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Roberto Gargarella
La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010)
Madrid, Katz, 2015
390 pp. 23 €
En noviembre de 2014 participé en Santo Domingo –la primera ciudad que los conquistadores españoles fundaron del otro lado del Océano– en un congreso internacional de constitucionalistas titulado «Los derechos económicos y sociales y su exigibilidad en el Estado social y democrático de derecho». Aunque allí se dijeron muchas cosas y muy interesantes, algunas resultaron, ciertamente, llamativas: por ejemplo, fue sorprendente para mí la insistencia con que varios colegas pusieron de relieve que la Constitución de la República Dominicana era una de las mas avanzadas del planeta en materia de derechos sociales y económicos, hecho que no seré yo quien ponga en duda, desde luego, pero que contrastaba vivamente con lo que podía observar cualquier persona con solo darse un simple paseo por los alrededores del lujoso hotel donde nuestros anfitriones tuvieron la gentileza de alojarnos. ¿Y qué podía observarse? El lector conoce la respuesta: una miseria verdaderamente pavorosa.
Recordé ese doloroso contraste entre lo que tantas veces disponen las Constituciones y la realidad que con ellas pretende regularse al leer el último libro del profesor argentino Roberto Gargarella, todo él recorrido por una preocupación central –la de la profunda desigualdad que corroe desde hace dos centurias las entrañas de América Latina–, preocupación que acabará además por conformarse como una de la tesis esenciales del ensayo. Pero no adelantemos acontecimientos.
Gargarella ha escrito una obra muy interesante y muy difícil, pues una y otra cosa supone meter, al mismo tiempo, en un libro de menos de cuatrocientas páginas toda la historia constitucional –y, por constitucional, también política– de una gran parte del continente americano: la que se extiende desde México hasta los países más australes de América del Sur (Chile y Argentina). Sé por propia experiencia1 la extraordinaria dificultad que entraña manejar un estudio centrado en muchos países y en un período de tiempo extraordinariamente limitado: de 1810 a 2010. Y sé que, para hacerlo, es necesario, en primer lugar, ser ordenado, es decir, distribuir espacio y tiempo de un modo que garantice que el lector no se perderá en el espeso bosque de datos, fechas, personajes y acontecimientos. Gargarella ha optado para ello por lo más seguro y lo más útil: dividir el estudio en varias etapas bien diferenciadas, sistema que tiene inevitablemente algo de arbitrario, pero que permite ofrecer un panorama en el que las ventajas de un cierta simplificación suelen superar, a poco que la periodización esté razonablemente hecha y bien justificada, a sus inconvenientes.
Y así, tras el análisis del primer constitucionalismo latinoamericano (1810-1850), que comprende desde el inicio del proceso de independencia de las colonias hasta el final de la primera mitad del siglo XIX, Gargarella se centra en un subsiguiente período histórico: el que estuvo vigente durante la segunda mitad de esa centuria, cuando se produjeron dos acontecimientos históricos de notable relevancia: por un lado, el asentamiento de las Constituciones latinoamericanas (por eso habla el autor de período fundacional); por el otro, y como fruto de un pacto entre liberales y conservadores, la aparición del que Gargarella denomina constitucionalismo de fusión, que determinó el contenido esencial de este segundo período del fenómeno constitucional en la región. Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX se abrirá el tercero, en el que entrará en crisis el modelo constitucional poscolonial y, en gran medida, el pacto político y social que lo había alumbrado e impulsado, crisis seguida, por la aparición del constitucionalismo social, que irrumpió en tromba en las Constituciones, a ambos lados del Atlántico, tras el final de la Primera Guerra Mundial, aunque en Europa había presentado ya sus antecedentes políticos con anterioridad a la gran conflagración. La cuestión social se convertirá en central en este cuarto período, durante el cual se intentará, es cierto que con muy diversa intensidad en los diferentes Estados latinoamericanos, reformar las viejas constituciones aparecidas en la primera mitad del siglo XIX para hacer de ellas normas de textura política y social más avanzada. Gargarella cierra su recorrido, que, aunque resulta forzosamente descriptivo, intenta aportar también la visión crítica del autor sobre los problemas centrales que en cada período tratarán de afrontarse, con el estudio de una última fase a la que ya el autor había dedicado previas e interesantes reflexiones: el del nuevo constitucionalismo latinoamericano. Es interesante recoger las palabras con que el profesor argentino describe lo que se propone abordar en esta parte de su libro, pues su propia descripción apunta ya a la tesis central que lo recorre desde el principio hasta el final: «Exploraremos las últimas e importantes reformas constitucionales, dedicadas generalmente a expandir de modo notable los compromisos sociales en materia de derechos; aunque normalmente tan modestas como las anteriores en lo relativo a la democratización de la organización política y la limitación del poder político».
