En mayo de este año, la Jueza
Susana Nóvile, a cargo del Juzgado Civil n. 108 de la Capital, condenó a la
revista humorística Barcelona a indemnizar a Cecilia Pando, presidenta de la
Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos de la Argentina –una
organización que orienta su trabajo a defender a militares procesados por las
acciones cometidas durante la última dictadura- en 40.000 pesos, debidos al
“daño moral” que ella habría sufrido a partir de un fotomonaje que se incluyera
en la contratapa de la revista. En la misma, Pando es objeto de burla por el encadenamiento que protagonizara
frente al Ministerio de Defensa, en agosto del 2010. Se la muestra entonces maniatada
con una red y desnuda (el cuerpo desnudo que aparece en la fotografía no es el
de ella), a la vez que rodeada de “leyendas de carácter pornográfico” que se
consideran agraviantes hacia la demandante.
El fallo es uno más de entre las
múltiples decisiones cuestionables que riegan a la jurisprudencia argentina,
pero la gravedad del mismo, al afectar de lleno al derecho fundamental de
nuestra Constitución –el derecho a la crítica- lo hace merecedor de alguna
atención especial.[1]
Según diré, la decisión que aquí
examinamos reconoce acertadamente todos los conceptos y problemas técnicos que
deben ser abordados en un fallo de esta índole, pero fracasa de modo contundente
en el tratamiento de cada uno de ellos: “responsabilidad ulterior;” “figura
pública;” “daño moral;” “privacidad;” “sátira;” “real malicia;” entre otros.
En lo que sigue, me concentraré en
el análisis de algunas de las cuestiones técnicas citadas, y en particular en
dos de ellas, que considero claves para la decisión del caso: la noción de
“figura pública,” y la de “daño moral.” Antes de hacerlo, haré referencia a un
caso que debió haber sido protagonista del fallo aquí cuestionado, dado el
linaje en el que se inscribió la misma Jueza, a partir de las referencias
jurisprudenciales que tomara como referencia –el fallo Hustler Magazine,
Inc. v. Falwell, 485 U.S. 46 (1988).
Hustler
v. Falwell
En Hustler v. Falwell, la Corte Suprema norteamericana, presidida en esta
oportunidad por el muy conservador Juez Rehnquist, mostró de modo ejemplar de
qué forma se puede y se requiere razonar
un caso difícil (antes que imponer una decisión sin fundamentos), vinculado –como
el caso que aquí se examina- con la libertad de expresión, la sátira, la
afectación del honor y el debate público. A contrario del fallo local que aquí
examinamos –caracterizado por la falta de argumentación, el dogmatismo y los
errores técnicos- la decisión de la Corte norteamericana marcó un camino de
razonamiento a seguir, particularmente en el marco de una decisión (como la que
está aquí bajo estudio) que toma como puntos de referencia habitual a fallos
previos tales como New York Times v.
Sullivan; Gertz v. Welch; o Rosenbloom
v. Metromedia.
El fallo Hustler forma parte de aquella misma familia de casos, y está
guiada exactamente por los mismos principios que marcaron al ya mítico caso New York Times –principios que
especifica para un caso paralelo al que nos ocupa, de sátira sexual extrema
frente a una persona (no funcionario público) que es conocida públicamente.
Para resumir de modo breve una decisión compleja, diría que el caso trataba de
una parodia publicada por la revista pornográfica Hustler, contra el reverendo
Jerry Falwell, con el uso de una fotografía y una entrevista que tenían al
último como protagonista, y en donde se presentaba al mismo teniendo relaciones
adúlteras con su madre, en una situación de embriaguez. El jurado que revió el
caso consideró que no podía tomarse a la publicación como describiendo hechos
reales, pero pidió finalmente que se indemnizara al protagonista por estrés
emocional. La Cámara de Apelaciones reafirmó esa decisión, que luego sería
revertida por la Corte Suprema. Qué es lo que dijo entonces la Corte Suprema de
los Estados Unidos? A los fines de este texto, resumiría lo dicho por ella en
cuatro puntos principales.
En primer lugar, la Corte liderada
por Rehnquist enmarcó la discusión del caso en el “framework” correcto, esto
es, en el compromiso especial que el sistema jurídico norteamericano establece con
el “debate público robusto, desinhibido, vehemente,” definido por el caso New York Times. Sostuvo entonces que “el
tipo de debate robusto alentado por la Constitución va a producir siempre
discursos críticos contra los oficiales públicos y figuras públicas”. Reconoció,
además, que esas críticas no iban a ser moderadas, y admitió que ellas
incluirían habitualmente ataques “vehementes, cáusticos, agudos,
desagradables.”
