28 jul 2022

JJMoreso, en Revista de Libros (de España) sobre "La Conversación entre Iguales"

 

Gracias José Juan !! 

La obra de Roberto Gargarella (Buenos Aires 1964) es la más destacada contribución en Latinoamérica al espacio en el que se entrecruzan la filosofía política y el derecho constitucional, un espacio en el que habitan la teoría de la democracia y la teoría de la justicia, un espacio en el que el derecho constitucional es filosofía política aplicada. Su contribución no es sólo es crucial en Latinoamérica sino que representa una contribución original y muy relevante también a nivel internacional. Su obra sobre estas cuestiones es tan extensa como original.[1] Gargarella sabe de qué está escribiendo. Graduado en Derecho y en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, en 1985 y 1987, obtuvo un doctorado en jurisprudencia por la prestigiosa Universidad de Chicago (con Jon Elster como supervisor), complementado por una estancia postdoctoral en 1994 en la Universidad de Oxford. De joven fue una persona íntimamente vinculada a Carlos S. Nino, una figura académica e intelectual clave en nuestro tiempo, tristemente fallecido a los cincuenta años, en 1993. Como su maestro Nino, Roberto Gargarella es también un intelectual público, incansable viajero académico y siempre presente en el debate público, especialmente en Argentina, aunque a menudo en todo el ámbito latinoamericano.

El libro que comento es un libro singular. Es singular al menos por dos razones más que notables. La primera por su origen, que él cuenta al principio del prefacio del libro (p.11) y que es mejor dejar con sus propias palabras:

Concebí este libro en una noche sin sueño, en abril de 2019, en un par de horas exaltadas y extrañas. Al pensarlo, tuve la certeza de que el libro estaba ya definido y su contenido, cerrado. Solo me quedaba por delante la tarea de redactarlo. Se trataba, entonces, de empezar a escribir un libro que, en los hechos, ya tenía terminado. Curioso: nunca me había pasado. En ese momento de lucidez inesperada, supe también que debía aislarme de mi contexto, salir del país, dedicarme con exclusividad a esa tarea de la escritura –por lo menos un mes- para sentar las bases y, en todo caso, completarla a mi regreso.

            Y, según nos cuenta, así lo hizo. En octubre partió hacia Nueva York y en tres semanas había completado una primera versión. Cuando me lo contó de palabra, pensaba que exageraba, que esa experiencia nocturna de lucidez era propia de los creadores, de los poetas tal vez, pero no de los autores de sesudos libros académicos. Sin embargo, y esta es la segunda razón de la singularidad del libro, cuando uno lo lee se da cuenta de que el autor lleva razón, razón en que el libro estaba contenido en esas horas de insomnio. Es un libro que se lee como una narración, que se puede leer como un gran poema filosófico sobre y hacia el ideal humano del autogobierno democrático, de la emancipación humana a través del diálogo entre iguales. Como se verá, no comparto la totalidad de su diagnóstico y tampoco el sentido de todas sus propuestas, porque tal vez -como escribiera Henry James- «el que contempla grandes ciudades puede caer en el simple error de pensar que en esto, eso o aquello se vislumbra lo único significativo de verdad».[2]

(II)

La tesis del libro es la siguiente: el constitucionalismo contemporáneo en América (el libro está centrado en el constitucionalismo en los Estados Unidos y en Latinoamérica) nace de una gran desconfianza hacia la democracia, hacia el poder del pueblo, y por ello diseña una serie de mecanismos institucionales para contener la democracia, para adocenarla y limitarla. Y lo hace para defender el poder de unas élites interesadas en mantener una desigual distribución de la riqueza, para posibilitar que las élites económicas no pierdan nunca el poder político. Escribe, por ejemplo, (pp. 24-25): «Nuestras constituciones fueron concebidas por una élite que actuaba y pensaba en sintonía con un paradigma elitista». Al final del libro (en la p. 315) denomina a esta desconfianza en la democracia, a la que se refiere como disonancia democrática, el pequeño y sucio secreto («dirty little secret»), tomando la expresión del profesor de derecho de Harvard y político brasileño, iniciador del movimiento Critical Legal Studies, Roberto Mangabeira Unger. Unger lo dice con las siguientes palabras, que también expresan bien muchas de las preocupaciones del libro de Gargarella, aunque eso no significa que acuerde con todas:[3]

