30 jun 2016

Reseña/Sala de máquinas

Por Roberto Blanco Valdés, para la REVISTA DE LIBROS (ESPAÑA)

http://www.revistadelibros.com/resenas/la-constitucion-y-la-vida

Roberto Gargarella
La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010)
Madrid, Katz, 2015
390 pp. 23 €

En noviembre de 2014 participé en Santo Domingo –la primera ciudad que los conquistadores españoles fundaron del otro lado del Océano– en un congreso internacional de constitucionalistas titulado «Los derechos económicos y sociales y su exigibilidad en el Estado social y democrático de derecho». Aunque allí se dijeron muchas cosas y muy interesantes, algunas resultaron, ciertamente, llamativas: por ejemplo, fue sorprendente para mí la insistencia con que varios colegas pusieron de relieve que la Constitución de la República Dominicana era una de las mas avanzadas del planeta en materia de derechos sociales y económicos, hecho que no seré yo quien ponga en duda, desde luego, pero que contrastaba vivamente con lo que podía observar cualquier persona con solo darse un simple paseo por los alrededores del lujoso hotel donde nuestros anfitriones tuvieron la gentileza de alojarnos. ¿Y qué podía observarse? El lector conoce la respuesta: una miseria verdaderamente pavorosa.

Recordé ese doloroso contraste entre lo que tantas veces disponen las Constituciones y la realidad que con ellas pretende regularse al leer el último libro del profesor argentino Roberto Gargarella, todo él recorrido por una preocupación central –la de la profunda desigualdad que corroe desde hace dos centurias las entrañas de América Latina–, preocupación que acabará además por conformarse como una de la tesis esenciales del ensayo. Pero no adelantemos acontecimientos.

Gargarella ha escrito una obra muy interesante y muy difícil, pues una y otra cosa supone meter, al mismo tiempo, en un libro de menos de cuatrocientas páginas toda la historia constitucional –y, por constitucional, también política– de una gran parte del continente americano: la que se extiende desde México hasta los países más australes de América del Sur (Chile y Argentina). Sé por propia experiencia1 la extraordinaria dificultad que entraña manejar un estudio centrado en muchos países y en un período de tiempo extraordinariamente limitado: de 1810 a 2010. Y sé que, para hacerlo, es necesario, en primer lugar, ser ordenado, es decir, distribuir espacio y tiempo de un modo que garantice que el lector no se perderá en el espeso bosque de datos, fechas, personajes y acontecimientos. Gargarella ha optado para ello por lo más seguro y lo más útil: dividir el estudio en varias etapas bien diferenciadas, sistema que tiene inevitablemente algo de arbitrario, pero que permite ofrecer un panorama en el que las ventajas de un cierta simplificación suelen superar, a poco que la periodización esté razonablemente hecha y bien justificada, a sus inconvenientes.

Y así, tras el análisis del primer constitucionalismo latinoamericano (1810-1850), que comprende desde el inicio del proceso de independencia de las colonias hasta el final de la primera mitad del siglo XIX, Gargarella se centra en un subsiguiente período histórico: el que estuvo vigente durante la segunda mitad de esa centuria, cuando se produjeron dos acontecimientos históricos de notable relevancia: por un lado, el asentamiento de las Constituciones latinoamericanas (por eso habla el autor de período fundacional); por el otro, y como fruto de un pacto entre liberales y conservadores, la aparición del que Gargarella denomina constitucionalismo de fusión, que determinó el contenido esencial de este segundo período del fenómeno constitucional en la región. Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX se abrirá el tercero, en el que entrará en crisis el modelo constitucional poscolonial y, en gran medida, el pacto político y social que lo había alumbrado e impulsado, crisis seguida, por la aparición del constitucionalismo social, que irrumpió en tromba en las Constituciones, a ambos lados del Atlántico, tras el final de la Primera Guerra Mundial, aunque en Europa había presentado ya sus antecedentes políticos con anterioridad a la gran conflagración. La cuestión social se convertirá en central en este cuarto período, durante el cual se intentará, es cierto que con muy diversa intensidad en los diferentes Estados latinoamericanos, reformar las viejas constituciones aparecidas en la primera mitad del siglo XIX para hacer de ellas normas de textura política y social más avanzada. Gargarella cierra su recorrido, que, aunque resulta forzosamente descriptivo, intenta aportar también la visión crítica del autor sobre los problemas centrales que en cada período tratarán de afrontarse, con el estudio de una última fase a la que ya el autor había dedicado previas e interesantes reflexiones: el del nuevo constitucionalismo latinoamericano. Es interesante recoger las palabras con que el profesor argentino describe lo que se propone abordar en esta parte de su libro, pues su propia descripción apunta ya a la tesis central que lo recorre desde el principio hasta el final: «Exploraremos las últimas e importantes reformas constitucionales, dedicadas generalmente a expandir de modo notable los compromisos sociales en materia de derechos; aunque normalmente tan modestas como las anteriores en lo relativo a la democratización de la organización política y la limitación del poder político».

En realidad, esta reflexión de Gargarella presenta un sobresaliente interés, porque el autor dedicará el último capítulo del libro, concebido como una recapitulación de la evolución histórica del fenómeno constitucional en Latinoamérica («¿Qué hemos aprendido en dos siglos de constitucionalismo? Por un constitucionalismo igualitario») a analizarlo críticamente, desde la perspectiva de quien afirma con claridad tanto la existencia de claros cuellos de botella como las trágicas consecuencias de una evolución a lo largo de la cual no habría sido posible superar, tras dos siglos de existencia, la «matriz básica del constitucionalismo latinoamericano»: la nacida de un pacto fundacional entre liberales y conservadores que se tradujo en la fórmula de «libertades políticas restringidas y libertades civiles (económicas) amplias». De hecho, afirma Gargarella, «finalmente, y luego de 150 años de su nacimiento, la estructura constitucional de la región sigue mostrándose estrechamente vinculada con aquel proyecto fundacional». Será aquí, precisamente, en sus veinte páginas finales, desde mi punto de vista las más interesantes de la obra, donde el autor de La sala de máquinas de la Constitución nos explicará tanto ese enigmático título como la profunda motivación que le ha llevado a utilizarlo para dar cuenta del proceso que se nos narra en sus líneas más globales. Y es que, sostiene Gargarella, la historia constitucional de Latinoamérica se ha caracterizado, desde que a principios del siglo XX entró en crisis la previamente exitosa alianza del orden y el progreso, por un fuerte contraste entre lo que habitualmente denominamos parte dogmática (los derechos y libertades) y parte orgánica (la organización de los poderes del Estado) de las Constituciones. De ese modo, tras la crisis del modelo constitucional poscolonial que se produce entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, ha venido reservándose «para la vieja alianza liberal-conservadora el control de la sala de máquinas de la Constitución, mientras que se delegaba a los grupos más radicales el trabajo sobre la sección de los derechos. El resultado de esta distribución de tareas –concluye Gargarella– fue el crecimiento de Constituciones en fuerte tensión interna (en donde una parte de la Constitución se constituía en principal amenaza de la otra) y el mantenimiento de una estructura de poder todavía muy impermeable a las crecientes demandas sociales provenientes desde la sociedad civil, lo que aseguraba el surgimiento de más tensiones entre ciudadanía y Constitución».

Resulta innecesario, por supuesto, que aclare al lector que será precisamente ese fenómeno el que explique, en fin de cuentas, mi, aunque breve y previsible, traumática experiencia en la República Dominicana: una Constitución avanzadísima en materia de derechos sociales que rige la vida de un país donde los derechos sociales y las que deberían ser las obvias consecuencias de su real aplicación –la disminución de la pobreza y el aumento de la igualdad– brillan literalmente por su ausencia. En realidad, el fenómeno al que apunta Gargarella supera con mucho su misma reflexión. Primero, porque demuestra que una Constitución puede disponer cualquier cosa (el papel, incluso el de las leyes, lo aguanta todo) sin que lo que establezca tenga nada que ver con la realidad política, social o económica del país en que tal Constitución está vigente: fue Karl Loewenstein quien hace ya décadas, en su excelente Teoría de la Constitución, de 1959, distinguió la Constituciones normativas (las que, de hecho, se cumplen) de las nominales y semánticas, que, en distinta medida, y por motivos diferentes, no se traducen en la realidad. Pero es que, además, en segundo lugar, mientras que la parte dogmática de la Constitución está conformada por mandatos que deben cumplir los poderes del Estado (lo que significa, claro está, que dependiendo de las circunstancias también pueden incumplirlos), la organización de los poderes es la parte verdaderamente eficiente de cualquier Constitución, pues, aunque esta puede igualmente vulnerarse, abre la vía para que de su práctica efectiva se derive un sistema de dominio político en el que la Constitución misma quede a la postre en manos de los poderes que en ella se prevén.

Es todo esto lo que ha hecho posible la realidad que describe muy críticamente Gargarella cuando subraya, con acierto, que «las Constituciones americanas mantienen una organización del poder concentrada, con escasa atención a los órganos deliberativos, y poca apertura efectiva –más allá de las declamaciones– a la participación popular. Por otro lado, las declaraciones de derechos se extienden, con el paso de los años, pero con poca apoyatura institucional destinada a su realización. En parte, de resultas de ello, las Constituciones siguen resultando deficitarias no sólo en términos de autogobierno, sino también en términos de autonomía individual». ¿Cómo negarlo? Aunque es obvio que en este aspecto existen entre los diferentes países de Latinoamérica divergencias sustanciales (pensemos en el contraste entre Chile y Guatemala o entre Argentina y Nicaragua), no lo es menos que la ausencia de una efectiva democratización del poder, fenómeno directamente relacionado con otros de gran envergadura, como la inexistencia de modernos sistemas de partidos dignos de tal nombre, la presencia de sistemas electorales profundamente injustos, la permanencia de elecciones amañadas y controladas desde el poder, o la persistencia de una pobre cultura democrática, han condicionado una bajísima calidad del constitucionalismo, uno de cuyas traducciones esenciales en esa desigualdad en la que, con tanta razón, insiste Gargarella: «El gran drama constitucional –el gran desafío– que enfrenta la región sigue siendo la desigualdad y, frente al mismo, pocos enemigos resultan tan peligrosos como la falta de democratización política y económica. Bregar por la democratización política y económica de la sociedad resulta imperioso para un constitucionalismo que se proponga igualitario».

Ocurre, claro, y ahí es donde reside el gran problema de futuro, que, pese a todos los avances que se han producido en los últimos años en Latinoamérica (entre ellos, la caída de las dictaduras militares, trágicamente compensada, por desgracia, por el ascenso de los populismoa autoritarios que ahora contemplamos), la región vive encerrada en un bucle, en un círculo vicioso similar al que allí existe en concreto entre pobreza y delincuencia: la segunda crece en el caldo de cultivo que produce la primera, pero la propia existencia de una delincuencia generalizada hace muy difícil luchar contra la pobreza, algo para lo que se requiere una vigencia efectiva de la seguridad pública y del Estado de derecho. Del mismo modo, y salvadas, claro, todas las distancias, derechos y gobierno democrático están en íntima conexión dialéctica, como lo ha demostrado sobradamente la historia de Europa (y remito al lector de nuevo a mi libro La construcción de la libertad), historia que demuestra la existencia de un círculo, ahora virtuoso, en virtud del cual el avance de los derechos estuvo directamente relacionado con la democratización de los gobiernos, al tiempo que está última condicionó decisivamente la profundización y consolidación de las libertades y derechos.

