31 jul 2015

Márgenes de apreciación, principios de subsidiariedad, intervencionismo, en los tribunales internacionales

En el reciente Congreso del IVR, presenté un incipiente trabajo, crítico sobre los modos en que los tribunales internacionales, en América Latina y Europa, vienen tratando los casos que reciben. En particular, critiqué la presencia de un principio general de deferencia hacia lo decidido por los Estados, en el caso de Europa y la Corte de Estrasburgo; del mismo modo que critiqué la presencia de un principio general de interferencia, dominante en América Latina y en la Corte Interamericana.

El primero de tales principios, está por adquirir un estatus formal más poderoso, a través de la inclusión, dentro de la Carta Europea de Derechos Humanos (en el protocolo 15, art. 1) de una referencia directa al principio de subsidiariedad tanto como a la doctrina del margen de apreciación.  Dichos criterios -impropiamente, agregaría- han servido -tanto a nivel legislativo como judicial- para avalar la deferencia de los tribunales hacia lo decidido por los "estados miembros".

El segundo criterio -el de interferencia, propio de AL- resultó importante (y más comprensible) en tiempos de dictaduras, pero aparece hoy más difícil de defender -de allí que algunos defiendan la gradual adopción de un principio de deferencia, como el dominante en Europa.

Mi idea es que todos estos enfoques y propuestas de reformas, en tanto "reglas ciegas", son equivocadas, porque es un error -en Europa- asumir hoy que todos los países democráticos deciden sus problemas de modo democráticamente aceptable (quiero decir, cumpliendo estándares de democracia mínimamente respetables); del mismo modo en que es un error asumir lo contrario en América Latina. Y también sería un error, en AL, asumir la idea contraria -esto es decir, asumir que, ahora que se terminaron las dictaduras, toda decisión es democrática y por tanto, en principio, merecedora de deferencia.

La verdad es que, aquí y allá, la "política normal" -como diría B.Ackerman- genera decisiones burocráticas, poco discutidas, excluyentes, sin intervención ciudadana alguna. Y que ello debe ser reconocido ni tomado como aceptable, del mismo modo en que debe prestarse especial atención a aquellos excepcionales casos en que la decisión local responde a otros estándares -"momentos constitucionales", al decir de Ackerman (esto es lo que le daba al "caso Gelman" un status especial, y tornaba repudiable la decisión de la Corte Interamericana en la materia).

Al mismo tiempo, nada de lo dicho debe verse como avalando -como corolario- un "vía libre" o "luz verde" hacia la intervención de los tribunales en la mayoría de los casos (de "política normal"), dado el déficit democrático que afecta a los órganos políticos. Y es que -resulta claro- dicho déficit democrático, de otro modo, también afecta, y gravemente, a los tribunales internacionales del caso.

En definitiva, como suele ocurrir: todo está mal¡ Resolver el problema, en todo caso, puede ser complicado (pero hay mucho por decir, según diré). Lo que no puede hacerse es asumir sin más las malas decisiones y criterios con los que hoy convivimos, tanto a partir de lo dicho por los infundados nacionalistas locales, como a partir de lo propuesto por internacionalistas poco interesados en reflexionar sobre el problema democrático.

25 jul 2015

FECHAS Y TEMAS DEL SEMINARIO: PARA IR AGENDANDO (con yapa)

El Lugar del Pueblo en el Derecho Penal
Roberto Gargarella
En los últimos años se ha prestado creciente atención a la conexión entre la teoría democrática con el derecho penal (de Greiff 2002; Duff 2001; Duff et al. 2007; Dzur 2012; Dzur & Mirchandani 2007; Loader 1996, Nino 1996b, 2007). Entre diversos puntos de vista sobre este tema, el propuesto por Antony Duff parece particularmente atractivo. Duff desarrolló un abordaje comunicativo del derecho penal y, más recientemente, exploró los enlaces entre la visión comunicativa y la idea de democracia deliberativa (Duff y Marshall 2007; Duff, Farmer et al. 2007). Duff ha realizado una interesante investigación acerca de las posibilidades de un derecho penal democrático. Mas, a pesar de que su abordaje del tema representa, en mi opinión, el mejor intento de articular las cuestiones básicas del derecho penal y de la teoría democrática,  aún tengo dudas respecto al modo en que tales consideraciones son ensambladas. Más específicamente, me incomoda el espacio que la teoría de Duff -como también muchas otras valiosas y renovadoras teorías de la democracia y del derecho penal- reservan a las comunidades democráticas en la definición de cuestiones fundamentales. Intuitivamente, encuentro buenas razones para expandir el rol del pueblo en estos asuntos, pero creo que hay todavía mucha resistencia teórica a tales iniciativas. Por ello, a continuación reflexionaré acerca del alcance y de los límites de un derecho penal democrático. El interrogante fundamental que propongo será, entonces, ¿qué rol deben ocupar las personas de una comunidad democrática en la creación, aplicación e interpretación del derecho penal?