El malestar con la democracia que se muestra en todos los ámbitos de la cultura jurídica contemporánea: en la identificación incesante de restricciones a la regla de la mayoría, más bien que de restricciones al poder de las minorías dominantes, como en la responsabilidad imperiosa de los jueces y los juristas; en la hipertrofia que conllevan las prácticas y arreglos contra-mayoritarios; en la oposición a todas las reformas institucionales, en especial a aquellas designadas para elevar el nivel de compromiso político del pueblo, como las amenazas al régimen de derechos; en la equiparación de los derechos de propiedad con los derechos al disenso; en el esfuerzo para obtener de los jueces, bajo la apariencia de mejorar la interpretación del derecho, los progresos que la política popular no alcanza a ofrecer; en el abandono de la reconstrucción institucional a momentos más bien raros y mágicos; en situar el foco principal en los jueces supremos y en su selección como la parte más importante de la política democrática; en un ideal de democracia deliberativa como máximo aceptable cuando está limitado al estilo de conversación política entre caballeros en los salones del siglo diecinueve; y, ocasionalmente, en la consideración explícita del partido de gobierno como subsidiario, como una fuente última desesperada de evolución jurídica, que sólo va a tolerarse cuando ninguno de los otros refinados modos de resolución jurídica están al alcance.

            Gargarella elabora sus ideas tratando de mostrar que, en el constitucionalismo americano, la desconfianza en la democracia se revela, ya desde los Federalist Papers, en la configuración de los tres poderes del Estado. En el poder legislativo por una sospecha permanente a la capacidad de la asambleas legislativas de ser guiadas por la razón, en el número 55 del Federalista Madison afirmaba por ejemplo «en toda asamblea numerosa, sin importar el número de personas que la compongan, la pasión nunca deja de arrebatarle el cetro a la razón».[4] Por otro lado, la representación fue concebida como un mandato no imperativo, sino representativo, venciendo así las ideas de Burke sobre las más radicales de Kruger en el famoso debate de Bristol en la Inglaterra de 1774 (véase el cap. 6 del libro). De modo que los votos populares no alcanzan a convertirse casi nunca en expresión del descontento popular, en -como se dice en el cap. 8- piedras de papel. En el cap. 3 del libro se cuenta muy bien el origen de esta desconfianza no sólo en los escritos de James Madison, sino también en los de Juan Bautista Alberdi y Andrés Bello, que respectivamente fueron claves en el constitucionalismo argentino y en el chileno.

            La cosa se agrava con el diseño de frenos y contrapesos que viene a conceder un poder muy grande al poder ejecutivo, al presidente. El hiperpresidencialismo que asoma ya en el diseño de los Estados Unidos, pero que se convierte en casi una obsesión en el desempeño político de Simón Bolívar (véase el cap. 10), y que aleja todavía más el sistema de gobierno de las aspiraciones de los ciudadanos. Y, según Gargarella, posibilita presidencialismos autoritarios en Latinoamérica como los de Getulio Vargas en Brasil y Juan Domingo Perón en Argentina (véase el cap. 12). Ello descompensaba lo que el autor denomina, con acertada expresión, la sala de máquinas de la Constitución.[5]

            Y la desconfianza se completa con el poder dado a los jueces, el poder de judicial review, para anular las decisiones legislativas por ser contrarias a la Constitución. Según Gargarella, esta concepción se funda en una visión de los derechos como planetas, como entidades que están ahí fuera a la espera de ser descubiertas, que pueden ser conocidas como verdades evidentes. Y muestra, en este sentido, simpatía por la conocida crítica de Jeremy Bentham a esta concepción de los derechos naturales, a los que denominaba disparates sobre zancos («nonsense upon stilts»).[6] En el capítulo 11 arguye que dicha concepción se refleja en las versiones contemporáneas más favorables a los derechos como límites al poder de decisión democrático, como son la noción de los derechos como cartas de triunfo de Ronald Dworkin o como delimitando un coto vedado (Ernesto Garzón Valdés) o una esfera de lo indecidible (Luigi Ferrajoli).[7] Esta concepción aleja el debate sobre los derechos que tenemos del debate abierto y democrático, y concede el poder final, la última palabra, a los jueces supremos, que constituye una élite alejada de los ciudadanos. Porque lo que dice la Constitución no es totalmente transparente y no es capaz de limitar adecuadamente el poder de los jueces, el contenido de la Constitución no depende sólo de lo que dicen sus palabras sino también de lo que presuponen. Y eso abre lo que, en otra afortunada expresión (que Gargarella ya había usado en el pasado) denomina la brecha interpretativa. De este modo, hurta a los ciudadanos la posibilidad de debatir sobre los derechos que nos reconocemos unos a otros, confiando dicha tarea en una élite no controlable democráticamente. Lo que Alexander Bickel llamó la «countermajoritarian difficulty» no parece, según el autor, resoluble de este modo.[8]

            Con estos mecanismos, piensa el autor, las élites protegen la jerarquía, política y económica, que estructura las sociedades en América y que hace más difícil el propósito de la emancipación humana En el capítulo 5 trata de mostrarnos como algunos autores clásicos, con una sensibilidad republicana, fueron más sensibles a esta cuestión y se refiere a Jean Jacques Rousseau y a Thomas Jefferson, en la página 93 termina este capítulo sobre las precondiciones económicas de la democracia afirmando: «La certeza era, otra vez, que solo una base económica igualitaria iba a tornar posible la realización de una vida política entre iguales» (cursiva del autor).