En segundo lugar, hizo una
referencia apropiada en torno a cómo tomar el daño emocional en estos casos,
dado el impacto que dicho tratamiento podría tener en la robustez final del
debate público. Sostuvo entonces que “en términos generales, la ley no toma al
intento de infligir estrés emocional como uno que deba recibir mayor
atención…Creemos –agregó la Corte- que en el área de debate público, la
libertad de expresión prohíbe tomarlo en cuenta cunado hablamos de figuras
públicas. Si no dijéramos esto, los caricaturistas políticos y los que hacen
sátiras estarían permanentemente sujetos a pagar daños sin prueba alguna…”
En tercer lugar, el fallo
norteamericano definió de modo preciso la naturaleza de la sátira política y
sus implicaciones. Dijo al respecto: “El atractivo de la caricatura política se
basa habitualmente en la exploración de rasgos físicos desafortunados o de
hechos políticamente embarazosos –una
exploración habitualmente calculada para lastimar los sentimientos del sujeto
en cuestión. El arte del caricaturista no es, de modo habitual, razonado o
equilibrado, sino parcial y confrontativo” (énfasis añadido).
Finalmente, la Corte
norteamericana mostró las dificultades inherentes e insalvables, propias del
querer distinguir entre sátiras (digámoslo así) comunes, y sátiras (digámoslo
así) demasiado escandalosas. En sus términos: “Nos dicen que el acto en
cuestión fue demasiado escandaloso (outrageous),
diferente de las caricaturas habituales.” Y agregó: “si fuera posible definir
un estándar basado en principios para separar unos casos de los otros, el
discurso público sufriría seguramente poco daño sin tales expresiones. Pero
dudamos de que exista ese estándar, y estamos muy seguros de que la descripción
peyorativa de “escandaloso” no provee ese estándar. La idea de escandaloso,
dentro del discurso político y social, tiene un nivel de subjetividad inherente
tal, que permitiría que un jurado impusiese condenadas basado en sus gustos o
puntos de vista, o el disgusto que causa una cierta expresión. Entonces, la
adopción de un estándar de ese tipo implicaría renunciar a nuestro habitual
principio de no permitir el pago de daños porque el discurso en cuestión puede
tener un impacto emocional adverso sobre la audiencia que lo recibe.”
Estas ideas básicas, conforme
entiendo, demuestran el modo excepcional, sofisticado, en que una Corte (muy
conservadora) puede razonar sobre un caso difícil, precisando con claridad y
agudeza una respuesta para cada una de las dificultades conceptuales con las
que debe lidiar. Lo que nos encontramos al analizar el fallo contra la revista
Barcelona es lo opuesto a lo que hallamos en Hustler.
Algunas precisiones conceptuales y
aclaraciones previas
Antes de concentrarme en el
análisis de las dos ideas que considero centrales en el fallo que beneficiara a
Cecilia Pando –la noción de “figura pública” y la idea de “daño moral”- quisiera
precisar y aclarar algunas de las muchas cuestiones que ameritarían tratarse de
un modo más detallado, y que son de especial relevancia para el estudio que
quiero llevar a cabo.
En primer lugar, me interesaría
subrayar que es sorprendente (por lo fuera de lugar) el espacio y atención que el fallo le dedica a la noción de la
“real malicia.” La “real malicia” está reservada para informaciones falsas -false statements of fact- sujetas a comprobaciones
sobre el grado de su veracidad, que resultan por completo ajenas al caso del
que nos ocupamos. En efecto, estamos tratando aquí sobre una sátira, y resulta
por completo indiferente al caso el hecho de que sea verdadero o falso que –pongamos-
la demandante se hubiera encadenado o no al edificio Libertador; que hubiera
estado desnuda o no; que tuviera razón en su reclamo o no; etc. La naturaleza
de la sátira nos coloca sobre otros andariveles, que no son los de los hechos
verdaderos o falsos.