El lugar del pueblo y la democracia epistémica
Muchas de las razones que apoyan la promoción de un mayor involucramiento del pueblo en la creación, aplicación e interpretación del derecho penal son -como veremos- razones que también aplican a otras áreas del derecho. Parece simplemente lógico que en una comunidad en democracia las personas tengan un rol decisivo en el moldeamiento de las normas que les serán aplicadas. Quisiera sostener, no obstante, que el derecho penal nos da razones adicionales, significativas, para pensar en estos términos. Y quisiera sostener ello frente a quienes creen -como veremos- que precisamente el hecho de que tratemos aquí con el derecho penal debilita el reclamo de un derecho más democrático. Volveremos a este desafío más adelante; por el momento, me centraré en la propuesta del desarrollo de vínculos más fuertes entre la democracia y el derecho penal.
El punto es que, en general, las razones que tenemos para favorecer un rol decisivo del pueblo en la formación del derecho se ven reforzadas cuando nos enfrentamos al derecho penal precisamente dada la naturaleza de lo que se encuentra en juego.  Efectivamente, se trata aquí de la aplicación del la forma más severa, más atemorizante y más dañina del poder del Estado: el uso de la fuerza. Es una premisa clásica de la filosofía política que el uso de los poderes coercitivos del Estado requiere una justificación cuidadosa. Necesitaremos una justificación aún más fuerte y cuidadosa -propongo- cuando nos referimos al ejercicio, por parte del Estado, de fuerza bruta -fuerza que implica dañar individuos y que puede incluir la privación de su libertad. Cabe recordar que el castigo implica infligir dolor u otras consecuencias desagradables para el delincuente (Hart 1968). Por tal razón, no podemos simplemente aceptar justificaciones provisionales, parciales o generales (i.e., "es necesario garantizar un ambiente seguro para todos") como justificación de lo que el Estado hace o desea hacer respecto del castigo: necesitamos que el Estado nos presente a todos -y, particularmente, a aquellos más profundamente afectados por sus políticas penales- sus razones públicas más fuertes; razones que todos nosotros -especialmente los más desfavorecidos- podamos compartir y aceptar.
Ahora bien, es difícil negar que el uso del poder coercitivo del Estado requiere una justificación especial. Sin embargo, mantener esto no dice nada en favor de fortalecer los vínculos entre la democracia y el derecho penal ni -mucho menos- sobre la importancia de asegurar formas directas de participación popular en aquellos asuntos legales. Precisamente por esa razón es que expondré, en lo sucesivo, algunos argumentos para defender la visión participativa.
Razones epistémicas (contra los sesgos sistémicos). Los motivos principales que ofrezco para apoyar un rol más fuerte -y más directo- del pueblo en la creación, aplicación e interpretación del derecho penal, son epistémicos. Es decir, un compromiso más activo de las personas en tales asuntos es importante porque lo que se encuentra en juego es enormemente importante para sus propias vidas; si bien hay mucho conocimiento social importante por explorar, las decisiones públicas en estas cuestiones son basadas frecuentemente en información parcial o innecesariamente limitada. En una mayoría de países es demasiado común encontrar situaciones de sobre-criminalización (Husak 2009); delitos que no son considerados seriamente o reconocidos como tales; delitos que no son perseguidos adecuadamente; delitos que concentran indebidamente gran parte de la atención, las energías y los recursos del Estado.
Indudablemente, tanto la falta de información relevante como los sesgos que afectan a los decisores y a los ejecutores de la ley explican muchos de los problemas que caracterizan al derecho penal moderno. Una presencia más activa del pueblo en el proceso de crear, aplicar e interpretar el derecho penal podría ayudar a eliminar o minimizar los sesgos existentes que tan perversamente afectan al derecho existente. Tal incremento en la intervención popular (que, como veremos, podría ser objetado por diversas razones) podría conllevaría interesantes consecuencias. Entre otras cosas, (i) permitiría la incorporación de información relevante al proceso de toma de decisiones; (ii) ayudaría a eliminar sesgos indeseados de dicho proceso; (iii) permitiría a las personas diluir o remover prejuicios sin sustento, reconocer la dignidad de los puntos de vista y de las vidas ajenas y aprender acerca de su sufrimiento; (iv) forzaría otras personas a ofrecer razones públicas que, en su ausencia, tenderían a no aparecer;  (v) movería a otras personas a filtrar sus demandas irreflexivas basadas en pasiones o en el mero interés propio; (vi) alentaría a cada uno a clarificar sus propias opiniones y a "repensar" sus reclamos, y (vii) educaría a las personas en el arte de vivir junto a otros.
Razones motivacionales (contra la parcialidad legal). En los párrafos anteriores hicimos referencia a la importancia de permitir una intervención más directa del pueblo en asuntos legales, a fin de facilitar el acceso general a información básica que, de otro modo, no estaría disponible. Pero puede suceder que los decisores tengan acceso a la información relevante pero no la tomen en cuenta, no sopesen apropiadamente su importancia o no reconozcan cómo y por qué es relevante para ciertos grupos. Por ejemplo, podría argumentarse que los funcionarios judiciales ordenan detenciones o privaciones de libertad de larga duración fácilmente porque nunca han experimentado personalmente las implicancias dramáticas vitales de estar en prisión; o que los tribunales compuestos mayormente por magistrados masculinos (como parece ser la regla en muchos países y cortes supremas o de apelaciones) tienden a tener problemas para reconocer la relevancia de los crímenes relacionados con el género, como ser el acoso sexual; y demás. En estas situaciones, las autoridades públicas "ven" o tienen acceso a la información necesaria, pero se enfrentan a dificultades serias para entender su relevancia en los casos reales.
Hace algunos años, el filósofo político Will Kymlicka formuló un argumento relacionado, refiriendo a la idea de "confianza". Ilustró su punto afirmando "incluso si el hombre blanco puede entender los intereses de las mujeres y de los negros, no se le puede confiar para que los promueva" (Kymlicka 1995, 139). A final de cuentas, podría carecer de la motivación para sopesar adecuadamente la importancia de aquellos reclamos adecuadamente. Considerando estas circunstancias, la presencia efectiva de las voces afectadas en el proceso de toma de decisiones puede resultar atractiva como un modo de minimizar el impacto de los riesgos (i.e., parcialidad judicial) que, de otro modo, serían amenazadores (Phillips 1995).
Razones de legitimidad. Una intervención popular robusta en las decisiones respecto de asuntos públicos fundamentales es necesaria también por razones de legitimidad -particularmente cuando (i) lidiamos con cuestiones fundamentales relacionadas al derecho penal que, como vimos, involucra el ejercicio directo del poder coercitivo del Estado (ver ut supra); y cuando (ii) el ejercicio real de dicho poder parece afectado por serios problemas de legitimidad (ver ut infra). Esta conclusión -propongo- se mantendrá en pie sin importar que tomemos un entendimiento descriptivo o -como haremos aquí- un entendimiento normativo de la idea de legitimidad política[1].
De acuerdo a un enfoque descriptivo -weberiano- la noción de legitimidad política refiere principalmente a las creencias de las personas acerca del modo en que se ejerce la autoridad política. En lo atinente a la legitimidad (descriptiva) del sistema penal, es posible afirmar que vicios tales como el racismo, el autoritarismo, el sexismo, la discreción pura, la violencia policial, etc., se presentan extendidos a lo largo del mundo. Frente a estos problemas, la alternativa de concebir un compromiso popular más robusto respecto del derecho -aumentando la capacidad del pueblo para tomar decisiones públicas y controlar a sus autoridades- parece razonable: representa un intento aceptable de mejorar la legitimidad del derecho penal (Loader 2000; Loader 2006; Loader & Sparks 2011).
Conforme una visión normativa -rawlsiana-, la noción de legitimidad política da cuenta de una situación donde "el poder político... es ejercido de acuerdo a una constitución cuyos elementos esenciales podríamos razonablemente esperar que todos los ciudadanos libres e iguales avalen, a la luz de los principios e ideas de su razón humana en común" (Rawls 1991, 137). Desde esta postura moral -propongo- el sistema dominante de derecho penal se nos presenta profundamente problemático: es una de las áreas del derecho donde las personas son menos respetadas como libres e iguales. La noción de Rawls de legitimidad política es susceptible de una lectura liberal, como también de una lectura más democrática. Esta última estará obviamente más abierta a la participación popular, pero la primera no necesariamente la niega. De hecho, Rawls parece explorar un camino intermedio -que también habremos de explorar aquí- donde la legitimidad política aparece conectada a una comprensión particular de la intervención popular en la política. Pienso en su respaldo -claramente, en Liberalismo Político- a la democracia deliberativa. En una democracia deliberativa, el pueblo asume un rol decisivo en la discusión pública diaria de cuestiones constitucionales fundamentales. Para él, la legitimidad política requiere un tipo particular de compromiso popular con las cuestiones públicas. En conclusión, aquellos que nos preocupamos por la legitimidad (normativa) del derecho penal tenemos razones para favorecer, y no resistir, un involucramiento más directo del pueblo con tales asuntos.
Razones adicionales, relativas a la historia y la práctica.  En los párrafos anteriores exploramos distintos motivos para apoyar (de diversas maneras) una mayor participación del pueblo en el moldeamiento del derecho penal. Aquí haré mención de dos factores adicionales que refuerzan a los anteriores. Se encuentran relacionados con la práctica real de nuestro derecho penal, y con su historia. No abordaremos aquí una descripción sociológica del sistema penal, de pasado a presente; simplemente asumiré que su funcionamiento es profundamente malo, una presunción que, de distintas maneras, es dada por sentado por numerosos autores dentro del derecho penal (Duff 2001; Gargarella 2011; Heffernan y Kleinig 2000; Murphy 1973; Tonry 1995). Pensemos, por ejemplo, en este dato básico y terrible que, asumo, se extiende ampliamente por el mundo occidental: mientras que las sociedades son crecientemente multiculturales, las prisiones continúan siendo enfáticamente homogéneas en su composición humana. El resultado -que habré de tomar como un hecho de la vida política moderna- parece relacionarse con los sesgos públicos sistemáticos más que una consecuencia de la perversidad natural de cierta clase social. En otras palabras, asumo que como resultado de una práctica de larga data, que continúa al día de hoy, vastos sectores de la sociedad, compuestos de los menos aventajados, han sido maltratados; que no hemos proveído a esos grupos lo que les corresponde en términos de justicia social y cooperación social; y que de ese modo hemos colocado a sus miembros en situaciones de desventaja injustas -hemos creado lo que algunos autores llaman "ghettos" y "sistemas de castas" (Fiss 2003; Sunstein 1993). Aquellas situaciones de injusticia del pasado y del presente exigen no sólo la adopción de nuevas políticas y remedios, sino también diferentes actitudes respecto de los miembros de los grupos afectados: su situación de desesperación demanda ayuda, atención y cuidado. Esta también es una razón por la cual las voces de los miembros marginados de la sociedad necesitan ser oídas con especial consideración: no como resultado de piedad o compasión, sino como un tema de justicia y reparación. Necesitamos saber más acerca de sus necesidades y de su sufrimiento en cuya creación la sociedad ha contribuido.
Todas estas cuestiones  -principalmente, la necesidad de considerar seriamente los puntos de vista de otras personas; las motivaciones reales de las personas para respetarse unas a otras, y la débil legitimidad política de nuestros sistemas legales en un contexto de profundas injusticias- me ayudan a favorecer una concepción particular de democracia. La versión de democracia que defiendo es un tipo específico de democracia deliberativa, llamado "concepción epistémica de la democracia". De acuerdo a esta postura, para que una decisión colectiva sea justificada, ella debe ser el producto de una discusión justa entre "todos los potenciales afectados" (Cohen 1989; Elster 1998; Estlund 2009; Habermas 1996; Nino 1996). Este acuerdo colectivo representa nuestro ideal regulador, que usamos para examinar y evaluar críticamente los arreglos institucionales actuales. Y llamamos a esta visión "epistémica" por las mismas razones ya descriptas: creemos que cada persona es la mejor jueza de sus propios intereses, y por esa razón queremos y necesitamos oír a todos al momento de discutir nuestros asuntos comunes. En este sentido, asumimos que aumentará la probabilidad de decidir imparcialmente -es decir, respetando los puntos de vista de todas las personas- al ingresar en una discusión con ellas. En otras palabras: creemos que las decisiones colectivas (i.e. decisiones respecto de la creación o aplicación del derecho penal) que son tomadas sin otorgar la debida consideración a los ideales y las demandas de cada persona (que ellas conocen mejor que nadie), son decisiones que tenderán a ser sesgadas o finalmente parciales. Nuestra defensa de un concepto "epistémico" de democracia no significa que asumamos que, a través del diálogo, arribaremos a la decisión "correcta" -como sí se asume en algunas teorías deliberativas-. Lo que asumimos, en cambio, es que las discusiones inclusivas favorecen el arribo a decisiones más imparciales -una afirmación que se ve reforzada cuando reconocemos el escandaloso nivel de parcialidad e injusticia que caracteriza nuestros sistemas institucionales actuales, basados en la exclusión social y el elitismo político.