            Este es el diagnóstico que el libro contiene, y es también la explicación del sucio y pequeño secreto que consiste, en resumen, en una profunda desconfianza en la democracia, que erosiona la posibilidad de convertir la política en una conversación entre iguales. Antes de pasar a la parte del libro en la que elabora las vías por las cuales debería transitarse para restaurar la confianza y abrir las avenidas hacia la conversación entre iguales, es preciso aclarar que los nuevos constitucionalismos latinoamericanos, más o menos populistas, como los bolivarianismos diversos, tampoco le parecen al autor vías muy prometedoras. Como arguye en el capítulo 12 el nuevo constitucionalismo nació demasiado viejo. Se refiere a que, siendo cierto que las nuevas Constituciones latinoamericanas a partir de los años 80 del siglo pasado (Brasil, Colombia, Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia) han incorporado muchos derechos sociales en sus Cartas magnas y han elaborado mecanismos para otorgar a los jueces el poder de aplicar y proteger esos derechos, fortaleciendo también, como en el viejo modelo, el presidencialismo; sin embargo (p. 191): «Lamentablemente, con eso han desviado (o perdido) las fuerza que necesitaban para dar otra disputa, mucho más significativa: la que se propone democratizar el poder y devolver autoridad a la ciudadanía. Pero que eso, al dedicar todos sus esfuerzos a la primera tarea, no han advertido que dejar al poder político tan poco cuestionado y concentrado como siempre ponía en riesgo la relevante causa de los derechos por la que decían preocuparse».

(III)

            La parte propositiva del libro consiste en un conjunto de medidas, algunas ya ensayadas más o menos tímidamente en las democracias contemporáneas, para devolver el poder a la ciudadanía.

            Este proceso, según el autor, va de la mano (cap. 16) del nacimiento del constitucionalismo dialógico. Y dicho proceso se manifiesta en varios elementos:

Retirar la última palabra a los jueces en los procesos de revisión constitucional. Aquí se toma como referente la introducción en la sección 33 de la Constitución del Canadá de 1982, la denominada Notwithstanding clause (la «cláusula no obstante»), en donde se establece que el Parlamento del Canadá o la Asamblea legislativa de una de sus provincias puede establecer la continuidad de la validez de una ley a pesar del pronunciamiento contrario del Corte Suprema del Canadá, por cinco años que podrán ser prorrogados indefinidamente. Un mecanismo semejante existe también en Nueva Zelanda, en algunos de los territorios de Australia y en el Reino Unido, con la adopción de la Human Rights Act 1998. Ha sido denominado el New Commonwealth Model of Constitutionalism.[9] Se trata de lo que, a veces, se denomina un constitucionalismo débil, frente al constitucionalismo fuerte de la judicial review en los Estados Unidos. Permite, argumenta Gargarella, un diálogo entre las ramas del gobierno y nos evita caer en las manos del elitismo judicial. Según el autor no sólo se trata de que, como quería John Hart Ely,[10] la Corte Suprema se limite a asegurar que los canales de representación democrática funcionen adecuadamente, lo que presupone una concepción pluralista de la democracia, sino de que no dispongan de ese poder de decisión, algo más conforme con la concepción dialógica. Añade también la experiencia de otras Cortes, aún en el modelo de constitucionalismo fuerte, como la de Sudáfrica que, en un famoso caso, Gootbroom,[11] un caso de desalojo de determinadas personas que quedaron sin vivienda, la Corte entra en un diálogo con el poder legislativo y el ejecutivo para hallar una solución adecuada, sin reemplazar las competencias de dichos poderes.
La experiencia de las recientes convenciones constitucionales (vd. cap. 19: Australia en 1998, Columbia británica en 2005, el foro ciudadano holandés de 2006, la reforma constitucional crowsourced de Islandia entre 2009 y 2013, la convención constitucional de Irlanda en 2012 y la Asamblea de Irlanda en 2016 y, por último, la Asamblea constituyente chilena de 2015, que ha llevado a la redacción de una nueva Constitución a la espera de ratificación en referéndum en septiembre de 2022). Han sido experiencias, como el autor bien reconoce, con fortuna desigual, pero él ve en todas ellas una mayor inclusión de todas las voces que en muchas experiencias del pasado.
Por último, la introducción de mecanismos incluyentes en los procesos relevantes ante las Cortes: audiencias públicas, donde se escuchen las voces de los afectados; consulta previa, por ejemplo antes de proceder a determinadas intervenciones en territorios de comunidades indígenas que podrían modificar gravemente sus rasgos culturales y el denominado compromiso significativo («meaningful commitment»), mediante el cual antes de la toma de decisiones muy graves para grupos vulnerables, desalojos compulsivos o desplazamientos forzados de grandes grupos humanos, por ejemplo, las Cortes (la de Sudáfrica, también la Corte Constitucional de Colombia) requieren a las partes llegar a un compromiso acordado.[12]
En el último capítulo del libro (p. 331) resume de una manera prístina su idea: «El ideal regulativo de la conversación entre iguales que he sostenido se asienta sobre una convicción de confianza democrática, que exige que tomemos en serio los resultados de la deliberación inclusiva, muy en particular cuando se organizan debidamente los procedimientos para asegurarla» (cursiva del autor).