En segundo lugar, insistiría con
lo dicho por el fallo Hustler en
torno a la sátira: está en la naturaleza de la misma la exageración o la burla,
tanto como el provocar un malestar en los sentimientos de quien es objeto de
ella. Por lo tanto (volveré luego sobre el punto) insistir con la idea de que
la persona en cuestión ha sufrido mucho a partir de la sátira resulta
desconcertante –además de preocupante, dado el lugar que dicha cuestión termina
jugando en la decisión final del caso. De idéntica forma, resulta inaceptable
(a la luz de argumentos como los revisados en el caso norteamericano) que se
pretenda hablar de frases que “exceden un tono sarcástico y burlón”, como si
fuera posible encontrar un estándar capaz de distinguir entre lo que queda de
un lado y del otro de lo “excesivo,” y que el mismo no sea un estándar que no
termine por ahogar el debate público.
En tercer lugar, mencionaría que
el fallo hace un sorprendente empleo del concepto de “privacidad,” al que trata
de modo muy impreciso, en paralelo con la noción de “intimidad,” o junto con el
uso de la idea de lo “doméstico.” La idea de lo “público” (como contracara de
lo “privado”) se encuentra (y merece aparecer) conectada, en cambio, con la
idea de “daño a terceros.” Por tanto, y para poner un ejemplo, la violencia
doméstica debe ser tratada como una cuestión “no privada”, por más que ella
haya sido llevada a la práctica “lejos de la vista de los demás”, o en la
“intimidad” (espacial) del propio hogar. La liviandad y vaguedad con que
habitualmente se maneja un concepto de tanta importancia, referido a uno de los
arts. clave (el art. 19) de nuestra Constitución requieren de un llamado de
atención muy fuerte por parte de nuestra doctrina (conviene recordar las muy imprecisas
declaraciones de los ex Jueces de la Corte Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay, en
las postrmierías del fallo Arriola). Por
lo demás y ante lo dicho, casos referidos a los derechos personalísimos, como Ponzetti de Balbín, citados en el fallo
en cuestión, poco tienen que ver con lo que se trata en el mismo.
En cuarto lugar, remarcaría la
importancia que tiene el –y que la doctrina ha sabido otorgarle al- derecho de
libertad de expresión, reconocido en el art. 14 de nuestra Constitución, y
reafirmado a partir de los compromisos internacionales asumidos por nuestro
país en respeto a derechos humanos básicos, hoy constitucionalizados a partir
del art. 75 inc. 22 de nuestra Constitución. En la tradición del fallo New York Times, propongo leer ese
derecho a la luz de una responsabilidad especial y fundamental tomada en
relación con la promoción de un debate público robusto y amplio, que merece
preservarse lo más extenso posible, sobre todo en lo relativo al debate sobre
cuestiones esenciales a la política, como la involucrada en el caso. Dicho
debate no se compone exclusivamente de piezas librescas o artículos
editoriales, sino que incluye también otros discursos, verbales o no verbales,
como los propios de una sátira, una parodia o una caricatura (no es necesario
decir que muchos de los más importantes aportes hechos a nuestro debate
público, aún o especialmente en tiempos recientes, tuvo que ver con los que
provinieron de nuestros caricaturistas, cómicos y especialistas en el humor
gráfico).
En quinto lugar, enmarcaría esta
preocupante decisión, también, dentro del contexto de algunas otras decisiones,
igualmente alarmantes, elaboradas por nuestros tribunales, en años recientes, en
materia de ofensas al honor y libertad de expresión. Pienso, en particular, en
el fallo de Corte que beneficiara al juez federal Rodolfo Canicoba Corral, a
partir de una demanda civil por los daños y perjuicios que le causaran los
dichos del ex gobernador de la provincia de Santa Cruz y ex diputado Sergio
Acevedo, cuando éste utilizara expresiones como “detestables” o “jueces de la
servilleta,” para referirse a un grupo de jueces que incluían al nombrado. La
decisión de la Corte (firmada por los jueces Ricardo Lorenzetti, Raúl
Zaffaroni, Juan Carlos Maqueda y Carlos Fayt) reafirmó las que habían sido
tomadas en primera instancia y en la Cámara en lo Civil: ella representa una de
las sentencias más cuestionables que nos lega la renovada y signficativa Corte
nacional.
