29 dic 2023

Entrevista en Panamá Revista

 


https://panamarevista.com/gargarella-lo-que-hizo-milei-es-un-desafio-a-la-division-de-poderes/



Ramiro Gamboa



Roberto Gargarella estudió derecho y sociología casi en paralelo en la Universidad de Buenos Aires y algunos compañeros lo llamaban “Gramsci” por su afición al filósofo marxista italiano. Gracias a la sociología, Gargarella pudo mirar siempre con un sentido crítico las leyes que aprendía en su carrera de derecho. Estudió su doctorado en la Universidad de Chicago con la guía de un grupo de docentes de formación socialista refinada que se proponían desarrollar un “marxismo sin tonterías” (non-bullshit marxism). También estudió un posdoctorado en Oxford donde conoció a Gerald Cohen, inigualable marxista, quien según Gargarella “encarnaba el ideal del intelectual comprometido al máximo con su objeto de estudio: lo abordaba tan profundamente que lo criticaba hasta el extremo, hasta deshacerlo y tornarlo insustancial e indefendible”. Asegura que su trabajo con el jurista argentino Carlos Nino le significó la parte más formidable de su formación y supera toda maestría y doctorado.


Hoy es profesor de derecho constitucional y de filosofía política en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Torcuato Di Tella, da clases y es investigador visitante en las universidades de Columbia y de Nueva York, y fue durante diez años ininterrumpidos a Noruega para dar clases en las Universidades de Bergen y de Oslo. Publica artículos en La Nación, Clarín, El País, La Izquierda Diario, en libros editados y en libros de autoría individual como ‘Manifiesto por un derecho de izquierda’, ‘Carta abierta sobre la intolerancia’ y ‘El derecho como una conversación entre iguales’.


Escuchar a Gargarella es escuchar a alguien con un juicio preciso y sensible sobre la vida en común que llevamos adelante. Escucharlo es refrescante y te mueve a un lugar distinto —a un lugar mejor— gracias a su inconformismo, su humanismo categórico y su búsqueda crítica que todavía pretende cambiar el mundo. En esta entrevista para Panamá Revista, hablamos sobre el megadecreto de Javier Milei, sobre el derecho a la protesta, sobre las exigencias sociales de la Constitución, y sobre la relación entre derecho y economía: “Milei es una manifestación patética del extremo de pensar en la economía como si el derecho no existiera”.


—¿Cuáles son sus primeras reflexiones sobre el megadecreto de Javier Milei?


—Como nota previa a una reflexión sobre el megadecreto, es que hay que ver si gana vida y yo creo que eso está en duda. Me vengo equivocando, como tantos, pero la verdad es que hoy por hoy, la situación es frágil. Hay una mezcla ahí de provocación, de torpeza, y de ingenuidad; en lugar de construir consensos imprescindibles, bajo la idea de una legitimidad de origen que permite todo, la idea es avanzar y que los demás se arreglen. Y lo que ocurre es que este modo torpe de avanzar, lo que hace es galvanizar la oposición, que se pongan a trabajar juntos sectores que estaban enfrentados y que digan ‘así no’, tanto en el Congreso como en el sindicalismo, como en las calles, los cacerolazos que ha habido. Yo, antes de decir los detalles del megadecreto, diría que está todavía por verse qué vida tiene, y tengo dudas al respecto, no puedo predecir nada, pero veo enormes problemas de que se sostenga en el corto-mediano plazo.



—¿Por qué Milei firmó este megadecreto con más de 300 artículos y no lo presentó directamente como ley en el Congreso?


—Creo que hay una enorme ingenuidad e impericia e inexperiencia combinada con arrogancia, pero por otro lado, lo que hay es la certeza de que hasta ahora nunca el Congreso derogó un DNU, y no lo hizo, entre otras cosas, porque el kirchnerismo aprobó en el 2006 una ley que exige que para que el DNU sea derogado, las dos cámaras tienen que derogarlo, con lo cual era una trampita fuerte para decir ‘siempre algunas de las dos vamos a controlar desde el gobierno’. Con que se quede calladito el Senado, el DNU se mantiene. El mecanismo ha sido tan tramposo y tan jodido que hace muy difícil que un DNU sea derogado en el Congreso. La torpeza con la que Milei ha manejado las cosas hasta ahora, creo que se va a expresar posiblemente en que, por primera vez, todo el arco político va a negarle la validez al decreto. Es posible que, por primera vez desde las dos cámaras, se le diga que no. Creo que tiene chances bajísimas de sobrevivir a cualquier escrutinio judicial. Si es que el Congreso no logra derogar el DNU, cosa que hoy es viable por primera vez, las chances de que esto sobreviva en términos judiciales son bajísimas.


—¿La democracia está en peligro con Milei?


—De antemano es muy difícil saber todo; uno no podía saber qué iba a hacer Trump, Bolsonaro, Milei. Uno trata de evaluar a partir de las herramientas que tiene, a partir del conocimiento que tiene del personaje en cuestión. Y todos los indicios que daba Milei y la historia personal de él, todas sus declaraciones y demás, eran no solamente escandalosas, porque eso pone la cuestión en términos morales o de pacatería. Fue muy grave por los niveles de violencia a los que apelaba, por el uso del lenguaje, por el destrato a las personas que daba. Hizo propaganda durante toda la campaña con una motosierra en la mano. La motosierra es lo que en las películas gore se usa para decapitar gente. No pongo la situación extrema, es el tipo de cosas a las que él apela: que es ‘con esto descuartizo, con esto mato, con esto destruyo’. Ese discurso es peligroso, solamente en el enunciado es repudiable que eso quede instalado como forma posible del discurso público. Y eso sí, el ejercicio, la práctica de la violencia, el anuncio de la violencia, la imagen de la violencia permanente, el destrato violento hacia las mujeres como práctica habitual, todo eso es inaceptable. Y esos son el tipo de indicios que uno puede tomar para decir ‘esto merece ser resistido’ o ‘esto nos genera una situación de peligro’. Un punto importante ahí, si lo vinculamos con la carta que firmé junto a otros académicos, es que cuando escribimos la carta dijimos: ‘Vamos a hacer esto y vamos a tratar de encontrar un mínimo común denominador’. Por ejemplo, muchos de los firmantes, algunos habían sido cercanos al kirchnerismo, otros habíamos sido muy opositores, pero hay mínimos comunes denominadores que estamos compartiendo y que nos vamos a sentar en eso. Luego cada uno va a poner sus matices o va a precisar lo que considere. En mi visión, el peligro para la democracia estaba menos en la idea ‘acá llega un fascista que va a imponer un modelo fascista’’, que era una interpretación posible de la carta. Para mí se trata más de una situación del estilo Pedro Castillo en Perú, una persona que no tiene el apoyo de los sindicatos, que no tiene el apoyo de un partido político propio como tuvo Trump, que no tiene el apoyo de los evangélicos y el ejército como tuvo Bolsonaro, una persona que no tiene respaldo legislativo en ninguna de las dos cámaras, sino que está muy lejos de tenerla y que además combina propuestas muy extremas y una personalidad volcánica, genera una situación que pone en riesgo a la democracia en esos términos, en términos de la inestabilidad. El decreto lo que muestra, en su lectura más sofisticada, es que está tratando de mostrar una posición muy extrema para que todos lleguemos a un punto de encuentro más cercano al extremo en el futuro. Esto es simplemente ponerse a gritar y anunciar medidas súper extremas, ponerse a gritar 100 para que lleguemos a su 70, 80; con eso se conforma, y es un modo de asustarnos para que gane la negociación. Esa sería la versión del Milei racional. Lo que hay es mucho de irracionalidad, y lo que Milei hizo es abiertamente un desafío a la división de poderes, una pretensión de concentrar poder, una apuesta a que la legitimidad de origen que él asume y que queda diluida a los pocos días es suficiente para hacer lo que considera que es correcto. Pongamos que, en la mejor versión, lo guían las fuerzas del cielo y él está convencido de que lo que está por hacer está muy bien. La democracia es otra cosa, la democracia constitucional es otra cosa. Tenemos procedimientos en los que todos creemos.


"Uno trata de evaluar a partir de las herramientas que tiene, a partir del conocimiento que tiene del personaje en cuestión. Y todos los indicios que daba Milei y la historia personal de él, todas sus declaraciones y demás, eran no solamente escandalosas, porque eso pone la cuestión en términos morales o de pacatería. Fue muy grave por los niveles de violencia a los que apelaba, por el uso del lenguaje, por el destrato a las personas que daba. Hizo propaganda durante toda la campaña con una motosierra en la mano. La motosierra es lo que en las películas gore se usa para decapitar gente"



—Dijo algo peor: ‘No entiendo cómo tanta gente puede protestar cuando se le da tanta libertad, cuando lo que le estamos dando es libertad’. Yo no quiero hablar mucho del tema, lo conozco a Sturzenegger y me parece una persona honesta, pero muestra un nivel de ingenuidad política que tiene que ver también con un ejercicio muy irresponsable en el modo en que está actuando. Sin duda, él ha sido promotor principal de este tipo de medidas y está montado sobre una ingenuidad que roza la torpeza y la irresponsabilidad. Sus declaraciones justificando la necesidad y urgencia del decreto son notables en la torpeza, en el error manifiesto, en la creencia de que un decreto se justifica en la preferencia personal del presidente. La Constitución es contundente, el 99 inciso 3 es de una contundencia extraordinaria sobre el hecho de que el presidente nunca pueda legislar, y los DNUs solo pueden ser sostenibles si es que se trata de una situación en donde no se puede seguir el trámite legislativo ordinario, no es el caso. ¿Se puede seguir el trámite legislativo, sí o no? Sí, entonces no es válido el decreto. Por eso, cualquier juez que reciba esto, lo que presumiblemente vaya a decir, es ‘esto es inválido’. La idea de la guapeada me parece que es de una tremenda torpeza. Para mí, es eso, crónica de una muerte anunciada.


—Usted escribe que la Constitución argentina no es muda respecto de cuestiones que tienen que ver con cómo organizamos las bases económicas de la vida en común, no es muda respecto del plan económico. ¿Qué dice la Constitución respecto a los planes económicos? ¿Hay planes económicos incompatibles con la Constitución? ¿Es el plan económico de Milei incompatible con la Constitución?


—Hace muchos años, porque también con los planes económicos del último gobierno, o del macrismo, o antes también, hay un montón de medidas que no podían ni siquiera comenzar a ser enunciadas sin reconocer que ahí había tensiones muy fuertes con la Constitución. Ahí recojo una reflexión que está desde los inicios del constitucionalismo, que hemos ido perdiendo con el paso del tiempo, pero era el modo en que los viejos republicanos, de Jefferson a Franklin, a Artigas, a Moreno, como entiendo que pensaban la relación entre derecho y economía, y la idea esta de que las medidas tenían que estar al servicio de la construcción de un cierto tipo de ciudadanos, y no que lanzamos un plan económico y después vemos en qué resulta. Lo importante es ver cómo sostenemos a la comunidad, cómo mantenemos a ciudadanos activos, comprometidos con la vida en comunidad, y esa es la prioridad, y no al revés. Uno puede decir que eso es ir demasiado lejos y que es ser demasiado ambicioso. Yo creo que eso está en el corazón del constitucionalismo democrático. Creo que también seguimos pensando del modo inverso, y que si uno no quiere tener un nivel de ambición tan grande como el que yo creo que corresponde tener, lo que puede ver y analizar en un programa como el que acaba de lanzar con el megadecreto, es ver que eso es una afrenta, un agravio a derechos constitucionales, pero también a procedimientos constitucionales muy fuertes, y eso es bastante obvio para todo el mundo. Que en el día viernes, ‘La Nación’ haya publicado en su editorial central que las medidas económicas parecen aceptables en su contenido, pero que hay un problema muy serio que es la división de poderes. Aún el establishment político o cultural, periodístico, parece unánime en reconocer que aquí hay problemas. Uno puede ir más lejos y decir que son problemas vinculados con los derechos sociales, económicos, pero el comienzo está muy bien decir: hay problemas con los procedimientos democráticos establecidos en la Constitución, esto es a todas luces. Y en un punto, me congratulo de ver que la Argentina, en donde a veces uno hace la vista gorda porque las medidas que están impulsándose a uno le gustan más o menos, es muy importante que haya esta tensión desde el arranque. Eso me parece muy valioso, y merece ser subrayado que todo el mundo haya podido señalar: ‘Cuidado, esto va en contra de la Constitución’. Qué pasará en el corto-mediano plazo es un debate conmigo mismo y no lo sé, porque han pasado cosas extrañas o, para uno, completamente inexplicables, y ocurrieron. Entonces, ya estoy como curado de espanto, ya no me animo a predecir. Para mí era obvio que Milei no podía ser elegido, y el error ha sido tan descomunal. También me pasó con Trump o con Bolsonaro. Eso uno lo tiene que leer autocríticamente. Hay un punto de autocrítica que hay que ejercer.


"Las declaraciones de Sturzenegger justificando la necesidad y urgencia del decreto son notables en la torpeza, en el error manifiesto, en la creencia de que un decreto se justifica en la preferencia personal del presidente"


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—Es difícil ser autocrítico cuando pocos políticos, periodistas, intelectuales, empresarios aceptan haberse equivocado. Es complicado aceptar que te equivocás o que hiciste un mal diagnóstico en una sociedad donde habitualmente las élites no hacen eso.