(IV)

En otro lugar,[13] he defendido que el ideal de la democracia constitucional es como un triángulo con tres vértices, tres sub-ideales: la honra y protección de los derechos humanos, el imperio de la ley o Rule of Law y el autogobierno democrático. Pues bien, el libro de Gargarella puede leerse como un intento de hacernos comprender que un modo específico de entender el ideal de los derechos humanos y del imperio de la ley, con lo que presupone del esquema de división de poderes, puede conllevar un socavamiento del ideal del autogobierno, un modo de comprenderlo que lo mina y lo deja en manos de unas élites que consiguen así preservar los mecanismos de dominación que protegen como escudos sus privilegios.

Y lleva razón en mucho de lo que dice. Es cierto, como bien sabemos, que la desigualdad en nuestras sociedades es tan amplia que dificulta muy gravemente el éxito de las políticas de emancipación. Y algunas de las dificultades para reducir la desigualdad guardan relación, sin ninguna duda, con las deficiencias de nuestros arreglos institucionales, como nos muestra el libro.

Sin embargo, deseo terminar con dos cuestiones para seguir debatiendo con el autor: la primera guarda relación con la justificación del judicial review, del constitucionalismo fuerte, una cuestión de la que venimos debatiendo ya veinticinco años.[14] La segunda es, me parece, un ángulo muerto en la caracterización de Roberto de los fallos de la sala de máquinas de la Constitución.

Respecto del judicial review, este no es el lugar para reproducir todos los matices de este debate, Gargarella está más cercano a uno de los críticos más solventes de dicha posición, como es Jeremy Waldron y, entre nosotros, de Juan Carlos Bayón. Yo estoy más cerca de la posición de Ronald Dworkin, por ejemplo, o más aún, de la posición de John Rawls y, entre nosotros, tal vez de Víctor Ferreres.[15] Aquí deseo sólo insistir en que la justificación del control jurisdiccional de la constitucionalidad me parece una cuestión contextual, en algunas culturas jurídicas, tradicionalmente muy respetuosas de los derechos de todos -pensemos en Holanda, en donde no existe- dicho mecanismo es superfluo, en otras culturas puede ser más adecuado algún tipo de constitucionalismo débil, pero en culturas en donde los poderes públicos tienden a ser menos respetuosos con los derechos, pienso que el constitucionalismo fuerte es adecuado. No pienso, como a veces parece pensar Roberto, que el constitucionalismo débil sea la panacea, no me parece que debamos soñar con una especie de Notwithstanding Paradise. El mismo autor reconoce que en el mismo Canadá la cláusula ha sido poco usada (diecisiete veces para ser exactos) y no siempre en la dirección tendente a producir el diálogo entre iguales. En una cultura política cada vez más fragmentada y polarizada, me temo que, en algunos lugares, incluida España, una cláusula de este tipo arrojaría directamente a la irrelevancia política al Tribunal Constitucional. Algo semejante a lo que ocurre ahora con nuestro Senado, una Cámara sólo de segunda lectura, que la convierte en irrelevante. Creo que hay un amplísimo consenso en que se precisa una reforma constitucional para acomodar el Senado de veras a la estructura proto-federalizante de España, pero nadie osa abrir el melón de la reforma constitucional.