Finalmente, sólo agregaría una
aclaración que debiera ser obvia a esta altura, referida a lo que no implica mi
crítica al fallo en cuestión, sobre todo a la luz de una postura alternativa,
que ha tomado especial relevancia a partir de las discusiones desatadas por el
caso en nuestra esfera pública. Resulta inaceptable mezclar, en el análisis del
caso, las simpatías o antipatías que nos pueda generar la revista Barcelona
(que toma a las provocaciones y al desafío al “sentido común” como una de sus
marcas de identidad); tanto como el horror o acuerdo que nos puedan suscitar
las posiciones públicas asumidas por la demandante Cecilia Pando, que sin duda
tocan una de las fibras más sensibles de la vida política de nuestro país,
desde la recuperación de la democracia. Si –tal como lo entiendo- el fallo en
cuestión merece ser severamente cuestionado, ello de ningún modo debe estar
vinculado con las cercanías o el rechazo que puedan generarnos la persona de
Pando o la revista Barcelona.
Los dos conceptos clave del caso:
“figura pública” y “daño moral”
Permítanme, en lo que sigue,
concentrar mi atención en lo que considero son los dos conceptos fundamentales
abordados en el caso: los de “figura pública” y “daño moral.” Tratar a cada uno
de estos conceptos de un modo o el contrario –a la luz de un caso como el que
está aquí bajo análisis- implica conducir la decisión final en una dirección o
en la contraria. De allí la crucial relevancia del análisis que se hace de cada
una de estas dos ideas. Me detendré en el examen de cada una ellas, luego del
siguiente comentario general: resulta notable que el fallo se presente tan
especialmente flaco y vulnerable, justamente, en el tratamiento de las dos
cuestiones más cruciales que aborda. Ambas son resueltas en una línea, que es
afirmativa y declamativa, antes que el resultado de una argumentación meditada.
Figura
pública. Ante todo, diría que
categorías como las de “figura pública” o “funcionario público” no son
dispositivas, no están abiertas a ser usadas conforme a la opinión
circunstancial de un magistrado. Se trata de términos técnicos, basados en
razones debidamente justificadas. En este caso, resulta esencial la
determinación de si Pando es un “mero particular” o “persona privada”, o si se
trata en cambio (ya que no de un “funcionario público”), de una “figura
pública.” Y la cuestión es crucial porque, de tratarse de un “mero particular,”
ella merecería una protección ultra-especial. En el fallo se le asigna ese
carácter (el de “un particular que no era funcionario ni figura pública”) sin
argumentos: sólo se transcriben, con antelación, y en muy pocas líneas, algunos
casos en donde se habla de la distinción, pero en donde no se ofrecen
argumentos aplicables al caso.
Contra lo sugerido por la Jueza
Nóvile, tengo pocas dudas para señalar, con contundencia, que Cecilia Pando es
un caso paradigmático –tal vez de los más paradigmáticos en la historia argentina
reciente- de “figura pública.” Hablamos de “figura pública” para referirnos a
una persona que no puede ser equiparada con un “mero particular”, que es
absolutamente vulnerable frente a los ataques que pueda recibir de un medio de
comunicación o un funcionario estatal que lo agravie u ofenda sin razón alguna:
nadie le conoce; no cuenta con medios para responder a esas críticas; no forma
parte del elenco de personas que habitualmente circula en los medios de
comunicación masivos; etc. El caso de la “figura pública” es diferente de
aquel, por razones múltiples. Por un lado, esta persona –a diferencia del “mero
particular”- ha hecho esfuerzos especiales por colocarse (por voluntad propia,
se entiende) en un lugar visible en relación con los demás. En el caso de
Pando, ello resulta muy claro: ella protesta, se entrevista con Jueces y
Ministros, se encadena a un edificio, etc. Además, y por eso mismo, la “figura
pública” es una persona que es frecuentemente consultada por, o se encuentra
habitualmente presente en, los medios de comunicación o en los ámbitos del
Estado: dicho sujeto tiene, por tanto, una capacidad especial para dar
respuesta a las críticas que recibe, con la que no cuenta el “mero particular”.
Ésa es la situación -por lo dicho y por lo que conocemos de ella- de Cecilia
Pando. Resulta especialmente curioso, en este sentido, que el fallo niegue ese
carácter de “figura pública” afirmando, al mismo tiempo que la revista
Barcelona duplicó las ventas del número cuestionado por colocar a Pando en la
contratapa. Si Pando no fuera lo que es –una “figura pública”, se hace muy
difícil explicar ese aumento de ventas que el fallo expone enfáticamente como
dato cierto. En definitiva, la “figura pública” es alguien que casi cualquier
persona conoce o puede reconocer y, también a partir de ello, su tratamiento de
cuestiones de interés público requiere estar sujeto a un marco más amplio de
críticas (por la influencia de su palabra en la opinión pública) que la que
podría corresponder en el caso de un particular: permitir ese marco más amplio
de críticas, contribuye a expandir nuestro debate público, imponiendo a la
“figura pública” costos eventuales que se compensan por el estatus especial que
es propio de una “figura pública”. A partir de lo dicho, insisto, me cuesta
considerar que alguien no vea en Cecilia Pando una “figura pública”, cuando por
su trayectoria e historia, ella ha ganado un grado amplísimo de
(re)conocimiento e impacto dentro de nuestra discusión colectiva.