—No, me parece importante, no me parece complicado, puede ser excepcional y me parece necesario. Tampoco es simplemente la autoflagelación, sino que podemos reflexionar sobre la democracia. Muchos de los resultados anómalos tienen que ver con reglas democráticas tremendamente deterioradas y, con eso, muchas de las cosas que estuve escribiendo desde hace años apuntan ahí. Hay algo que tengo que hacer de autocrítica porque no entendí ciertos fenómenos sociales, pero que esos fenómenos sociales se hayan traducido en una elección victoriosa, eso tiene que ver con un sistema democrático que ha sido arruinado, que está con niveles de deterioro extraordinarios, no solo en Argentina. Siempre defiendo una idea de democracia muy robusta, sin necesidad de exagerar ni de ser superdemandante con lo que debe ser la democracia. Para mí, la democracia, obviamente, es algo que va más allá de la elección. La democracia ha ido degradándose hasta ser reducida a las elecciones ejercidas de este modo tan reducido. El voto, desde el minuto uno, fue entendido como un instrumento que, junto con otros, ayudaba a una construcción democrática. Por ejemplo, se entendía que tenía que ir de la mano del voto de otra serie de instrumentos y prácticas. Por ejemplo, los cabildos o town meetings y el derecho de revocatoria, que implicaba que, ‘ah, si vos te equivocaste, mañana te retirás o te vas del cargo’, o las instrucciones obligatorias, lo que implicaba que, ‘te elijo, pero tenés que hacer sí o sí cuatro cosas; si no las hacés, mañana te retiro’. Hay un montón de instrumentos que rodeaban al voto. Y en ese sentido, otra vez, la democracia no era reducida solamente a elecciones, porque los cabildos eran una práctica cotidiana, los derechos de revocatoria o la rotación obligatoria en los cargos. Había un montón de herramientas que estaban allí y que le daban sentido al régimen democrático. Hoy, la democracia queda reducida a elecciones, y las elecciones vinculadas básicamente con un instrumento que es el voto, desprovista de las otras herramientas, con lo cual, se hace muy difícil lo que antes se pretendía asegurar, que era que esto fuera más vinculado con una conversación cotidiana donde uno puede ir matizando, ‘y esto sí, pero esto no’, y ‘ojo que yo me puedo equivocar hoy, pero me rectifico mañana’. Entonces, lo que ha quedado es que hoy estamos habitualmente sujetos a procesos que son de extorsión, lo que llamo una extorsión electoral, donde uno termina comprometiéndose para ser posible una cierta preferencia que uno tiene, queda comprometido con un montón de iniciativas que uno directamente suele repudiar. Por ejemplo, yo querría decir, o cualquier votante podría querer decir: ‘Quiero que vuelva Macri pero no quiero que vuelva un corrupto’, o ‘quiero sacar a los Kirchner pero no quiero que venga un programa económico de ajuste violento’, y eso entre un montón de matices que uno puede poner de distintos modos. No digo que todos tengan mis matices, pero todos tenemos algunos matices. Por ejemplo, en Brasil, ‘quiero a alguien que imponga más seguridad porque estoy muerto de miedo, pero no quiero un homófobo o un racista’. Hoy no podés poner un matiz. Y no son matices del té de las 5 de la tarde en Inglaterra, que podemos perder el tiempo y decir tonterías, son cosas en las que se nos va la vida. Son las reglas de juego que han creado esta situación en donde Milei puede decir: ‘Ah, a mí me votaron para hacer lo que se me canta’, cuando en realidad creo que todo el mundo votó asumiendo algún ‘pero’ muy fuerte. ‘Sí, te voto a vos para que los otros no suban, pero mil cosas’, y aquí uno está atrapado. Yo asumo la autocrítica de no haber visto la intensidad de cierto proceso social, pero hay un problema que se expresa en la elección de Bolsonaro, de Trump, de Milei, etc., que tiene que ver en el modo que nos han degradado las reglas democráticas, el modo en que se ha vaciado la práctica democrática, y eso es algo gravísimo y que es ajeno a nosotros y que uno denuncia.


—¿Por qué se dio ese deterioro en la conversación, esa falta de una mayor ambición en una democracia más plena? ¿Se explica solamente en la economía? Por otro lado, también preguntarle si hay votantes que sí tienen matices, y que dicen ‘te voto, pero’, ¿no hay también limitaciones de políticos por no poder identificar los matices de sus votantes?


—Pensala en ámbitos más chicos, cuando el ámbito es más horizontal, uno inmediatamente  enuncia propuestas que tienen matices y que otros los ayudan a corregir. Por ejemplo: ‘Vamos a tener este encuentro acá, en este club’. ‘Ah, che, pero que no se pueda fumar porque tengo problemas pulmonares’. ‘Ah, sí, claro’. Uno puede ir arreglando las decisiones a partir de las quejas y necesidades de los otros, y eso es imprescindible. Las reglas tienen que estar al servicio de eso. No digo reglas súper ambiciosas, no necesito introducir una visión súper exigente de la democracia. No, una visión mínimamente decente de la democracia y no la tenemos. ¿Por qué? No suscribo nunca a visiones conspirativas, pero sin necesidad de suscribir a una, sí me parece que el poder establecido, que los grupos prevalecientes dominantes, ya sea en política, en las empresas y demás, quieren llevar adelante sus prácticas con el menor nivel de interferencia posible. Eso ha ido haciendo que, ya sea por el político que quiere concentrar poder y quiere actuar a su modo, o ya sea porque las empresas tienen sus necesidades y no quieren ser interrumpidos por regulaciones, eso ha ido convergiendo en formas democráticas cada vez más limitadas. La degradación de la democracia a procesos de elecciones periódicas ha sido obviamente funcional al poder político y económico concentrado, entonces es ‘no molesten’. Cualquier matiz es una molestia. La concentración de poder político y económico va de la mano con la reducción de la democracia a elección periódica. Y eso ha calado de tal modo que, por supuesto, eso le es funcional al discurso y los intereses de la derecha, pero aun la izquierda ha caído en esa trampa. Es muy habitual que un partido de izquierda haga y piense: ‘Yo tengo una visión mucho más exigente de la democracia, entonces quiero más elecciones, quiero plebiscito para todo’, que también es la misma tontería, en el sentido de que democracia no se reduce a elecciones, y por lo tanto, los partidos de izquierda lo que quieren es más elecciones, no. Democracia tiene y merece ser otra cosa: tiene que ser la posibilidad de lo que ocurre entre elección y elección, y los procesos que permiten momentos de encontrarnos, ya sea en la calle, en foros públicos, en asambleas, formales e informales, como lo que hemos tenido en relación al aborto o al matrimonio igualitario en Argentina, ámbitos donde podamos pensar colectivamente cómo queremos seguir adelante. Quedamos permanentemente sujetos a estas situaciones de extorsión electoral, en donde, para poder hacer posible algo que nos interesa, quedamos comprometidos a defender cosas que nos resultan completamente repudiables. Por ejemplo, la carta que firmé junto con otros académicos y con personas interesadas en la política; ahí uno decía: ‘bueno, entiendo que la elección de Milei es un tremendo problema y que la prioridad es impedir el triunfo de una persona así, por cuestiones de carácter, por las promesas que ha hecho, por las modalidades violentas que expresa’. A partir de ahí, uno quedaba como si estuviera comprometido con cosas que yo, en lo personal, repudié toda la vida. ‘Ah, entonces sos kirchnerista, estás a favor de la corrupción, o no quieres que le hagan un juicio a los corruptos’. No, nada que ver, es la dificultad que nos pone los modos en que ha quedado reducida la democracia, la reducción de la democracia a elecciones. Entonces, uno para poder rechazar algo o afirmar algo se tiene que comprometer con cosas que repudia. Yo entiendo perfectamente que un montón de gente en Estados Unidos se quería sacar de encima a los Clinton y lo que representaban porque decían, ‘este es el establishment de Nueva York y el establishment de la élite intelectual’, se lo querían sacar de encima, pero no es que todo el mundo quería sacarlos de encima y entonces que venga Trump y que deteriore todos los sistemas de control, por supuesto que no. ¿De qué modo institucional uno puede poner un matiz, dos matices, tres matices? Y nuestra vida se juega en esos matices.


"No suscribo nunca a visiones conspirativas, pero sin necesidad de suscribir a una, sí me parece que el poder establecido en política, en las empresas y demás, quieren llevar adelante sus prácticas con el menor nivel de interferencia posible"


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—Con respecto a la carta que usted menciona, algo distinto que ocurrió en esta elección es que mucha gente muy crítica del kirchnerismo, usted, Beatriz Sarlo, Graciela Fernández Meijide, periodistas como Ernesto Tenembaum y Martín Caparrós criticaron a Javier Milei y anunciaron públicamente que no lo iban a votar y se inclinaron por la opción de Massa. ¿Qué pasó?


—Pasó que el sistema institucional, tal como está organizado, nos coloca en una situación en la que uno, para poder defender algo que le importa mucho, para poder resistir a algo que considera muy negativo, aparece inmediatamente comprometido con cosas que repudia. Me hubiera gustado poder decir ‘voto en contra de Milei, pero veo un problema infinito en el tipo de alianzas que están sosteniendo a Massa, que a mí me resultan un horror: su vínculo con lo peor del empresariado menemista: Manzano, Vila. Me parece de lo peor del horror económico argentino, pero mi prioridad son las limitaciones que uno puede tener: hay una opción que se viene autopublicitando como violenta, motosierra, agresiva, homofóbica, y, eso que incluye, no digo que es nazi, pero que convivió alegremente con una simbología de extrema derecha. La prioridad es sacar y evitar eso. ¿Cómo hago para decir eso? Quiero sacarlo prioritariamente, evitarlo, pero de ningún modo me parece que esto implica, o no quiero que se entienda como un aval a estas alianzas corruptas. No podés poner ningún matiz, y otra vez, son matices con los que se nos va la vida. Milei llega y dice: ‘Me dieron la legitimidad, me eligieron para esto, ahora qué, qué se quejan, arréglense ustedes porque yo ya tengo la legitimidad’. Ese es el gran drama que generan las reglas. Ahí hay un problema que es que estamos entrampados por las reglas de juego. Las reglas de juego nos están jugando en contra y son reglas de juego que han terminado por socavar la vitalidad democrática que cualquier democracia constitucional merece tener. La Constitución, como primera cosa, es un pacto entre iguales. La primera frase de la Constitución norteamericana, argentina, tiene que ver con ‘nosotros el pueblo’. Este es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo; ese es el arranque. Luego se han distorsionado las cosas, pero el compromiso de cualquier constitución desde el arranque es un compromiso igualitario. Reivindico eso.


—En Carta abierta sobre la intolerancia escribís: “es cierto que de 2001 a esta parte mejoramos algo en nuestra práctica política, y que avanzamos un poco en nuestra discusión pública en torno a la protesta social”. ¿Seguís pensando que avanzamos?


—Avanzamos y también nos estancamos enseguida, y pasamos rápidamente a trivializar los acuerdos alcanzados. Si querés que te lo periodice de modo tosco, yo diría que el 2001 y las protestas sociales en la calle nos sorprendieron a todos. Fue un tipo de sorpresa similar a la que pudo producir en su momento las patas en la fuente en 1945, un fenómeno que nadie entendía y que no se reconocía, que no parecía tener antecedentes y que no era esperado por las élites. La primera reacción que hubo en en el 2001 en el ámbito judicial, es la reacción del procesamiento y la referencia al artículo 22 de la constitución y la idea de que los manifestantes fueron sediciosos y entonces hay que procesarlos. Ese fue el momento inicial, con un cambio notable que fueron las condiciones del trabajo y la organización social en Argentina que pasaron del paradigma del pleno empleo y sindicatos fuertes al paradigma del desempleo y el empleo precario, con el aditamento notable que es muy argentino, muy excepcional, de un movimiento de desocupados organizados. Frente a ese hecho notable del cambio de la organización social laboral sindical, la primera reacción fue esta de sorpresa, una reacción muy torpe de procesar a los manifestantes y tratarlos como sediciosos. Luego, a partir de ahí, yo y muchos otros tuvimos un papel en la discusión jurídica, y empezamos a decir: no, miren, la cuestión es más compleja porque aquí se involucran otros hechos, no es que solo está el derecho de tránsito afectado, aquí en cualquiera de estas manifestaciones típicamente en esos casos, lo que ocurría en las rutas de Mosconi o en Cutral Có mostraba que era un hecho novedoso y que reunía derechos de distinto tipo además de rango constitucional. Era bastante obvio que allí estaban presentes derechos que tienen que ver con la expresión, con la crítica, con el derecho de reunión de asamblea, con el derecho de petición, etc. Lo que dijimos es: esto no puede ser mirado de forma tan miope, no puede desconocerse que allí están presentes otros derechos, que hay una colisión de derechos y algunos de los derechos que colisionan tienen un rango importantísimo. Yo, en esos años, escribí el libro “La protesta como primer derecho” y me interesaba decir eso, no lo veo solamente como un slogan, me parece que hay algo cierto y es que es un derecho constitucional que, además, merece tener y tiene un rango muy especial porque es sostén de otros derechos. Esa es una fase 2 de la discusión, la primera etapa fue en la que estuvimos un tiempo que se refería a la violación de la ley, decía que lo que está en juego es el código penal, el artículo 194, etc. Después dijimos “No”, acá hay derechos que tienen rango constitucional y que merecen ser considerados y ahí pasó a una nueva trivialización, y en buena medida todavía estamos ahí embarrados; muchos pasaron a decir: sí aquí está presente la expresión y demás, entonces a través de la protesta estoy autorizado a hacer cualquier cosa, y yo creo que en esa torpeza todavía estamos enredados. Pienso que se avanzó en la discusión, sí, en este primer término, y es que pasamos de la prehistoria jurídica de aquí solamente está presente el código penal y usted es un criminal, usted es un sedicioso, a la idea de no, un momento, entiendo que hay otros derechos involucrados. Es un avance, pero también quedó muy corto y sobre el cual necesitamos pensar muchísimo más. Hay facciones en pugna pensando sobre la cuestión, todavía muy quedadas en sus torpezas iniciales. Si uno ve en estos días el discurso público en las radios, la TV, en los medios periodísticos, es muy habitual preguntarse qué hacemos en el choque de tránsito versus expresión. Digamos, esa es una discusión que a lo mejor podíamos tener hace 20, 30 años atrás y podía tener algún sentido. Yo pensaba y deseaba que la discusión se hubiese sofisticado más y no ocurrió.