El alma liberal y el alma democrática de la teoría comunicativa de Anthony Duff
El enfoque de Duff acerca del derecho penal es ampliamente conocido, enormemente atractivo e inspirador. No obstante, aun no tengo en claro cuáles son los alcance y los límites de su planteo. Mi impresión es que su trabajo se encuentra marcado, aun, por la presencia de dos almas en tensión. Un alma es democrática y la otra es liberal. El alma democrática es aquella que parece respaldar su enfoque comunicativo y la que explica su acercamiento a las visiones deliberativas y participativas de la democracia. La mayoría de sus referencias a una comunidad lingüística; a una ley que el pueblo toma como propia; a la comunidad y a la soberanía, refieren al alma democrática. Pero su obra también está profundamente marcada por la existencia de un alma liberal. Esta "alma" puede ser reconocida en su defensa de los valores de la autonomía, la libertad y la privacidad; la filosofía kantiana que parece inspirar gran parte de su trabajo; su duro rechazo del comunitarismo; sus visiones acerca de las "mala prohibita"; su aproximación al rol de los jueces en el derecho penal, etc. Las explicaremos por separado.
El alma democrática. La teoría comunicativa del derecho penal de Duff es sensible a consideraciones democráticas de diversas maneras. El autor declara abiertamente adoptar las "concepciones participativa y deliberativa de la democracia" (Duff & Marshall 2007, 220, 241). Mas no queda del todo claro qué tanto este compromiso político penetra en sus visiones acerca del derecho penal, cómo se organiza y cómo funciona.
En numerosas obras, Duff ha explicado lo central que es para él y para su concepción del derecho penal que el derecho y las personas compartan el mismo lenguaje, lleven la misma voz, hablen de lo mismo: los ciudadanos deben poder reconocer su propia voz cuando el derecho habla.[2] La postura de Duff es marcadamente fuerte: ese tipo de identificación con el derecho directamente es considerado como una precondición de la responsabilidad criminal. En sus palabras, "otra, obvia, condición de la responsabilidad criminal, otra precondición de la responsabilidad criminal[B1] , es entonces que haya un lenguaje apropiado en el que el imputado sea llamado a responder... Pero otra pregunta crucial es: de quién es ese lenguaje -o de quién debería ser ese lenguaje" (Duff 1998, 197-8).
Más adelante, Duff insistió sobre su postura original y sobre el rigor de las conexiones a las que se refería, entre las opiniones del pueblo y los contenidos del derecho. Sostuvo que el derecho debía ser "suyo", no de un modo meramente metafórico: el derecho debe ser un "derecho común", es decir "no un conjunto de órdenes impuestas sobre ellos desde el exterior, sino un derecho que exprese los valores por los cuales se definen a sí mismos como comunidad política; no una ley emitida por un soberano que demanda su obediencia, sino una ley que habla en su propia voz colectiva, en términos de sus propios valores. Más aún, si bien un derecho común no es, por definición, democrático, un derecho republicano apropiado para una comunidad política contemporánea sí lo es: los ciudadanos pueden verse a sí mismos (a través del proceso legislativo en el que operen) como autores de su ley" (Duff 2001, 6, las itálicas son mías).
Más significativamente, Duff señaló las consecuencias dramáticas que estas situaciones (situaciones donde algunas personas no pueden "oír el lenguaje del derecho como uno que pudiera ser suyo, como uno en el cual ellos pudieran y debieran hablar") tenían para un enfoque comunicativo del derecho penal. Afirmó: "Este punto tiene obvias implicancias para una teoría comunicativa del castigo. Si el castigo ha de comunicarse con la persona imputada (y permitirle comunicar arrepentimiento a sus conciudadanos) debe hablar un lenguaje que ella pueda entender y hablar por sí misma como un lenguaje normativo de censura" (Duff 2001, 193). Si no es así, si el lenguaje resulta normativamente inaccesible para los más desventajados -aquellos política, material y normativamente excluidos de él-, entonces se sigue que no tendrán motivos para sentirse compelidos por él[3] y -por las mismas razones- la comunidad no tendrá ningún derecho a exigirles un rendimiento de cuentas.[4]
Dentro de este panorama -que insiste en el hecho de que el pueblo vea al derecho como propio- el uso del jurado como ejemplo crucial -como metáfora, como test ideal- no es sorpresivo. Aquel ejemplo nos presenta como intérpretes y ejecutores de la ley: los actores principales de la obra. De este modo, Duff nos invita a "imaginarnos como miembros del jurado" y a preguntarnos qué podríamos decirle a una persona que ha sido sistemáticamente excluida de nuestra comunidad. Se pregunta si podíamos "honestamente mirar a esta persona, o a un miembro de un grupo desaventajado, a los ojos y condenarlo por su crimen". Y continúa: "Lo que tenemos que preguntarnos en esa situación imaginaria es no solamente si la evidencia que hemos escuchado es suficiente para probar su culpa, sino más bien si como jurado que debe juzgar a este imputado como conciudadano tenemos el derecho o la integridad moral para hacerlo; y la respuesta a esa pregunta depende en parte de si nosotros, como miembros de una comunidad política dentro de la cual somos conciudadanos del imputado, hemos tratado a éste como ciudadano" (Duff 2003b, 258, Duff 2010).[5]
Estas opiniones están claramente relacionadas a otro punto en el que Duff ha insistido consistentemente -uno que tiene un papel central en su visión del derecho penal: la idea de que no debemos enfocarnos solamente en "qué es y qué no es injusto[B2] " pero también en la pregunta sobre "frente a quién o a qué somos responsables por las ofensas que cometemos" (Duff 2007, 53). Para Duff, "se reclama que, cuando está en juego la responsabilidad criminal, somos responsables por nuestros conciudadanos (frente a quienes también tenemos la legitimación colectiva para responsabilizar)" (ibid.).[6] Esta idea es crucial para quienes queremos tomarnos en serio las consideraciones democráticas. En palabras de Duff, "los imputados son llamados por sus conciudadanos, actuando colectivamente, a rendir cuentas de las ofensas que presuntamente cometieron contra los valores que definen su comunidad política: llevar a un imputado a juicio para tratarlo como un conciudadano" (ibid.).[7]
Como dice Duff, al enfocarnos en la pregunta "ante quién debo responder?", nuestra atención se concentra sobre "cuestiones significativas respecto de las condiciones que deben ser satisfechas (legal y moralmente) si un imputado ha de ser legítimamente sometido a juicio -si ha de ser legítimamente llamado por una corte penal a rendir cuentas por su presunta mala conducta" (ibid., 193). Este punto tendrá enormes consecuencias para el derecho penal y -sobre todo en este momento- en lo relativo a nuestras reflexiones acerca del alcance y los límites del derecho penal internacional. En ese área, nuevamente, podemos ver la importancia del "alma democrática" de Duff en el análisis del tema. El punto de vista de Duff nos ayuda a desafiar un enfoque ampliamente compartido que establece, por ejemplo, que cualquier Estado puede juzgar ilícitos cometidos en otros Estados siempre y cuando un debido proceso de excelente calidad[B3]  sea aplicado (Luban 2004). Para Duff, la justicia del proceso es esencial, pero también es esencial que el proceso sea llevado a cabo por quienes tienen autoridad para hacerlo. En su visión, sólo la comunidad relevante puede exigir a alguien un rendimiento de cuentas por lo que hizo. Esta y otras razones explican por qué su perspectiva permite tan sólo un espacio limitado a la intervención de tribunales extranjeros, y por qué reconoce una prioridad a los tribunales locales en estos asuntos (Duff 2008, Duff 2009).
El alma liberal. En los párrafos anteriores examinamos el alma democrática de Duff. Aquí habremos de explorar su otro lado, liberal, que también se manifiesta a lo largo de su obra. El liberalismo de Duff explica, por ejemplo, por qué acompaña sus referencias a la comunidad con advertencias acerca de los peligros del comunitarismo ("Sueño comunitarista, pesadilla MacIntyreana"), Duff 2001, 201); por qué insiste en rechazar las "ideas vagas pero actualmente resonantes o las ideas romantizadas de una edad de oro pre-moderna de comunidades pequeñas y estables" (ibid., 40); o por qué siempre habla de una "comunidad liberal" (una noción que parece difícil de comprender), que incluye compromisos fuertes con la autonomía, la libertad y la privacidad (ibid., 42).[8]