Daño
moral. Finalmente, la noción del
“daño moral” resulta crucial en el derecho, como en el fallo, y por tanto
requiere de un estudio especial. En el derecho, bastaría con decir que John
Stuart Mill consideró que todo el derecho de una nación podía ordenarse,
justificadamente, a partir de la noción de lo que se definía como “daño a
terceros.” No necesito abundar aquí demasiado sobre este punto, salvo para
remarcar la importancia de tratar con cuidado el tema, ya abordado largamente y
con detalle por la doctrina comparada. Doctrinarios como Gerald Dworkin o, en
particular, Joel Feinberg –autor de una voluminosa, precisa y muy minuciosa
serie de artículos y libros sobre el tema del Harm to others- son referencia obligada para quienes quieran tratar
sobre dicha temática.
Yendo al fallo en cuestión, sí
corresponde decir que la idea de “daños” es la que fundamenta la sanción que en
el mismo se le impone a la revista Barcelona. Lamentablemente, otra vez, y como
en el caso del concepto anterior (sobre “figuras públicas”), el fallo
prácticamente no argumenta sobre la cuestión. Simplemente declara, en una
línea, que “(resultó) demostrado que ha sido afectada (Cecilia Pando) en su
honor”. Nuevamente, lo que antecede a dicha afirmación es básicamente nulo. Se
trata, en este caso, de una pericia sicológica que considera que “no se
constatan consecuencias psicológicas disvaliosas producto de los hechos que
promueven los presentes actuados, por no presentar secuelas incapacitantes de
orden psíquico compatibles con la figura de daño psíquico” (¡¡¡). Esto es
decir, se afirma el daño con un peritaje sicológico en contra. Luego, aparece
el breve testimonio de dos personas de la amistad de Cecilia Pando, que
declaran que ella se encontraba en “crisis total”, conforme a lo que dijera la
propia Pando en un llamado telefónico realizado inmediatamente luego de la
visualización de la revista. A partir de estos exiguos testimonios, se da por
probado el daño, lo cual resulta pasmoso, dado (el informe sicológico previo y)
el juego que hace en el fallo la idea de “daño moral”.
Al respecto, cabría agregar, en
primer lugar, que dos, tres o cinco testimonios de amigos de la afectada no
prueban nada, que no pueda ser desmentido con una cantidad de testimonios
iguales de personas más o menos cercanas a ella. Además, y lo que es más
importante, habrá que decir que no es éste el modo en que las cuestiones
relativas al “daño moral” deben tratarse.
Fundamentalmente: no puede
pretenderse que sea de este modo como se “mide” el daño, ni que una medición de
ese tipo resulte en algún sentido valiosa, en términos jurídicos. Permítanme
ilustrar el problema en el que pienso con un ejemplo. Pudiera ocurrir, quizás,
que un vecino estuviera muy molesto por la llegada de una pareja gay al barrio
en donde él vive. Pudiera darse, incluso, que dicha persona desarrollara un
malestar muy profundo y real ante dichas presencias. Pudiera hasta suceder que
la persona en cuestión desarrollase una úlcera, por ese desagrado, que es capaz
de probar a la luz de una certificación médica. Sin embargo, de ningún modo
puede pretenderse que esa “prueba”, aún con certificado médico, amerite la
movilización del aparato estatal, para sancionar a alguna persona o grupo. Se
trata, simplemente, de las muy intensas preferencias o (dis)gustos de algunos,
en relación con acciones o decisiones de otros, que de ninguna manera califican
como merecedoras de la atención pública, ni corresponde que sean tomadas en
cuenta como “daños” a ser reparados o prevenidos por el Estado. El derecho no
puede sancionar a la pareja gay del ejemplo, porque el vecino muestre un
certificado que compruebe su úlcera (esto es, el “daño a terceros”): no se
trata de un daño que tenga la relevancia suficiente como para ameritar ese
llamado a la intervención coercitiva o sancionatoria del Estado. Estamos,
finalmente, frente a lo que Ronald Dworkin llamara “preferencias externas,”
esto es, las preferencias de algunos en relación con los derechos o beneficios
que deben asignárseles a los demás, o de los que debiera privárselos. Para
Dworkin, los “derechos” vienen a “bloquear”, en buena medida, cualquier
pretensión de hacer que se “cuenten” tales preferencias, a la hora de pensar en
las políticas que debe seguir el Estado.