La segunda y última consideración tiene que ver con lo que he denominado un ángulo muerto en la descripción del autor de la sala de máquinas de la Constitución. Dicho ángulo muerto es la administración pública. Tal vez una mayor atención al constitucionalismo europeo habría iluminado este punto ciego. En Europa después de la segunda guerra mundial, pero con precedentes relevantes desde el siglo XIX, se construyó una administración weberiana, quiero decir una administración competente, imparcial y robusta. Una administración capaz de proteger los derechos sociales, el derecho a la educación, el derecho a la salud, el derecho a una pensión digna, el derecho a la protección de la dependencia. Ello presupone, es claro, una redistribución de la riqueza a través de una política impositiva adecuada y justa.[16] No hace falta que me refiera a los países escandinavos, en donde esta tarea ha sido llevada a cabo más convenientemente que en ningún otro lugar y, en consecuencia, dichos países figuran siempre entre los más bien situados en el índice de desarrollo humano que elabora Naciones Unidas. Es obvio, me parece, que no puede haber un acceso universal a la salud si no hay un sistema hospitalario y de asistencia médica primaria que llegue a todos los rincones del país y a toda la población. Cuando lo hay, como ocurre en Europa, entonces el derecho a la salud no es casi nunca una cuestión jurisdiccional, dicho derecho es provisto por la administración de sanidad de manera adecuada. Y esta es una función que lleva a cabo la rama ejecutiva del gobierno, a través de la administración, siguiendo obviamente las políticas legislativas establecidas por el Parlamento, pero sin casi intervención del poder judicial.  Lo ideal es que los derechos sociales sean implementados mediante lo que Ferrajoli denomina «garantías primarias»,[17] es decir, aquellas medidas legislativas que la Constitución requiere y que empoderan a la administración para llevarlas a cabo. Claro, para ello hace falta disponer de una administración apta para dichos fines y una administración empobrecida y clientelar, desde luego, no lo es. Las garantías secundarias, la protección jurisdiccional, sólo vienen a remediar los fallos en el diseño general. De acuerdo con Ferrajoli, las garantías secundarias sin garantías primarias son impotentes. Y esto, me temo, es lo que sucede a menudo en Latinoamérica, no que sus jueces y Cortes sean excesivamente activistas respecto de los derechos sociales (de hecho, las constituciones les encomiendan claramente su protección), sino que demasiado a menudo no cuentan con los medios para conseguir la protección de los derechos. De poco sirve, como hacen determinadas constituciones latinoamericanas, en reconocer un derecho a una alimentación saludable y de calidad, si en el país la desnutrición supera el 10% de la población.[18]

Nada de lo que digo aquí, sin embargo, oscurece este diáfano libro que contiene, sin duda, una de las más bellas utopías emancipatorias de los últimos tiempos. Una utopía que nos convoca al diálogo entre iguales, un Tomás Moro de nuestro tiempo.

[1] Algunos hitos de ella son, La justicia frente al gobierno (Barcelona: Ariel, 1996), The Scepter of Reason (Dordrecht: Springer, 2000), The Legal Foundations of Equality (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), Latin American Constitutionalism (1810-2010), (Oxford: Oxford University Press, 2013; en castellano La sala de máquinas de la Constitución, Buenos Aires: Katz, 2014). 

[2] Henry James, The American Scene. London. Chapman and Hall, 1907, pp. 99-100. Y lo recuerda en un contexto cercano al mío H. L. A. Hart, «American Jurisprudence through English Eyes: the Nightmare and the Noble Dream» [1977], en Essays in Jurisprudence and Philosophy, Oxford: Oxford University Press,1983, pp. 123-144, p. 123..

[3] What Should Legal Analysis Become? New York: Verso, 1996, 72-73. De hecho, Unger habla de dos pequeños y sucios secretos. Es el segundo al que hace referencia Gargarella, el primer secreto de Unger es un punto de vista hegeliano de la historia humana, siempre progresando hacia una sociedad más racional y reconciliada, alejada del conflicto.

[4] Alexander Hamilton; James Madison, John Jay, (1999/1787-1788): The Federalist Papers, (New York: Buccaneer Books).

[5] Y que es una de las cuestiones centrales de su Latin American Constitutioanalism, citado en la nota 2.

[6] Jeremy Bentham, Anarchical Fallacies, en The Works of Jeremy Bentham, vol. 2, John Bowring ed., Edinburgh: William Tait, 1843. https://oll.libertyfund.org/title/bowring-the-works-of-jeremy-bentham-vol-2.

[7] Por ejemplo, Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, London; Duckworth; Ernesto Garzón Valdés, Representación y democracia, Doxa, 6 (1989): 143-164, Luigi Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid: Trotta, 2009.

[8] Alexander Bickel, The Least Dangerous Branch, New Haven: Yale University Press, 1962.

[9] Véase el excelente libro al respecto de Stephen Gardbaum, The New Commonwealth Model of Constitu­tionalism. Theory and Practice, Cambridge: Cambridge University Press, 2013.

[10] John Hart Ely, Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, mass. Harvard University Press, 1980.

[11] Government of the Republic of South Africa and Others v Grootboom and Others 2001 (1) SA 46 (CC).

[12] Por ejemplo, Corte Constitucional de Colombia, T-025/2004.

[13] J.J. Moreso, «Estado de Derecho» en Iñigo González, Jahel Queralt (eds), Razones públicas. Una introducción a la filosofía política, Barcelona: Ariel, 2021, cap. 11.