—Con respecto al protocolo de la ministra Patricia Bullrich, usted en una nota que publicó en Clarín habla de una medida jurídicamente insostenible y escribe “No estamos en guerra, y quienes protestan o cortan una calle no merecen el tratamiento de enemigos del Estado”. En “Carta abierta sobre la intolerancia” usted hace la pregunta del momento: “¿Cuál es, entonces, más importante: el derecho al libre tránsito o el derecho a la libertad de expresión”. ¿Qué puede responder hoy?


—Sobre eso, me interesa anticiparme y aclarar una cosa: no hay nada más importante que el derecho a la protesta, de la mano del derecho a la crítica política y a la libre expresión. Los derechos tienen que ser entendidos en el centro. Hay derechos que tienen una misión especial, que son sostén de otros derechos, imprescindibles para sostener toda la estructura de derechos. Otra aclaración que quería hacer es que yo no digo que, como esto es tan crucial, esto remueve todo o me permite a mí actuar en nombre de mi derecho a la protesta del modo en que quiera, como si el contenido de lo que fuera a decir es irrelevante o podría hacer cualquier cosa o puedo utilizar el medio que quiera. No, dicho eso, lo que implica en términos de consecuencias jurídicas es que el Estado y los poderes del Estado, el poder judicial, el poder político, tienen que hacer el máximo esfuerzo por la preservación de esos derechos cruciales, por el papel que tienen. Siempre tienen que hacer un esfuerzo extraordinario en la protección de los derechos y mucho más cuando se trata de este tipo de derechos y mucho más, además, diría, en momentos en que ha anunciado un ajuste que reconoce que va a ser con consecuencias costosísimas para grupos que dijo previamente en campaña que no iba a afectar. En esas condiciones, es super importante que se preserve lo que debía ser preservado siempre, tanto como se pueda, tan fuerte como se pueda. También necesitamos seguir pensando y viendo si, al ejercer estos derechos, lo hago de un modo que afecta el derecho de otros. ¿De qué modo, si es posible y es razonable, puedo acomodar mi ejercicio de derechos con las necesidades de los otros? Creo que en los últimos años hemos aprendido; había mucha disconformidad y queja por las formas en que se expresaba la protesta en Argentina, y había mucho que se podía hacer al respecto. Parte del aprendizaje es ahora preguntarnos: ¿Qué cosas podemos hacer para preservar al máximo el derecho a la protesta y el derecho a la crítica, y prestar atención a los derechos que son afectados, a los cuales les prestamos menos atención de la debida porque pensábamos que teníamos carta blanca, carta abierta para hacer lo que queríamos? Y no era así. ¿De qué modo podemos acomodarlo? Creo que hay un montón de modos posibles. Esto es, ¿cómo usted entiende que va a hacer una protesta que necesita salir a la calle y manifestar frente al edificio de seguridad social y eso va a interrumpir el tránsito? ¿De qué modo podemos acomodarlo para que los manifestantes dejen pasar a los que necesitan avanzar y que eso sea compatible, que usted pueda hacer una protesta que va a ser visible, que va a estar ejercida en el lugar que necesita serlo para que lo escuche quien ocupa la oficina de enfrente? ¿Puede eso ejercerse de un modo que sea compatible, que no afecte a otros grupos que usted no necesita interpelar? Yo creo que sí, perfectamente, que es posible acomodarlo de ese modo. Y otro punto, debe ser posible la crítica política en las calles, todos entendemos, y la jurisprudencia mundial entiende, contra lo que dice el protocolo de Bullrich, que las calles son y deben ser reconocidas como espacios privilegiados de la protesta, las calles y las plazas. Y también, como lo dice el orden interamericano y como lo reconoce la Comisión Interamericana, no se puede usar la violencia como principal modo de vincularse con quienes protestan. Debe evitarse la violencia y prevenirse que otros no hagan uso de la violencia. En general hay un entendimiento de que hay regulaciones de tiempo, lugar y modo que pueden servir para que se acomoden derechos, por ejemplo, que se ejerza la protesta, pero no a las 12 de la noche, pero no al lado de la escuela, etc. También es importante que esas regulaciones no vengan a servir como excusa, que no sean el caballo de Troya con los cuales tratamos de vaciar de contenido al derecho de protesta. Por ejemplo, yo digo: ‘Ninguno puede distribuir panfletos en las calles porque ensucian las calles’, esa es una regulación de modo. Bueno, pero si usted cierra esa canilla, usted no está afectando el derecho de expresión de quien tiene dinero para comprar un espacio publicitario o para comprar un espacio en la radio, pero está afectando a los sectores sin recurso que, a lo mejor, usan el panfleto como único medio para acceder y llegar a otros. La regulación en el tiempo, lugar y modo no tienen que servir como excusa para socavar el derecho de los protestantes.


"No hay nada más importante que el derecho a la protesta, de la mano del derecho a la crítica política y a la libre expresión. Los derechos tienen que ser entendidos en el centro. Hay derechos que tienen una misión especial, que son sostén de otros derechos, imprescindibles para sostener toda la estructura de derechos"


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—¿Hay alguna situación que justifique que un juez remueva el derecho a la protesta de un ciudadano?


—No, y el derecho de huelga nos da una enorme ayuda para pensar esta situación. Y es primero, se trata de un derecho cuyo ejercicio implica, conlleva y tiene como connatural la afectación de derechos de otros, sobre todo del patrón cuando uno hace una huelga en una fábrica, pero también pueden ser derechos del ciudadano común. Por ejemplo, si yo hago una huelga en los ómnibus de larga distancia, dejo un montón de pasajeros afectados que uno podría decir no habían hecho nada para merecer esto, pero es una afectación a terceros. Una huelga normalmente conlleva afectación, no solo del patrón sino de otros terceros ajenos al conflicto. Con lo cual nos ayuda a clarificar algo sobre este estado trivial de la discusión que es: ‘Ah, no, si usted afecta mi derecho, ahí termina su derecho; los derechos no son absolutos’, y toda esa tontería. Y no hay que ser experto para entender la cuestión, digamos, entendemos que ciertos derechos se ejercen de un modo que implican la afectación de otros e implican la afectación de modo serio. Y eso no implica que mi derecho termina o que yo, en ejercicio del derecho, deba retroceder. Yo, en el libro, también doy los casos del caricaturista o del cómico o del ironista que se burla del presidente, como pudo ocurrir, recordamos todos, en el caso del expresidente Fernando De la Rúa. Se le podía hacer una burla que le afectara el honor, y eso no quiere decir que desaparece el honor del presidente, pero en una situación de conflictos de derecho puede ocurrir perfectamente y lo sabemos de mil casos, que mi ejercicio del derecho conlleva la afectación del derecho de otros. Y eso no implica que mi derecho se terminó o que sea yo, en ejercicio de este derecho, el que deba retroceder; tal vez, y muy habitualmente, es que debe ser el otro. Esto no debe llevarnos a la otra trivialización, entonces, como yo tengo un derecho de crítica o de burla o de manifestación o de huelga, yo puedo hacer lo que quiera en ese ejercicio del derecho, no, no, podemos ver y está bien que pensemos sobre modos de acomodar los derechos, sobre modo de afectar lo menos posible, si es que fuera concebible, pero otra vez, sobre eso necesitamos seguir pensando. Por ejemplo, muchos decían en estas discusiones, si usted ejerce ese derecho, pero hay maneras menos agresivas o menos dañinas de ejercer ese derecho, hágalo así, pero otra vez, no es el caso del derecho de huelga ni el derecho del caricaturista, como si alguien le hubiera dicho a Landrú en los años 60, ‘no, no pinte a Onganía como una morsa o a Illia como una tortuga’. Y Landrú podía decir, ‘yo ejerzo este derecho con total libertad y con total radicalidad’. Otra vez, eso no quiere decir que, si yo ejerzo otro tipo de derechos, bueno, yo puedo involucrarme en actos de violencia y agresión y herirte y dañarte. No, no, depende del caso, de la afectación del caso, depende del derecho que yo esté ejerciendo, pero otra vez, son modos de remover, son ceras muy instaladas en la discusión, ‘no hay derechos absolutos, tu derecho termina donde empieza el del otro, vos ejercé el derecho del mejor modo para el otro o del modo menos dañino’. Bueno, no, no es así. Depende, la respuesta es eso. Depende, y tenemos que pensar y no nos neguemos a pensar sobre esas cuestiones.


—Me parece formidable cuando usted cita a Enrique Petracchi: “no es que los derechos encuentran su límite en la idea del bien común, sino que cualquier reclamo hecho en nombre del bien común encuentra su límite en la idea de los derechos” y usted cita al filósofo del derecho Ronald Dworkin al señalar que los derechos debían ser vistos como ‘cartas de triunfo’ frente a cualquier reclamo en nombre del bien común. ¿Puede expandir el argumento de que en la Argentina la idea de bien común ha funcionado como caballo de Troya para canalizar impulsos autoritarios?


—Sí, a eso apuntaba Petracchi, si no recuerdo mal creo que era en el fallo de la comunidad homosexual, y dijo algo que tiene muchas reverberaciones en el ámbito del derecho. Porque uno puede usar la idea del bien común u otras similares, las políticas generales, las desregulaciones en el caso de Milei, y la idea debe ser siempre que no es que vamos viendo cómo se acomodan los derechos, sino que son los derechos los que están en el centro y lo que uno tiene que ver es si la política se está acomodando a los derechos. No es que el programa económico se aplica y después vemos cómo lo acomodamos con los derechos; la pregunta primera es si el programa es sostenible en relación con todos los derechos que nuestra constitución garantiza y asegura, y se compromete a mantener. La pregunta es a la inversa, a la luz del nivel bastante extraordinario de derechos sociales, económicos, culturales, multiculturales que afirma nuestra constitución, como la mayoría de las constituciones latinoamericanas, qué es lo que es compatible con el mantenimiento de ese tejido de derechos. Los derechos que establecen las constituciones latinoamericanas, que muchas veces uno puede decir son muchos, son demasiados y pero, no solo no son poesía, sino que son derechos que cada vez que en Argentina o en países de la región se modificaron las constituciones, son derechos que se han mantenido; no es que se han ido reduciendo a lo largo del tiempo, se han mantenido o, lo que es más común, se han expandido. Y eso quiere decir, ‘ah, podemos bromear al respecto, los latinoamericanos siempre tan floridos y tan ambiciosos y tan barrocos en su concepción de los derechos’. Barrocos o no barrocos, este es el principal compromiso que asume nuestra comunidad desde el minuto uno, y no es para tomárselo en broma. Esto es una nota crucial para mostrar que hay un compromiso que merece ser tomado en serio, y yo creo que nos lo tomamos poco en serio.


—En ‘El manifiesto por un derecho de izquierda’ usted escribe: ‘socialismo de mercado y la democracia de propietarios, en su versión rawlsiana– nos sugieren que existen  alternativas atractivas al tipo de capitalismo prevaleciente en la mayoría de nuestras sociedades. Se trata de  alternativas que no requieren caer en las formas autoritarias que fueron propias del socialismo real, que a la vez  son capaces de ir más allá del capitalismo de Estado de bienestar que emergiera en Europa a mediados del siglo  XX, y que, sobre todo, resultan plenamente respetuosas de los ideales del autogobierno colectivo y la libertad personal’. ¿Estos modelos de socialismo liberal y de democracia de propietarios funcionaron exitosamente en algún país? Sé que usted vivió en Noruega unos años, dio clases en la universidad de Oslo y de Bergen, ¿se podría decir que en países como Noruega estos modelos funcionaron?


—Sí, totalmente. Si alguien necesita eso, ¿qué ejemplo? Noruega ha sido ejemplar en estos términos: de entre los sectores que más ganaban y menos ganaban había muy poca diferencia, los niveles de ganancia estaban muy cercanos. Y en el discurso que uno veía en la derecha era un discurso que era también un discurso redistribucionista. Ahora, por la cuestión inmigratoria, todos los temas han ido cambiando y se han ido contaminando mucho, pero la derecha era la fuerza política que pedía por más uso presente de los fondos del petróleo para jubilaciones, para reforzar las pensiones, querían más gasto social. ‘Tenemos fondos reservados del petróleo en Suiza, pero queremos no dejarlo para las futuras generaciones, sino usarlos más para el presente’. Ese era el discurso de la derecha, con lo que, países como Noruega mostraron que este tipo de combinaciones eran posibles. Entiendo que a mucha gente le tranquiliza decir eso: ‘Ah, hay un ejemplo real’, pero para mí es esto, son ideales regulativos que son importantes, valiosos y realizables en formas más o menos plenas. ¿Cuáles? Esto es ideal de democracia política que al mismo tiempo sea respetuoso de la libertad personal. La izquierda, ciertas formas de la izquierda convivieron con modos del ejercicio del poder en donde, en nombre de la democracia política, se afectaban gravísimamente y de modo inaceptable libertades personales: tu elección sexual, tus preferencias de consumo de alcohol o lo que sea, y eso es imperdonable. Y el libro, ahí lo que reivindica, hay ideales que venimos enunciando desde el minuto uno de la vida de nuestras repúblicas, aun en América Latina o especialmente en América Latina, ideales que tienen que ver con la libertad personal. Nuestros países nacieron con una disputa sobre cuánta presencia de la iglesia tenía que haber en la gestión de los asuntos públicos y, al mismo tiempo, eso estuvo anudado desde el primer minuto con disputas del autogobierno político. No nos tiene que mandar España o Inglaterra. Esas disputas o esa reivindicación del ideal democrático o del ideal de la autonomía personal estuvo desde el primer minuto también en Argentina y en América Latina. Y ese conflicto lo tenemos desde un comienzo y, para mí, la idea es que eso nos marca un ideal regulativo que es posible, que venimos peleando hace cientos de años, y cuanto más podemos tener de eso, mejor, y hacia ahí es donde hay que ir.


