caso de los “bourbons”.


Días escoceses II. El excepcional carácter escocés como cuestión de lógica

 


El cuerpo humano está compuesto mayoritariamente por agua (60% el cuerpo, 70% el cerebro, 80% la sangre, 90% los pulmones)

El agua en Escocia es reconocidamente excepcional

Ergo, los escoceses...


p.d: Sobre el agua pura y la lluvia profusa, se encuentra el dicho local que reza (no te quejes porque) the water of today is the whisky of tomorrow

Días escoceses I. Retrato de un escocés

Me gusta mucho tomar fotos de carnicerías, pollerías, pescaderías, sobre todo de esos locales que dan a la acera, llevan la puerta abierta, y muestran mucho movimiento por dentro. Me gusta, en particular, fotografiar estos locales desde la calle, a través de sus vidrieras tan llenas de vida vida (y muerte, claro): carnes colgantes, peces con ojos sangrantes o secos, animales exhibidos en círculos o en inmóviles filas. Alguna vez, en Oxford, en una de las carnicerías más bonitas que conozco (dentro del Covered Market), saqué una foto o dos, pero fui de pronto interceptado por la mirada de alguno de los empleados. Serio, algo molesto o enojado, él me hizo un gesto hostil, y me retiré, también yo disturbado. Un mal momento para ambos.

Ayer en Edimburgo, en el tramo final y más popular de una calle trendy, me animo otra vez frente a una vidriera de pescadería, también preciosa. Los empleados me interceptan con la mirada, nuevamente, pero ellos -tan escoceses, tan queridos- reaccionaron de este modo. Y que viva Escocia! 




1 nov 2023

La extorsión electoral

 Hoy, acá: https://www.clarin.com/opinion/extorsion-electoral-votantes-disconformes_0_8kjp9lvPyv.html



Desde hace algunos años, padecemos políticamente de un mal al que podemos denominar la “extorsión electoral” -un hecho que, según diré, volverá a hacerse presente, con toda su carga trágica, en las próximas elecciones. La idea de la “extorsión electoral” es una expresión más -aunque una expresión particularmente relevante- de la crisis que afecta a nuestras democracias y que tiene que ver, entre otras cosas, con su paulatina degradación, quiero decir, con el modo en que se la democracia ha ido estrechándose, hasta quedar reducida al voto periódico. Desde hace décadas, en efecto, la democracia resulta confinada al hecho de votar cada dos o cuatro años, asumiéndose que lo que sucede en el medio -es decir, lo que ocurre durante el tiempo que realmente importa, entre elección y elección- no es de competencia de los ciudadanos, sino de sus representantes políticos y dirigentes. Lo que se “perdió” en todos estos años fue demasiado, y demasiado importante: aquello que le daba sentido genuino a la democracia. Perdimos, entre otras cosas, una cantidad de instrumentos institucionales que complementaban al voto, y que ayudaban a que el mismo no debiera cargar, por sí solo, con toda la responsabilidad en el sostén de la vida política. En efecto (y más allá de que hoy acordemos o no con los “complementos electorales” que ahora menciono), cuando el voto era acompañado por herramientas tales como las “instrucciones obligatorias” a los representantes; la “revocatoria de mandatos”; la “rotación obligatoria” en los cargos; los cabildos abiertos o town meetings; etc. etc, entonces, podía decirse -con razón- que la política era cosa de los ciudadanos -que estaba en sus manos. Por el contrario, cuando todas las herramientas que acompañaban al voto se han perdido o han sido eliminadas, y lo único que nos queda, como modo de ejercicio de nuestra ciudadanía, es votar cada dos o cuatro años, lo que resulta claro es lo contrario: la política ya no pertenece a los ciudadanos -ya no nos pertenece- sino que nos ha sido “expropiada” por la dirigencia.

Y aquí es cuando aparece el problema de la “extorsión electoral”. Ello así porque, al problema anterior, esto es, a la expropiación de la política de las manos de la ciudadanía, se le agregan ahora los problemas derivados del modo en que se organiza ese voto periódico. Ocurre que -ausentes todos los complementos que ayudaban a darle carácter expresivo al sufragio- ese solo voto que se reserva a cada ciudadano debe servirle a cada uno, se supone (increíblemente, agregaría) para decir algo sobre demasiadas cosas, demasiado importantes, sobre cuestiones que pueden requerir respuestas contradictorias entre sí: todo con un solo voto! Con ese solo voto, en efecto, se supone que deberemos decir algo sobre el pasado (por ejemplo, qué tal se desempeñó el gobierno durante la pandemia; y qué tal frente a la sequía; y qué tal frente a la inflación desbordada); y exigir cosas sobre el futuro (qué políticas tomamos como prioritarias, ya sea el control de la inflación; el combate a la corrupción; terminar con la inseguridad; etc.); y también evaluaremos al candidato en cuestión (si aprobamos su gestión ministerial; si reprochamos su violencia verbal; si aplaudimos su confrontación con el kirchnerismo; si repudiamos su alianza con ciertos sectores del sindicalismo; si denunciamos su vínculo con el narcotráfico); y le reprocharemos algunas propuestas o le pediremos que dejen otras de lado (i.e., venta de órganos; renuncia a la paternidad; dolarización). Junto con todo lo anterior, se supone, con el voto reivindicaremos o no los valores de una cierta ideología; y haremos algún juicio sobre las distintas tradiciones políticas del país (peronismo, radicalismo, etc.); y diremos algo sobre cuestiones de política internacional (Israel, China, Rusia, Venezuela…); y suscribiremos o repudiaremos al populismo político tan en boga; y así mucho más. Otra vez: todo con un solo voto! Sin poder decir en ningún caso -en ninguno- esto sí, pero aquello no; esto sí, pero con este matiz; y además aquello otro;…nada! No podremos matizar ni aclarar cuestión alguna. Allí entonces la extorsión: quedamos forzados a decir que sí a muchas cosas que repudiamos (pongamos, la alianza con el kirchnerismo; el vínculo con el narcotráfico; la dolarización; la venta de órganos), con el objeto de hacer posible alguna de las políticas que preferimos más intensamente (terminar con el kirchnerismo; enfrentar la inflación; mantener cierta protección a los derechos fundamentales), o -al menos- obstaculizar alguna de las políticas que más resistimos (impedir el populismo; impedir que quede al frente del gobierno una persona emocionalmente desequilibrada).

El resultado de todo esto es obvio: terminará la votación e, indefectiblemente -no importa cuál fue nuestro voto- se nos reprochará, con razón, por todo aquello que “dijimos” o “dejamos de decir”, aunque de ningún modo se nos permitió expresarnos al respecto ni aclarar nada o agregar algún “pero” o matiz a nuestro voto. Si privilegiamos que no nos gobierne una persona desequilibrada, habremos hecho posible, otra vez, el gobierno de ciertas mafias; y si preferimos, sobre todo, impedir la vuelta del kirchnerismo, habremos hecho posible el gobierno de una persona que desprecia la democracia; y si, contra tales alternativas, nos decidimos por votar en blanco, habremos eludido nuestras responsabilidades cívicas, con el egoísta objeto de mantenernos como “almas puras.” Cualquiera sea nuestra decisión, nuestro voto será, en todos los casos, repudiable, y nosotros criticados por haberlo emitido. Todo lo cual -es mi opinión- nos habla menos de las virtudes o defectos políticos de la ciudadanía argentina, que de aquello en que ha quedado reducida nuestra democracia.