El liberalismo de Duff también se muestra claramente en su enfoque kantiano, que aparece incluso en sus referencias a la "voz de la comunidad". Duff describe su postura como kantiana y presenta la voz de la comunidad como una voz en "primera persona del plural". Curiosamente, el autor reconoce que esta "voz en primera persona del plural" no encaja cómodamente en el enfoque kantiano, relacionado con una "voz en primera persona del singular". Sin embargo, no quiere alejarse de las raíces kantianas que reconoce en su postura, aún cuando parece acercarse más a Rousseau que a Kant.[9]
En todo caso, pronto se revela por qué la "voz en plural" en la que está pensando es más kantiana que rousseauniana: las referencias del autor a la voz de la comunidad no presuponen que el pueblo, de hecho, habla, cuando es momento de tomar las decisiones más relevantes respecto del derecho penal. Usualmente, entonces, la determinación de lo que es una "ofensa pública" es realizada para la comunidad y en nombre de la comunidad, pero sin la intervención del pueblo. En uno de sus escritos con Sandra Marshall sobre "males compartidos", Duff y Marshall aportan un interesante ejemplo de este punto y cuidadosamente explican cómo (en el ejemplo) el "abuso sexual" se vuelve -simultáneamente- una "ofensa" a individuos particulares y también una "ofensa" contra toda la comunidad. En sus palabras,
podemos ofrecer una explicación más plausible del sentido en que el abuso sexual es una ofensa contra la comunidad... Considérese cómo un grupo de mujeres podría responder a una agresión sexual hacia una de ellas (o cómo un grupo racial consciente de sí mismo podría responder a un ataque racial contra uno de sus miembros). Podrían verlo como una ofensa colectiva (como un ataque a ellas), no meramente individual, en tanto se asocien e identifiquen con la víctima individual. Pues se definen a sí mismos como un grupo, en términos de una cierta identidad compartida, valores compartidos, cuidado mutuo - y peligros compartidos: un ataque contra un miembro del grupo es entonces un ataque contra el grupo - contra sus valores compartidos y su bien común. La ofensa no deja de ser sobre ella: pero también sobre nosotros toda vez que nos identificamos con ella. El punto no es simplemente que nos percatamos de que ortos miembros del grupo son también vulnerables a aquellos ataques o que queremos advertir a otros potenciales atacantes que no pueden atacar a miembros del grupo con impunidad... sino que el ataque sobre esta víctima individual es en sí misma y al mismo tiempo un ataque a nosotros - a ella como miembro del grupo y a nosotros como compañeros (Marshall & Duff 1998, 19-20).
Ciertos crímenes, entonces, no merecen ser vistos meramente como ofensas a individuos particulares sino más bien requieren ser entendidos como ofensas contra grupos enteros. El ataque a una miembro del grupo es un ataque al grupo, porque el grupo se "asoci[a] e identific[a]" con ella "en términos de una cierta identidad compartida, valores compartidos, cuidados mutuos" (ibid.). En mi opinión, la idea es enormemente importante y, al mismo tiempo, profundamente intrigante: ¿cómo sabemos que el grupo entero (o, digamos, una gran mayoría de él) comparte esos valores, preocupaciones e identidades, cuando no les hemos preguntado nada al respecto? ¿Y cómo sabemos que comparten esas preocupaciones y también las valoran de manera similar? ¿Y cómo sabemos que están preparados para dale tal relevancia a esa ofensa en particular al tratar los alcances del derecho penal?
Afirman:
Debemos preguntar, en parte, qué tipo de ofensas deben ser vistas como ofensas contra "nosotros"; y esto significa preguntar qué valores son (y cuáles deben ser) tan centrales a la identidad y autocomprensión de una comunidad, a su concepción del bien de sus miembros, que las acciones que agredan o desacrediten tales valores no constituyan meramente asuntos individuales que la víctima deba perseguir por sí misma, sino ataques a la comunidad" (ibid., 21-22).
Pero, de nuevo, el tema crucial es determinar quién habrá de responder a la pregunta fundamental de "qué ofensas deben ser entendidas como 'ofensas contra nosotros'"; quién habrá de determinar qué valores ocupan un rol tan "central" a la "identidad y autocomprensión" de la comunidad que las acciones que atenten contra ellos deban ser consideradas ataques contra la comunidad en su totalidad.
Este punto reviste crucial relevancia en la comprensión que tiene Duff sobre el derecho penal. Respecto de los crímenes más fundamentales -sostiene- "el derecho penal no crea ofensas", sino que las reconoce. De este modo, declara "ofensas públicas a ofensas pre-existentes" (Duff 2001). Consecuentemente, la comunidad prohíbe cierta conducta por ser mala in se. Duff y Marshall piensan en tres tipos de ofensas que podrían ser criminalizadas, de maneras distintas y por razones diferentes. Aseveran:
Hay tres tipos de ofensas que tenemos buenos motivos para criminalizar. Primero, hay ofensas victimizantes que constituyen violaciones tan serias a los valores de una comunidad política o a uno de sus miembros que no condenarlas y no juzgar a los victimarios sería traicionar aquellos valores (homicidio, abuso sexual, racismo). En segundo lugar, hay ofensas cuya única víctima es la comunidad o sus miembros colectivamente: ofensas que son públicas en el sentido aquí utilizado, como ofensas que conciernen al público, tan sólo por ser públicas en el sentido de tener un impacto sobre el público en vez de una víctima individual identificable (polución, infracciones a regulaciones de salud y seguridad). Tercero, hay ofensas 'mala prohibita' que consisten en violaciones a regulaciones legales que imponen una carga (típicamente modesta) sobre los ciudadanos en pos de algún aspecto del bien común. Las regulaciones relativas a patentes y licencias proveen el más claro ejemplo de estas ofensas (Duff 2001, 23-4).[10]
Entonces, los miembros de la comunidad tienen un rol extremadamente limitado en lo que concierne al reconocimiento y definición de qué conductas constituyen "ofensas públicas", es decir, ofensas contra la comunidad.[11] Ahora bien, tenemos buenas razones para adoptar este esquema para definir crímenes, pero resultaría curioso considerarlo un enfoque particularmente sensible a los entendimientos compartidos de la comunidad, o referir al derecho penal organizado de este modo como un derecho penal que habla con la voz del pueblo. Para quienes nos interesa expandir los alcances de la democracia dentro del derecho penal, este resultado es frustrante.
Algo similar a lo recién sostenido respecto de la política puede decirse del ámbito judicial. De nuevo, lo que parece relevante -lo que se presenta como elemento central de la imagen- son los entendimientos compartidos de la comunidad, sus reclamos deliberados y sus valores más profundos. No obstante, en la práctica, la comunidad es nuevamente silenciosa, y hay oficiales públicos -aquí, los jueces-, a quienes se les encarga la tarea de articular los valores presentes en la comunidad. En palabras de Duff:
La tarea de los jueces... es articular los valores entretejidos en la vida de la comunidad -aunque la articulación frecuentemente requiera proporcionar una determinación más precisa de dichos valores... La tarea de la legislatura no es imponer su propia voluntad sobre la población, sino dar una expresión más adecuada y practicable a los valores que ya estructuran la vida de la comunidad y su entendimiento. Esta concepción de derecho "común" provee un panorama ideal del derecho de una comunidad política liberal -de un derecho apto para ciudadanos, no para súbditos. El derecho no es el derecho de un soberano distinguido, pero el derecho propio de la comunidad. Es 'nuestro' derecho como miembros de la comunidad. El derecho no se dirige a los ciudadanos en la voz de un soberano separado que ejerce poder o autoridad sobre ellos. Habla en su voz, en el lenguaje de sus propios valores (Duff 2001, 59).
En principio, y frente a tan robusta y relevante descripción del poder judicial ("articular los valores entretejidos en la vida de la comunidad"), uno puede preguntar sobre las implicancias relativas al rol del juez de cara al pueblo en el proceso penal. Tras leer este párrafo o pasajes similares, quedan mucho más claras las consecuencias de esta postura: no sólo los jueces deliberan en aislamiento sobre esos valores; sino también es su deber determinar precisamente en qué consisten tales valores, cuál es su significado. De nuevo, podemos estar de acuerdo con este enfoque general, o considerar que no hay una buena alternativa a él. Pero otra cosa, muy distinta, es llamar a esta postura "comunicativa", asociarla con la democracia deliberativa, y asumir que refleja apropiadamente las aspiraciones profundas y compartidas que una comunidad democrática puede razonablemente albergar.