[14] Véase J.J. Moreso, «Diritti e giustizia procedurale imperfetta», Ragion Pratica, 10 (1998): 13-40. Juan Carlos Bayón, «Diritti, democracia, costituzione», Ragion Pratica, 10 (1998): 41-64; Roberto Gargarella, «Il ruolo dei giudici di frente al terreno proibito», Ragion Pratica, 10 (1998): pp.  65-73.

[15] Véanse estas posiciones en, por ejemplo, Jeremy Waldron, «The Core of the Case Against Judicial Review», The Yale Law Journal, 115 (2006): 1346-1406; Juan Carlos Bayón, «Democracia y derechos: problemas de fundamentación del constitucionalismo» en J. Betegón, F.J. Laporta, J.R. Páramo, L. Prieto Sanchís (eds.), Constitución y derechos fundamentales, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004, 67-118; Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The Moral Reading of the Constiution, Oxford: Oxford University Press, 1996, John Rawls, «The Idea of Public Reason Revisited», The University of Chicago Law Review, 64 (1997): 765-807; J.J. Moreso, «Rawls, El derecho y el hecho del pluralismo», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 55 (2021): 49-74; Víctor Ferreres, Justicia constitucional y democracia, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997.

[16] Para decirlo de otro modo, el constitucionalismo de la igualdad demanda una profundización de la democracia, pero exige también una robusta justicia distributiva, un esquema adecuado de tributos. Véase, por ejemplo, Liam Murphy, Thomas Nagel, The Myth of Ownership. Taxes and Justice, Oxford: Oxford University Press, 2004.

[17] Luigi Ferrajoli, Principia Juris. Teoria generale del diritto e della democracia, vol. I, Roma-Bari: Laterza, 2007, 96-197, 668-695.

[18] A todo ello me referí en J.J. Moreso, ‘Una aristocracia para todos: Gargarella o el constitucionalismo de la igualdad’, Revista latinoamericana de filosofía política, VI (n.2) (2017): 1-31.


Introducciòn a los Derechos de los Pueblos Indígenas


De Silvina Ramìrez, la gran experta argentina en la materia. Imperdible!! 




22 jul 2022

El proceso constituyente en Chile (entrevista para el Oxford Human Rights Hub)

 

Gracias Gautam!

https://soundcloud.com/oxhrh/a-historic-moment-the-drafting-of-the-new-chilean-constitution

21 jul 2022

Sobre "la revolución de los derechos"

 Publicado hoy en Clarín, acá: https://www.clarin.com/opinion/acerca-revolucion-derechos-_0_21UN2uiFMZ.html

Apenas días atrás, el principal jurista inglés, Martin Loughlin, publicó un importante y controvertido libro “contra el constitucionalismo” (ése es su título: Against Constitutionalism). Curiosamente -o no tanto, en verdad- mucho de lo que Loughlin escribe en su trabajo resulta relevante para pensar la actualidad de los debates políticos y jurídicos en América Latina en general, y en la Argentina en particular.


Ello así, tanto por sus referencias críticas a la “revolución de los derechos” (“revolución de los derechos” que hoy se discute en Chile, por ejemplo, a la luz de la nueva Constitución propuesta), como por sus agudos comentarios acerca de lo que la política hace con los “nuevos derechos” (piénsese, para el caso de nuestro país, en las curiosas referencias de estos años hacia “el gobierno de los derechos”).

Loughlin es implacable contra las posturas que confunden democracia y constitucionalismo, y terminan así reemplazando a la política redistributiva por el reconocimiento de nuevos derechos -nuevos derechos que, para su implementación, deberán esperar su turno en los pasillos de los tribunales.

Impiadosamente, Loughlin explica los modos en que el reconocimiento de nuevos derechos económicos y sociales vino a tomar el lugar que en algún momento ocuparon legislaturas activas, implementando ambiciosos programas redistributivos.

Él muestra, entonces, de qué modo el reconocimiento de esos nuevos derechos termina obligando a los supuestos “beneficiarios” a hacer colas, en los tribunales, para rogar por la implementación efectiva de aquello que -según les dice la política- les corresponde. Loughlin denuncia a gobiernos, en la práctica, “neoliberales”, que buscan legitimarse a través del discurso de los “derechos”.

Piénsese, como metáfora, en el caso “Badaro”, en nuestro país, y al “gobierno de los derechos” obligando a los pobres jubilados, ya sin fuerzas, a litigar -en fila, uno tras otro, pero no colectivamente- en espera de una sentencia que haga efectivos los reajustes jubilatorios que, teóricamente, la política les había reconocido.

En casos como el citado se advierte la “trampa” de reemplazar políticas distributivas por la concesión de “nuevos derechos”: bajo una retórica que apela al progreso social, los gobiernos se quitan de encima la responsabilidad de implementar programas de cambio; despolitizan demandas sociales cargadas de política; transforman las reivindicaciones colectivas en demandas individuales; y reconducen las movilizaciones populares en litigios particulares que toman como sede a los tribunales.