Gargarella ha escrito un libro, en conclusión, que es más que un mero estudio sobre la historia constitucional en el espacio latinoamericano en los dos siglos que van de 1810 a 2010. Y ello porque su obra representa también un ensayo profundamente crítico que trata de explicar por qué el constitucionalismo no ha logrado dar lugar en la región a resultados similares a los que ha producido en los modernos Estados constitucionales de Occidente: libertad, igualdad y fraternidad o, por traducir esa triada celebérrima al lenguaje de hoy en día, derechos, solidaridad social y democracia.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), El valor de la Constitución (Madrid, Alianza, 2007), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008), La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010), Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012) y El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán (Madrid, Alianza, 2014).


27/06/2016

Rosatti

29 jun 2016

Atria 5 (finale)



Objetivos y preocupaciones compartidas. En la tercera parte del libro, Atria se interna en una reflexión que resulta –es mi opinión- tal vez menos contundente, de menor alcance, y de mayor oscuridad que la necesaria, para tratar el tema de la voluntad del pueblo y cómo desentrañarla. En todo caso, los acuerdos que uno puede mantener con Atria, aún en este marco, son muy amplios y significativos, y refieren tanto al diagnóstico como a las primeras respuestas que pueden darse en un contexto como el que hoy prevalece. Tal vez convenga comenzar por referirse a estos acuerdos.

Uno puede coincidir con Atria, en primer lugar, en cuanto a la presencia de una situación de crisis de representación y una fuerte “insatisfacción con las instituciones democráticas”, que “se manifiesta en un marcado escepticismo” hacia las mismas (432). Algo idéntico puede decirse en torno a la idea de que “nuestras vidas institucionales…incumplen sistemáticamente sus propias promesas” (454). Puede coincidirse con él, también, en la importancia de volver a poner atención en el valor, el sentido y la dificultad de identificar la voluntad del pueblo (454).

Frente a los desencantos y límites propios del mundo moderno, uno puede coincidir con Atria, además, en el aspecto aspiracional de su proyecto, esto es, en lo que podrían considerarse los ideales a alcanzar. Los últimos capítulos de su libro se encuentran, en tal sentido, plenos de –si se quiere- ideales regulativos de la acción política (aunque él no los identifique como tales o los denomine de ese modo). Allí están sus referencias a la “humanidad en esencia libre” o plena (440); a la “comunidad universal” (465); a la necesidad de “vivir una vida no enajenada” (440); al valor de “superar la enajenación que vivimos bajo instituciones cuyas contradicciones nos hacen presente el hecho de su déficit” (464).

Finalmente, uno puede coincidir con Atria, sobre todo, en su idea de que el camino a transitar en busca de una salida no requiere “reemplazar las instituciones (existentes) por otras, sino de radicalizarlas” (451), de actualizarlas explotando su potencia, de un modo en que vuelva a colocar al pueblo y su voluntad en el protagónico centro.

Teología política y un lenguaje nuevo. El análisis de todo lo anterior -un amplio marco de acuerdos en cuanto a ideales y preocupaciones- y de todo lo que tales acuerdos implican, nos obliga a una reflexión detallada, y nos fuerza a extensas consideraciones adicionales y de detalle: se trata de una reflexión que requiere, nos dice Atria, de un completo lenguaje nuevo. 

Para Atria, en efecto, se requiere “entender el modo de significación que caracteriza al discurso político, que es el de la teología política” (22). Y hay que recurrir a la teología política porque el lenguaje político no nos permite dar cuenta de aquello de lo que queremos hablar cuando nos referimos a una idea como la de “voluntad del pueblo” -tiene dificultades para “dar historicidad a algo que trasciende la historia, que significa” (ibid.). Atria no cree que se pueda justificar o probar la verdad de una idea como la de que es el pueblo el que debe hablar, o que la decisión de nuestros temas comunes debe quedar en manos de una discusión entre iguales. Lo único que nos queda –dice- es “desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político”, y ese lenguaje –agrega- es el de la teología (348. 

Conviene aclarar que la noción de “teología” que retoma Atria no tiene nada que ver con la inatractiva idea que muchos autores ofrecen de la misma, esto es, teología como sinónimo de “mágico” o irracional (433). Él apela al lenguaje de la teología porque entiende que es el lenguaje más sofisticado que tenemos para hablar de lo político. Para él, la teología, como la política, muestran una común preocupación por hablar de vivir de un modo plenamente humano, y por hacerlo bajo la conciencia de que se está viviendo, digámoslo así, inhumanamente. 

Significación imperfecta, prácticas sacramentales y lenguaje anticipatorio. Es propio del lenguaje teológico, nos dice Atria, la idea de “significación imperfecta,” que a él le resulta decisiva para pensar sobre la política. Que ciertos signos “signifiquen imperfectamente” no quiere decir que sean signos falsos, “sino que su pleno significado es inaccesible para nosotros dadas nuestras formas de vida” (444). Karl Marx, por ejemplo, hablaba de un horizonte comunista, del fin de la lucha de clases –ideales que no vivenciamos, y que por tanto no podemos conocer de modo profundo- desde un lugar contaminado, a la vez, por la alienación y la lucha de clases. De modo similar, un concepto como el de pueblo nos puede remitir a la idea de “vivir una vida no enajenada”, una vida “esencialmente libre”, desde un lugar como el que hoy ocupamos, marcado por vidas oprimidas y alienadas. 

En este punto, Atria pasa a hablar de los “sacramentos” y las “prácticas sacramentales”. En la teología cristiana, el sacramento es un signo de “la presencia de Dios entre nosotros” (443). Se trata de un signo que nos sugiere que la “plena realización humana” es posible, en el marco de un mundo marcado por la enajenación y la falta de realización (otra vez, signos que “significan imperfectamente”, 443). En nuestra vida política cotidiana, los “sacramentos” son las instituciones, que como aquellos, también forman parte de “un mundo alienado”. En todo caso, “la experiencia existencial de déficit” es la que nos permite “identificar nuestra enajenación desde ella misma” (447): no tenemos más remedio que “asumir la experiencia existencial de déficit” (454). Ocurre que “aunque las instituciones (el Estado de derecho) son la marca de un déficit, el déficit no está en la existencia del Estado de derecho, sino en nuestras condiciones de vida, que son tales que el Estado de derecho es necesario para llevar vidas humanas” (454). Dentro de ese contexto, el derecho es -como la religión- la marca de un mundo alienado (460). Pero el hecho es que “solo podremos aspirar a superar la enajenación si vivimos bajo instituciones cuyas contradicciones nos (hagan) presente el hecho de su déficit. Tener siempre a la vista la tensión que define a las instituciones democráticas es, entonces, el primer paso hacia la emancipación” (464).

En este punto es donde el concepto de pueblo puede jugar un papel fundamental: se trata de un concepto que “existe anticipatoriamente en nuestras prácticas políticas, que son entendidas como fundadas en su voluntad”, y que nos remite a “una meta de la historia” (465). Como diría Atria, recurriendo a una metáfora religiosa, la idea del “Reino de Dios” como continuo con este mundo sólo puede ser entendida “desde allá,” ya que desde nuestro propio lugar, “desde acá”, sólo podemos “significar imperfectamente” y lo que tendemos a ver es pura discontinuidad. 

En tal sentido, el concepto de pueblo –a diferencia de todos los demás conceptos jurídicos- “no puede ser entendido pre-institucionalmente”: no podemos sino “significarlo imperfectamente” (464). “Dado su carácter fundante de toda forma institucional” –nos dice- “el concepto de pueblo…no es pre-institucional, sino post-institucional: es una forma anticipatoria de hablar de la humanidad completa…es lo universal, purgado de todo lo particular…es una meta de la historia (aunque) “pura y simplemente” no exista (465). “El pueblo” –concluye- “es la manera en que actuamos desde ese futuro del que no podemos hablar, desde la comunidad humana universal” (465). 

Necesitamos recurrir a una teología política? En lo personal, no me resulta claro hasta qué punto una aproximación como la que Atria propone ilumina más de lo que oscurece nuestro entendimiento sobre las posibilidades y límites del derecho; sobre nuestras instituciones democráticas; o sobre el concepto de la voluntad del pueblo. Ante todo, se hace difícil discutir sobre una presentación (la que encara Atria, sobre todo, en la tercera parte de su texto) cuando se nos recuerda, permanentemente, que “sabemos cómo usar las palabras…pero no sabemos lo que esas palabras significan;” o se nos dice que “estamos hablando de lo que no se puede hablar” (443), pensando sobre lo que no podemos pensar, imaginando lo que no puede imaginarse. Tenemos, ante todo, el derecho de preguntarnos si eso que señala el autor es realmente así; o si las dificultades que se  señalan nos impiden (como le impedirían al autor) pensar en temas complejos (como el relativo al significado de la idea de pueblo o voluntad del pueblo), o en las condiciones necesarias para que se realicen más plenamente ideales como los que en el texto se plasman (una “humanidad libre”, un “reconocimiento recíproco radical”). Aplicándole al trabajo del autor la “navaja de Occam” o un principio de parsimonia similar, correspondería determinar si no es posible llegar a idénticas ideas a través de caminos más cortos, más sencillos y más claros. 

De modo adicional, uno podría preguntarse por qué es que la historia, la experiencia, las analogías con situaciones que ya conocemos, etc., no nos ayudarían a avanzar significativamente, por caso, en la reflexión sobre una situación que tal vez no se concrete nunca, como el de una humanidad sin pobreza, o una vida en comunidad más plena.

Finalmente –y ésta es sólo mi impresión- el trabajo de Atria en esta tercera parte peca, digámoslo así, por lo mucho y por lo poco. En cuanto a lo mucho, Atria parece confiar en o apostar a la existencia de una cierta lógica interna, de tinte determinista, propia de ciertas ideas e instituciones, como si ellas fueran a desarrollarse en alguna dirección predefinida (las “ideas o instituciones contienen en sí una determinada dirección de movimiento…y esa dirección de movimiento apunta en la dirección correcta" (sic), Atria 2012, 122). Allí están, esperando nuestra llegada (antes que como ideales regulativos destinados a motivar nuestra acción) la “emancipación plena”, o la “humanidad plenamente libre”, o el “radical reconocimiento recíproco”. Y en este sentido, también, es que lo mucho termina dejándonos con gusto a poco: no sabemos nada de las nuts and bolts de los fenómenos que ocurren; desconocemos todo sobre los mecanismos que allí están en juego; y no hay la mínima atención o interés puesto en examinar las fuentes motivacionales de la acción humana: convencidos por qué, por quién, y a partir de qué es que emprenderíamos nuestra marcha “de aquí hacia allá?”  Para insistir con Elster, nos quedamos en ayunas respecto de todo lo relacionado con el from here to there de los procesos que él refiere o “anticipa”: se trata de sucesos que nos trascienden, y frente a los que, en buena medida, no parecemos ser los protagonistas: por qué actuaríamos de una cierta manera, si desconocemos todo acerca de ese “futuro del que no podemos hablar”?. 

En todo caso, ninguna de estas reservas quieren opacar mis juicios previos: el libro de Atria que en las páginas anteriores he reseñado, nos ofrece no sólo un análisis comprehensivo, lúcido y políticamente comprometido sobre la filosofía del derecho contemporánea, sino que además sirve para volver a situar a esa filosofía sobre carriles apropiados: una filosofía hoy raquítica, asentada sobre “ideas muertas”, recupera así el sentido que puede dotarla, otra vez, de vida.