Volviendo al caso, entonces: el
daño en cuestión no merece ser “mensurado” del modo en que se lo mensura, sobre
todo a la luz del hecho de que hablamos aquí de “preferencias externas” y –lo
que es muy importante- en el marco de un discurso que el Estado requiere
preservar, para asegurar que el debate se mantenga tan robusto y amplio como
sea posible. Adviértase lo que digo: no se trata de pensar, de modo
reduccionista o torpe, que la supresión de una gracia, un chiste o una burla
provocan el derrumbe del debate público. Lo que se dice es muy distinto, esto
es, que dado el tipo de daño en juego; dado que estamos frente a una sátira;
dada la ausencia de estándares apropiados para distinguir entre sátiras
“normales” y “exageradas”; dado el valor crucial del debate público robusto; y
dado que resulta esperable que la imposición de costos sobre quienes critican,
burlan, satirizan o desafían de algún modo a figuras o funcionarios públicos
tendría efectos inhibitorios significativos para futuros potenciales
participantes de ese debate; el fallo debió haber concluido en una sentencia
rotunda en dirección exactamente contraria a la que en él se determinara.
[1] Sin ironía,
clasificaría al grueso de los fallos argentinos entre aquellos que provocan
vergüenza ajena por el modo en que están fundados, y aquellos que son
simplemente muy malos –fallos que, como el del caso que nos ocupa, reconocen
cuáles son los problemas relevantes que merecen tratarse, pero los abordan del
peor modo.
15 comentarios:
Los copados de la UNQ colgaron el video del encuentro sobre el tema. Está buenísimo
https://www.youtube.com/watch?v=e6fUuoH38KQ
brillante, sl
me gusta cuando dejas el gorilismo de lado -que te nubla la razón- y haces aportes ùtiles con valores liberales, como èste. Gracias :-)
la del gorilismo ha sido una herramienta muy fecha, que se usó como efecto silenciador, para acallar al que piensa diferente, me parece una basura que merece dejarse de lado. de nada en todo caso, escribimos siempre a partir de convicciones, a veces gustan a veces no
Brillante artículo, incisivo, fuerte y sin concesiones, como se lo merece en general la judicatura nacional
Saludos,
TA
la sátira es "debate robusto"?? en qué sentido?? Por otro lado, la sátira no es bullyng??
Si no sabemos cuáles son los limites de la sátira porqué tenemos que admitirla?? No podría verse como una forma de violencia simbólica??
Supongamos que una revista como la barcelona pero con ideas de derecha satirizara a perez esquivel...o a bayer de una forma hiriente también estaríamos de acuerdo??
Saludos,
luis
luis, me parece que la ultima pregunta está contestada en el primer post sobre el tema: "1) Hay gente que cree que el fallo es malo porque ganó Pando, y eso no tiene nada que ver. Si la ofendida hubiera sido una radical defensora de los derechos humanos, habría que decir lo mismo"
Abzs
N
Me preocupa mas la relación que pueda existir entre la satira y el bullyng. Me parece que son algo similar en distinta escala, las dos cosas tienen en comun la burla. entonces si queremos erradicar el bullyng, tiene sentido permitir la satira? la burla hacia el otro que piensa diferente? No estamos dando un mal ejemplo?
lUIS
Muy bueno el texto, RG. En general comparto la mayor parte del análisis. Te formulo solamente una pequeña observación. Para ilustrar cómo debe entenderse el concepto de ‘daño moral’, trazas una analogía entre el caso de Pando y lo que sucedería con un hipotético señor de ‘preferencias intensas’ que sufre una úlcera como consecuencia del profundo desagrado que le produce el hecho de que una pareja gay se haya mudado a su vecindario. Sin embargo, ¿resultan comparables los casos? En otras palabras, ¿estás sugiriendo que la pretensión de Pando debió tratarse en sede judicial como meramente amparada en ‘preferencias externas’?
