24 dic 2021
"Las instituciones responden a ideas que hoy repudiaríamos"
Entrevista en Ñ, acá
https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/-instituciones-responden-ideas-hoy-repudiariamos-_0_YpkRJKm5M.html
Roberto Gargarella
“Nuestras instituciones responden a ideas que hoy repudiaríamos”
Si se hubieran ido todos en 2001, tendríamos los mismos males, dispara el jurista y sociólogo y se detiene en los déficits institucionales de la democracia actual.
Meses antes de la pandemia, en octubre de 2019, el jurista y sociólogo Roberto Gargarella decidió dedicar un tiempo a la escritura de un libro que había irrumpido en su mente casi como una epifanía: “Concebí este libro en una noche sin sueño, en abril de 2019, en un par de horas exaltadas y extrañas. Al pensarlo, tuve la certeza de que el libro estaba ya definido y su contenido, cerrado”, escribe en el prefacio de El derecho como una conversación entre iguales (Siglo XXI). Entonces, cuando completó el dictado de sus clases universitarias y demás tareas pendientes, se subió a un avión que lo aterrizó en los Estados Unidos. Iba a escribir. Si la tarea le hubiera demandado unos cuantos meses, el bloqueo de fronteras podría haber significado un problema inesperado, pero algo singular sucedió con ese texto: “En veinte exageradas jornadas de trabajo completo terminaba la primera versión del manuscrito. De forma inesperada, mucho antes de lo imaginado y como si nada. El libro había sido escrito como si alguien me lo hubiera dictado”.
Y de hecho, algo de eso había solo que la voz interior era la del propio académico y docente de las universidades de Buenos Aires y Torcuato Di Tella, ya que el libro de alguna manera anuda los problemas y ejes que viene trabajando desde hace tres décadas. Lo explica a Ñ en un diálogo a través del zoom, enmarcado por una biblioteca hasta la que llega la claridad del mediodía de verano.
–¿De qué manera el contexto político de 2019, con protestas masivas en varios países, influyó en la escritura de este libro y en el concepto de “erosión democrática” que propone?
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–Este libro fue una experiencia muy feliz porque es el resultado de más 30 años de trabajo y porque aborda distintos temas (la crítica al presidencialismo, la teoría democrática, la revisión judicial de las leyes, la impunidad, la erosión democrática actual, la interpretación de las normas, entre otros) que aparecen vinculados por un único hilo invisible. También es producto de un modo de hacer derecho y hacer filosofía política, siempre con un pie en una realidad que es muy demandante y preocupante. Entonces, efectivamente apareció en un momento marcado por una crisis especial de la democracia, que es lo que algunos describen como la erosión democrática, pero finalmente en cualquier momento que hubiera sido escrito iba a estar muy vinculado con el contexto porque nació motivado por ese contexto y eso se mantuvo firme a lo largo de tres décadas.
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–De algún momento, parece destinado a desagradar a quienes piensan que el problema de la sociedad son los políticos, a quienes piensan que son los jueces y a quienes piensan que son los ciudadanos indiferentes. ¿Qué reacciones fue recibiendo de su trabajo?
–El libro hace un intento explícito por desafiar verdades establecidas en las ciencias sociales. Muchos efectivamente dicen que América Latina está marcada por la apatía ciudadana: a mí me interesa decir que no, la ciudadanía –aún cuando se retira de la política– está mostrando racionalidad. Muchos dicen que la culpa es de los políticos. A mí me interesa decir que, por supuesto, estamos llenos de políticos corruptos, pero en un punto cualquiera que pongamos en este lugar va a reproducir los males porque la estructura institucional da los peores incentivos. Entonces, en ese sentido, sí me interesaba presentar un libro que es díscolo si se quiere con respecto a sentidos comunes muy compartidos dentro de la ciencia sociales y jurídicas. Yo efectivamente creo –y uso el ejemplo de la crisis de 2001– que si todos se hubieran ido en ese momento, cuando decíamos “que se vayan todos”, y si hubiéramos puesto un elenco nuevo, los mismos males se habrían reproducido porque el sistema institucional deja un montón posibilidades de control tanto del poder coercitivo como del presupuesto y, al mismo tiempo, les impone muy pocos controles (o controles que podés eludir muy fácilmente), mientras las posibilidades de que la ciudadanía te saque de allí son muy reducidas. La única nota que pondría ahí es que el libro no pretende decir que el derecho es el origen ni la solución para todos los males, sino marcar que hay una parte importante del problema que es institucional.
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–Apenas iniciado el libro usted establece una diferencia importante entre los asuntos del constitucionalismo y los problemas de la democracia: ¿podría explicar la diferencia?