En realidad, esta reflexión de Gargarella presenta un sobresaliente interés, porque el autor dedicará el último capítulo del libro, concebido como una recapitulación de la evolución histórica del fenómeno constitucional en Latinoamérica («¿Qué hemos aprendido en dos siglos de constitucionalismo? Por un constitucionalismo igualitario») a analizarlo críticamente, desde la perspectiva de quien afirma con claridad tanto la existencia de claros cuellos de botella como las trágicas consecuencias de una evolución a lo largo de la cual no habría sido posible superar, tras dos siglos de existencia, la «matriz básica del constitucionalismo latinoamericano»: la nacida de un pacto fundacional entre liberales y conservadores que se tradujo en la fórmula de «libertades políticas restringidas y libertades civiles (económicas) amplias». De hecho, afirma Gargarella, «finalmente, y luego de 150 años de su nacimiento, la estructura constitucional de la región sigue mostrándose estrechamente vinculada con aquel proyecto fundacional». Será aquí, precisamente, en sus veinte páginas finales, desde mi punto de vista las más interesantes de la obra, donde el autor de La sala de máquinas de la Constitución nos explicará tanto ese enigmático título como la profunda motivación que le ha llevado a utilizarlo para dar cuenta del proceso que se nos narra en sus líneas más globales. Y es que, sostiene Gargarella, la historia constitucional de Latinoamérica se ha caracterizado, desde que a principios del siglo XX entró en crisis la previamente exitosa alianza del orden y el progreso, por un fuerte contraste entre lo que habitualmente denominamos parte dogmática (los derechos y libertades) y parte orgánica (la organización de los poderes del Estado) de las Constituciones. De ese modo, tras la crisis del modelo constitucional poscolonial que se produce entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, ha venido reservándose «para la vieja alianza liberal-conservadora el control de la sala de máquinas de la Constitución, mientras que se delegaba a los grupos más radicales el trabajo sobre la sección de los derechos. El resultado de esta distribución de tareas –concluye Gargarella– fue el crecimiento de Constituciones en fuerte tensión interna (en donde una parte de la Constitución se constituía en principal amenaza de la otra) y el mantenimiento de una estructura de poder todavía muy impermeable a las crecientes demandas sociales provenientes desde la sociedad civil, lo que aseguraba el surgimiento de más tensiones entre ciudadanía y Constitución».
Resulta innecesario, por supuesto, que aclare al lector que será precisamente ese fenómeno el que explique, en fin de cuentas, mi, aunque breve y previsible, traumática experiencia en la República Dominicana: una Constitución avanzadísima en materia de derechos sociales que rige la vida de un país donde los derechos sociales y las que deberían ser las obvias consecuencias de su real aplicación –la disminución de la pobreza y el aumento de la igualdad– brillan literalmente por su ausencia. En realidad, el fenómeno al que apunta Gargarella supera con mucho su misma reflexión. Primero, porque demuestra que una Constitución puede disponer cualquier cosa (el papel, incluso el de las leyes, lo aguanta todo) sin que lo que establezca tenga nada que ver con la realidad política, social o económica del país en que tal Constitución está vigente: fue Karl Loewenstein quien hace ya décadas, en su excelente Teoría de la Constitución, de 1959, distinguió la Constituciones normativas (las que, de hecho, se cumplen) de las nominales y semánticas, que, en distinta medida, y por motivos diferentes, no se traducen en la realidad. Pero es que, además, en segundo lugar, mientras que la parte dogmática de la Constitución está conformada por mandatos que deben cumplir los poderes del Estado (lo que significa, claro está, que dependiendo de las circunstancias también pueden incumplirlos), la organización de los poderes es la parte verdaderamente eficiente de cualquier Constitución, pues, aunque esta puede igualmente vulnerarse, abre la vía para que de su práctica efectiva se derive un sistema de dominio político en el que la Constitución misma quede a la postre en manos de los poderes que en ella se prevén.