—El caso de Noruega es interesante porque siento que en la batalla de ideas o en los debates, Milei habla todo el tiempo de que los países más libres son ocho veces más ricos, y en realidad usted hablaba de un ideal regulatorio. Creo que sirve: mirá, acá regularon y la gente vive bien, hay mayor igualdad y mucha libertad


—Totalmente, el transporte público, los medios públicos, eso ha sido un orgullo. Inglaterra, si bien en el último tiempo ha tenido gravísimos deterioros, fue durante décadas un ejemplo mundial y sigue siéndolo en cuanto a la seguridad social y a los sistemas de salud pública, y también la BBC. El modo en que el Estado puede involucrarse en la regulación de los medios de comunicación o tener sus propios medios, y ejercerlo de una manera pluralista, respetuosa, que dé gusto y que uno sepa que allí lo que va a encontrar es pluralidad de ideas, eso uno lo encuentra no solamente en Noruega sino en buena parte de lo que fue la socialdemocracia europea. Eran sistemas basados en una intervención del Estado y controles institucionales, la presencia de organismos de control que venían a evitar abusos del Estado. Aquí, lo que ha pasado en países más degradados institucionalmente, como el nuestro, es que un sector llega a tomar el control del Estado y ve de qué modo se lo apropia y enseguida abusa y lo utiliza para atacar al enemigo, para hundir al otro, entonces estamos todos curados de espanto, y eso hace que ganen espacio ideas extremistas porque ha habido mucho mal ejercicio. Para volver sobre la nota que es positiva, como decíamos, que la reacción extendidísima en contra del decreto por razones procedimentales es una grandísima noticia, que simplemente aspiro, ruego que se consolide en la práctica. Que el Congreso derogue el DNU y que la justicia deje en claro la invalidez que ya la ha firmado en un montón de casos similares, como el de Consumidores Argentinos en el 2010, que deje en claro que los DNU para este tipo de cuestiones no urgentes no son válidos constitucionalmente, porque la Constitución, de modo muy enfático, habla de nulidad absoluta y habla de que deben existir circunstancias que hagan imposible que se persiga el trámite legislativo normal para la sanción de las leyes. Puede ser entendible un terremoto, que salimos todos a las corridas, puede ser entendible un DNU y no esperar que se reúna el Congreso para esas situaciones de ultra emergencia.



—Usted explica muy bien en sus libros la importancia del artículo 14 y el 14 bis de nuestra constitución. ¿Puede expandirse respecto a las exigencias en materia de derechos sociales de la constitución?


—El artículo 14 está presente desde la Constitución de 1853. El 14 bis, en una forma extendida, había sido incorporado por la Constitución del ’49, que fue la primera Constitución argentina que incluyó muchas cláusulas sociales. Era el nuevo modo de pensar el constitucionalismo que regía en América Latina desde 1917 con la Constitución mexicana, que había seguido a la Revolución Mexicana. Entonces, en Argentina, la primera manifestación importante fue la Constitución peronista del ’49, y esa Constitución es derogada. En el ’57, se incluye en la modificación el 14 bis, que, si querés, resume en un párrafo importante, pero vigente desde entonces y crucial desde entonces. Incluye un resumen de las cláusulas sociales y económicas que tenía la Constitución del ’49, y eso nos acompaña desde entonces y es motivo de orgullo generalizado. Todo el mundo jurídico piensa en la Constitución y piensa en el 14 bis inmediatamente, y ve en el 14 bis algo como excepcionalmente importante. Es un artículo muy extremo que incluye cláusulas muy extremas sobre participación en las ganancias o control obrero en la producción, cosas insólitas. Marca principios y establece derechos que, diría, no solo no avergüenzan a nadie, sino que forman parte de las razones que nos llevan a ver a la Constitución argentina como una Constitución interesante. Cuando ha habido iniciativas para reformar la Constitución, nunca se dijo ‘ah, suprimamos el 14 bis o anulemos estas cláusulas’, sino es de qué modo las reformamos o las incorporamos, pero forma parte del derecho duro argentino de hace décadas y no es algo que uno pueda decir que está en crisis o que haya una vergüenza en la comunidad jurídica al respecto.


—¿Se puede decir que quienes hicieron el golpe a Perón en el ’55, incluso ellos estaban de acuerdo con el 14 bis?


—Incluso los juristas del ’55 reconocieron que era necesario incorporar cláusulas sociales. Esa era la marca de identidad del constitucionalismo en América Latina, desde México 1910, 1917, 1910 la revolución, 1917 la Constitución. Hay un entendimiento compartido en la región de que el constitucionalismo tiene que trascender el molde inicial norteamericano, que es un molde, más liberal conservador y diría, de las únicas constituciones en el mundo sin cláusulas sociales. En América Latina, el único ejemplo que seguía el caso norteamericano era el chileno, pero ahora ni siquiera, pero de hace mucho, digamos, que también incluye cláusulas e interpretaciones que le dan un contenido social. Y ese es el modo en que se ve en el mundo al constitucionalismo latinoamericano, y se entiende que es el gran aporte del constitucionalismo latinoamericano a la discusión constitucional.


—Nunca escuché a Milei hablar sobre las exigencias sociales de la constitución.


—Milei dijo muchas cosas en contra de la justicia social. Lo que pasa es que él, como Sturzenegger o como otra gente, tienen una visión muy denigratoria sobre el derecho, que en parte tiene que ver con la ignorancia. Es algo, si quieres, que le pasa a muchos economistas profesionales de cualquier tendencia, pero claramente a los economistas más conservadores, pero no solo a ellos, que es pensar en reformas económicas con independencia de la Constitución, como si la Constitución fuera un juego que hay que saber jugar pero que uno puede jugar de un modo pícaro, finalmente es irrelevante, que las cosas importantes pasan por otro lado. Milei es una manifestación patética del extremo de pensar en la economía como si el derecho no existiera. Pero Kicillof, desde una visión progresista en economía, también piensa habitualmente como si la cuestión jurídica no fuera relevante. Su convivencia con Berni durante tantos años simplemente mostraba eso: toda la cuestión esa del derecho, ‘ya veremos cómo la arreglamos, lo importante pasa por otro lado’. Insisto, es algo muy habitual en gente que piensa desde la economía, que es que el derecho no existe, no forma parte de la órbita, no es uno de los planetas que está en su órbita de pensamiento. Es un defecto muy general en los economistas o particularmente notable en los economistas que han tenido tanta trascendencia en la creación del discurso público.


"Aquí, lo que ha pasado en países más degradados institucionalmente, como el nuestro, es que un sector llega a tomar el control del Estado y ve de qué modo se lo apropia y enseguida abusa y lo utiliza para atacar al enemigo, para hundir al otro, entonces estamos todos curados de espanto, y eso hace que ganen espacio ideas extremistas porque ha habido mucho mal ejercicio"



—Usted escribe: ‘Si el Estado no es capaz de reconocer a los otros como sujetos que forman parte de la misma comunidad, como sujetos que merecen una mano y no un golpe, entonces el Estado está contribuyendo con el camino de crear violencia’. También reflexiona sobre la idea de comunidad, sobre la importancia de crear un derecho genuinamente originado en la comunidad. Y cuando leía esto, lo conecté con los ‘lobos solitarios’ en Estados Unidos, con los ‘mass shootings’, con esos tipos que entran a una escuela y matan gente. Usualmente suelen ser sujetos solos, menos integrados, y uno puede pensar que en sociedades donde no hay sindicatos ni un sentido fuerte de lo colectivo, suele haber más tiroteos masivos. ¿Usted imagina una Argentina post-Milei con tiroteos masivos?


—Me cuesta hacer predicciones. Pero, en todo caso, sí, lo que hay en Milei es una expresión de eso, como ruptura del tejido social, y en términos de lo que citabas, la cuestión de comunidad también ha quedado muy golpeada y afectada desde hace décadas por la virulencia de ciertas medidas económicas, por la negligencia de ciertos derechos afectados, por el desinterés de las condiciones de vida de los que están peor. Que es lo que expresa mucho hoy el discurso de Milei. De lo que se escucha: ‘Hay que hacer ajustes y los ajustes van a recaer sobre los que tenían condiciones miserables, pero en seis meses ya se van a empezar a mejorar las condiciones que van a permitir una mejor forma de vida’. Y es esa idea antikantiana, de las personas como medio que podés usar, que podés exprimir al máximo; entonces, ‘que se la aguanten porque no han hecho las cosas bien y en unos meses seguramente las cosas van a ir mejor’. Es importante reivindicar el derecho y lo que dice la Constitución en el sentido de que ‘mire, hay cosas que usted no puede hacer’. Eso quise decirlo desde el primer minuto, desde el primer discurso económico del presidente: no es que sobre esas personas que han caído por debajo de la línea de pobreza o que viven en la indigencia, uno no puede proponer un nuevo ajuste. Yo lo decía a la luz de los anuncios de Luis Caputo, donde prometía un ajuste costosísimo sobre grupos que teóricamente iban a estar resguardados, porque no era la casta; era un ajuste potentísimo. Y eso, sumado a que se eliminaba el plan Trabajar, que permitía que se licuara cuando era el único plan extendido que podía servir como excusa para pensar o decir, ‘bueno, no, no estamos violentando de modo gravísimo los derechos sociales de la Constitución’, es lo único que uno podía decir. Bueno, hay una red de gente que está sostenida de un modo muy extremo, pero todavía hay; el Estado tiende a alguna línea de protección en la materia. Si anunciás un ajuste en una situación de crisis económica radical y, además, la pequeña línea de protección que te permitía decir ‘no estoy violentando de modo gravísimo la Constitución’, también la rompés, eso no es aceptable. Eso es un problema de nivel constitucional, era llamar la atención sobre ‘usted no puede decir cualquier cosa y hacer un anuncio económico con negligencia del tipo de exigencias que pone la Constitución’. En ese sentido, se convierte en inconstitucional por el contenido y por el procedimiento; por el contenido, porque implica romper las exigencias constitucionales, y por los procedimientos, porque así no se permite.


—¿Qué es hoy ser de izquierda?


—El intento del libro “Manifiesto por un derecho de izquierda” es precisar a qué cosa llamo izquierda. Y no creo que, como pasa a veces, se le da a la izquierda un significado que no tiene nada que ver con la tradición de izquierda. Me interesa una versión refinada y precisa de lo que es la izquierda, pero que no considero en absoluto ajeno a la tradición de izquierda. En ese sentido, vinculo la idea de izquierda y de socialismo con una idea de democracia radical, entendida como idea muy fuerte de autogobierno, de la mano de una idea muy fuerte de reivindicación de las libertades personales: mi derecho a pensar lo que quiero, a ejercer mi vida, a tener mi plan de vida, mis preferencias sexuales, mis preferencias políticas, filosóficas, y que nadie se tiene que meter con eso. Es esa idea de combinar una idea muy fuerte de autogobierno colectivo y de libertad personal. Eso, para mí, es el pensamiento de izquierda. Eso es compatible con lo que hizo la Revolución Francesa, con los ideales de las revoluciones latinoamericanas, con los ideales de las revoluciones socialistas, y que luego en la práctica se hicieron barbaridades en nombre de esos ideales, no tengo ninguna duda. Pero, por suerte, tengo la edad como para no sentirme avergonzado de esas prácticas ni sentirme culpable por las barbaridades que se han hecho en nombre de ideales de izquierda, como se han hecho barbaridades en nombre de ideales democráticos y en nombre de ideales liberales. En nombre de la libertad, también se han quitado derechos, y eso no invalida la reflexión y el pensamiento liberal, ni el pensamiento democrático, ni el pensamiento republicano.


24 dic 2023

Milei: Más irresponsable que audaz

Publicado hoy, 24-12, en El País, acá:https://elpais.com/argentina/2023-12-24/el-gobierno-de-milei-mas-irresponsable-que-audaz.html



Los primeros días de Javier Milei como Presidente, en la Argentina, muestran a un gobierno más atolondrado que dinámico, más irresponsable que audaz. El gobierno exhibe un alto grado de improvisación e impericia, cuando las radicales medidas que impulsa exigen de acuerdos amplios para poder sostenerse en el tiempo. Más que la inspiración que llega desde “las fuerzas del Cielo” (las que suele invocar el Presidente), lo que traslucen los primeros movimientos de esta nueva administración es una combinación de ingenuidad e impericia llamativas. Así, en las dos áreas principales en las que ha actuado hasta ahora, y que revisaré a continuación: la social, sobre todo a través de un intento de “restablecimiento del orden” en la calle (frente a la “protesta social”); y la económica, por medio de una arrasadora iniciativa “desregulatoria”. Anticipo mi juicio al respecto: el contenido de lo que se está haciendo es, en general, muy reprochable, ya que contradice derechos básicos de nuestra demandante Constitución; y los medios a los que se está recurriendo resultan insostenibles, por implicar violaciones graves en los procedimientos jurídicamente establecidos. 