Aspiraciones democráticas y objeciones liberales
 Aquellos de nosotros a quienes nos interesa extender el espacio para la democracia dentro del derecho penal queremos oír más sobre la voz directa del pueblo: abogamos por un mayor papel de la ciudadanía en la creación, interpretación y aplicación del derecho penal. También asumimos que esta aspiración no se satisface cuando delegamos esas tareas cruciales a los funcionarios públicos, quienes supuestamente deben actuar en nombre del pueblo. Es verdad que algunas de esas autoridades son elegidas directamente por el pueblo y otras no, pero el punto es que ninguna de ellas está bajo control estricto del pueblo. Desafortunadamente, nuestro sistema ha eliminado o bien no ha adoptado la mayoría de los instrumentos institucionales que alguna vez fueron explorados para fortalecer la conexión entre el pueblo y el gobierno (i.e., mandato imperativo, derecho de revocación, rotación en los cargos públicos, mandatos cortos). Algunos de esos instrumentos fueron más atractivos que otros (y muchos otros fueron imaginados), pero lo cierto es que en la actualidad nosotros, los ciudadanos, tan sólo tenemos un instrumento para asegurar la rendición de cuentas de nuestros funcionarios públicos, a saber, las elecciones periódicas. Peor aún, no tenemos buenos medios institucionales para asegurar la comunicación y el diálogo apropiados entre los funcionarios públicos y el pueblo, y del pueblo consigo mismo. Al contrario, lo que tenemos es un sistema institucional que criminaliza las protestas sociales, es hostil hacia las demonstraciones populares y parece cada día más dependiente del dinero, que ha pasado a dominar la escena política (Rawls 1991, Sunstein 1993).
El tipo de problemas que enfrentamos son particularmente relevantes para quienes abogamos por formas epistémicas de la democracia. Lo cierto es que nuestras democracias son demasiado sensibles al dinero y muy insensibles a nuestros reclamos públicos. Hace un tiempo temíamos una esfera pública que, asumimos, era demasiado dependiente de la terrible, irreflexiva y desenfrenada voluntad popular. Los problemas que enfrentamos actualmente parecen ser de otro tipo: la voz del pueblo permanece prácticamente desoída y, por consiguiente, nuestras democracias se han vuelto más claramente relacionadas con sus desviaciones oligárquicas o plutocráticas.
Pero para entender el tipo de problema que intentamos resaltar aquí, es importante recordar lo siguiente: las democracias contemporáneas funcionan bastante mal (sus malos resultados en el derecho penal son manifiestos), pero incluso si tuviéramos lo que no tenemos, es decir una democracia representativa que funcione bien con un sistema de frenos y contrapesos robusto, el problema que nos preocupa seguiría vigente.
En efecto, aun en una democracia no viciada (una democracia decente, como la que parece tener Duff en mente) tendríamos funcionarios públicos creando, aplicando e interpretando el derecho penal sin mucho diálogo con el pueblo -peor aún, sin dar especial consideración a las voces de los más desfavorecidos. Y lo cierto es que quienes abogamos por versiones epistémicas de la democracia no lo hacemos (simplemente) porque valoramos la participación popular o una democracia más cooperativa o colaborativa: apoyamos una verdadera intervención de "todos los afectados" porque asumimos que sin oír aquellas voces, su intensidad y sus matices, nos estaríamos perdiendo muchos de los reclamos más fundamentales, y no sabríamos cómo sopesar adecuadamente las demandas que ellos plantean y que nosotros reconocemos. En otras palabras, nuestra idea es que no seremos capaces de reconocer adecuadamente los "valores compartidos de nuestra comunidad" y cómo equilibrar esos reclamos si no los escuchamos, si no les damos la oportunidad de presentar y sostener sus opiniones frente al resto.
Por supuesto que entiendo que hay diversas objeciones -liberales- significativas a este proyecto. Precisamente por esa razón es que, en lo consiguiente, presentaré y exploraré algunas de esas críticas, tratando de ver si pueden ser resistidas desde el tipo de concepción epistémica de la democracia que postulo.
Derechos individuales. La preocupación liberal más fundamental se relaciona con las amenazantes implicancias de tener "más democracia", en lo que concierne a los derechos individuales. ¿Cómo se protegen esos derechos dentro de un sistema institucional organizado fundamentalmente alrededor de la regla de la mayoría? O, más al punto -y siguiendo los clásicos comentarios de Ronald Dworkin-, ¿cómo puede alguien interesado en la protección de los derechos pedir a la mayoría que pone en jaque tales derechos que decida todos los asuntos relativos a los derechos individuales? (Dworkin 1977). Suena ilógico, moralmente inaceptable y políticamente absurdo. En cambio, las cosas son más complicadas, y el balance de razones no nos lleva obviamente a apoyar políticas anti-mayoritarias.
Haré algunos comentarios breves contra este ataque liberal. En primer lugar, aquellos que apoyan un mayor rol de la democracia en la creación, aplicación e interpretación de las normas legales no necesitan articular sus opiniones en oposición a valores liberales fundamentales tales como  derechos individuales, libertad o igualdad. En diferentes obras, por ejemplo, Jeremy Waldron ha argumentado a favor de un sistema institucional más "mayoritario", basado en la preocupación por esos valores liberales (Waldron 1999). Su punto central no es que la democracia es más importante que los derechos. Su punto es que los derechos son de importancia fundamental pero, desafortunadamente, tendemos a disentir cuando queremos definirlos, interpretarlos o protegerlos  en casos particulares.[12]
En segundo lugar cabe mencionar que la defensa de la regla de la mayoría no necesita estar acompañada de un rechazo de los controles o mecanismos para volver al proceso de toma de decisiones más imparcial y menos vulnerable a sesgos indebidos. De hecho, en estos tiempos, muchos de los juristas que solían promover versiones robustas de democracias mayoritarias o populistas sugieren que el sistema institucional que proponen incorpora obvios controles al poder, como la revisión judicial, pero no otros arreglos menos defendibles, tales como la supremacía judicial (Tushnet 2004, 2009; Waldron 2008, 2009). Y ese, en mi opinión, es el punto: los proponente de la regla de mayorías se preocupan por honrar nuestra igualdad legal común, y no son hostiles a los derechos individuales. Y hay numerosos modos, existentes o imaginables, de mejorar la democracia para revisar las decisiones mayoritarias sin reemplazar la regla de la mayoría por una regla de elites (a saber, detención al legislativo[B4] , procesos de consulta obligatoria; apertura de audiencias públicas; en casos extremos, la adopción de derechos de veto en favor de las minorías sin poder; etc.).
También quisiera decir algo en contra de aquellos que acompañan su desconfianza de la regla de la mayoría con una confianza correlativa en la capacidad del poder judicial para decidir sobre estos asuntos a fin de mejorar la protección de derechos individuales. Por diversas razones, la idea según la cual la regla de la mayoría preserva los intereses de las mayorías es problemática (es decir, problemas de rendición de cuentas, crisis de representación, etc.). Sin embargo, en términos generales, esa sugerencia también tiene sentido: los funcionarios políticos son elegidos y removidos a través de elecciones regulares. Al menos por esa razón, los políticos tienen ciertos incentivos a acomodar sus políticas a las demandas de la ciudadanía. En contraste, no tenemos buenas razones para establecer una conexión similar entre el poder judicial y la protección de los derechos de las minorías. Este hecho es "curioso" porque los críticos de las políticas mayoritarias parecen darlo por sentado. Pero, ¿por qué se ocuparían los jueces de la protección de los intereses fundamentales de grupos minoritarios? Que los jueces no sean ni elegidos ni removidos a través de la regla mayoritaria ayuda a explicar por qué no se inclinarán particularmente por las políticas mayoritarias (a diferencia de los funcionarios políticos). Pero esta "des-conexión" institucional con los intereses mayoritarios nada dice acerca de las supuestas inclinaciones de los jueces en favor de los intereses de minorías raciales o étnicas, de los homosexuales, de los grupos indígenas, etc. ¿Por qué habrían de hacerlo? [13] En resumen, quienes descreen de la regla de mayorías y, por contraste, favorecen un sistema de revisión judicial fuerte deberían mejorar sus argumentos a ese respecto.
Finalmente, el impulso "anti-mayoritario" también falla -nuevamente- en sus presunciones sobre la democracia. Efectivamente, los ataques contra la regla de la mayoría se basan frecuentemente en un entendimiento demasiado simple y pueril de la democracia. Si quienes apelan a la democracia tuvieran como único argumento "defendemos la regla mayoritaria bruta, en todos los casos", entonces claro que su postura resultaría indefendible (volveremos a esta discusión pronto). En todo caso, el "bando anti-mayoritario" habría ganado el debate, pero a costo de transformar a sus rivales en hombres de paja inocuos. Lo cierto es, en cambio, que quienes defendemos las políticas mayoritarias no necesitamos basar nuestras posturas en fundamentos tan implausibles y poco atractivos -y no lo solemos hacer. Primero, no necesitamos asumir que la democracia es la respuesta o herramienta apropiada para todo tipo de casos. Carlos Nino -uno de los principales proponentes de la democracia deliberativa-, por ejemplo, no justificó el uso de la regla de mayorías frente a asuntos de moral privada, precisamente por el tipo de democracia deliberativa que proponía. Nino defendía una concepción epistémica de la democracia y -razonablemente- sostenía que la democracia tiene un valor "epistémico" respecto de asuntos de moral inter-subjetiva, pero no respecto de cuestiones de moral privada, donde cada individuo debe ser considerado "soberano" (Nino 1984/1991). Segundo, quienes apoyamos un mayor rol de la democracia no necesariamente defendemos versiones "brutas" (o "estadísticas", en términos de Dworkin) de la democracia, como si la simple regla de la mayoría fuese la única expresión posible de nuestras inquietudes mayoritarias. Hay diversos diseños institucionales compatibles con estas inquietudes democráticas que tienen poco en común con las versiones más simples y menos atractivas de la democracia que muchos (amigos y enemigos) parecen tener en mente. Amigos de la democracia pueden referir a procesos deliberativos rigurosos, como los propuestos por Nino o Habermas en sus teorías políticas comunicativas; formas débiles de revisión judicial (Tushnet 2008); etc. Además, podemos promover la adopción de otros dispositivos institucionales dirigidos directamente a mejorar la situación de minorías particularmente desfavorecidas, incluyendo derechos especiales de veto, foros de deliberación especiales para grupos minoritarios, etc. (Kymlicka 1995). En suma: los defensores de (formas más sofisticadas de) la democracia tienen un abundante arsenal de buenas respuestas a su disposición frente a las críticas frecuentes provenientes de los defensores de los derechos de minorías.