Ahora, de lo que se trata es de esperar una sentencia ojalá favorable, dentro de un buen puñado de años. Todo ello, eso sí, en nombre del “gobierno de los derechos”.

El punto citado es central en la crítica de Loughlin hacia una política que habla de cambios sociales que, en los hechos, imposibilita (al despolitizarlos y reconducirlos a los tribunales). Dicha crítica reconoce antecedentes importantes en la doctrina. Piénsese, por caso, en los trabajos de Samuel Moyn, que buscaron llamar la atención sobre una correlación preocupante, esto es, la correlación entre una política que se auto-proclama fervorosa impulsora de “nuevos derechos”, y una práctica que -al mismo tiempo, y aunque lo niegue en su discurso- consagra el “fundamentalismo de mercado” y la desigualdad.

América Latina ofrece trágicas ilustraciones al respecto. Baste con mencionar el caso de México en 2011, cuando se aprobó una extraordinaria reforma constitucional, en materia de derechos humanos, al mismo momento en que se implementaban políticas de ajuste económico, y se llevaba adelante una masacre humanitaria en nombre de la “lucha contra el narcotráfico”.

En una dirección teórica similar, vale recordar los escritos de Rosalind Dixon sobre el “soborno de los derechos”, que la profesora australiana ilustró, de modo especial, con casos latinoamericanos. Ella aludió, entonces, a gobiernos como el de Rafael Correa quien, frente a las intensas demandas de los pueblos indígenas, buscó incrementar su poder (y lograr su reelección) otorgando, como “soborno” o moneda de cambio, “nuevos derechos constitucionales” a los grupos más conflictivos.

Para que se entienda: ninguno de los que trabajamos en línea con esta porción de la literatura (de mi parte, lo intento en un libro sobre “el derecho como conversación entre iguales”) aboga por un “constitucionalismo con menos derechos”.

Por el contrario, muchos valoramos y defendemos la existencia de Constituciones robustas en materia de derechos. Lo que procuramos, en cambio, es otra cosa: insistir sobre las responsabilidades indelegables de la política democrática, y denunciar el cinismo de gobiernos que apelan a la retórica de los derechos para encubrir prácticas de desmovilización social al servicio del privilegio propio.

Una nueva Constitución para Chile

 Publicado en LN, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-proyecto-de-dejar-atras-la-constitucion-de-pinochet-nid16072022/

Los convencionales constituyentes de Chile completaron la redacción de un nuevo documento constitucional, llamado a cumplir una función histórica. El proyecto se propone dejar atrás la Constitución elaborada durante los tiempos de Pinochet y, con ella, los “cerrojos” remanentes que formaban parte de su legado. La “Constitución de Pinochet” fue redactada por una pequeña elite, comandada por el jurista Jaime Guzmán, quien, en 1979, defendió su proyecto como un modo de cerrarles el camino a sus “enemigos” políticos. En sus palabras: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”. Pues bien, el 4 de septiembre, Chile tendrá la oportunidad de poner fin a ese lamentable capítulo de su historia, optando por una Constitución digna, decente y moderada, en línea con todas las constituciones modernas.


Desde un comienzo, la nueva Constitución propuesta fue objeto de ataques por parte de quienes, sin conocer su redacción final, comenzaron a hablar de ella como implicando “un salto al vacío”. La idea de “salto al vacío” constitucional resulta insólita, por muchas razones: no se conocen casos de países que hayan quebrado o caído al vacío por (ni fundamentalmente por) una nueva Constitución; el texto de la propuesta chilena nace (y esta sería mi principal crítica a esta) demasiado “viejo”; y si algún “caos jurídico” puede preverse, es el que se seguiría de votar por “no” a esta propuesta (¿habría que iniciar, entonces, un nuevo proceso constituyente? ¿Habría que volver a vivir bajo una Constitución con la que casi nadie se siente identificado?). La idea de “salto al vacío” desconoce a sabiendas la naturaleza de las relaciones entre Constitución y sociedad: si ha habido situaciones de violencia y caos en la Latinoamérica de estos años, eso ha tenido poco que ver con las constituciones vigentes y mucho, en cambio, con los delirios propios de algunos de sus dirigentes –dirigentes que actuaron, habitualmente, en violación de las constituciones de sus países (como el presidente Evo Morales, quien pretendió forzar una tercera reelección que la Constitución impedía; o el presidente Correa, que impulsó proyectos mineros en contra de la constitucional decisión ciudadana de impedirlos)–.