Comienzo por la cuestión social y así, por el “Protocolo Antipiquetes” presentado por la Ministra de Seguridad, el 14 de diciembre pasado. Según la Ministra, se trató de “un protocolo para el mantenimiento del orden público", destinado a asegurar la libre circulación de vehículos y personas, ante la habitual organización de “piquetes” que suelen dificultar el tránsito (sobre todo, en la Ciudad de Buenos Aires). Fundado de modo exclusivo en el art. 194 del Código Penal de la Nación (que sanciona a quien “entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes”), el Protocolo prohíbe la protesta en las calles; organiza la respuesta coercitiva del Estado; anuncia la quita de subsidios públicos a los manifestantes, y reclama la identificación facial de los protestantes. A pesar de su desmedida ambición, dicho instrumento exhibe una fragilidad jurídica notable. Por un lado, el Protocolo contradice a los principales estándares establecidos por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (que considera a calles y plazas como espacios naturales de la protesta; que limita el uso de la fuerza a la prevención de la violencia por parte de los manifestantes; que niega que pueda exigirse el permiso previo a una manifestación política). Por otro lado, el Protocolo choca también con la propia Constitución Argentina, que protege el derecho de tránsito, tanto como los derechos de manifestación, crítica política, reunión, asamblea, petición, etc. -derechos fundamentales que no pueden ser, simplemente, removidos o socavados por una resolución ministerial. Peor aún, el Protocolo se introdujo y justificó con un tono bélico (“la fuerza será proporcional a la resistencia”); implicó el tratamiento de los opositores como enemigos de Estado (“el que las hace las paga”); y terminó por recurrir al mismo tipo de “extorsiones” que el gobierno atribuía al kirchnerismo (antes era “si no te movilizas te quito el subsidio,” y ahora “si cortas la calle te quito el subsidio”). En fin, una medida políticamente prepotente y jurídicamente errada.

Todavía más controvertido resulta el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) para la “desregulación económica del país”, dictado el 20 de diciembre pasado. Se trata de un Decreto de más de 80 páginas y 366 artículos, que viene a derogar unas 300 normas vigentes, incluyendo -de modo insólito- a más de 40 leyes. El Decreto pretende ponerse por encima del Código Civil de la Nación; modificar la Ley de Contrato de Trabajo; anular la Ley de Alquileres; y cambiar las regulaciones de la medicina prepaga, del sector aerocomercial y de los medios de comunicación, entre tantos otros rubros. Al respecto, corresponde comenzar señalando lo obvio: en la Argentina, como en cualquier democracia constitucional, un decreto no puede derogar una ley. La Constitución, de hecho, prohíbe en términos severísimos que el Presidente legisle a través de decretos. En su art. 99 inc.3 sostiene "El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.” Es cierto que la Constitución admite, a su vez, el dictado de Decretos de Emergencia, pero lo hace condicionándolos de modo muy estricto: los permite, exclusivamente, “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. La jurisprudencia al respecto, por lo demás, también es sólida y consistente: la misma considera inválidos los Decretos de Emergencia emitidos para situaciones no excepcionales (casos “Verrocchi” de 1999 o “Consumidores Argentinos” del 2010). Como era de esperar, el reciente Decreto generó, desde su dictado, reacciones muy negativas: hubo un “cacerolazo” masivo, la noche del anuncio; los principales grupos políticos en el Congreso se abroquelaron en contra de la medida y prometieron derogarla; y ya hubo presentaciones en los tribunales, buscando la invalidación judicial del Decreto. La consideración es unánime en cuanto a que el Decreto agravia a la división de poderes.

A la luz de estos desarrollos, la pregunta es: cómo es que el gobierno pudo animarse a impulsar normas semejantes? Ofrezco un par de hipótesis, consistentes entre sí. La primera es que (en lo que hace a su iniciativa desregulatoria), el Poder Ejecutivo apuesta a que el Poder Judicial, por temor al repudio social, no invalide la medida (apuesta extremamente arriesgada) y, sobre todo, apunta a que el Congreso no pueda derogarla. Esto último, gracias a uno de los tantos horrores legales que heredamos del kirchnerismo. Dicha fuerza política, buscando favorecer los poderes discrecionales del entonces Presidente Néstor Kirchner, promovió (a través de Cristina Kirchner) un sistema que torna muy difícil la invalidación legislativa de los DNU (ambas Cámaras deben pronunciarse explícitamente por la derogación, lo que implica decir que, con que una de las dos Cámaras no consiga acuerdo, el DNU se mantiene). La segunda hipótesis destinada a explicar lo que parece inexplicable, es que el Presidente, y quienes colaboraron con él en la redacción del DNU, mezclan arrogancia, inexperiencia, prepotencia e ingenuidad, en dosis similares. Esta segunda explicación permite entender el despropósito de avanzar con medidas tan extremas y tan agraviantes sobre tantos sectores al mismo tiempo; y torna comprensibles los niveles de fastidio y rechazo generados por el Decreto en sus primeras horas de vida (sólo las Cámaras Empresarias -lo cual no es poco- han dado un apoyo abierto al Decreto). El futuro está abierto, en todo caso, y la partida recién comienza a jugarse. Pero los augurios son lúgubres o de espanto, para un gobierno que no cuenta con el respaldo de un partido político fuerte (como lo tuviera Trump, en EEUU), ni recibe el firme apoyo del ejército, sectores religiosos o asociaciones civiles (apoyos como los que consiguiera Bolsonaro, en Brasil), y está muy lejos de disponer de mayorías propias en ninguna de las dos Cámaras Legislativas (como le ocurriera a Castillo, en Perú). Peor todavía: descansando en una legitimidad de origen que ya aparece muy diluida, el gobierno no muestra la menor disposición a forjar el consenso que sus controvertidas medidas requieren. Hablo de acuerdos democráticos amplios y profundos, como los que hoy tantos exigimos y todos necesitamos.



23 dic 2023

Adiós a Otar Iosseliani (un subversivo discreto)



Por Luciano Monteagudo

https://www.pagina12.com.ar/697128-adios-a-otar-iosseliani-un-subversivo-discreto

Siempre fue un maestro discreto, ajeno a los fastos y las vanidades, y quizás por ello su muerte –el domingo 17, en Tiflis, su ciudad natal, a los 89 años- pasó casi inadvertida, salvo para los medios de Francia, donde el gran cineasta georgiano Otar Iosseliani se radicó y filmó durante buena parte de su vida, para escapar de la censura soviética. Su cine único, inclasificable –conocido en la Argentina gracias a la retrospectiva que en 2003 le dedicó el Bafici y a la participación de sus últimas películas en el Festival de Mar del Plata, donde recibió dos veces el Premio Especial del Jurado- resultaba siempre un acontecimiento especial, fuera de norma, aunque él se resistiera a llamar la atención.


Se diría que el autor de Hogar dulce hogar (1999), Lunes de mañana (2002) y Jardines en otoño (2007) –por citar apenas tres de sus títulos más recordados- era un subversivo juicioso, alguien capaz de ir en contra de algunos de los valores más encarnados de la cultura occidental –la sobreestimación moral del trabajo, el endiosamiento del poder–, pero siempre con una sonrisa, como si en esa forma amable y distendida que es la marca de su cine se encontrara la clave de su irrisión.


Nacido en 1934 en la entonces República Socialista de Georgia, Iosseliani primero se graduó en piano y composición en la Escuela de Música de Tiflis y en 1953 viajó a Moscú para estudiar matemáticas y mecánica. Pero en la Unión Soviética de esa época esos estudios no lo relevaban de ser reclutado por el Ejército, por lo que se matriculó en el Instituto de Cine de la Unión Soviética (VGIK), donde fue alumno del gran Alexander Dovzhenko y en 1958 dirigió su cortometraje de graduación, Acuarela. Fue el único que no tuvo problemas con la censura, que persiguió prácticamente todos y cada uno de sus cortos y largometrajes posteriores –Abril (1962), La caída de las hojas (1967), Pastoral (1976)-, que sin embargo lograban filtrarse, a veces tardíamente, a algunos festivales internacionales.


“Mis películas no eran pro-soviéticas ni anti-soviéticas, en todo caso eran a-soviéticas. No había siquiera una señal del régimen. Nada de atmósfera soviética. Era como si no existiera. Y la gente cuya única razón de la existencia es el poder suele enfurecerse cuando es ignorada”, explicó alguna vez Iosseliani sobre la insólita persecución de la que fue víctima su obra. “Para mí, es como jugar al ajedrez: durante la partida no veo a mi oponente como a un enemigo. La única diferencia es que a mí siempre me tocaba jugar con tres piezas menos”.



Entre una y otra película trabajó como marinero y también en una fábrica, lo que le permitió luego reflejar la nobleza y solidaridad que solía encontrar en la clase trabajadora, más allá de la propaganda oficial. En 1980, una retrospectiva de su obra en París le dio la oportunidad de viajar y de quedarse en Francia, donde desde entonces consiguió siempre módicos recursos para seguir haciendo su cine tan singular, que nunca necesitó de grandes presupuestos ni de estrellas famosas, aunque actores de la talla de Michel Piccoli aceptaban trabajar para él en pequeños papeles.


En 1984, filmó en su país de acogida Los favoritos de la luna, que ganó el Gran Premio de la Mostra de Venecia, un festival que luego lo volvería a premiar por la insólita Y la luz se hizo (1989), rodada en Africa, La caza de las mariposas (1992), y Brigands (1996), en su Georgia natal. De regreso a casa, ya caída la Unión Soviética, lo desilusionaron especialmente los cambios que no cambiaban nada: “Cuando desapareció el comunismo, muchos pensaron que las cosas iban a mejorar. Bueno, de algún modo mejoraron, o así pareció, pero no en esencia. Los antiguos gobernantes fueron reemplazados por otros nuevos que eran los mismos con otra máscara. Fue peor que antes, porque en la época soviética había una buena infraestructura, y luego no hubo nada. En mi época, por ejemplo, había estudios, cámaras, material fílmico, así que se podía filmar, aunque las películas luego fueran prohibidas. Ahora los cineastas sólo pueden trabajar con ayuda extranjera, que en la mayoría de los casos no llega, porque ¿a quién le importan los cineastas georgianos?”


Heredero del espíritu de René Clair, Chaplin y especialmente de los mudos del cine sonoro francés –Jacques Tati, Pierre Etaix- Iosseliani sin embargo desarrolló su propio estilo, una caligrafía que hacía del movimiento dentro del cuadro una suerte de ballet absurdo, donde sus personajes componían coreografías hechas de pequeños malentendidos. Las fábulas sin moraleja le daban a su cine ese carácter lúdico y anárquico, que brilló por ejemplo en Lunes por la mañana -premiada en la Berlinale 2002- donde un hombre cansado de la triste rutina de cada día, tiene de pronto la oportunidad de viajar a Venecia y no la desaprovecha, dejando todo detrás de sí: trabajo, casa, familia.



A su vez, en Jardines en otoño (premiada en el Festival de Mar del Plata 2007), Iosseliani ensayó una suerte de variación sobre el mismo tema, pero ampliando su espectro al mundo de la alta política, al que el director miraba con divertida curiosidad, como si estuviera frente a un pequeño zoológico integrado por una fauna tan colorida y exótica como ridícula. Como en toda su obra previa, no hay nada dramático en el film, que es pura celebración: del ocio, el sol, el vino y la amistad. No hay nada de naturalismo, tampoco, en el cine de Iosseliani, que elige en cambio un universo poético naïf cercano al de las fábulas: todo es fácilmente reconocible y, al mismo tiempo, está visto con un extrañamiento que le permite al director mirar a sus personajes como si estuviera tratando, a la manera de Esopo, con una excéntrica colección de animales parlantes.


Su obra final fue Canto de invierno (2015), una película sobre dos viejos amigos –¡sacrilegio, una película protagonizada por ancianos felices!– pero construida como una serie de pequeñas viñetas que se van entrelazando libremente, sin recurrir casi a la palabra. Hay una predilección por la narración puramente visual en la que el humor siempre prevalece por encima de todas las penurias del mundo, que Iosseliani nunca se priva de exponer críticamente. En su canto invernal, Iosseliani vuelve a celebrar la anarquía y la libertad y a tomar partido por los rotosos y los enamorados, aquellos que en un parque –como sucede en la película– no respetan los senderos trazados y prefieren en cambio seguir su propio camino, disfrutando del placer de pisar alegremente el césped. 

20 dic 2023

Balance Cine 2023

 


TOP 8 DE CINE EXTRANJERO

 

The Quiet Girl / An Cailín Ciúin (Irlanda/2022), de Colm Bairéad

Aftersun (Reino Unido-Estados Unidos/2022), de Charlotte Wells

As Bestas (España-Francia/2022), de Rodrigo Sorogoyen

Anatomía de una caída (Francia/2023), de Justine Triet

Hojas de otoño / Fallen Leaves (Finlandia/2023), de Aki Kaurismaki

Past Lives (Corea del Sur/ Estados Unidos/2023), de Celine Song

Alcarràs (España-Italia/2022), de Carla Simón

Il sol dell'avvenire (Italia-Francia/2023), de Nanni Moretti

 

PELICULAS QUE ME DEBIERON HABER GUSTADO, PERO NO

 

Los espíritus de la isla / The Banshees of Inisherin (Irlanda-Reino Unido-Estados Unidos), de Martin McDonagh

Misión: Imposible - Sentencia mortal: Parte 1 (Estados Unidos/2023), de Christopher McQuarrie

Los asesinos de la Luna (Estados Unidos/2023), de Martin Scorsese

Los Fabelman (Estados Unidos/2022), de Steven Spielberg

Asteroid City (Estados Unidos/2023), de Wes Anderson

Pobres criaturas / Poor Things (Reino Unido/2023), de Yorgos Lanthimos

 

TOP 4 CINE ARGENTINO

El Juicio, de Ulises de la Orden

Puán, de María Alché y Benjamín Naishtat

Trenque Lauquen, de Laura Citarella

Los delincuentes, de Rodrigo Moreno

(No vi Arturo a los 30, que promete)

 

 

 

 


19 dic 2023

Sobre el Protocolo Antipiquetes (2). Primeros Apuntes. En La Izquierda Diario

 https://www.laizquierdadiario.com/Primeros-apuntes-sobre-el-Protocolo-Antipiquetes




Presento aquí unas primeras y brevísimas notas, a continuación del anuncio que hiciera el gobierno, de un nuevo Protocolo Antipiquetes.