Populismo.[14] Otra objeción es que una apertura de cuestiones de derecho penal a la democracia sólo traería populismo y el llamado "neo-punitivismo", es decir, un incremento en la cantidad y severidad de los castigos. Esta es una afirmación común en la literatura. Muy frecuentemente, teóricos penales liberales simplemente sostienen y toman por sentado que un involucramiento popular en estas cuestiones implica una ley penal más dura (Ferrajoli 1989, 2008; Zaffaroni 2003, 2006). El criminólogo liberal italiano Luigi Ferrajoli, por ejemplo, puja por una defensa fuerte de las garantías individuales contra "las degeneraciones mayoritarias y plebiscitarias de la democracia representativa y sus perversiones videocráticas" (Ferrajoli 2005, 85). Para él, las democracias contemporáneas han albergado una "inflación" aparentemente irrestricta en el derecho penal, lo que ha producido un "derecho penal maximalista" que evoluciona sin control racional alguno (ibid., 257). Por tal razón encuentra una contradicción significativa entre el liberalismo penal y la democracia política. Ahora bien, la primera pregunta a hacer ante estos reclamos es acerca de los datos empíricos que los sostienen: ¿dónde están los números que prueban lo que se dice? El hecho de que, típicamente, la familia, los amigos y los vecinos de la víctima, unos minutos después del crimen, piden penas severas en los términos más duros no quiere decir nada acerca de lo que la comunidad piensa sobre el crimen, y nada tiene para decir de la democracia. Desgraciadamente, esas imágenes dramáticas y comunes, repetidas una y otra vez por los medios de comunicación masiva en busca de espectadores, tienden a darle un estatus de democrático del cual carece.[15] Contra lo que sugieren estas posturas, Antony Bottoms ha demostrado la complejidad de las actitudes de las personas frente al crimen y al castigo (Bottoms 1995; Roberts & Hough 2002; Roberts & Hough 2002b; Ryan 1999). De modo similar, y luego de una cuidadosa revisión de la literatura sobre el tema, Gerry Johnston concluyó que "la opinión pública es más diversa y menos directamente punitiva de lo que usualmente se supone" (Johnston 2000, 164). Al final de cuentas, lo que parece estar presente aquí es un grupo de políticos y figuras públicas diciendo hablar de parte "del pueblo", en vez de personas hablando con su propia voz (Pratt 2007).
Entonces, la pregunta crucial es: ¿qué concepto de democracia se encuentra aquí en juego? Sin necesidad de volverse muy exquisitos o demandantes al respecto, lo primero a decir es que, para quienes defendemos una democracia más robusta, menos trivial, ninguna de las expresiones populares a las que nos hemos referido aquí nos atrae en lo más mínimo. La democracia no implica meramente el ejercicio de "contar cabezas" que, por ejemplo, Ronald Dworkin caricaturizó cuando objetó la (cruda, llamada) concepción "estadística" de la democracia (Dworkin 2011).
De hecho -y este es el punto que más me interesa destacar- para aquellos que defienden una democracia deliberativa, la democracia requiere debate, información, tiempo, reflexión colectiva, inclusión social, e incluso una cierta igualdad social. Claro que no creemos ni asumimos que las democracias reales podrían más o menos perfectamente cumplir con estos requisitos: esas exigencias pertenecen a un concepto ideal, y desde ese punto de partida examinamos los diseños institucionales existentes. Por ejemplo, es desde aquel punto de partida que condenamos fuertemente el populismo penal, es decir las políticas penales que dicen ser hechas en nombre del pueblo, y que normalmente acompañan propuestas para castigos más y más severos. Condenamos el populismo penal porque o bien ignora el juicio de la comunidad democrática a la que apela, o intenta identificar la "voz del pueblo" mediante mecanismos que pueden ser relevantes para el mercado, pero no para la democracia (i.e. encuestas individuales).
Por razones similares, no consideraremos "democráticas" las "meras opiniones" de unos pocos luego de un crimen horrendo: esas (siempre dolorosas) demandas no tienen nada relevante en común con los "juicios deliberados" del colectivo (Greene, 2006; Dzur y Mirchandani 2007, 163; Luskin et al 2002). De nuevo: el mercado tiene muy poco en común con la democracia (Elster 1986).
Objeciones funcionales. Quizás por convicción, quizás porque no quiso parecer un enemigo de la democracia, James Madison basó su principal crítica a la regla de la mayoría en objeciones "funcionales". Básicamente, la idea era que los foros mayoritarios tendían a desfavorecer la discusión racional: la pasión tomaba el lugar de la razón. Como establece en Federalist Papers n. 55, "en toda asamblea muy numerosa, de cualquier naturaleza, la pasión nunca falla en arrebatar el cetro a la razón". Las razones que apoyaban esta afirmación eran muchas, todas ellas relacionadas a las inadecuadas condiciones que caracterizaban a las congregaciones masivas: la presencia de demagogos; las limitaciones de tiempo, que dificultaban completar una idea o presentar un argumento razonado; el éxito logrado, en tales condiciones, por los ataques personales y argumentos ad hoc; etc. La otra cara de la moneda sería representada por argumentos funcionales alabando a las Cortes como el "foro de principio" -como los llamó Ronald Dworkin- o como un "ejemplo de razón pública", en palabras de John Rawls (Rawls 1991). El mismo argumento fue presentado, hace algunas décadas, por Alexander Bickel, uno de los primeros y más influyentes autores que escribieron sobre la "dificultad contramayoritaria" (Bickel 1967). A pesar de criticar sus formas tradicionales, Bickel apoyó la revisión judicial, como resultado de ciertas características institucionales del Poder Judicial y de su proceso de toma de decisiones. Para él, los jueces tienen el tiempo y la tranquilidad necesarios para decidir apropiadamente respecto de los asuntos más significativos y permanentes de la vida pública.
Todas estas posturas enfrentan, creo yo, serias dificultades. En primer lugar, no parece justo comparar los poderes políticos en su peor condición (el reino de lobbies y demagogos) con el poder judicial en su mejor momento ("el foro de principio") (Tushnet 1999). Un enfoque desde el mundo real a los distintos poderes podría ayudarnos a reconocer, por ejemplo, el amplio espacio que las instituciones políticas reservan para la argumentación y las Cortes para el razonamiento auto-interesado, incontrolado y carente de fundamentación basada en principios (Posner 2010). Segundo, si la imagen institucional correcta fuera la presentada en las líneas precedentes, eso nos daría razones para promover reformas institucionales en vez de tomar la situación como dada. Me explico: no hemos creado instituciones políticas únicamente para dar cierta satisfacción a las demandas políticas de la mayoría, sino porque creemos que tenemos buenas razones para considerar seriamente esas preferencias. Consiguientemente, si nuestro sistema para agregar las preferencias de la mayoría no nos permitiese reconocer esas demandas, necesitaríamos cambiar ese sistema, en vez de transferir el poder de decisión a instituciones contra-mayoritarias. De nuevo: una versión epistémica de la democracia dice que sólo las discusiones que incluyen a todos los afectados pueden mejorar el carácter imparcial de nuestro proceso de toma de decisiones. Por lo tanto, a menor nivel de inclusión y discusión, mayor es el riesgo de tomar decisiones sesgadas. Uno no debería simplemente concluir -de cara a un sistema político imperfecto- "que decidan las cortes". Por el contrario, lo que necesitamos hacer es esforzarnos por asegurar que las voces desoídas, ignoradas o desatendidas de nuestra sociedad finalmente tengan la oportunidad de presentar y defender su caso.
Consistencia.  Otra objeción importante a la idea de democratizar el derecho penal refiere al riesgo de crear un derecho inconsistente. El problema es relevante en todas las diferentes áreas del derecho, pero particularmente en aquellas claramente relacionadas con el uso de los poderes coercitivos del Estado. En términos de legislación, no queremos tener un derecho penal irracional, alimentado por impulsos que empujan en diferentes direcciones. En términos de la labor judicial, no queremos tener ciertas personas condenadas por razones que fueron consideradas irrelevantes en otros casos. Incluso simpatizantes con concepciones republicanas y deliberativas de la democracia, tales como Philip Pettit y Christian List, por ejemplo, han referido a este tipo de dificultades, que han estudiado bajo el acápite "dilemas discursivos" (List & Pettit 2011). Para ellos, "el voto de una mayoría en proposiciones interconectadas puede llevar a juicios grupales inconsistentes incluso cuando los juicios individuales son completamente consistentes" (ibid., 46). La consecuencia sería, nuevamente, la irracionalidad colectiva.[16] Lamentablemente -se podría sostener- un derecho penal "democratizado" podría acarrear esos resultados desafortunados, en áreas que requieren una reflexión más calma y decisiones afinadas. Estos tipos de decisiones (extremadamente difíciles), por tales razones, deberían quedar en manos de expertos, aisladas de decisiones apresuradas e iniciativas emocionales.[17]
El interrogante es: ¿por qué es obvio que un derecho penal más democrático tendría tales resultados indeseables? ¿Y por qué es evidente que las decisiones tomadas por expertos representan una mejor alternativa? Podemos mencionar varias respuestas. Una de ellas es que una democracia apropiada puede distinguir entre diferentes niveles dentro del proceso de toma de decisiones, y por lo tanto abrir la discusión de los principios básicos del derecho al pueblo mientras reserva la intervención de expertos a cuestiones relacionadas con los detalles de la ley. En segundo lugar, hay distintas maneras de abrir la toma de decisiones a la pluralidad de voces existentes en una democracia. La consistencia de la ley se vería obviamente menoscabada si, digamos, el pueblo pudiera votar sobre cada artículo particular del Código Penal y sus contenidos. Pero hay numerosas modalidades de intervención popular que podrían enriquecer el proceso de toma de decisiones sin afectar la consistencia de la ley. Por ejemplo, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) requiere que toda la legislación que potencialmente pueda afectar los intereses de grupos indígenas sea sometida previamente a un proceso de consulta con los grupos afectados antes de ser aprobada. Medidas como aquella prometen mejorar el carácter democrático de las leyes (digamos, un nuevo Código Penal), sin la necesidad de minar su consistencia interna.
Tercero, hay multitud de resultados que una sociedad democrática puede desear conseguir: podemos querer un proceso de toma de decisiones más inclusivo; podemos querer expandir la diversidad de las voces a ser escuchadas; podemos querer evitar sesgos impropios; podemos querer maximizar la consistencia del proceso de toma de decisiones, etc. Bien puede suceder que no alcancemos todos nuestros objetivos al mismo tiempo y al mismo nivel. Por eso, en algunas ocasiones, es posible que debamos sacrificar una porción de alguno de nuestros valores deseados para así poder dar lugar a otros valores que consideramos aún más importantes. La cuestión entonces sería cómo maximizar los valores que más nos interesa favorecer sin perder completamente los demás valores en el intento. Y he aquí algunas cosas a mencionar acerca de la democratización del derecho penal. Por un lado, hay demasiado por ganar de abrir el derecho penal a la democracia, particularmente en lo que respecta a la imparcialidad del sistema. Es esto lo que he intentado defender cuando examinamos las virtudes "epistémicas" de la democracia. Por otro lado, existen diferentes modos de abrir el derecho penal a la democracia, y no todos ellos son necesariamente problemáticos. Mi impresión es que muchos de los críticos de la democracia, en este punto, fundan sus críticas en un entendimiento extremadamente empobrecido del sistema democrático.