28 jun 2016

Criminalización de la protesta y democratización del derecho penal

Conferencia que diera hace unos cuantos meses, sobre el tema (junto con E. Riggi), a continuación (incluye alguna crítica al dr. Cevasco en la materia):
http://linkis.com/www.youtube.com/urjvk

Illia

En el 50 aniversario del derrocamiento del presidente Arturo Illia (28 de junio de 1966), recuerdo (y copio), que

"cuando abandonó la Rosada, declaró ante el Escribano Mayor de la Casa de Gobierno los siguientes bienes: su casa y su consultorio; tres trajes grises; un traje negro; dos sacos sport; tres camperas; cuatro pulloveres; ocho camisas de vestir; cuatro camisas de manga corta; diez pares de medias; tres pares de zapatos negros; un par de chinelas; un desavillé; una salida de baño; ocho juegos de ropa interior; diez corbatas; tres pijamas; un par de anteojos negros y un portafolio. No tenía auto: lo había tenido que vender."

Tan distinto de los que se fueron, tan distinto de los que llegaron. No da todo lo mismo.

27 jun 2016

Atria 4

Tercera parte: teología política (y democracia deliberativa)

Llegando a la tercera y última parte de su trabajo, Atria ya ha allanado buena parte del camino que le interesaba recorrer. Por un lado -y éste ha sido el trabajo principal de la sección segunda de su texto- él ha desafiado un modo de entender el derecho y lo político –un modo que parece hoy subyacente en las formas en que hoy se piensa y se entiende el control de constitucionalidad (345). Por otro, ha abierto la puerta a lo que será el centro de la última parte de su libro, esto es, una visión “que no niega sino abraza el carácter polémico del conflicto político”, y que a la vez permite explicar el sentido del derecho (ibid.): “el derecho lo que hace es reducir la contingencia…de transformación de lo polémico en común, de modo de vivir con otros y poder ser autores de nuestras biografías”.

El objetivo del último tercio. Atria justifica esta tercera parte de su trabajo en la necesidad de ampliar aún más la mirada desarrollada en las dos anteriores, para comprender el sentido de estructuras (las estructuras del Estado, en este caso), que consideradas en sí mismas pueden verse como meras “ideas muertas.” En verdad, nos dice Atria, “para entender la estructura formal del Estado moderno es necesario entender la idea de que el derecho es la voluntad del pueblo”, y a esto va a dedicarse en toda la última parte de su libro (22).

La pregunta que aparece entonces, y que va a marcar toda la última parte del libro, es si es posible concebir a la política como algo más que una lucha de facciones, de negociación y compromisos entre ellas (345). Más específicamente, Atria se va a preguntar si tiene sentido, en la actualidad, hablar de la ley como voluntad del pueblo y, en tal sentido, como defensa de los intereses de todos.

En este punto es que reaparece Carl Schmitt, que va a ser decisivo protagonista de esta sección final. El gran acierto de Schmitt –nos dice Atria- fue el de ver con claridad la relación entre instituciones (estructuras) y el “principio” que las anima (sus funciones). Él reconoció, como nadie en su momento, que “la función que la estructura parlamentaria mediaba, la de hacer probable la deliberación, ya no era posible”: el “principio parlamentario”, que era el de identificar a través de la deliberación la voluntad del pueblo, se había transformado en una “idea muerta”, dejando a las instituciones vigentes sin sentido (346).  Pues bien, para Atria, lo que Schmitt dijo sobre el parlamentarismo resulta perfectamente aplicable hoy en relación con “las formas institucionales del Estado moderno” (ibid.). Ése es, nos anticipa, “el sentido del resto del libro,” esto es, “proveer de una formulación del principio democrático que pueda hacer inteligible la idea de derecho moderno” (ibid.).

A Atria le interesará responder a la pregunta de Schmitt (resulta posible la deliberación bajo las condiciones en que vivimos?) de modo afirmativo: “la deliberación entre iguales es posible en nuestras condiciones” (348). Pero le interesará hacerlo no a partir de la oferta de nuevos argumentos, sino en el reconocimiento de que se trata de una práctica que debe ser “realizada políticamente”. Por tanto –concluye- “lo que queda de este libro…no es un intento de probar (o justificar) la verdad de esa idea, sino desarrollar un lenguaje con el que podamos hablar de lo político evitando tanto el cinismo de negar la posibilidad de la deliberación…como la ingenuidad de creer que para que haya deliberación basta establecer que sería bueno que pudiéramos deliberar. Ese lenguaje, nos dice, sólo puede ser el de la teología política. Pero vamos por partes.

Crítica a la democracia epistémica. El punto de partida de Atria, en esta tercera sección, es la crisis de lo que llama el “principio democrático” –el que afirma la identidad entre gobernantes y gobernados- a partir de las dificultades que muestran las instituciones vigentes (las que procuran “hacer probable lo que es improbable”) para convertir dicho principio en acto (355). Schmitt se preguntaba si la posibilidad de tornar posible lo probable (la deliberación) se había terminado (porque “la época de la discusión” había terminado, 356), como Atria se pregunta si se ha tornado imposible convertir el espacio de lo faccioso en espacio de lo común. 

En su crítica a las salidas “democráticas” hoy disponibles, y en camino a tratar con la teología política, Atria realiza una escala fundamental (fundamental, en particular, para quienes, como uno, han venido trabajando en la teoría de la democracia deliberativa) dirigida a dejar de lado la alternativa que vincula con la democracia deliberativa –la democracia deliberativa en su forma “justificación epistémica”. Se trata de un paso importante en su camino pero así también, debo agregar, de uno de los pasos (capítulos) menos interesantes o más decepcionantes de su libro (aunque, tal vez, autores que se han especializado en otras áreas de la teoría del derecho quieran decir lo propio sobre otros capítulos). Para comenzar, de la impresionante literatura en la materia Atria no retoma a uno solo de los textos importantes que se han escrito sobre la cuestión; elige discutir con Joseph Raz antes que con Joshua Cohen, John Dryzek, David Estlund, José Luis Martí o Carlos Nino; y termina por tomar la versión menos interesante (y más funcional a su embate) de la democracia “epistémica”, antes que la que podría resultar más desafiante para su proyecto. No voy a ahondar mayormente en un tema que me resulta cercano. Sólo diré, por el momento, que el tipo de entendimiento “epistémico” que me resulta más atractivo, y que considero resultaría más relevante para una discusión como la que Atria emprende, no es la de una visión de la democracia que entiende que a través del debate público “acertamos” cuál es “la respuesta correcta” (una visión algo ridícula de la democracia deliberativa, y que pone en aprietos por todos los costados a un enfoque tal), sino otra conforme a la cual el debate público minimiza las chances de tomar decisiones meramente parciales (basadas en razones del tipo “porque a mí me conviene”). El debate, en este caso, no “constituye” o “define” lo que es “correcto” (381), sino que expresa un modo de decisión que por un lado honra nuestra común igualdad, y por otro facilita que colectivamente nos reapropiemos del control de los temas (sustantivos) que más nos importan. Dicho debate, me parece, satisfaría la preocupación de Atria en torno a la posibilidad de construir un “derecho sin opresión”. Uno podría decir, con él, que de este modo, ayudamos a que “la voluntad en la que consiste el derecho sea, en algún sentido políticamente significativo, mi voluntad” (386). Finalmente, entonces: para alguien que, como Atria, está interesado en rescatar el valor fundamental de un diálogo inclusivo, entre iguales, resulta decepcionante el modo en que se “saca de encima” los aportes de la teoría de la deliberación democrática (variante “epistémica”, digamos). Se trata, por un lado, de un modo demasiado rápido (superficial) de correr a un contendiente teórico del camino, que siembra dudas sobre la “equidad” con que trata a las teorías rivales, y sobre su decisión de tomarlas en serio. Lo que es más grave, se trata de un modo que siembra dudas sobre su propio proyecto, en la medida en que Atria está interesado en mostrar a la “salida” que ofrece hacia el final de su libro como obvia, única posible, necesaria, definitiva.

25 jun 2016

Atria 3

Segunda parte: Estado y jurisdicción constitucional

En la segunda parte de su libro, Atria se propone “una reconstrucción de las potestades características del Estado moderno” (99). Esta reconstrucción –aclara, para contrastarla con lo hecho en la primera parte- “no es pura reflexión conceptual”, entre otras razones, porque “las instituciones no fluyen de los conceptos, sino los conceptos de las instituciones” (ibid.).

Para llevar a cabo su análisis institucional, Atria emprende una “explicación de los sistemas jurídicos realmente existentes”, que lo lleva a adentrarse en una distinción que la teoría del derecho descuida, esto es, la distinción entre jurisdicción, legislación y administración (96). El descuido de la teoría actual tiene que ver, sobre todo, con la obtusa obsesión que ella muestra con la primera de las funciones estatales citadas, esto es, la jurisdicción –y así, con ella, la consiguiente obsesión por la tarea de los jueces, el control de constitucionalidad, las teorías interpretativas, etc. Se trata de un descuido generalizado, más allá de que en los últimos tiempos hayan surgido reacciones relevantes frente al mismo (la reivindicación que Jeremy Waldron llevara a cabo de la “dignidad de la legislación” sería una buena muestra de estas excepciones recientes).  

Estructura y función. En su embate contra la jurisdicción constitucional y la inercia teórica en la materia, Atria arremete contra una nueva forma de formalismo y nominalismo, que consiste en defender la jurisdicción constitucional tomando como decisivo el hecho de que un determinado órgano se encuentre estructurado como tribunal, dejando de lado la reflexión sobre la función que cumple. Para él, el tribunal constitucional “es un caso especialmente claro de contradicción entre forma y sustancia, entre estructura y función” (252).   Se suele partir entonces -nos dice- de “un concepto estructural (nominal) de jurisdicción, conforme al cual es jurisdicción todo lo que hace un órgano denominado ‘tribunal’” (ibid.). Esto es lo que llama un “giro nominalista”: “tribunal es todo lo que la ley llama tribunal, o lo que tiene conforme a la ley forma de tribunal, con independencia de la función que desempeña” (253).

Inmediatamente, Atria descarta 3 modos distintos en que se pretende realizar el tránsito desde “una constitución semántica o nominal,” a una constitución “normativa” (254): i) la idea de la supremacía de la constitución, explorada desde el famoso caso Marbury v. Madison; ii) la idea de que los derechos son límites a las decisiones mayoritarias; y iii) la “reductio at hitlerum,” esto es, la idea de que las mayorías pueden violar derechos, o cometer tremendas atrocidades, como las que se verificaran en la Alemania nazi. Su rechazo a los tres argumentos tiene la misma base anunciada: en primer lugar, los tres argumentos asumen que “para justificar la jurisdicción constitucional es suficiente identificar una función que ella debe cumplir.” Luego, la estrategia es siempre idéntica, y consiste en fundar alguna forma de dualismo (como lo hiciera célebremente Bruce Ackerman, por citar otra referencia notable) es decir “identificar, en adición al nivel de las cuestiones políticas ‘ordinarias’, una cuestión distinta y superior (la constitución, los derechos, la promesa de nunca más) y anunciar que las decisiones sobre cuestiones pertenecientes a este segundo nivel no pueden quedar entregadas a los órganos competentes para tomar decisiones respecto de cuestiones pertenecientes al primer nivel” (262).  En ningún caso –agrega- se da el paso necesario de mostrar la conexión existente entre la función que cumple la Corte, y la estructura de la institución, y sin ese paso, cualquiera de las distinciones que propone el dualismo resultan insuficientes (263). La “sola identificación de una función ‘no política’ para un tribunal constitucional no resuelve nada, mientras esa función no encuentre la estructura capaz de mediarla” (262). Por lo demás, “no hay ninguna razón para entender que las decisiones judiciales entenderán mejor que los ciudadanos, a través de la acción política” cuáles son sus propios compromisos constitutivos (266). Por ello, la pregunta que queda es sobre las formas institucionales, esto es, “cómo han de organizarse las instituciones para que sea probable que haya algo como la biografía de nosotros?” (ibid.).