Sobre el carácter antijurídico del Protocolo y el derecho internacional. La idea central que recorre el Protocolo, conforme a la cual los cortes de calle son un delito que debe ser sancionado, ya sea que se desarrollen de forma total o parcial, es antijurídica. Ella choca, en primer lugar, con los acuerdos básicos que son propios de Sistema Interamericano. Me limito a recordar, al respecto, y resumidamente, algunos principios, ofrecidos por la Comisión Interamericana en su reporte sobre la Protesta: La exigencia de permiso previo para la protesta no es compatible con los derechos de reunión y libertad de expresión que el Sistema Interamericano reconoce; las calles y plazas son lugares privilegiados para la expresión política; el uso de la fuerza en estos contextos debe estar dirigido a evitar situaciones de violencia, y no puede orientarse a obstaculizar el ejercicio de los derechos en juego en las protestas. Esto es solo el comienzo, pero basta para respaldar lo anunciado:  el Protocolo ofrecido no se sostiene, en términos jurídicos, en ninguno de sus aspectos centrales.

Sobre el carácter antijurídico del Protocolo y la Constitución Argentina. El principal, sino único sostén jurídico del Protocolo, es el artículo 194 del Código Penal Argentino (“El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años”). Desafortunadamente, en situaciones de cortes de calle o ruta el art. 194 no opera solo. Normalmente, esas situaciones de cortes de calle implican la colisión entre derechos de distinto tipo (es decir, el “derecho al libre tránsito” no se encuentra solo). Más todavía: muchos de los otros derechos involucrados son de jerarquía (muy) superior al derecho de tránsito establecido por el Código Penal. Ya hablamos del derecho internacional, pero valga mencionar aquí también a la Constitución Argentina. Nuestra Constitución no sólo reconoce el derecho de libre tránsito, sino que incorpora también varios otros derechos, íntimamente relacionados con la protesta, incluyendo a los derechos de expresión, crítica política, asamblea, reunión, petición; etc. Esto es decir: el derecho al libre tránsito colisiona o “compite” con varios otros derechos constitucionales, muchos de similar o mayor jerarquía o importancia, a los que debe amoldarse. 

Sobre el tratamiento del disidente como delincuente. Tanto en la presentación del Protocolo, como en la redacción de su contenido, destaca el lenguaje bélico que utiliza el gobierno -el lenguaje del “todo o nada.” Hay un problema serio en la cuestión, que no nos refiere sólo a temas sobre modales o modos, sino a cuestiones sustantivas: cómo es que el Estado concibe y trata al otro, cuando es disidente. Hay un problema serio al respecto -insisto- que ya se advirtió en la retórica de campaña del Presidente (para quien la “casta” deja de ser “casta”, y sus pecados se olvidan, en la medida en que se sume a su propio y personal proyecto). Ese problema se continúa hoy, cuando sus Ministros (en este caso la Ministra de Seguridad) apela al idioma de la guerra (“la fuerza será proporcional a la resistencia”); o cuando hace la promesa de darle a los opositores el tratamiento de enemigos del Estado (“el que las hace las paga”). El hecho es: no estamos en guerra, y el gobierno debe tratar a los opositores como tales, es decir, con la máxima deferencia y respeto que se merece todo ciudadano. El lenguaje del gobierno debe dejar atrás de una vez las consignas vacías y altaneras que implican la denigración del otro, y que, en todo caso, sólo evidencian sus propias limitaciones y faltas (Una nota más, al respecto: la idea de “la ley no se cumple a medias. Se cumple o no se cumple”, invocada para sostener que no se tolerará el corte siquiera parcial de una calle, sólo llama la atención sobre las faltas gravísimas que ya está cometiendo el gobierno, que anuncia un programa de ajuste sobre los más desaventajados que, como tal, implica cumplir de modo parcial, o no cumplir en absoluto, las decenas de compromisos que asume la Constitución en materia de derechos sociales, económicos y culturales. Quiero decir: si el derecho debe cumplirse de modo “total”, por qué es que entonces la Constitución no se cumple, en sus aspectos centrales, ni de modo parcial?).

Sobre el deber democrático de la protesta. Lejos de referirnos a enemigos del Estado, o a meros aprovechadores o delincuentes, el derecho de protesta nos remite, primeramente, y de forma habitual, a ciudadanos que ejercen sus derechos sobreponiéndose a dificultades extraordinarias, y de una manera que es merecedora -por tanto- de especial protección. La jurisprudencia comparada es más bien unánime en este punto, relacionado con la híper-protección que corresponde a la protesta llevada adelante por los más desaventajados. La idea sería ésta: i) el derecho de expresión es un derecho especialmente protegido; ii) dentro de la libertad de expresión, la expresión política recibe un grado de protección mayor todavía; y iii) dentro del super-protegido derecho a la expresión política, la crítica política llevada a cabo por individuos que (por faltas ajenas a su responsabilidad) cuentan con dificultades especiales para acceder al foro público (i.e., por vivir en situaciones de pobreza), amerita un resguardo constitucional todavía más alto. Seguramente, el resguardo más alto de todos. El Sistema Interamericano acierta, en tal sentido, cuando sostiene que la protesta debe ser entendida “no sólo en el marco del ejercicio de un derecho sino al cumplimiento del deber de defender la democracia.” En efecto, muchísimos ciudadanos consideramos imprescindible saber si el gobierno (cualquier gobierno) actúa de modo respetuoso y justo hacia todos los grupos e individuos: no es justo que nos beneficiemos a través de medidas que afectan de modo grave a los que ya están peor. Por eso es que podemos hablar del servicio democrático que cumplen quienes protestan, hacia sí mismos pero también, sino sobre todo, hacia todos nosotros. En términos democráticos, es central la relevancia de sus quejas para quienes no quieren beneficiarse de programas económicos o sociales basados en la injusticia.

Sobre el pasaje de la huelga del siglo xx al piquete del siglo xxi. Una nota sobre la sociología de la protesta o, si se quiere, el lugar del derecho de protesta en un tiempo en donde ha cambiado el mundo del trabajo y la política. En el momento de la post guerra, marcado por el pleno empleo y la presencia de partidos políticos masivos y sindicatos fuertes, el derecho de huelga fue reconocido como principal herramienta de protesta de los trabajadores, aún cuando el mismo pudiera implicar afectaciones severas sobre el derecho de terceros (muy en particular, los empleadores). Desde entonces, la enorme mayoría de los países no sólo reconocen dicho derecho, sino que lo admiten en sus versiones más fuertes (una huelga no pasa a ser ilegal si se prolonga durante días, aunque ello implique una afectación económica severa sobre la empresa o fábrica del caso). Hoy, en un mundo marcado por el desempleo, el empleo precario y los sindicatos debilitados, la protesta en las calles ha tomado el lugar central antaño ocupaba el derecho de huelga. Como tal, hoy es la única o principal herramienta de protesta, en manos de los más vulnerables. Ello así, en la Argentina, con un aditamento fundamental: existe aquí un movimiento de desocupados organizado, que es excepcional en el mundo. La protesta ha pasado a ser la principal forma de expresión y crítica política de quienes no tienen trabajo, o tienen trabajos precarios: los sindicatos ya no están para protegerlos. Más todavía: la protesta ha pasado a ser la principal forma de expresión y crítica política de una mayoría de ciudadanos que se enfrenta a un sistema representativo en crisis, y que encuentra dificultades extraordinarias para llegar a sus mandatarios y representantes, demandarles por cambios, y/o hacerles responsable de sus faltas.

Sobre la crítica democrática en contexto de ajuste o restricción de derechos. Si, en tiempos “normales” la protesta social amerita una protección especial (antes que ataques o restricciones), por parte de los poderes públicos, mucha más atención (y protección) merece, en tiempo de crisis y restricciones de derechos. Por qué? Porque es esperable que el poder que va a afectar política o económicamente a un sector (i.e., a través de programas de “ajuste estructural”, expropiaciones, impuestos muy altos; etc.) adopte inmediatamente medidas adicionales, destinadas a impedir o limitar las quejas de esos sectores. Lo conocemos bien en la historia latinoamericana: gobiernos autoritarios que imponían limitaciones sobre los sectores económicos más poderosos, seguidas de restricciones sobre la prensa o censura de las opiniones disidentes. Y lo debemos temer, también, a partir del tiempo presente (es lo que la doctrina conoce como situaciones de “erosión democrática”): es esperable -como lo han demostrado tantos gobiernos occidentales, en estos años- que la concentración del poder y la afectación de los sectores más desaventajados se acompañe con políticas de restricción a la huelga; represión de la protesta; prohibición de manifestaciones. Se trata de situaciones habituales, previsibles, contemporáneas, que no debemos aceptar en ningún caso (menos aún, bajo la excusa de que “esto recién empieza, démosle tiempo”).

Sobre los límites de la protesta y su regulación. Todo lo anterior nos refiere a la importancia extraordinaria que tiene la protesta y su protección, en democracia. Ello así, mucho más, en contextos de crisis del trabajo y crisis de representación político. Lo dicho hasta aquí, sin embargo, no pretende decir -ni necesita implicarlo- que la protesta social es, por serlo, irreprochable, y cualquiera de sus medios permisible. Por supuesto que no. Sin embargo, cierto es también que nada de ello debe afectar la protección más fuerte del derecho de protesta. Lo hemos demostrado ya, en relación con todos los demás derechos, empezando por los derechos de libre expresión y de huelga. Podemos mantener sin socavar en absoluto tales derechos, y a la vez “limpiar” a los mismos de abusos y excesos: la piedra que se arroja al disidente, durante una huelga; la injuria e infamia sobre el ciudadano común, que no cuenta con los medios para defenderse; la “real malicia” con que se ataca a un funcionario público. En definitiva: es posible buscar formas de acomodar los derechos de otros sin socavar ni vaciar de sentido al derecho de protesta. Hablamos, en definitiva, del “primer derecho,” el derecho que es pilar de todo ordenamiento democrático, y sostén de todos los demás derechos.


Review de How to Interpret the Constitution, de Cass Sunstein

Mi primera participación en el gran blog de Jack Balkin, Balkinization https://balkin.blogspot.com/

revisando críticamente uno de los últimos libros del amigo y maestro Cass Sunstein


Back to the sources: How to interpret the Constitution, according to Cass Sunstein (Part I)

 

 Roberto Gargarella

 

Back to sources

 

In what follows, I shall present and critically examine the book How to Interpret the Constitution, recently published by the influential jurist Cass Sunstein. I shall divide my study into two parts: the first one, mainly descriptive, where I shall present the book under analysis; and the second one, more evaluative, where I shall offer a critical review of Sunstein’s work. 

 

Sunstein’s new book is a simple, brief, and exciting work through which the Harvard professor deals with a complex subject, such as constitutional interpretation -perhaps the most crucial subject in the theory of law. In order to explore this challenging issue, Sunstein invokes authors, concepts and principles he had already discussed and defended long ago. In this sense -one could claim- Sunstein "returns to the sources" of his academic career.

 

This “return to the sources” may be considered a cause for celebration because many of those bases -I shall maintain- were very good. They hark back to a Sunstein committed to robust ideas of democracy, social justice, and equality. In any case, despite the attractiveness of the main theme under study, and the interesting approach proposed by Sunstein on the subject, the balance of the work is uneven: the text is as attractive in some of its conclusions as it is fragile in some of its foundations.

 

Initial questions

 

Sunstein's undertaking in this new book is as limited as it is valuable: to deepen the reflections on the theory of constitutional interpretation, which he had already advanced decades ago. His main objective is to answer a fundamental question, which is made explicit at the beginning of his work: How to choose a theory of constitutional interpretation? His attempt to respond to this question is based on some relevant assumptions, beginning by the one that says that "the Constitution does not contain the instructions for its interpretation" (Sunstein, 2023, p. 9). Another crucial assumption, presented in Chapter 1 of the book, is the idea that there are several interpretive theories "in competition with each other". More precisely, for Sunstein, there are many and varied interpretive theories that have sufficient standing to be considered "candidates" for interpreting the Constitution.[1] Through his book, Sunstein presents and explores some of these theories, including the following: textualism, semantic originalism, intent originalism, Lawrence Solum's "public meaning" originalism, expectations originalism, John Ely's protection of democracy, traditionalism, Ronald Dworkin's moral readings, Thayerism, common law constitutionalism, and Adrian Vermeule's common good constitutionalism.

 

Faced with the crucial question of "which theory to choose," Sunstein offers a plain answer, which is the following: "Judges (and others) should choose the theory that would make the American constitutional order better rather than worse" (Sunstein, 2023, p. 8). This answer -he claims- is intended "to emphasize that when people disagree about constitutional interpretation, they disagree, in reality, about what might make the constitutional order better or worse" (ibid, 8).