[1] Ver, por ejemplo, http://plato.standford.edu/entries/legitimacy/
[2] En sus palabras, "mi entendimiento de lo que se me dice, y de la posibilidad de decirlo por mí mismo, depende no meramente del contenido de lo que se dice, sino de la voz con la que se lo dice -de quién me habla y de en qué accidente me habla; de hecho, el contenido de lo que se dice, lo que significa al oyente, no puede ser divorciado completamente de la voz con la que se lo dice ... debemos... preguntarnos si es una voz que todos los ciudadanos pueden oír como propia -o como una voz que podría ser suya. Si el derecho habla a los miembros de grupos injustamente desventajados, empobrecidos y alienados en la voz de lo que ellos razonablemente ven (y oyen) como poderes institucionales opresivos en los que ellos no participan, su lenguaje podrá ser conceptualmente accesible a ellos. Mas dada la voz con la que, y las fuentes desde las que, se habla (y se oye), ¿podemos decir plausiblemente que en la práctica aquel es un lenguaje accesible para ellos, un lenguaje en el que ellos realmente podrían hablar (o se podría esperar que hablen) con su propia voz?" (Duff 1998, 204).
[3] "Si hay individuos o grupos dentro de una sociedad que son (de hecho, aun si no por diseño) persistentemente y sistemáticamente excluidos de la participación en su vida política y de sus bienes materiales, quienes son normativamente excluidos en cuanto a que su tratamiento en manos de las leyes e instituciones que gobiernan a la sociedad no representa un genuino respeto por ellos como individuos que comparten los valores de la comunidad, y quienes son lingüísticamente excluidos en cuanto la voz del derecho (a través de la cual la comunidad habla a sus miembros en el lenguaje de sus valores comunes) suena, para ellos, como una voz ajena que no es ni podría ser la suya, entonces el reclamo de que están, como ciudadanos, obligados por las leyes y son responsables frente a la comunidad se torna vacío. Los fracasos suficientemente persistentes, sistemáticos, no reconocidos o no corregidos, en tratar a individuos o grupos como miembros de una comunidad política de cuyos recursos participan, debilitan el reclamo de que tales individuos o grupos se encuentran obligados por las leyes de dicha comunidad. Solo pueden ser compelidos como ciudadanos, pero tales fracasos niegan implícitamente su ciudadanía al negarles el respeto y el debido cuidado que corresponde a todo ciudadanos" (Duff 2001, 195-6).
[4] "(T)oda vez que la comunidad en cuyo nombre hablan ha fallado notablemente en la tarea de tratarlos de acuerdo a sus valores declarados, no podrá reclamar el derecho de llamarlos a rendir cuentas respecto de sus presuntos fracasos en respetar aquellos valores encarnados en el derecho penal" (Duff 2001, 186).
[5] Citando la obra de Albert Dzur, también hace referencia a la idea de que, para ser miembro de una comunidad legal, los ciudadanos participan en el proceso penal" (Duff 2010, 138).
[6] Para él, "claro que también es cierto que diferentes sistemas de derecho penal difieren en su contenido: lo que cuenta como acto criminal en un sistema puede no contar como acto criminal en otro. Tales diferencias no siempre reflejan distintas opiniones subyacentes sobre lo que está bien y lo que está mal: en cambio, puede ser que expresen diferentes posturas acerca de cuáles ofensas son relevantes en un sentido 'público'; o divergencias relativamente menores en la interpretación precisa de tales ofensas públicas; o diferentes sistemas de regulación que generan diferentes 'mala prohibita'" (ibid., 53).
[7] Cabe notar que Duff  aclara que "ser tratado como un ciudadano no es simplemente cuestión de ser responsabilizado penalmente: implica ser incluido, que se le permita compartir tanto las cargas como los beneficios de la ciudadanía, que se le permita -de hecho, se le aliente- a tomar parte en la vida política de la comunidad, a compartir sus bienes materiales y sociales, a beneficiarse de su bienestar, de sus recursos educativos y médicos, y demás" (ibid.).