Conceptos polémicos e interpretación. Un paso clave en el razonamiento que avanza Atria en esta segunda parte del libro se encuentra en su análisis de las dificultades que son propias de la interpretación constitucional. Con acierto, nos muestra la esterilidad de buena parte de las discusiones contemporáneas en torno al tema, que se debaten entre posturas en apariencia dicotómicas (interpretación vs. construcción; originalismo vs. living constitutionalism; etc.), cerrando los ojos a la radical indeterminación de los conceptos, y –consiguientemente- al extraordinario riesgo de abrir la puerta a la arbitrariedad, abuso o manipulación del intérprete.
Atria se ocupa del tema, en particular, en el capítulo 13 de su obra, al tratar con un nombre nuevo un tema viejo (el de la radical indeterminación). Se refiere entonces a los conceptos constitucionales como “conceptos polémicos”, y a la interpretación constitucional como una tarea que no implica, en la práctica, “adjudicar imparcialmente,” sino “tomar partido” (289). A través de una disputa en la que involucra a Robert Alexy, Jurgen Habermas y Ernest Bockenforde, él nos muestra los modos en que la Constitución puede ser entendida como significando una cosa o la contraria, como decidiendo todo o decidiendo nada (292).

La lectura moral es política. Atria defiende en la materia una interesante y extrema postura según la cual, por un lado, la constitución no excluye nada o prácticamente nada (casi cualquier interpretación es posible), y por otro –y por tanto- que dado el significado polémico (o “jurídicamente vacío,” 320) de los conceptos de la constitución, “en la interpretación constitucional no hay espacio para distinguir derecho de política” (303). Para llegar a esta conclusión, Atria retoma y radicaliza las posturas de Ronald Dworkin sobre el tema.

En efecto, él sostiene, y por un lado, que “la tesis dworkiniana de la lectura moral de la constitución debe ser aceptada porque ella es la única que se toma en serio el sentido político de la constitución” (71). Citando a Dworkin, Atria resume la tesis de la “lectura moral” en la exigencia de que “todos –jueces, abogados y ciudadanos- interpretemos y apliquemos (las cláusulas abstractas de la constitución) en el entendido de que ellas invocan principios morales de decencia y justicia” (318). La lectura moral –agrega- “disuelve el derecho constitucional en filosofía política” (y luego nos va a decir que reduce el derecho mismo a la política).

La referencia a Dworkin le permite entonces retomar y llevar más allá varias de las ideas centrales que desarrollara en las páginas anteriores. Dworkin le ayuda a dejar de lado las teorías “dualistas” de la constitución o de la interpretación de la constitución. Nos dice Atria, por un lado, que “no hay alternativa a la lectura moral, lo que quiere decir: sólo reconociendo su carácter polémico se hace justicia a los conceptos constitucionales. Sólo habiendo llegado a este punto puede discutirse el judicial review como lo que realmente es: un problema institucional” (319). Y también: “las normas constitucionales son normas que cumplen una función constitutiva, por lo que especifican aquello que es común a todos los ciudadanos, y son por tanto polémicas (de lo que se sigue que) la determinación de su contenido concreto es siempre un juicio político…un juicio sobre cómo deben desarrollarse en la historia esos principios fundacionales” (319). De allí que las interpretaciones que se ofrezcan sobre tales conceptos no pueden reclamar para sí el ser correctas (320).

Dworkin es llevado más allá de Dworkin (sobre todo, el Dworkin previo a Freedom’s Law), en la transformación de la “lectura moral” en una lectura meramente “política” o partisana. Para Atria, Dworkin se muestra incapaz de demostrar la diferencia que existe entre sus propias convicciones políticas, y su peculiar modo de interpretar la Constitución (323). Para él, Dworkin no puede mostrar que “la opinión constitucional es no sólo sensible (a las convicciones morales del intérpretes) sino reducible”  a sus convicciones políticas (327). Su conclusión es que “la idea de la lectura moral” muestra, finalmente, que “tratándose de interpretación de la constitución, no hay espacio para la interpretación jurídica. Atribuir significado a los conceptos constitucionales es defender sentidos en que ellos deberían ser desarrollados, que es precisamente lo que define a la deliberación y al conflicto político” (329).

Lo que está en juego, finalmente, es el carácter de la constitución, y el lugar central que ella le abre al debate político. Por un lado: “la constitución tiene una dimensión constitutiva de la que la ley carece” (310). Ella “hace posible la identidad de una comunidad política, haciendo posible de esa manera el autogobierno” (320). Por lo mismo, merece ser entendida “no como límite, sino como condición de una práctica política democrática” (ibid.). Por otro lado, el punto es que, una vez que determinamos que lo que está en juego en la interpretación constitucional es una pregunta sobre qué es lo que conviene a cada fracción, cuál fracción es la mayoritaria, se torna indefendible la idea de que una Corte Suprema alberga “un grado de racionalidad superior al mostrado por la deliberación política” (330). Contra Dworkin, aquí Atria lo invoca a Carl Schmitt –otro de los personajes centrales de su novela.

En efecto, nos dice Atria, la Corte no puede ser concebida –como lo hace Dworkin- como el gran “foro de los principios”. Y ello, porque no puede evitarse que dicho foro se transforme, él también, en un “nuevo campo de batalla” (334). El punto en cuestión –que Atria subraya como de especial importancia para el ámbito latinoamericano- es de raíz netamente schmittiano: se trata de que una aproximación como la que ve en la Corte un “foro de principios” “ignora el punto schmittiano conforme al cual lo que caracteriza a lo político no es su contenido ni su locus institucional,” sino la intensidad del conflicto: “donde sea que se tomen las decisiones respecto de los conflictos susceptibles de alcanzar los grados más intensos, hasta allá llegará lo político, reinterpretando las instituciones que pretenden impedirlo” (334).

De allí que merezca dejarse de lado la ilusión que impulsa el neo-constitucionalismo, o la última esperanza que encarnan aquellos que se aferran al tribunal constitucional, desencantados con las instituciones de la representación política, en tiempos de crisis de la democracia representativa (334, 335). Otra vez: no puede suponerse que la racionalidad del proceso jurisdiccional sea “independiente de la función que desempeña” (336). Allí reside “el fetichismo del neo-constitucionalismo,” la ilusión formalista/nominalista conforme a la cual “basta con que algo tenga forma de tribunal para que ejerza jurisdicción”, la vana expectativa de que el accionar de dicho tribunal se encuentre “por su propia naturaleza”, sujeto a “estándares de racionalidad más altos que los del proceso político” (ibid.). 

En definitiva, formamos parte de una comunidad de iguales, y tomamos parte de una práctica política que valoramos, y en donde nos encontramos habitualmente como adversarios. Allí nos toca tomar decisiones, que son y merecen considerarse nuestras, y no de los jueces: todo es político (344). Somos nosotros mismos quienes nos gobernamos y solo por eso podemos ser libres: “La contingencia de la política es lo que hace posible la libertad” (ibid.).

Interpretación y procedimentalismo democrático. Muchos de quienes hemos intentado llevar adelante una lectura crítica del derecho, de la interpretación constitucional y en particular del control judicial, podemos acompañar con entusiasmo a Atria, en muchos de sus pasos. Podemos coincidir, en particular, en su fuerte escepticismo acerca de la interpretación constitucional, e ir tan lejos como él en la materia. A partir de allí, podemos suscribir su crítica a la obsesión que muestra la academia jurídica en torno de la jurisdicción constitucional, y seguirlo también en su crítica al control judicial, en base a razones muy similares, respecto a la pretensión (pre-moderna) de descalificar el debate colectivo en nombre de algún esquema binario o dualista, que deja en manos de la justicia el control de nuestra vida constitucional.

Ahora bien, el acompañamiento a Atria, según entiendo, también encuentra un límite importante, vinculado con la siguiente cuestión. Y es que la preferencia y confianza que uno muestra en torno al debate público político, en materia sustantiva (o de “cuestiones de moral pública”, como diría Carlos Nino), no niega la necesidad de cuidar de modo muy especial las bases procedimentales de ese debate político. Ocurre que muchos de nosotros –pienso, en particular, en aquellos que nos acercamos a este debate desde un profundo compromiso con una concepción deliberativa o conversacional de la democracia- estamos absolutamente preparados para deferir nuestro juicio al debate público, en materia de cuestiones de interés público, pero no así a ser deferentes frente a cualquier expresión que alegue tener, simplemente, algún componente mayoritario. En este sentido es que nos interesa asegurar un cuidado particular a las bases procedimentales del debate colectivo. 

Para evitar confusiones, permítaseme delimitar el alcance de lo que digo, y dejar en claro dónde es que –en mi opinión- el enfoque de Atria se muestra limitado o equivocado. Por un lado, quienes distinguimos entre cuestiones sustantivas y procedimentales no necesitamos negar los límites difusos que pueden existir entre una y otra área –como tampoco negamos la existencia de zonas claras. Por otro lado, tampoco necesitamos negar que está sujeta a interpretación la definición acerca de cuáles son los casos que caen en un campo o en otro, ni tenemos por qué ocultar las dificultades que existen para determinar quién debe estar a cargo de tal tipo de interpretaciones. Asimismo, no necesitamos tomar esta distinción (entre procedimiento y sustancia) como un modo de volver a confundir (en el lenguaje de Atria), función y estructura. En particular, no resulta obvio que sea el Poder Judicial el que, naturalmente, deba hacerse cargo del control de las cuestiones procedimentales, como tampoco parece obvio que la propia ciudadanía o los órganos políticos no deban tener un papel protagónico en la delimitación de aquello a lo que queremos considerar condiciones procedimentales. No se trata, aquí, de volver a construir (retomando otra vez el lenguaje de Atria) un “dualismo” del viejo tipo.

Ahora bien, por alguna razón –tal vez porque la cuestión torna razonables reclamos que él de plano rechaza- Atria hace un esfuerzo significativo por desplazar y dejar de lado la reflexión sobre el tratamiento que merecen las cuestiones procedimentales. Dos datos resultan notables, en este respecto. El primero –el que menos subrayaría- es la desatención hacia el tema, que se expresa por caso en su falta de análisis hacia uno de los teóricos que ha cambiado el estudio del constitucionalismo en los últimos 40 años –me refiero a John Ely y su trabajo Democracy and Distrust.  A pesar de la importancia fundamental del libro de Ely y las discusiones que él ha generado, y a pesar también de la exhaustividad del libro de Atria en la revisión de las discusiones contemporáneas en el área, Atria se refiere a Ely sólo marginalmente, en tres alusiones breves o de pie de página. El segundo dato que llama la atención en torno al modo en que Atria desplaza toda reflexión sobre los temas procedimentales es su curiosa e injustificada insistencia en examinar a la constitución, meramente –incomprensiblemente- como una declaración de derechos. Por caso, al investigar la “lectura moral” de la constitución, Atria subraya, entre paréntesis que “en lo que nos interesa aquí (la constitución se reduce a) las disposiciones sobre derechos fundamentales, 319). Así también, al hablar de la Corte como “foro de principios”, él deja anotado, entre paréntesis, que habla de la constitución como reducida a “su parte dogmática” (303). Por qué es que deberíamos entender a la Constitución reducida de esa manera, cuando bien podría entendérsela, si se quiere, reducida del modo contrario (esto es, sólo como un “esquema de procedimientos”)?

De hecho -contra Atria- uno puede sostener, con cierta razón, que la constitución debe ser entendida, ante todo o exclusivamente (como lo propone Ely) como un “manual de procedimientos”. La constitución, podría decirse, viene a fijar las reglas del juego para que nosotros decidamos, políticamente, colectivamente, de qué modo queremos resolver o darle contenido nuestros “desacuerdos” fundamentales (por ejemplo, en cuanto al contenido, alcance y significado de los “derechos”).