 

Immediately after offering this preliminary answer, Sunstein accounts for two possible replies. First: "Who decides what makes the constitutional order better or worse?" He responds: "Anyone trying to choose a theory of interpretation. Judges; legislators; presidents; you; me; us... That is all there is. There is no one else" (ibid. 9). The second challenge concerns the fundamental question of how to determine what makes the constitutional order "better or worse." Sunstein devotes almost the entire remainder of this work to this question. In the following section, I will delve into the answer offered by Barack Obama’s former advisor.

 

Reflective equilibrium and "fixed points"

 

According to Sunstein, judges ("and others”) should determine which interpretive theory to adopt through "a kind of reflective equilibrium," such as that proposed by John Rawls in his A Theory of Justice. Rawls' idea of "reflective equilibrium" involved shaping "moral judgments" (in Rawls' case, the "principles" of his "theory of justice") out of a series of deeply held intuitions and convictions - the "fixed points" Sunstein speaks of here. Ideas, for example, such as the one that says that torturing a child is wrong or that slavery is unacceptable. From those “fixed points” that we can consider as "morally sound" (widely held and accepted by a vast majority of people), the aim is to shape a general theory (a theory of justice, in the case of Rawls; a theory of interpretation, in the case of Sunstein). The idea is: we first choose certain "fixed points" that define our community’s legal practice and then, and from there, we select, through a process of “reflective equilibrium”, the interpretive theory that will allow us to fit best, and make consistent, those "fixed points".

 

In this book, Sunstein not only invites us to think about what the "fixed points" of American law are, but he also offers us, in a very open way (coming “out of the closet”, he says), a relatively complete list of "fixed points" –“fixed points” that, in his personal opinion, are part of the "solid rock" of his country's law. The most obvious and important of this “fixed points” is the Supreme Court decision in Brown v. Board of Education. I am referring, obviously, to the Court’s decision against racial segregation in schools, through which the tribunal contributed to ending the unfortunate era marked by the principle of "separate but equal".[2] Along with that paradigmatic decision, Sunstein adds other "fixed points" of U.S. law, which include the following: 

 

*decisions that invalidated discrimination based on gender.

*a powerful protection for political speech.

*the right of married couples to use contraceptives (Griswold v. Connecticut).

*the discretion given to administrative agencies.

*The idea that gerrymandering can be judicially reviewed and limited.

*regulation of the use of money in politics (controls on campaign spending, etc.).

*The idea that political measures, such as maximum work hours or minimum wages, are not constitutionally prohibited (contra-Lochner), etc.

 

Which interpretative theories should be discard?

 

For Sunstein, once we have a series of "fixed points" on which to rely, we are then in a position to determine, through a process of "reflective equilibrium," which interpretive theories do their job well, and which ones do not.

 

Sunstein begins this evaluative endeavor by scrutinizing two enormously influential interpretative theories, which are, in principle, in tension with each other: a conservative theory, namely originalism, which invites us to "look back" (to the origins of the law) when interpreting the Constitution; and an alternative one, which suggests a principle of substantial (democratic) deference from judges to legislators -what we will call, for now, "Thayerism" (the deferential interpretative approach advanced by James Thayer).[3] Sunstein proposes to "test" those two influential theories (but also the favored method of "reflective equilibrium") by asking the following question: Are those interpretative theories able to properly accommodate the favored "fixed points”?

 

For Sunstein, originalism is unable to accommodate cases such as Brown v. Board of Education; or the idea that the Constitution does not prohibit maximum hours or minimum wages; or the principle according to which political speech deserves special protection. This is because originalism, at least in its standard version, considers that the meaning of the Constitution was "fixed" at the (original) time it was drafted, where, for example, a robust notion of private property prevailed (a robust notion that were incompatible with the advances imposed by the New Deal). This was a time, in addition, where constitutionalism seemed to coexist with situations of serious racial segregation (the foundations of the principle of "separate but equal" were laid there).

 

Interestingly, Sunstein also shows that his proposed method, namely “reflective equilibrium," not only suggests us to discard or resist conservative interpretative theories such as originalism, but also progressive ones, such as Thayerism. In fact, "Thayerism" - the "deferential" conception- would also be misplaced in the face of his proposed "fixed points". More precisely, this "progressive" position would be incapable of accommodating the same "fixed points" that originalism was unable to accommodate. For instance, "Thayerism" could not account for Brown given that the principle of "separate but equal" cannot be simply presented as "manifestly wrong" or unquestionably contrary to the Constitution (indeed, that is why such a principle enshrining racism survived for decades, and withstood strict "judicial scrutiny"). Similarly, it would be also unclear why we should consider to be "manifestly inconsistent with the Constitution" a rule that did not ensure a special protection to political speech.

 

According to Sunstein, those results (the rejection of both originalism and Thayerism) speaks well of the proposed method of “reflective equilibrium”. The suggested method -one could claim- does not appear as a mere rationalization of one’s preferences: it is a proposal that induces us to preserve or discard positions based on criteria that are independent of one's ideological preferences. In any case, we still need to go one step further. The question that we now face is: can we say something else, regarding which interpretative theory to adopt (rather than discard)?

 

What interpretative theory should we adopt?

 

In order to answer this last and decisive question, Cass Sunstein resorts to two “additional fixed points": the deliberative conception of democracy and the anti-caste principle. These are -in his view- two abstract "fixed points", which come from theory, but that are at the same time related to the very foundations of (American) constitutionalism. Moreover, these are two ideas that are closely connected to the author's theoretical trajectory: Sunstein discussed and defended both views in many of his early works, 30 years ago (see, for example, Sunstein, 1993; Sunstein, 1994). 

 

On the idea of "deliberative democracy," Sunstein argues that it is a notion that "philosophers, political scientists, historians, and academic lawyers" have elaborated and recognized as closely linked to the more profound tradition of American constitutional law (Sunstein, 2023, p. 162). According to Sunstein, such a notion "plays a high premium on reflection and reason-giving" within an institutional framework where voters have enormous (ultimate) control over the most important public issues, and where majority rule exists but "is not enough." The results, in a deliberative democracy, "must…be justified by reasons" (see, also, Sunstein 1984). According to the author, it is his commitment to deliberative democracy that in the end explains many of the propositions presented above as his "fixed points": the solid legal protection he advises for political discourse; his support for basic New Deal measures; his defense of initiatives that restrict or regulate the use of money in politics; his opposition to political gerrymandering, etc.

 

On the anti-caste principle, Sunstein tells us that it is a principle that "forbids the creation of second-class citizenship, and which informs existing constitutional law concerning equality, particularly in the domain of discrimination based on race, sex, and sexual orientation" (ibid., 163). Moreover, it is a vision -he claims- linked to the republican political philosophy of the "founding era" - a principle that Justice Harlan took up and summarized in his famous vote in Plessy v. Ferguson when he proclaimed "There is no caste here" (ibid.). According to Sunstein, the anti-caste principle is the one that appears behind his defense of "fixed points" such as Brown; or the one that leads him to uphold the invalidation of gender discriminatory laws; and also the one that allows him to support affirmative action policies; etc.[4]  

 

With the presentation of these two additional "fixed points", we would approach to the end of Sunstein’s proposed exploration in the area of constitutional interpretation. At this point -he could claim- we know the diversity of existing interpretive theories; we know that all of them can be, in principle, defended; we also know that none of those theories is, in itself, correct. And, at the same time -he could add- we have learned that there is a method (“reflective equilibrium”) that helps us navigate between these differences, and distinguish between better and worse interpretative theories (theories more or less capable of "making the law better"). That proposed method would require us to recognize the "fixed points" of the law of our country, and then rank the different theories according to their ability to "accommodate" those "fixed points." This -he would conclude- can be done with the additional help of two "additional fixed points", of a theoretical nature, but anchored in the country's legal tradition: deliberative democracy and the anti-caste principle. Sunstein does not go beyond that point. He admits it openly: “You might me disappointed to hear that my goal is not to answer [ the question about the best approach to constitutional interpretation is]” (Sunstein 2023, p. 16). What he tried to do through the book is to “understand what those who disagree about theories of interpretation are actually disagreeing about, and offering an account of how to choose among competing theories” (ibid.). That would be it: the end of the journey.

 

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Back to the sources: How to interpret the Constitution, according to Cass Sunstein (Part II)

 

Some critical notes

 

In the first part of this paper, I described some of the central features of Cass Sunstein's new book, How to interpret the Constitution. In that initial part, I referred to the different interpretative theories presented by Sunstein in his book, and also to the method he proposed for selecting a theory of constitutional interpretation from among them. The method in question was the Rawlsian "reflective equilibrium", built on the basis of certain "fixed points" or paradigmatic judicial cases (say, in the case of American law, judicial decisions such as Brown or Griswold), and also with the help of other theoretical "fixed points" (in his proposal, deliberative democracy and the "anti-caste principle"). Having completed that descriptive introduction, I will now present the second part of my analysis, which will be of a more evaluative and critical nature. I will first make two brief introductory remarks, and then move to a more substantive examination of Sunstein’s new work.

 

I begin with a minor reference to the place of this book within Sunstein's vast oeuvre. I want to call the attention to the fact that book was published in August 2023 (i.e., three months before the date I am writing this comment), and also that the bookselling platforms already warn us that the author has published or confirmed the publication date of (not one or two, but) nine other books (six of which would be novel, and not the mere translation or expansion of previous works). This little note is not merely anecdotal but symptomatic of a circumstance that, for many, has distanced us somewhat from Sunstein's work. I am referring to the author’s rather excessive disposition to produce new books, which usually (and inevitably) comes hand in hand with the publication of very unpolished works, or texts that repeat the same ideas, although through new examples. Undoubtedly, Sunstein is an author who, after decades, continues to be at the forefront of contemporary law: he has already contributed to our common knowledge through many new and provocative ideas -ideas that have helped us to progress in the study and critical reflection about the law. The problem is that this lucid and innovative work has been losing attractiveness and thickness over the years.  

 

On the other hand, and now in favor of this particular new book, I would say that Sunstein’s “return to the sources” is interesting, because it allows us to re-encounter the "old Sunstein", who had made excellent contributions to law. That “old Sunstein” was the one who produced exciting papers like "Beyond the Republican Revival" or highly illuminating books like After the Rights Revolution or The Partial Constitution. Sunstein was, at that time, a progressive democrat who favored the egalitarian philosophy of John Rawls and defended Ronald Dworkin’s legal philosophy -theories that he would later set aside, perhaps too quickly. Sunstein's early works were supported by a broad-based and attractive conception, whose parts were mutually reinforcing. That conception included a republican reading of legal history (based on a controversial but exciting reading of the works of James Madison and Thomas Jefferson), and a deliberative conception of democracy (like the one advanced by Jurgen Habermas or Jon Elster).

 

On a more substantive level, I will first mention that the book does a good job regarding one of its central proposals, namely introducing the problem of constitutional interpretation and critically examining the main existing interpretative theories. To be clear, Sunstein offers a succinct rather than meticulous examination of those theories, but this is because his work is mainly directed at people unfamiliar with the subject. In any case, the book is didactic, and his approach to the subject may be considered to be well-balanced and well-grounded (although some critics said that the task Sunstein undertakes, precisely on this point, fails crucially).[5]  

 

In contrast to the above, I think that Sunstein’s theoretical approach, in this book, is controversial and difficult to sustain. Once again, my general impression is that, unfortunately, Sunstein throws his theory into the public forum too soon. In that way, he leaves it at the mercy of severe and largely avoidable criticisms. More specifically, I believe that the main analytical tools that he proposes - the "reflective equilibrium," the "fixed points," the supporting theories (deliberative democracy, the anti-caste principle) - are hastily and sloppily presented, which makes his whole theoretical apparatus fragile.

 

Let me begin by referring to the "supporting theories" (this is to say, to the last two "fixed points" presented by the author), namely deliberative democracy and the anti-caste principle. As I understand it, Sunstein's defense of both issues is in need of a more careful and robust support. Given the central role that such ideas play in sustaining his position, one would have expected a less superficial and more detailed treatment of those issues. Sunstein admits this deficiency in the last pages of his book. He makes it clear, then, that he is "perfectly aware" that these two ideas introduced at the end of his work (although very present in his initial studies) would require much more development. By way of apology, he mentions that his purpose was to "point in the direction of such ideas," and to "the centrality" that such conceptions have regarding "the particular approach to constitutional law" favored in his book (ibid., 164). We can take these clarifications for good, of course, but the truth is that recognizing or being fully aware of the problems that affect a proposition does not strengthen it, nor make it more rigorous: the deficit remains, and it is a serious deficit.

 

Just to illustrate my point: one of the main ways in which Sunstein tries to support the relevance of resorting to those ideas (deliberative democracy and the anti-caste principle), is by showing the link that would exist between both conceptions and the roots of American law. However, the arguments that he presents in this respect are weak and not persuasive: Sunstein pretends that we take, as generally accepted, too controversial considerations. Think, for example, about the proposition that "the founding fathers" adhered to a deliberative understanding of democracy (which would be contradicted by the more common assumption that they assumed a "pluralist" or polyarchic conception of democracy). Alternatively, think about his claim regarding the presence of a strong and egalitarian version of republicanism, during the founding years (which would be another highly controversial claim, if we consider that the majority of those founding fathers were, just to begin, slave-owners).[6] In sum, such empirical claims are highly controversial. The fact is that Sunstein's interpretive approach ends up being based on very controversial assumptions, which should not be presented as if they were not. Much less, if what he intends to do is present such principles as "fixed points", widely shared by all members of the community (I will come back to this last issue below).