Lo dicho no niega el hecho de que, en el caso de Chile, el procedimiento de redacción constitucional fuera muy imperfecto, en parte como producto del extraordinario (en todo sentido) torbellino cívico que desembocó en el reclamo de una nueva Constitución: la Constituyente fue, en buena medida, hija de una caótica etapa de protestas y disputas sociales (iniciada en octubre del 2019), que desembocó en una elección de convencionales marcada por el repudio hacia la vieja política. La Convención resultó así compuesta por pocos representantes de los partidos tradicionales (lo que dificultó al extremo la formación de consensos), y un amplio archipiélago de activistas, militantes, líderes de movimientos sociales y, cabe admitirlo también, personajes más bien caricaturescos que terminaron por ocupar lugares protagónicos en las diversas comisiones en que quedó dividida la Convención.


A partir de lo dicho, se entiende que muchas personas miraran a la asamblea con desconfianza, fijadas –por decisión propia– en las varias anécdotas –menores, pero aun así ridículas– que decoraron a la Constituyente. Sin embargo, a esta altura, aquellos pruritos, en parte razonables (el miedo de que las anécdotas ridículas resultaran traducidas en un texto final también ridículo), ya no se justifican. Primero, porque hoy se conocen los detalles más finos acerca de cómo funcionó la Convención (un procedimiento austero, con una mayoría de convencionales que dedicaron largas jornadas sin noches a acordar un texto común), y segundo, porque ya se ha hecho pública la depurada sustancia del proyecto. En efecto, la Comisión de Armonización (comisión que se encargó de pulir, integrar y depurar la redacción constitucional que resultara de las varias comisiones en que se dividió la Convención) redujo en 127 artículos la propuesta inicial (el texto pasó de 499 a 372 artículos), eliminó contradicciones y redundancias, y pulió el lenguaje de la Constitución. Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto.


Sobre sus problemas, diría que son los mismos que, hace décadas, identifico con el constitucionalismo regional: una obsesión por la incorporación de “nuevos derechos”, que termina expresada en una lista de derechos (el Bill of Rights) que se expande y renueva en desmedro de –y de espaldas a– una organización del poder (la “sala de máquinas”) que permanece demasiado parecida a sí misma. La estructura institucional sigue estando demasiado en línea con el modelo “tradicional” (poderes concentrados en el presidente, un Senado –ahora, Cámara de Regiones– todavía fuerte, un Poder Judicial algo vetusto que se “renueva” con un Consejo de la Magistratura, por ejemplo). Se trata de dificultades en absoluto ajenas a la Constitución de 1980. Por tanto, y contra lo que dicen sus críticos, el riesgo no es el de una “revolución de los derechos”, sino el de que esos derechos no lleguen a ganar vida en la práctica, al quedar dependientes de la discrecionalidad del presidente y de los viejos poderes. El problema constitucional en cuestión, por lo tanto, se debería a “lo poco”, y no a “lo mucho”: no a que se fue “demasiado lejos”, sino a que permaneció “demasiado cerca.”


¿Por qué, a pesar de estos reparos, convendría votar por el “sí”? Por multitud de razones. Primero, por razones de legitimidad democrática: cuesta entender que alguien prefiera mantener el legado jurídico de Pinochet, pudiendo optar por un texto de origen impecablemente democrático. Segundo, porque la propuesta elimina “trabas” o “trampas” remanentes del pinochetismo (i.e., el control judicial preventivo). Tercero, porque la nueva Constitución pone a Chile en línea con el constitucionalismo moderno: la de Chile era una Constitución “anómala”, que no incluía los derechos sociales, económicos y ambientales que casi todos los países de Occidente –de México a Alemania– incorporaron desde hace décadas (países que no sufrieron ningún estallido por constitucionalizar derechos; más bien lo contrario, Chile los sufrió en reclamo de ellos). Cuarto, porque el texto reconoce a los pueblos indígenas, que el viejo constitucionalismo no quería ni mirar: dicha ofensiva omisión se remedia ahora a través de instituciones (i.e., la consulta previa) consistentes con acuerdos internacionales (i.e., el Convenio 169 de la OIT), que rigen cómodamente en la región desde hace 30 años. Quinto, porque busca dejar atrás una (tan innegable como objetable) organización territorial centralista y autoritaria, en favor de un esquema más descentralizado (regionalista). Sexto, por su origen y vocación paritaria y ambientalista.


Contra lo que soñaba Alberdi, las constituciones carecen de “el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.” En tal sentido, lo que –esperamos– se apruebe en septiembre no será un “punto de llegada”, sino, más bien, un promisorio punto de partida, a partir del cual Chile podrá comenzar a construir, no una “casa” ni “palacios”, sino una comunidad digna, en la que todos puedan cohabitar, con genuino orgullo.



6 jul 2022

Salario Basico Universal

De parte de Rubén Lo Vuolo, la persona que más sabe del tema en la Argentina, en momentos en que se dicen tantas zonceras sobre una cuestión tan importante

https://www.eldiarioar.com/opinion/salario-basico-universal-notas-proyecto-ley_129_9079871.html

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