Asumir una postura semejante nos fuerza a reflexionar sobre algunos temas, críticos para el análisis de Atria, y que lo obligarían a retomar con prudencia cuestiones que él se apresura a dejar de lado. Entre ellas: i) quién va a controlar las bases de la democracia procedimental, cuando una circunstancial mayoría parlamentaria quiera forzar su permanencia en el poder? O también, ii) cuáles son las condiciones procedimentales que deben cumplirse para que podamos hablar de “voluntad del pueblo”? 

Adviértase, en efecto que si viéramos a la constitución, fundamentalmente, como un “manual de procedimientos”, muchos de los problemas que están en el centro de las preocupaciones de Atria se diluirían –problemas del tipo “quién interpreta y decide todas las cuestiones (sustantivas) de nuestra vida política?" "Qué lugar deja el derecho a la política?" En efecto, la política se ocuparía de “todo” lo sustantivo, y la política es la que quedaría a cargo, entonces, de la interpretación del derecho (el tema, a esta altura, requeriría de un análisis más detallado, que por ahora dejo de lado). El principal blanco de las críticas de Atria a los modos y formas del derecho contemporáneo se disolverían significativamente. Por tanto, la omisión del tratamiento de Atria sobre estas cuestiones –o el modo en que invierte lo que para muchos de nosotros “es” el constitucionalismo- no resulta una mera omisión adicional (“por qué el autor habría de tratar todos los temas que nos interesan?”) sino una omisión significativa dentro de su propio proyecto. Se trataría de una omisión difícil de justificar, y capaz de resistir en buena medida el ataque que él presenta frente a la teoría constitucional contemporánea como un todo. Dejo aquí anotadas estas cuestiones, por ahora, para retomarlas en todo caso más adelante en mi análisis.


24 jun 2016

Ripstein: Persistir sin esperanza

Extraordinario como siempre el cineasta mexicano
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-39242-2016-06-24.html

23 jun 2016

Atria 2

(éste es el 2do de 5 posts sobre el libro último de Atria. estos dos primeros posts son más descriptivos, los últimos 3 un poquito más críticos)

Estructura y objetivos del libro

Tres partes. La forma del derecho está estructurado en tres grandes partes, cada una de las cuales se articula en “círculos concéntricos” que van de menor a mayor. En cada una de las partes, nos adelanta el autor, “el tema es el mismo” y lo que cambia “es el nivel de referencia”. A Atria le interesa mostrar que “para vivir juntos necesitamos formas, pero las formas tienden a volverse contra ellas mismas y a negar las condiciones de su propia inteligibilidad” (20). Se trata de una reivindicación de las formas del derecho, que se realiza en un “ambiente intelectual especialmente hostil al formalismo” (19). La revisión la realiza en tres niveles diferentes, el primero (del que Atria se ocupa en la primera parte del libro) tiene que ver con la teoría del derecho; el segundo (del que se ocupa en la segunda parte) tiene que ver con la estructura del derecho moderno; y  el tercero (objeto de la tercera y última parte) tiene que ver con lo político. 

La primera discusión (la más breve del libro), sobre la teoría del derecho, se vincula con los debates que hoy se suceden en torno al contenido y alcances del positivismo jurídico. Se trata de una discusión que hoy aparece estancada en una estéril polémica sobre la relación entre derecho y moral, que ha perdido su norte –es un debate, nos dice, que “ha perdido completamente conciencia de por qué ese punto –la relación entre derecho y moral- es, para la propia tradición positivista, importante” (21). El segundo debate (el más extenso del libro), se refiere a la forma del Estado moderno, que aparece dominado hoy por una polémica en torno al control de constitucionalidad –una polémica que no le presta la atención que merece a los aspectos de la actividad del Estado vinculados con la creación de la legislación y la administración. Otra vez, la disputa aparece estancada y presa de “ideas muertas”, y pasa por alto la reflexión que subyace en, y le da sentido, el debate sobre el control de constitucionalidad. Finalmente, la teoría del derecho también aparece dominada por “ideas muertas” en lo que hace a la disputa sobre el último de los temas que aquí se tratan, esto es, la cuestión de lo político: se ha perdido de vista, igualmente en este caso, la reflexión sobre el derecho como producto de “la voluntad del pueblo”.

La idea central. La idea central del trabajo, nos revela Atria, es “la recuperación de una concepción del derecho y de lo político distinta de la que subyace a las ideas hoy en boga sobre control de constitucionalidad” (345). Tales ideas han surgido con “la promesa de sujetar la política al derecho,” asumiendo la fundamental irracionalidad de las decisiones del pueblo, y colocando por encima de ellas una razón dependiente de una idea pre-moderna del derecho (347). Se trata de reivindicar, por tanto, y contra dicha postura, una concepción del derecho que tiene en su centro la idea de la ley como expresión de la voluntad del pueblo. Rechazar la comprensión del derecho dominante implica cambiar las funciones del derecho, reconociendo el modo en que las estructuras del mismo se han tornado irracionales. La función del derecho en la actualidad –sentencia- “es hacer probable la identificación de la voluntad del pueblo” (345).

El punto de partida. De modo persistente, Atria subraya que la óptica de su libro es “institucional”, lo que quiere decir que el libro “pretende entender las instituciones que tenemos…en un sentido más profundo que entender sus estructuras” (345). Se trata de una perspectiva “institucional y no teórica, desde abajo y no desde arriba”, que arranca entonces desde el reconocimiento de las “instituciones realmente existentes, (y no desde) un conjunto de ideas apriorísticas o elaboraciones  acerca de problemas interesantes que pueden surgir en contextos imaginables” (174).

Primera parte: teoría del derecho y positivismo

La primera sección del libro discurre en torno al positivismo jurídico, una visión del derecho que nació, nos dice Atria, “como una comprensión del derecho funcional al autogobierno democrático”, esto es decir, como una concepción del derecho fundamentalmente política y reivindicativa de lo principal de la política –el lugar central de la comunidad en la creación del derecho. El positivismo como se lo entiende en la actualidad, en cambio, devino en una concepción que terminó “muerta” o enajenada: una teoría acerca del concepto del derecho, desentendida de los “sistemas jurídicos realmente existentes”, y preocupada por los sistemas jurídicos meramente “posibles o concebibles” (27). De este modo, el positivismo jurídico se convirtió en una teoría que “reniega de lo que le dio originalmente sentido” (28). Se trata, por ello, de una tradición que “debe ser rescatada” del lugar en que hoy ha quedado fija.

La discusión que ofrece Atria en esta primera sección resulta especialmente iluminadora y valiosa. Es iluminadora, porque se muestra capaz de volver sobre caminos muy transitados (hace décadas que la teoría del derecho dedica –asombrosamente- energías que parecen inagotables, sobre una polémica –la relación entre derecho y moral- que hace décadas ya parecía agotada) con autoridad y libre de ataduras. Su análisis resulta, en tal sentido, lúcido y provechoso. Pero además, el examen que lleva a cabo resulta particularmente valioso, en su intento por volver a dotar de vida y sentido a una discusión fatigada. Su estudio–en esta sección, mejor que en ninguna otra- procura siempre mantener firme el norte buscado: nunca abandona las preguntas fundamentales sobre el propósito de una teoría del derecho, que no puede ser, meramente, el de dar una discusión “conceptual”, independiente de las prácticas circundantes, o simplemente desentendido frente al componente democrático del derecho.

Positivismos “duro” y “suave”. En su examen del positivismo hoy dominante, Atria comienza distinguiendo entre positivistas “duros” y “suaves” –dos concepciones que examina con detalle y cierta exhaustividad, en una discusión que aquí no pretendo sino resumir de modo grueso. 

Los positivistas “duros” (defensores del llamado “positivismo excluyente”) reivindican sin matices la famosa “tesis de las fuentes sociales”, que dice –junto con Joseph Raz- que las normas pueden identificarse, y su contenido puede ser determinado, presentando atención, exclusivamente, a ciertos hechos sociales, y sin hacer referencia alguna a argumentos morales (31). El problema del positivismo “duro” aparece cada vez que se enfrenta –como frecuente, inevitablemente le ocurre- a normas como la octava enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que prohíbe las penas “crueles e inusuales”. Dice Atria: “si determinar qué es la crueldad o qué castigos son crueles es una cuestión moral, la pregunta por el contenido de la octava enmienda no puede ser contestada sin atender criterios morales. Pero por supuesto, si la octava enmienda no es una norma jurídica (no satisface la tesis de las fuentes) entonces las potestades que ella confiere no pueden ser potestades jurídicas, y las limitaciones que ella impone a esas potestades no pueden ser limitaciones jurídicas” (36). Resulta difícil, entonces, determinar qué es lo que hacen los jueces cuando “ejercen sus potestades”, porque la norma que les confiere esa potestad no sería una norma jurídica, y  los estándares que usarían para determinar la crueldad o no de la pena serían criterios morales. Todo esto, nos dice Atria, lleva al positivismo duro al lugar que quería evitar, esto es, a una postura de escepticismo ante las reglas (37). Por más que se esfuerce en evitarlo, resulta inescapable para el positivismo duro la conclusión de que “en los sistemas jurídicos contemporáneos los jueces no están vinculados al derecho legislado” (38). El positivista duro, entonces, parece entrar en una deriva hacia formas que son propias del realismo jurídico: para dar cuenta de las decisiones judiciales, cada vez más, él necesita recurrir, como el realista o los escépticos radicales, al estudio de “los intereses, las ideas políticas, la estructura de personalidad, la proveniencia social del juez”, etc. (39).

Frente a la variante “dura,” los positivistas “suaves” (como Paolo Comanducci, Jules Coleman o José Juan Moreso, entre muchos otros) admiten que los sistemas jurídicos pueden incorporar estándares morales a su regla de reconocimiento (39). Ello, en la medida en que dicha inclusión sea contingente, esto es, por caso, que la Constitución haga referencia explícita a estándares morales de identificación del derecho (40). 

Para los “duros,” cuando un juez apela, como regularmente lo hace, a criterios de semejante tipo, actúa discrecionalmente. Para los “suaves,” en cambio, dicha apelación a la moral forma parte del derecho, pero ello no refuta al positivismo porque dicha conexión es contingente y no necesaria. Para este positivista suave la plausibilidad del positivismo pasa a depender del hecho de que sea “concebible una práctica jurídica sin remisión a la argumentación moral en el momento de su aplicación” (43). La situación resulta curiosa: parece que lo que ahora le importa al positivista es que una práctica jurídica de ese tipo sea meramente imaginable (ibid.). Lo más irónico, nos dice Atria, es que de este modo los positivistas transforman su programa en la presentación de una teoría del derecho meramente “posible, imaginable” y no posible “empírica o sociológicamente.” Lo relevante es que la no remisión a la moral resulte conceptualmente posible, lo que parece particularmente irónico para una tradición jurídica “que se preciaba de entender el derecho tal como es, esto es, el derecho encarnado en prácticas sociales” (45). 

La reivindicación del positivismo de Bentham. Ante a este enfoque conceptual y vaciado de sentido del positivismo, Atria contrapone al positivismo originario y originado en Jeremy Bentham con su crítica al common law. Se trata, nos dice Atria, de un positivismo que debe entenderse como teoría del derecho moderno (cap. 2). Bentham tenía una mirada crítica –moderna- del common law, al que veía como una forma primitiva o pre-moderna del derecho (49). La distinción entre lo moderno y lo pre-moderno juega aquí el papel clave: el derecho pre-moderno es el que se entiende a sí mismo como razón, y no como voluntad; el derecho moderno es el que se reconoce como producto de una voluntad, y por lo tanto, como artificial antes que natural. De allí que el derecho moderno afirme la naturaleza positiva del derecho, “el hecho de que la ley debía ser obedecida no porque fuera intrínsecamente razonable…sino porque descansaba en la autoridad del soberano” (55). 