 

Let me add a further note on the character of those two ideas or principles (deliberative democracy, the anti-caste principle) as "fixed points" of law. I begin by recalling the following: when presenting his vision on the "fixed points" of law, Sunstein mentions certain judicial decisions (such as Brown or Griswold) that all or almost all of us tend to recognize as benchmarks of American law. Fine. Now, it is something very different to say, then, that a theory like deliberative democracy, or a principle like the anti-caste principle, are also "fixed points" of law. This seems strange.

 

I claim that the move is strange, first, in relation to the object of that reflection. The question is: is it appropriate to examine abstract principles (such as “deliberative democracy” or “the anti-caste principle”), through the same analytical tools (the "reflective equilibrium," the "fixed points") that we employ to evaluate the status of well-known and well-established legal decisions? It does not seem so. We might for instance say that, after long decades, we have socially converged in the endorsement of certain particular judicial decisions (Brown). However, it does not make sense to say the same about a theory of deliberative democracy or a particular reading of equality. Regarding those issues, it is difficult to recognize a collective "point of convergence". This, among other things, because we reflect less, collectively, about them (these are issues that are not part of our public conversation); but also, because the levels of disagreement we show on such matters seem much higher. The problem is, as we shall see, that Sunstein presents his approach, rigorously, in one form, but also in the opposite form, or open to multiple exceptions, in such a way that his vision ends up being diffuse and elusive. [7] 

 

Sunstein's approach in this respect is also strange at a different level: the one related to the subject of this reasoning. The question is: are we talking about agreements that all or the vast majority of the members of our legal community seem to have about the law (i.e., we all think that any reading about the law must be able to recognize the value of a decision like Brown); or are we referring, instead, to individual legal criteria, about which we are personally persuaded (i.e., because we are individually convinced about the value of the theory of deliberative democracy)?

 

Between the Theory of Justice and the “chain novel”

 

This last point helps us to address another question, more directly related to the method of "reflective equilibrium" -I mean, “reflective equilibrium” according to the version sponsored at the time by John Rawls. In his reference to the matter, Rawls did not appeal to -say- very intense personal preferences or convictions derived from one's philosophy or ideology. He referred to convictions fundamentally shared by all members of our community. For that reason, in his references to the subject, Rawls alluded to examples such as those of religious intolerance and racial discrimination. What I mean to say is that Rawls referred to issues on which the vast majority of society seemed to agree fundamentally. In his words (which were written in the first-person plural):

 

We are confident that religious intolerance and racial discrimination are unjust. We have scrutinized these things and have reached what we believe is an impartial judgment not likely to be distorted by excessive attention to our interests. These convictions are provisional fixed points which we presume any conception of justice must fit (Rawls, 1971, pp. 19-20).

 

Sunstein is well aware of this view (chapter 4). However, in the ecumenical and conciliatory approach that he develops in the book, Sunstein suggests a different view on the matter.  He presents the matter as if each person selected his or her “fixed points” and then engaged in a process of “reflective equilibrium”. He examines these issues as if there were no conclusive reasons to say that such a conception, such a theory, or such a "fixed point" were the correct one (for all). For that motive, Sunstein may claim -after he presented his “own fixed points”: "these propositions are correct...These are my fixed points; they are part of my reflective equilibrium" (Sunstein, 2023, p. 161). For him, “each chooser -each one of us- must make a judgment about what those fixed points are, about exactly how fixed they are, and about whether one or another approach would endanger them” (ibid., p. 129). Now: this is not how we usually understand the idea of "reflective equilibrium," much less is this the way Rawls thought about the question. I insist: we are not dealing with issues fundamentally related to our personal preferences or theoretical convictions (where everyone has his views and where everyone's views, in principle, are equally plausible or reasonable). More specifically: when Rawls says that “we are confident that religious intolerance and racial discrimination are unjust” he is not thinking about those problems as a matter of “choice”. On the contrary, he is thinking of (something like) the collective recognition or acknowledgement of a problem that is common to all -a problem that is evident to all. The problem at stake is of such an entity that everyone can confidently point to it as a serious problem. In other words, it is not a debatable issue, about which, as Sunstein suggests, we have to "anticipate and offer convincing responses to counterarguments" (Sunstein 2023, p. 128). In fact, if these were highly debatable questions (if we had to make such intellectual efforts in order to persuade others about the importance of such problems), we would not be talking of "fixed points" in Rawls's terms.

 

I have said something about Sunstein's approach to "fixed points" and its relation to Rawls's theory of justice, and now I want to say something about that theoretical approach and Ronald Dworkin’s theory of interpretation. I am thinking, in particular, of the interpretive theory presented by Dworkin in terms of the "chain novel." As we know, Dworkin’s “chain-novel-approach” to legal interpretation suggest that the task before the interpreter of the law is similar to that of the one who participates in the writing of a "chain novel" (Dworkin, 1986). To summarize Dworkin’s view in a nutshell: to do his or her job correctly, the participant in the "chain novel" must "look back," read what has already been written by previous participants, make sense of what has been written by all, and then determine what the "best possible continuation" of that collective novel is- a continuation that is capable of "accommodating" in the best way all that has already been written. In law, the (interpretative) task would (should) demand a similar intellectual exercise: the judge or interpreter looks back and seeks to make sense of all the written law to then determine what is the best possible continuation of that law, in the specific case under examination (a decision that “fits” with the past legal history). His decision, in that specific case, must "fit" well, in Dworkin's terms, with what has been decided so far by the legal community, read in "its best light." Or, to put it another way, that decision must fit with what Sunstein calls "fixed points" (it must make sense of BrownGriswold, the rejection of Lochner, etc.).  The point is, so far, that in spite of the differences that separate the two authors (and perhaps despite Sunstein's own intentions), there are important points of coincidence between Dworkin’ and Sunstein’s work in the area. Among other coincidences, i) both authors are interested in the constructive interpretation of social practices; ii) both relate constitutional interpretation to an analysis of the community’s legal history; iii) both pay special attention to paradigmatic judicial decisions; and iv) both seek to reconstruct that legal history through a normatively charged approach.

 

Now, I was interested in drawing attention to the (non-expected) coincidences that appear between the two authors but, above all, in highlighting the crucial differences that exist between their approaches. First of all, while Sunstein seeks to derive, from his proposed "fixed points," the choice of an "interpretative theory," Dworkin seeks to derive, simply, the resolution of a concrete case. For example, faced with a case in which an affirmative action law is challenged, Dworkin might say that it is appropriate to uphold - rather than invalidate - that law if it can be demonstrated that this particular decision – say, the defense of a certain affirmative action measure - makes it possible to give an appropriate account of Brown and a whole saga of cases were racial equality, the dignity of the person, and so on, were sustained. My impression is that the enterprise undertaken by Dworkin (inferring the resolution of a case, from a well-established legal tradition) is much more natural and reasonable than that proposed by Sunstein (deducing the choice of an interpretive theory, from certain "fixed points").

 

The task proposed by Dworkin is more "natural" and reasonable, because it relates well to practices that most members of the legal community engage in, in one way or another. In fact -I submit- we usually think about the decision of a particular case, taking into account (in a more or less sophisticated way) legal decisions that have been made in the past, in similar cases or circumstances. We may or may not adhere to this approach (take it as our preferred approach) but it refers us to a task that in no way seems strange to us. Sunstein's proposal, on the other hand, appears as less "natural", if not directly counter-intuitive. For him, “the search for reflective equilibrium” plays a central role in constitutional law. “In fact” -he claims- “it is the only game in town”: “we cannot pull a theory of the sky, insist that it must be right, and declare victory” (Sunstein 2023, p. 11). But here, again, Sunstein seems to be mixing things up. We can affirm with him that, somehow, some kind of "reflexive equilibrium" plays "a central role in constitutional law". But that does not lead us to conclude, by any means, that this exercise of "reflective equilibrium" is the one we set in motion "in deciding how to interpret the Constitution" (or, even more strongly, when “choosing” the best interpretative theory). Those are two completely different claims. In fact, he still needs to convince us that we tend to look to past paradigmatic decisions in order to “choose” an interpretative theory. In other words, this does not seem to be the way in which we usually come to “defend” a certain theory of constitutional interpretation. The question is: Do we first “choose” or define, say, certain paradigmatic judicial decisions, in order to then “choose” an interpretative theory? Or is the exercise at stake rather the reverse? Most probably, the interpretative theory that Sunstein claims to find "at the end of the road" was already present from the very beginning. So, Sunstein’s proposal in this regard seems to be not only unusual but also unreasonable if not simply wrong.

 

In fact, Dworkin could rightly point out that the theory now in question (the one that Sunstein seeks to derive from history) pre-existed the proposed exercise. We assume a theory of constitutional interpretation that first tells us to pay attention to certain "fixed points"; then helps us to "choose" or recognize some "fixed points" from our long legal history (say, take up Brown, discard Lochner); and then induces us to organize them in a certain way, or to derive from them other conclusions. In sum: the theory is the one that marks all the way from the beginning, not the one we choose or find at the end of the road.

 

Through this brief review, I wanted to celebrate the publication of Cass Sunstein's How to Interpret the Constitution. This is a book that - on a personal level - reconciles me with an author that I have followed and admired during decades. Beyond the differences noted, I applaud what appears to be a "return to the sources" on the part of Sunstein. And I do so with the hope of encountering new works by the author, reflecting on constitutional law from a perspective committed to democracy, equality and social justice.

 

BIBLIOGRAFIA

 

Breyer, S. (2011), Making Our Democracy Work, New York: Vintage.

Dworkin, R. (1977), Taking Rights Seriously, Cambridge, Harvard University Press.

Dworkin, R. (1986), Law’s Empire, Cambridge: Harvard University Press.

Elster, J. (1986) “The Market and the Forum”, en J. Elster & A. Hylland (eds.), Foundations of social choice theory, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, 103 132.

Ely, J. (1980), Democracy and Distrust, Cambridge, Harvard University Press.

Habermas, J. (1988), Between Facts and Norms, Cambridge, The MIT Press.

Holloway, C. (2024), “The Great Constitutional Divide”, The National Review. Magazine,   https://www.nationalreview.com/magazine/2024/01/the-great-constitutional-divide/

Rawls, J. (1971), A Theory of Justice, Cambridge: Harvard University Press.

Sunstein, C. (1984) "Naked Preferences and the Constitution," 84 Columbia Law Review 1689.

Sunstein, C. (1988) “Beyond the Republican Revival”, 97 Yale L. J. 1539.

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Sunstein, C. (1993), The Partial Constitution, Cambridge, Harvard University Press.

Sunstein, C. (1994), “The Anticaste Principle,” Mich. L. Rev. 92, 2410.

Sunstein, C. (1999) One case at a time. Judicial minimalism on the Supreme Court, Cambridge, Harvard U.P.

Sunstein, C. (2015), “There is Nothing that Interpretation Just Is,” Constitutional Commentary 30.

Sunstein, C. (2023), How to interpret the Constitution, Princeton: Princeton University Press.

Sunstein, C. & Vermeule, A. “Interpretation and Institutions,” 101 Mich. L. Rev. 885 (2003).

Thaler, R. & Sunstein, C. (2009), Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Happiness, London: Penguin Books.

Thayer, J. (1893), “The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional Law, Harvard Law Review, Vol. 7, No. 3 (Oct. 25), pp. 129-156.

 

Roberto Gargarella. Doctor in Law (University of Buenos Aires); Jurisprudence Doctor (University of Chicago). CONICET (Argentina)/ Univ. Pompeu Fabra (Spain)

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] His introduction in this regards seems to be heavily based on an article that he published with Adrian Vermeule, namely  “Interpretation and Institutions” ( https://repository.law.umich.edu/mlr/vol101/iss4/2 ) while the views that he develops in chapter 2 are based on his 2005 article “There is Nothing that Interpretation Just Is”.

[2] The “separate but equals” principle established that, as long as the facilities provided to each race were equal, local governments could require that schools, transportation and other facilities be segregated by race

[3] As is well known, the “Thayerist” doctrine arises from a famous work published by the legal theorist James Brayer Thayer, in 1893, where the jurist maintained that judicial control can be admitted exclusively in a few cases: in the face of a “clear mistake”, this is to say when the failure of the norm "is so clear that it is not open to rational question." (Thayer 1993).

[4] Let me mention, albeit briefly, a third theoretical commitment that appears mentioned in the book: the proceduralist reading of constitutional law. This statement is surprising, in part, given the criticisms that Sunstein used to direct against this approach (i.e., Sunstein 1993). Indeed, and from the beginning of his new work, Sunstein proclaims to be "in strong agreement with the works of John Hart Ely and Stephen Breyer," particularly because of the emphasis they place on the need for a strong role for judges in the protection of the preconditions of democratic self-government (ibid., 17).

[5] In his review of Sunstein’s book, for example, Carson Holloway maintains that Sunstein’s analysis “fails in its main purposes”, and also that “his denials are unconvincing”, particularly in what regards the merits of originalist interpretative theories (Holloway 2024).

[6] However, and partially denying his immediately previous statements, Sunstein recognizes that the “republicanism” that he links to the “founding era” was “patently violated until the Civil War Amendments” Sunstein 2023, 163.

[7] As usual, Sunstein is not blind to this problem, but he instead deals with it without much rigor. He emphatically claims, for instance: “It is important to say that fixed point about constitutional law are not…fixed points about morality and justice” (Sunstein 2023, p. 13). But, in the very same phrase he clarifies that what he actually meant to say is that they “are not simply, fixed points about morality and justice” (ibid., italics added). To add more complexity (and ambiguity) to the problem, Sunstein admits that “our fixed points operate at multiple levels of generality” (ibid.), and also that “they are not only about specific cases”, because they may be “abstract”. In this way, everything seems to be possible.