[8] "Aunque los valores autonomía, libertad, privacidad y pluralismo son los más relevantes para la autodefinición de tal comunidad como una comunidad liberal, sus miembros compartirán otros valores que también ayudarán a constituirlos como comunidad. Estos incluyen, por ejemplo, los valores políticos y procedimentales de la democracia liberal, valores del bienestar... y otros valores referidos a las relaciones de la comunidad con los no-miembros" (ibid. 47).
[9] "La voz del kantiano es una voz en primera persona del singular, que expresa mi reconocimiento individual de las demandas de la ley moral. En cambio, la voz que me ocupa es en primera persona del plural.  La voz de la ley es (o busca ser) la voz de la comunidad dirigiéndose a sí misma, la voz de todos los ciudadanos interpelándose unos a otros y a sí mismos. Habla de lo que "nosotros", la comunidad, requiere o exige" (Duff 2001, 58-9).
[10] En Duff (2013), el autor expone que "tanto mala in se como mala prohibita consisten en conductas supuestamente malas independientemente del derecho penal, sin importar que haya casos marginales donde no esté claro si la incorrección o injusticia de la conducta es independiente de sus prescripción legal" (181).
[11] "Tal comunidad efectivamente se caracteriza tanto por el desacuerdo como por el acuerdo, pero también necesita asegurar un acuerdo suficiente para hacer posible un sistema de derecho penal (que se diferencia de una serie de entendimientos locales, informales y temporales) - un derecho penal que reclame la autoridad para declarar y definir los mala in se centrales que habrán de contar como ofensas públicas, y que cree nuevas mala prohibita que se tornen ofensas públicas una vez legisladas" (Duff & Marshall 2004, 42).
[12] Waldron basa su postura "mayoritaria" sobre la importancia de los derechos -y particularmente la de un derecho peculiar, el derecho  a la participación, que ayuda a tomar decisiones difíciles frente a desacuerdos profundos. Más aún, su postura es profundamente igualitaria: de hecho, promueve una regla de la mayoría precisamente porque somos todos moralmente iguales; nadie puede reclamar un derecho especial para decidir sobre desacuerdos morales o políticos fundamentales en el nombre de los demás; y al mismo tiempo deseamos continuar viviendo juntos del mismo modo que deseamos decidir sobre esas preguntas esenciales. La regla de la mayoría es, en ese contexto, una respuesta apropiada a nuestras inquietudes: nos ayuda a tomar decisiones sobre preguntas difíciles en situaciones de incertidumbre y desacuerdo moral, honrando al mismo tiempo nuestra igualdad moral fundamental (volveré inmediatamente a este punto, y a las objeciones en su contra).
[13] Uno podría verse tentado a responder: "los jueces se encuentran limitados por la Constitución a comportarse de tal modo". El problema de esta pregunta es doble: primero, las constituciones normalmente no establecen protecciones especiales a las minorías (mientras que, al mismo tiempo, tienden a proveer una fuerte protección a los derechos de propiedad ya establecidos); y las constituciones -incluso en sus aspectos más progresivos- necesitan ser interpretadas. Desafortunadamente, las teorías interpretativas son usualmente compatibles con soluciones diversas, incluso opuestas.
[14] Antony Bottoms usó la frase "punitivismo popular" para "referirse a la noción del uso por parte de los políticos de lo que consideran la postura generalmente punitiva del público para sus propios fines" (1995, 40). Ver también Garland (2001, 145-6).
[15] Pettit ha acuñado el término "dinámica de indignación" para referir a aquellas situaciones donde los medios amplifican las implicancias de un determinado crimen, intentando atraer público (Pettit 2002, 429). Ver también Zimring et al (2001), estudiando el fenómeno del populismo penal y, específicamente, la política de "tres strikes y estás fuera" en California (Klein 1994; Stolzenberg & D'Alessio, 1997).
[16] Ver también, por ejemplo, Kornhauser & Sager, quienes habían explorado esta idea bajo la noción de "paradoja doctrinal" (i.e., Kornhauser & Sager, 1993).
[17] Esta, de hecho, ha sido la conclusión de los trabajos de Pettit relativos a la creación del derecho penal, los que sugerían delegar a una institución del tipo "Banco Central" (ver Pettit 1997).


 [B1]Duff utiliza los términos "criminal responsibility" y "criminal liability", presumiblemente con significados distintos. Su traducción, en cambio, no es tan directa.
 [B2]La palabra "wrong" puede referir a injusto, incorrecto, malo o, como luego pasaré a usar, a los "males" u "ofensas", refiriéndose en abstracto a las acciones 'potencialmente' delictivas.
 [B3]"champagne-quality due process"
 [B4]"remand to the legislative"