Más específicamente, nos dice Atria, el positivismo de Bentham nació oponiéndose a la “falta de certeza y la arbitrariedad” propia del common law, que otorgaba por tanto una extraordinaria discrecionalidad a los jueces, haciendo imposible “el ideal moderno de autogobierno”, de modo tal de afirmar el (inaceptable) dominio de la profesión legal –el dominio de aquello que Bentham llamaba, irónicamente, “judge & co.” (64). Para Bentham, por tanto, el common law aparecía como “la enfermedad” y el positivismo como “la cura” (65). El rechazo de Bentham hacia la existencia de una “razón artificial”, en control preferencial de los jueces y abogados, implicaba una reivindicación de la autoridad del derecho legislado, en tanto tal, esto es, una reivindicación política del derecho, contrapuesta a “una tradición que se jacta de su propia esterilidad” (66). 

A la luz de un panorama como el anterior, se entiende mejor lo que será una crítica sistemática de Atria hacia el “neo-constitucionalismo”, al que entenderá como una forma de (una vuelta al) “derecho pre-moderno” (67). El neo-constitucionalismo es pre-moderno porque “se niega a aceptar la idea moderna de que el derecho es voluntad, y por tanto busca limitar el espacio dentro del cual el soberano…puede declarar algo como obligatorio, prohibido o permitido” (ibid.). Para ello, el neo-constitucionalismo necesita enfatizar la irracionalidad propia de los procedimientos de formación de voluntad política, a los que contrasta con la superior racionalidad del derecho. De allí, por tanto, la relación incómoda, tensa y reactiva de los autores centrales del neo-constitucionalismo –como Luigi Ferrajoli- frente a la democracia, y la defensa que hacen, a su pesar y contra su retórica, de lo que no es sino el “viejo paradigma pre-moderno”.

Volvemos entonces al comienzo: a Atria le interesa “formular una explicación teórica del derecho que no quede reducida a la esterilidad, que no consista en ofrecer definiciones y después defenderlas como si algo importante se siguiese de ellas” (95). Sin embargo, la reflexión en torno al positivismo jurídico nos deja situados frente a fórmulas vacías (21). Esa discusión ya no sentido porque ha perdido completa conciencia acerca de cuál es la relevancia de pensar (en este caso) en torno a la relación entre derecho y moral. De allí que –para hacer inteligible aquella reflexión- pase a ser necesario “ampliar la mirada a la forma del Estado moderno y, en particular, a la articulación de sus potestades características” (ibid.). De eso se ocupa en la segunda parte del libro.

Atria 1

(1ero de 5 posts)

Introducción

La forma del derecho (Marcial Pons, Madrid, 2016), escrito por Fernando Atria, es posiblemente el libro más importante publicado en América Latina, en el área de la filosofía del derecho, desde la aparición de Ética y derechos humanos, de Carlos Nino, en 1984. Así como el libro de Nino se erigió sobre una tradición a la que Nino leía de modo sistemáticamente crítico, hasta abarcar cuestiones de ética y metaética, filosofía política, teoría de la democracia y derecho constitucional; el de Atria implica también una relectura muy crítica de la tradición en la que se apoya, que le sirve para internarse luego en cuestiones vinculadas a la filosofía del derecho, la teoría y la historia constitucional, la filosofía política, y la más cruda política contemporánea. Sobre todas estas regiones del conocimiento, el libro de Atria –como el Nino- ofrece un repaso detallado, opiniones propias y una mirada renovada, comprometida, viva.

En tal sentido, y retomando el “lenguaje negativo” que es frecuente en el texto de Atria, podría decirse que la aparición de libros como los citados dicen bastante sobre lo que aparece ausente en la teoría jurídica latinoamericana, esto es, autores dispuestos a poner en juego la capacidad, el tiempo y el estudio que son necesarios, para pensar con distancia, críticamente, sobre lo que se ha escrito en la región, en el amplio campo por el que transitan. Obras como las mencionadas dejan en evidencia entonces, y primeramente, la pobreza general que domina el territorio, que incluye a autores inteligentes y a otros con menos talento que, por distintas razones (condiciones institucionales de producción inapropiadas; sobre-ocupación; ambición de mayores recursos; etc.), no estudian, no escriben, o no están dispuestos a dedicarle a la reflexión jurídica el tiempo que dicho análisis exige. 

El texto de Atria es, en este sentido, erudito, exhaustivo, cáustico, profundo, crítico, irreverente, iconoclasta, arrogante, en ocasiones innecesariamente oscuro, pero en todo caso, y por lo dicho, más que bienvenido. A lo largo de esta reseña voy a mostrar acuerdos y discrepancias con la obra pero, en primer lugar, me interesa –como he dejado en claro- subrayar su valor e importancia: se trata de un texto que demuestra que, a pesar de los temores, la teoría jurídica latinoamericana todavía tiene cosas relevantes por decir. Se trata de una buena muestra de que aún contamos con autores y textos de referencia, capaces de iluminar territorios poco explorados, mostrar objeciones nuevas a problemas viejos, y definir horizontes que merecen ser recorridos y examinados. 

La forma del derecho requiere tiempo y paciencia para su lectura (se decía que la lectura de Sovereign Virtue, de Ronald Dworkin, requería de varias tazas de café oscuro para acompañarlo), pero lo merece. Conviene, en todo caso, que el lector más cándido –el que busca, en textos como éste, un modo de refrendar sus previas lecturas- vaya advertido. A Atria le interesa demoler, hasta el ridículo muchas a veces, a varias de las certezas que hoy pretenden mostrarse como partes indispensables del derecho –latinoamericano en particular. Por tomar sólo unos pocos ejemplos, Atria considera al positivismo que estudiamos como una teoría “tan inobjetable como poco interesante” (45); entiende que el “neo-constitucionalismo” (que examina con particular saña) es mero “canto de sirena” (344), que expresa poco más que un “derecho pre-moderno” (67); caracteriza a reputados autores como Bruce Ackerman como “caza-nazis” (431); de otros, como Luigi Ferrajoli, entiende que han desarrollando algunas de sus ideas fundamentales (i.e., en relación con la democracia) de modo simplemente incomprensible  (186); y de otros más, como en el caso del célebre Joseph Raz, nos dice que han ignorado “todo lo que es importante e interesante” en relación –vaya detalle- con preguntas básicas como la de qué es el derecho. En todo caso, el intento de Atria vale, por su espléndido esfuerzo por dotar de sentido y verdad a un modo de pensar el derecho anquilosado, que se repite inercialmente, y que sobre todo olvida o descuida las razones que motivaron su surgimiento, las razones que tornaban inteligibles su desarrollo: vivimos hoy –insiste Atria, con acierto- bajo el imperio de “ideas muertas”.

21 jun 2016

La caída


(publicado hoy en clarín, acá: http://www.clarin.com/opinion/Kirchnerismo-razones-entender-descalabro_0_1598840227.html)

Para quienes hemos sido críticos del kirchnerismo, el fin del gobierno anterior constituyó una noticia auspiciosa, que abrió espacio para que, en la actualidad, más pausadamente, podamos pensar sobre los significados e interrogantes dejados por el paso de los Kirchner por el poder. Una pregunta particularmente relevante respecto de esos años, se relaciona con el abrupto final de dicha experiencia -específicamente, con la naturaleza, los modos y la inusitada velocidad de dicho final. Cómo se explica el desmoronamiento del notable aparato entonces montado –un aparato que incluyó radios, televisoras, diarios, revistas, productoras de cine y publicidad, etc., junto con una multiplicidad de rentables negocios con empresarios privados? (metáfora de lo expuesto fue que, sin que hubiera pasado siquiera una semana de la asunción del nuevo gobierno, los dos principales contratistas del kirchnerismo empezaran a despedir gente y a desguazar las empresas que habían construido durante años). Cómo pudo caerse todo, en apenas días, y con ese vértigo? Algunas respuestas pueden encontrarse indagando en los modos en que el kirchnerismo lidió con las cuestiones coyunturales y, sobre todo, en la forma en que enfrentó los desafíos de más largo plazo.

Sobre la coyuntura, un hecho que marcó la vida del kirchnerismo –como tiende a hacerlo con casi cualquier gobierno- es la dificultad para administrar una cotidianeidad que parece siempre desbordante. En países como el nuestro, en particular, el día a día en el poder resulta tan agobiante, que la gestión amenaza con quedar reducida a intentos atolondrados por paliar la crisis última o más acuciante: se trata, todo el tiempo, de “apagar el incendio” de las últimas horas, con lo cual se pierde capacidad para pensar más allá de mañana. Para no terminar sometiendo la administración, como suele ocurrir, a la más feroz coyuntura, es necesario no sólo tener formación e ideales sino, sobre todo, dedicar parte importante de las estructuras de gobierno a reflexionar, criticar y pensar más allá de la desesperación propia del día a día. El gobierno de los Kirchner resultó, en este respecto, particularmente decepcionante, sobre todo (pero no sólo) en sus últimos años: se vivía y actuaba con sujeción a las urgencias de la coyuntura, dando respuesta a las mismas a partir de reacciones intuitivas e inconsultas, provenientes del mismo jefe de gobierno. Ningún ser super-dotado, sin embargo, puede responder racional y razonablemente al imparable acoso de las demandas del momento. Mucha menos sensatez puede esperarse, por supuesto, de un conductor que –como suele ocurrir- dista de ser un super-dotado.

Un problema adicional del kirchnerismo, hijo de la dinámica expuesta, residió en la actitud de sus “amigos” más cercanos. Ellos (intelectuales, ONGs, artistas), casi sin excepción, se preocuparon por disimular o racionalizar cualquier reserva frente al gobierno, ocultando cualquier línea de crítica bajo habituales catilinarias plenas de elogios desbordados. El precio de tal disimulo de la crítica fue su virtual irrelevancia. De ese modo ocultas, las críticas no eran advertidas, o no eran reconocidas como tales, perdiendo así centralidad e importancia. No interesa aquí, en todo caso, criticar a quienes no fueron críticos. Se trata de señalar la tragedia de un gobierno que resulta elogiado por quienes están en condiciones de mejorarlo –la tragedia a la que se condena, de ese modo, a los gobernantes aliados.

Más grave que todo lo anterior fue otro rasgo propio del kirchnerismo, sin dudas vinculado con los elementos anteriores. Me refiero a su decisión de no construir alianzas para el futuro, sino pactos para ganar (dinero o elecciones, lo mismo da) en el más corto plazo. Otra vez: no presento lo dicho como una crítica, innecesaria a esta altura frente a un gobierno que ya se ha ido. Digo lo anterior para dar cuenta de una tremenda desdicha. Recordemos: la Argentina tuvo gobiernos que (para bien o mal) usaron toda su energía política para sembrar escuelas; y otros que extendieron hasta lo inimaginable las fronteras de la producción agraria. De modo similar, la Argentina encontró en el peronismo a un gobierno que ató su continuidad a la organización de los sindicatos; y en el desarrollismo a otro que apostó a ganar sobrevida sentando las bases de la industria pesada. El kirchnerismo, en cambio, decidió vivir sólo la coyuntura, embriagado por la avidez de negocios capaces de asegurarle beneficios inmediatos. En lugar de sentar los pilares estructurales de su permanencia, el kirchnerismo prefirió vivir en base a acuerdos efímeros, dependientes del control de las arcas y del aparato coercitivo, y atados por tanto al manejo del poder concentrado. De allí que, una vez removido del vértice, se perdieran las arcas, y así el grueso de las lealtades alimentadas por el dinero, y así también la totalidad de las complicidades generadas por su poder de amenaza. Por ello hoy, a varios meses de su partida, no encontramos nuevas tierras fértiles que cultivar; ni un país regado de escuelas; ni una organización sindical floreciente; ni los pilares básicos de la industria pesada; sino los rastros de una gestión basada en emparches. Son estos datos –la opción por el negocio, la ganancia o el acuerdo inmediatos, antes que la apuesta por la construcción de bases y alianzas estructurales- los que explican la dimensión, la espectacularidad, y el vértigo con que un proyecto en apariencia sin fin, en instantes apenas se derrumbara. Muchos de quienes fuimos críticos estables del kirchnerismo tuvimos dudas sobre cuándo terminaría dicha experiencia, pero ninguna sobre el modo en que lo haría: cada una de las acciones con que construía poder, anticipaba el modo estrepitoso y súbito de su caída.