Es todo esto lo que ha hecho posible la realidad que describe muy críticamente Gargarella cuando subraya, con acierto, que «las Constituciones americanas mantienen una organización del poder concentrada, con escasa atención a los órganos deliberativos, y poca apertura efectiva –más allá de las declamaciones– a la participación popular. Por otro lado, las declaraciones de derechos se extienden, con el paso de los años, pero con poca apoyatura institucional destinada a su realización. En parte, de resultas de ello, las Constituciones siguen resultando deficitarias no sólo en términos de autogobierno, sino también en términos de autonomía individual». ¿Cómo negarlo? Aunque es obvio que en este aspecto existen entre los diferentes países de Latinoamérica divergencias sustanciales (pensemos en el contraste entre Chile y Guatemala o entre Argentina y Nicaragua), no lo es menos que la ausencia de una efectiva democratización del poder, fenómeno directamente relacionado con otros de gran envergadura, como la inexistencia de modernos sistemas de partidos dignos de tal nombre, la presencia de sistemas electorales profundamente injustos, la permanencia de elecciones amañadas y controladas desde el poder, o la persistencia de una pobre cultura democrática, han condicionado una bajísima calidad del constitucionalismo, uno de cuyas traducciones esenciales en esa desigualdad en la que, con tanta razón, insiste Gargarella: «El gran drama constitucional –el gran desafío– que enfrenta la región sigue siendo la desigualdad y, frente al mismo, pocos enemigos resultan tan peligrosos como la falta de democratización política y económica. Bregar por la democratización política y económica de la sociedad resulta imperioso para un constitucionalismo que se proponga igualitario».
Ocurre, claro, y ahí es donde reside el gran problema de futuro, que, pese a todos los avances que se han producido en los últimos años en Latinoamérica (entre ellos, la caída de las dictaduras militares, trágicamente compensada, por desgracia, por el ascenso de los populismoa autoritarios que ahora contemplamos), la región vive encerrada en un bucle, en un círculo vicioso similar al que allí existe en concreto entre pobreza y delincuencia: la segunda crece en el caldo de cultivo que produce la primera, pero la propia existencia de una delincuencia generalizada hace muy difícil luchar contra la pobreza, algo para lo que se requiere una vigencia efectiva de la seguridad pública y del Estado de derecho. Del mismo modo, y salvadas, claro, todas las distancias, derechos y gobierno democrático están en íntima conexión dialéctica, como lo ha demostrado sobradamente la historia de Europa (y remito al lector de nuevo a mi libro La construcción de la libertad), historia que demuestra la existencia de un círculo, ahora virtuoso, en virtud del cual el avance de los derechos estuvo directamente relacionado con la democratización de los gobiernos, al tiempo que está última condicionó decisivamente la profundización y consolidación de las libertades y derechos.
Gargarella ha escrito un libro, en conclusión, que es más que un mero estudio sobre la historia constitucional en el espacio latinoamericano en los dos siglos que van de 1810 a 2010. Y ello porque su obra representa también un ensayo profundamente crítico que trata de explicar por qué el constitucionalismo no ha logrado dar lugar en la región a resultados similares a los que ha producido en los modernos Estados constitucionales de Occidente: libertad, igualdad y fraternidad o, por traducir esa triada celebérrima al lenguaje de hoy en día, derechos, solidaridad social y democracia.
Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), El valor de la Constitución (Madrid, Alianza, 2007), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008), La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010), Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012) y El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán (Madrid, Alianza, 2014).
27/06/2016
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