Fijate que en el caso del hipotético señor homofóbico, cabría notar dos particularidades:
1) que no parece haber ningún derecho ‘digno de protección’ que él pueda señalar como siendo vulnerado;
2) que, incluso si lo hubiera, esto sería irrelevante, pues faltaría todavía la presencia de una acción "ilegítima" que lo vulnerara. En este sentido, ¿quién podría negar que las elecciones de la pareja gay gocen de una protección absoluta por parte del Derecho?
En el caso de Pando, en cambio, justamente lo que parece estar en cuestión es la "legitimidad" de la publicación periodística. A mi juicio, es claro que se trata de una publicación tan legítima como cualquier otra que osara pronunciarse sobre una figura pública. Sin embargo, esto no significa que ella no pueda haberle ocasionado un daño moral efectivo (y, por supuesto, más allá de que judicialmente nunca se haya probado). En todo caso, ¿por qué no podría considerarse, al mismo tiempo, una publicación dañosa pero perfectamente legítima? De nuevo, si comparamos este caso con el del señor homofóbico, las diferencias quedan expuestas: lo que Pando parece sufrir es un "menoscabo de su derecho al honor", y no una "mera preferencia externa".
Te formulo esta observación porque sinceramente me gustaría saber tu opinión acerca de si no pensás que lo que fundamentalmente expone el caso de Pando es, más bien, el de una colisión de derechos, para cuya resolución habría que apelar en todo caso a una ponderación de principios (i.e. el que protege la libertad de expresión vs. el que protege el honor o la integridad moral).
Muchas gracias!
El Imparcial del Norte
me dicen ponderación y me llevo la mano a la cintura.
no, no lo veo así. lo que digo es que para medir el daño no basta con alegar que lo que dijo o hizo el otro
me duele, aunque lo acompañes con certificado médico. importa entonces, sí, qué hizo el otro, y acá está la desgracia de
que te encontrás con expresión política, así que el caso se te hace en principio ilevantable
Ok. Queda claro que ponderación no. Te sigo en esa. No obstante, sigue sin convencerme la conducencia de la analogía. Te repito: mientras en un caso sólo estamos ante "preferencias externas", en el otro (Pando) no parece ser tan claro. Por lo demás, reafirmo lo dicho: un gran aporte el que has hecho al debate.
El Imparcial del Norte
Estimado: excelente, profundo y razonado su análisís.- Solo una pregunta Roberto cuando citas a la Suprema corte Americana, en el caso Hustler v. Falwell ; transcribis: "La idea de escandaloso, dentro del discurso político y social, tiene un nivel de subjetividad inherente tal, que permitiría que un jurado impusiese condenadas basado en sus gustos o puntos de vista, o el disgusto que causa una cierta expresión..."; en lugar de la palabra "condenadas", no sería "coordenadas"? Gracias.- Abrazo.- Sergio
En el derecho privado suele hablarse de daño como la consecuencia perjudicial que se sigue de una lesión a un interés no ilegítimo de tipo patrimonial (daño emergente, lucro cesante, etcétera) o extrapatrimonial (el llamado daño moral). Como todo en la responsabilidad civil (en su función resarcitoria, no punitiva), no se piensa tanto en una "sanción" como tal sino la reparación del daño injusto.
En el caso traido como ejemplo, por más que se pruebe con mil pruebas científicas que el homofóbico tiene un daño, falla un elemento que impide que se configure el daño jurídico (que es el que otorga una acción indemnizatoria):
(1) la antijuridicidad de la conducta de la pareja gay (quienes están ejerciendo un derecho).
(2) la legitimidad del interés afectado, lo que hace que el daño (imaginando que lo haya) no es jurídicamente resarcible.
Las obras clásicas dan el ejemplo (más pedagógico que real) del contrabandista que demanda por daños a su cómplice que no le dio parte del motín; o el caso (real) del conductor de un remis trucho que -frente a un accidente- reclama al demandado el lucro cesante generado por la imposibilidad de ejercer esa actividad clandestina.
En fin, una observación mínima que hace un civilista que aprende a montones de estas opiniones que proponés, Roberto.
Creo que lo que muchos jueces civiles y comerciales tienen déficits severos a la hora de pensar, argumentar y decidir casos vinculados a derechos constitucionales.
Saludos e insisto: excelente el post y pasen por alto estas observaciones irrelevantes.
Tomás.
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