18 jun 2016

Algunas notas sobre populismo

(Reportaje que me hacen hoy en Revista Ñ, que dedica el número al tema del populismo)


-¿Qué características comunes tuvieron los populismos de Argentina, Bolivia, Ecuador, Brasil, Uruguay y Brasil?
En lo personal, me resisto a usar el concepto de “populismo”, por el grado de indeterminación que conlleva. Por supuesto, también nos cuesta definir términos como “liberalismo”, “conservadurismo” o “radicalismo,” pero el núcleo de temas comunes que podemos asociar con estos últimos conceptos es ampliamente compartido. No ocurre lo mismo con el populismo. En todo caso, podríamos aludir con ese término a gobiernos o políticas marcadas por el personalismo y el verticalismo; cierto desdén frente a las cuestiones procedimentales; un general descuido u hostilidad hacia los temas institucionales; una fuerte retórica social, de tintes nacionalistas; o la sensibilidad hacia los movimientos y las políticas “de masas”; etc.
--¿Qué rescataría como positivo de los gobiernos populistas latinoamericanos? ¿Cuáles son las consecuencias más visibles que encuentra en el mapa populista de América latina?
Creo que los gobiernos que podemos asociar con el “populismo” (típicamente, los de Venezuela, Ecuador o Argentina, en los años recientes, y por nombrar sólo algunos) fueron importantes como modo de desafiar a los años previos, marcados por políticas económicas de “ajuste estructural” y desempleo, que produjeron gravísimos daños en materia social. En particular, destacaría una pregunta que el “populismo” nos fuerza a contestar –una pregunta que le interesaba a Ernesto Laclau: Es que pueden impulsarse políticas de cambio social significativas, desde dentro de un marco institucional que dificulta que el Estado promueva mejoras sociales. Y también: pueden impulsarse cambios desde un sistema institucional que se muestra tomado por los grupos de poder a los que se les quiere poner límite?
Dicho esto, agregaría que hoy, cuando el “populismo” se retira de la región, podemos decir que también nos deja con daños muy graves. Entre ellos, destacaría en primer lugar el daño que le han hecho a los ideales invocados (ideales de justicia social, igualdad y derechos humanos, en particular), que muy habitualmente se utilizaron como pantalla para encubrir actos de inédita corrupción y también para legitimar políticas, a su modo, conservadoras. Mencionaría además como grave el legado de destrozo institucional que han dejado, particularmente en relación con los medios de comunicación (considerados) opositores; los organismos de control; y -en especial- el Poder Judicial. Finalmente, creo que también es nefasto el modo en que han re-alimentado las políticas verticalistas que, como tales, son opuestas al tipo de horizontalismo democrático y participativo que a muchos nos interesaría promover. Para la izquierda, el pasaje de este “populismo” por el poder ha resultado –por las razones dichas- una pesadilla, no idéntica pero sí comparable con el período que antecedió a tales gobiernos.
-¿Es real la antinomia populismo vs. neoliberalismo? ¿Hay otras opciones políticas vigentes?
Como ya señalara, es cierto que se trata de movimientos o grupos políticos que nacieron, de algún modo, en diálogo el uno con el otro, y en apariencia enfrentados entre sí. Sin embargo, no es cierto que se hayan mostrado como antitéticos, en la práctica, y mucho menos aún que esos dos grupos agoten el campo de lo político. Sobre lo primero, y las coincidencias entre ambos, sólo remarcaría que “populistas” y “neoliberales” promovieron políticas impositivas similares, mantuvieron –en promedio- niveles de desigualdad similares; y no desafiaron la estructura de la propiedad existente. Sobre lo segundo, señalaría que hay demasiada vida, por suerte, fuera de aquella dicotomía. 

10 jun 2016

Documento Plataforma sobre el nuevo gobierno (y el viejo)

A seis meses del nuevo gobierno: un diagnóstico socio-económico

Plataforma 2012, 10 de junio de 2016



A seis meses de asumido el nuevo gobierno, desde Plataforma 2012 proponemos recuperar la vigencia de nuestro planteo originario y retomar, bajo las actuales condiciones, el necesario debate sobre los problemas fundamentales que siguen pendientes de resolución en la Argentina.

En nuestro documento original de enero de 2012 planteamos algunos ejes problemáticos: las violaciones de derechos humanos y el avance en la legislación represiva; el proceso de concentración de riqueza y especialmente el problema de la concentración de la propiedad de la tierra y la soja-dependencia, correlato del despojo de comunidades campesinas y pueblos originarios, el avance de la megaminería contaminante y los privilegios recibidos por las grandes corporaciones mineras, cerealeras, petroleras, automotrices, bancos. En esta línea, señalamos el incremento de las brechas de la desigualdad. Por último, apuntamos a visibilizar la construcción, por parte del gobierno, de un relato que pretendía enmascarar dichas políticas y alianzas, bajo un discurso épico pretendidamente progresista y fuertemente descalificador y estigmatizante de toda disidencia.

Es indudable que el gobierno anterior dejó como herencia problemas profundos. Para nombrar algunos: alta inflación, niveles crecientes de pobreza; aumento del empleo informal y de la desocupación, el mayor déficit fiscal en la historia democrática reciente, muy bajo nivel de reservas, intercambio comercial deficitario con controles arbitrarios de importaciones y mercado de cambios, producción y empleo privado estancados hace años con el empleo público creciendo como mero refugio, un esquema de subsidios a los servicios públicos caracterizado por la corrupción en la connivencia entre las empresas y el gobierno y una progresiva incapacidad de sostenimiento financiero y la destrucción del sistema de indicadores económicos y sociales, etc.

Esta herencia es responsabilidad del gobierno anterior, pero los caminos elegidos por el actual gobierno para intentar resolver estos problemas no parecen los más adecuados y ni siquiera garantizan su resolución. Más aún, el modo en cómo ha encarado la herencia recibida revela las características del nuevo oficialismo: se trata de un gobierno neoempresarial, que entiende la política como gestión y marketing y concibe la tecnocracia como la estrategia central de la construcción de hegemonía.

En efecto, el punto anterior referido a la “herencia recibida” constituía un test general para el nuevo gobierno, que decidió abordar su resolución optando por un ajuste tradicional –uno más de los que históricamente ha sufrido la sociedad argentina-, golpeando duramente a los sectores más vulnerables, e incrementando las desigualdades –incluso justificándolas-, en nombre de la promesa de un futuro “derrame”. De este modo, lejos de las promesas de “pobreza cero”, el discurso fundacional del nuevo oficialismo se centra en la necesidad de un “sinceramiento doloroso y eficaz”, el cual es presentado como si hubiera una respuesta “única”, de carácter “técnico”, sin discutir el modo de abordaje, con lo cual se pretende ocultar la estructura de intereses que existe detrás de la dialéctica existente entre la herencia recibida y la resolución implementada, la cual, una vez más, favorece a los sectores más concentrados de la sociedad.

Basta observar que en estos meses la inflación se aceleró como resultado de las políticas oficiales, la política monetaria y cambiaria se muestra contradictoria y muy favorable a la renta financiera mientras el sistema productivo soporta fuertes incrementos de costos; de hecho, la mejora competitiva de la devaluación de inicio se erosionó en gran medida con la aceleración de precios, al tiempo que las tasas de interés impulsadas desde el Banco central garantizan negocios financieros especulativos para los grandes operadores. Asimismo, pese al déficit fiscal se resignaron impuestos a las grandes corporaciones mineras y agropecuarias mientras no se ajustan escalas y tributos a los grupos de menores ingresos y a las empresas de menor tamaño. Se reclama una situación de emergencia para el ajuste del gasto público y de los salarios, pero no se plantean impuestos directos y progresivos a la renta financiera, a las grandes fortunas y a la concentración de la propiedad.

Puede afirmarse que las principales medidas en el campo económico del actual gobierno han buscado reestablecer la renta financiera y las ganancias de las grandes corporaciones, con el declarado objetivo de atraer capitales al país. El anunciado blanqueo de capitales es otra medida que va en el mismo sentido y que se contradice con el discurso oficial contra la corrupción público-privada. En estas cuestiones, preocupa la confusión que está generando el gobierno entre interés público y privado. La elección como funcionarios públicos de ex CEOs de las grandes corporaciones empresariales es un dato más de esta confusión. El gobierno parece considerar que administrar los bienes y servicios públicos es igual que administrar los bienes y servicios privados, lo cual es un error probado por la literatura y la investigación económica y social.

En este sentido, y como muestra del modo en que se implementaron los ajustes de las tarifas de servicios, el interés primordial del gobierno ha sido el de garantizar rápidamente las ganancias de las empresas, dejando en un segundo plano el impacto negativo sobre el bienestar de la población (desconociendo incluso las diferencias térmicas entre los extremos de la geografía nacional en la aplicación del incremento tarifario de electricidad y gas), y los costos de empresas de menor tamaño que son las responsables principales de la oferta laboral en el país. La concepción de la gestión pública con criterios de las grandes corporaciones privadas, quedó evidenciada en la ola de reclamos y el anuncio cotidiano de excepciones a los ajustes. Más que “eficiencia”, el gobierno muestra desconocimiento y arbitrariedad, además de las sospechas sobre funcionarios por sus estrechos vínculos con las corporaciones beneficiadas.

Los recientes anuncios gubernamentales, pegados a un blanqueo y a la eliminación del impuesto a los bienes personales, también tiene reminiscencias del gobierno anterior, que habilitó varios blanqueos durante su gestión y siempre usó la estrategia de justificar y legitimar medidas favorables a los grupos de mayor riqueza con algunas medidas sensibles socialmente. Así, el anuncio de la oferta del Estado para todos aquellos jubilados que están en litigio (con sentencia firme o que están en juicio), lo cual implicaría un aumento del 45% para aquellos que acepten entrar en este acuerdo, es una medida en el sentido correcto, pero no se tiene en claro cómo seguirá el financiamiento a futuro de estos beneficios y del conjunto del sistema porque el pago de esos beneficios está atado a un nuevo blanqueo de capitales. En realidad, el pago de la deuda histórica para con los jubilados sólo podría sostenerse en el tiempo si se lleva a cabo una reestructuración impositiva general y progresiva; acompañado esto de un aumento del empleo en blanco.

Por otro lado, el anuncio de un nuevo blanqueo no es sólo a todas luces política y moralmente inaceptable, sino que además vendría atado a la promesa de eliminar el impuesto a los bienes personales para el año 2019. O sea, no solo que pueden blanquear lo que estaba en negro, sino que además no van a cobrarle en el futuro impuestos por esa riqueza. El impuesto a la riqueza es uno de los instrumentos más eficaces para combatir la desigualdad distributiva y debería potenciarse en lugar de eliminarse.

Peor aún, el actual gobierno ha resuelto profundizar la política del gobierno anterior favorable a la matriz energética sostenida en hidrocarburos. Como hemos expuesto en otros documentos, esta apuesta no sólo es cara sino también nociva para el país y va a contramano de los crecientes problema que plantea el cambio climático al tiempo que profundiza los conflictos territoriales en torno a la contaminación del medio ambiente. La no publicidad del contrato de YPF con la multinacional Chevron, el mantenimiento de los contratos con China son solo ejemplos de la continuidad en la materia.

Otra medida preocupante es la modificación del decreto 436 del 31 de enero de 1984, sancionado en la época de Alfonsín, que había quitado a los militares el manejo de una serie de definiciones en torno a su personal, que pasaban a ser controladas por el Ministro de Defensa. Este decreto fundacional de la nueva era democrática, fue reemplazado por un reciente decreto presidencial (721/2016), por el cual las Fuerzas armadas vuelven a tener atribuciones para decidir ascensos, traslados, designaciones, premios, incorporación de retirados en espacios de formación, que desde 1985 estaban bajo el control político. De este modo, se fortalece un funcionamiento más corporativo y autónomo de las fuerzas armadas, lo cual implica un claro retroceso respecto del necesario control civil de las mismas.

En otro orden, contrariamente a lo que se esperaba, no se observa una despolarización del campo político-social. Por un lado, sectores importantes del exoficialismo niegan el carácter crítico de la herencia recibida (como si la Argentina anterior al 10 de diciembre de 2015 hubiese sido un país igualitario, sin problemas de inflación, de pobreza, de empleo ni de tipo de cambio, entre otros), exacerbando con ello los esquemas binarios. Por otro lado, el actual oficialismo ha preferido potenciar esa brecha como estrategia política. Sin desconocer que el empleo público fue utilizado por el gobierno anterior con fines político-partidarios, también hay que señalar que el actual gobierno se embarcó en una política de despidos que en varios casos alcanzan áreas relevantes del Estado e involucran personal de planta, con muchos años de antigüedad. Las contradicciones que se observan en cuanto a la recuperación del personal técnico del Indec no le otorgan al gobierno mucha legitimidad para estas acciones.

Asimismo, el acento puesto en el sobre-empleo estatal no se corresponde con la evidente necesidad de ampliarlo en áreas vitales como la salud y la educación pública cuyo deterioro es reconocido por los estudios especializados en la materia. También hay necesidad de ampliar coberturas, incorporar empleo en áreas sensibles al bienestar, el cuidado y la igualdad de oportunidades de la población. Más aún cuando ya es evidente y aceptado por el propio gobierno, que las políticas aplicadas han generado mayor deterioro en los ingresos y el bienestar de la población más vulnerable.

Pese a que se continúa sin estadísticas oficiales en la materia, estimaciones privadas cuya solidez ha sido reconocida por funcionarios de este gobierno señalan un incremento notable de la pobreza por ingresos y un deterioro de las condiciones laborales de la población más vulnerable. Otra vez, la rapidez del ajuste para recomponer la ganancia de los grandes grupos empresarios contrasta con la lentitud en políticas dirigidas a sostener el empleo y el bienestar de los grupos más desaventajados. Aún si el proyecto de la pensión universal representa una señal positiva, la ampliación de la cobertura de la Asignación por Hijo a los monotributistas, la anunciada baja del IVA para el consumo de ciertos productos de grupos seleccionados de la población, las “tarifas sociales”, son paliativos insuficientes y que continúan con el criterio de “individualizar” carencias en lugar de “universalizar” servicios. Estas continuidades señalan que al igual que el anterior gobierno, el actual apuesta a continuar con la fragmentación en el sistema de protección social y el aliento a la prestación de bienes y servicios sociales segmentados según el nivel de ingresos y riquezas.

En otro orden, el reciente veto presidencial a la llamada Ley antidespidos, sancionada por el Parlamento Nacional, también marca una continuidad con políticas del gobierno anterior. Es discutible la efectividad de una norma de este tipo para proteger el empleo, pero no es cierto como afirma el oficialismo que la misma genere pobreza o destruya empleo. La pobreza crece y el empleo se destruye por muchas otras razones, incluyendo algunas de las actuales políticas que descargan sobre el costo laboral el ajuste de otros precios. En todo caso, y más allá de cuestionar la norma que apunta sólo a la protección del empleo de los grupos más formales, es criticable el veto a una ley parlamentaria. Si bien el “veto” es una herramienta prevista por la Constitución (algo de lo cual el actual presidente se ha servido de modo recurrente y controversial durante sus 8 años de mandato en la ciudad de Buenos Aires, sumando 128 entre vetos parciales y totales), el mismo representa un remanente del pasado, vinculado con un modo de concebir la democracia que rechazamos (el debate colectivo situado bajo la autoridad o custodia última de un individuo dotado de la imparcialidad de la que las mayorías sociales y legislativas carecen).

Desde Plataforma 2012 seguimos con atención también el modo en que, desde los tribunales se enfrentan los casos de corrupción, presentes y pasados. Sobre tales procesos, nos interesa marcar dos cuestiones, de naturaleza estructural, que pueden ayudarnos a pensar sobre los mismos, alejándonos de la coyuntura inmediata. En primer lugar, entendemos que, más allá de los intereses e intencionalidades presentes –obvios e inevitables en cualquier disputa política de relevancia- el debate sobre la corrupción resulta de enorme relevancia, sobre todo a la luz del carácter estructural, más que episódico, adquirido por la misma durante los últimos años del anterior gobierno: se trató de un régimen que, más que convivir con eventos aislados de criminalidad –recurrentes a lo largo de toda nuestra vida institucional- construyó una maquinaria alimentada y generadora de actividades ilícitas. Pasamos de contar con un gobierno salpicado de actos ilegales a otro que resultó definido por ellos. El actual gobierno se encuentra obligado a dar señales (más) claras, de que ha roto lazos con dichos mecanismos (sin embargo, la experiencia pasada en el Gobierno de la Ciudad lo muestra más vinculado que enfrentado a la maquinaria puesta en marcha por el gobierno anterior).

 En segundo lugar, consideramos que las dificultades, ocasionales apuros, limitaciones y titubeos que muestra el sistema judicial en la atención de los casos de corrupción estructural tampoco resultan coyunturales: las acciones y omisiones de la justicia argentina –y, en particular, de la justicia federal- aparecen motivados menos por el derecho y cómo interpretarlo, que por cálculos de conveniencia, propios de los magistrados y fiscales a cargo de las investigaciones. Sin presión social y política, y sin cambios significativos que se operen sobre el poder judicial, no resulta en modo alguno esperable un cambio en este modo –interesado o cómplice- con que nuestro sistema institucional procesa hoy los casos más graves de la corrupción estructural.

Asimismo, no podemos dejar de manifestar nuestro rechazo al Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas, que emitió apenas asumido el nuevo gobierno, a través del Ministerio de Seguridad. Nuevamente, el inaceptable legado del gobierno anterior en la materia (el espionaje sobre trabajadores desde el Estado o por medio de fuerzas auspiciadas por el gobierno; la represión constante de obreros –de Lear, Kraft, Pepsico, Donnelley, etc.; bajo una retórica de respeto de los derechos humanos y sociales de los trabajadores, la sanción de la ley antiterrorista), no protege al nuevo gobierno frente a las objeciones que merece por el modo en que comenzara a tratar el tema de la protesta social. El protocolo propuesto pecó por problemas de todo tipo, incluyendo problemas procedimentales (un texto que afecta en particular a los grupos más desaventajados de la sociedad, pero que fuera escrito a las apuradas, con vocación meramente efectista, y sin una consulta directa y obligatoria a los sectores que terminarían siendo los más afectados por el mismo); y sustantivos (una visión torpe sobre los aspectos expresivos del derecho a la protesta; un desconocimiento de las responsabilidades del Estado en la afectación de derechos constitucionales básicos que luego dan base a la protesta; el apresuramiento en la calificación de las conductas de protesta como delictivas; liviandad y vaguedades impermisibles en la regulación jurídica del comportamiento de las fuerzas de seguridad; etc.).

A pesar de que el protocolo represivo con el que se quiso sancionar e impedir las manifestaciones callejeras, fue inaplicable hasta ahora, nuevos y graves hechos represivos sacuden la escena social. Desde febrero de este año, son innumerables los hechos de represión y los avances en la criminalización de la protesta que han afectado diferentes sectores , desde trabajadores del ámbito público y privado, hasta pueblos originarios, abarcando la totalidad de nuestra geografía, desde Jujuy hasta Tierra del Fuego. Sin embargo, al igual que la ley antiterrorista, dicho protocolo queda disponible para ser aplicado cuando las condiciones sociales lo permitan. De hecho, en el corto plazo el gobierno proyecta relanzar dicho protocolo.

No obstante la persistencia de la polarización y la profundización de la crisis económica, las grandes manifestaciones sociales de los últimos meses muestran la necesidad de recomponer desde otra perspectiva, la respuesta colectiva a políticas públicas que no reconocen como prioritarios derechos básicos como el trabajo, la vivienda, la tierra, la educación y la salud, así como el derecho a contar con servicios básicos (electricidad, gas y agua). Dicha recomposición requiere como condición necesaria una articulación social que respete los diferentes protagonismos populares, colocándose así por fuera de cualquier pretensión de liderazgo único o hegemonismo, tal como es visible en aquellas fuerzas sociales nucleadas en el anterior oficialismo.

Como ya hemos señalado en documentos anteriores, desde Plataforma 2012 consideramos queson numerosos los temas relevantes que deberían abordarse, en orden de repensar la relación entre sociedad y Estado, política y economía, ciudadanía y democracia: la necesidad de una reforma tributaria progresiva que incluya impuestos verdes, a la riqueza y a la herencia; de una reforma política que contemple mecanismos e instituciones que permitan evitar la concentración del poder político y posibiliten la democratización de las decisiones en la vida política; de una reforma del sistema nacional de cuidado y ampliación de la calidad de la salud, de la educación pública, de políticas de género que incluyan una declaración emergencia nacional en materia de violencia de género; de la sanción de un ingreso ciudadano universal e incondicional; de políticas públicas de protección del medio ambiente y de los bienes naturales que apunten no sólo a una sustentabilidad fuerte sino también a la descentralización y desconcentración económica; de una política social dirigida a mejorar la calidad de vida y la participación política de los pueblos originarios; de planes de desarrollo regionales, de desarrollo productivo, orientados a la desconcentración de la propiedad rural y de la riqueza; de políticas de combate del narcotráfico; en fin, de políticas culturales amplias y planificadas en pos del libre acceso a la cultura, la información y la comunicación. Estos son algunos de los grandes temas que hoy no discute el nuevo gobierno ni están presentes en la agenda política.



Firmas Grupo Promotor de Plataforma:

 Osvaldo Acerbo, Julio Aguirre, Mirta Antonelli, Jonatan Baldiviezo, Héctor Bidonde, Jorge Brega, José Emilio Burucúa, Diana Dowek, Lucila Edelman, Roberto Gargarella, Adriana Genta, Adrian Gorelik, Diana Kordon, Darío Lagos, Alicia Lissidini, Rubén Lo Vuolo, Gabriela Massuh, Patricia Pintos, Daniel Rodríguez, Alfredo Saavedra, Ana Sarchione, Beatriz Sarlo, Maristella Svampa, Ruben Szuchmacher,  Nicolás Tauber Sanz, Jaco Tieffenberg, Enrique Viale, Patricia Zangaro.



PARA ADHERIR:   plataforma2012@plataforma2012.org,ar