–La idea es la siguiente: la Constitución hace muchas cosas, pero hay una muy central: busca limitar al poder y para eso establece herramientas de control como el Poder Judicial, el veto del Ejecutivo, los modos de control de una cámara sobre la otra y el voto. Hoy toda la ciencia política que habla de la erosión democrática pone el foco en cómo, en los últimos años, el poder concentrado ha empezado a aflojar las tuercas y la maquinaria de controles. Un ejemplo pueden ser Donald Trump o Jair Bolsonaro colonizando a la Corte, eliminando un tribunal o removiendo agentes de control, que son todos modos entre comillas legales. Por supuesto que este es un problema serio que debe ser remediado. Lo que yo digo es que, si aún en esta coyuntura las cosas cambiaran (se ha ido Trump y posiblemente se vaya Bolsonaro), el déficit democrático seguirá ahí, en tanto nosotros como ciudadanos seguimos teniendo muy limitadas posibilidades de decidir y controlar. Entonces, está muy bien poner el foco en los problemas del constitucionalismo, esto es en la maquinaria, los controles y los frenos; pero eso no nos está ayudando a focalizar en la otra parte del problema, que es un problema de naturaleza democrática: un desempoderamiento generalizado, que se ve España, Perú, Chile, Estados Unidos y que se grafica cuando uno mira hacia la clase dirigente y o no los conoce o los desconoce o no se identifica o dice ‘por qué hablan en mi nombre’. Ese sentimiento compartido finalmente lo que refleja es este déficit democrático. Hay problemas que con las viejas herramientas no vamos a resolver más porque ya no sirven.
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–Dice usted que nuestras constituciones tienen una matriz elitista que está atravesada por la “desconfianza democrática”. ¿En qué consiste esa desconfianza y cuán presente está hoy?
–Uso la imagen de un traje chico para explicar cómo se pensó el traje constitucional a partir de una sociología política que ya no existe, una sociedad que ya no está más y un modo en que se entendía la sociedad que cambió por completo. Los ‘padres fundadores’ pensaban, tanto en la Argentina como en Colombia, México o Estados Unidos, que las sociedades eran básicamente simples y la idea de una sociología política simple ayudaba a pensar soluciones también simplistas de representación. Pero hoy tenemos sociedades multiculturales, divididas en miles del grupos que son además heterogéneos. Este es un punto central, sociológico si se quiere. Y el punto más filosófico es el de la desconfianza democrática: Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento tanto como James Madison o Alexander Hamilton tenían un discurso elitista, propio de la clase alta y eso era así en aquel momento. El problema es que ese modo de pensar –marcado por una visión elitista de desconfianza hacia la ciudadanía–, se traduce en instituciones atravesadas por la idea de que cierta gente debe decidir porque todo el resto no está capacitado. Eso está todavía con nosotros: tenemos una organización institucional que responde a ideas que hoy repudiaríamos en términos de cómo se entendía la democracia.
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–Pero la Constitución nacional fue actualizada en 1994: ¿cómo puede pecar por decimonónica?
–Está muy bien la pregunta. Yo traté de responder a eso en mi libro anterior, que giraba en torno a la idea de ‘la sala de máquinas del poder’ y lo que decía ahí es aplicable a toda América Latina: lamentablemente, nuestras constituciones se reformaron muchas veces en el siglo XX (un centenar de veces hasta hoy en toda la región) pero esas las modificaciones estuvieron muy sesgadas en como se dirigieron porque expandieron enormemente la lista de los derechos (indígenas, de género, étnicos y un largo etcétera), pero se mantuvo cerrada la puerta de la sala de máquinas, o sea, toda la organización del poder sigue estando modelada a la luz de el siglo XVIII y XIX. Entonces efectivamente las constituciones latinoamericanas cambiaron mucho muy recientemente, pero la respuesta triste es que no cambiaron, sino que mantuvieron básicamente intacta esa estructura vieja y estilista.Si uno piensa a nivel comparativo, en los últimos doscientos años en materia de organización del poder, casi no hubo cambios. Hemos mostrado una enorme falta de imaginación institucional, no crecimos casi nada y mantuvimos al viejo modelo casi intacto.
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–En ese sentido, un ideal que guió este trabajo fue el de construir “el derecho como una conversación entre iguales”. ¿Cómo construir un espacio de igualdad desde una sociedad atravesada por las diferencias?
–La premisa que efectivamente articula todo el libro es presentada como una idea regulativa, no pretende ser una descripción de lo que pasa si no un punto de mira desde donde criticar lo que existe y sugerir hacia donde ir. Así, el concepto de conversaciones entre iguales opera como herramienta de crítica. En una sociedad que tiene 40 millones de personas, no podemos estar todos sentados en la Plaza de Mayo tomando decisiones. Entonces, una cosa es que, por la división del trabajo, alguna gente tome el rol fundamental en materia de toma decisiones y otra es que pensemos que ellos deben decidir porque tienen autoridad sobre nosotros. El derecho debe ser nuestro y las decisiones que se toman deben ser las nuestras. Y, para desafiar el carácter hipotéticamente abstracto del libro, permanente se juega con ejemplos de la realidad y de este momento. Uno de esos ejemplos es la discusión del aborto en la Argentina. Lo que me interesaba mostrar con ese ejemplo es que, contra lo que muchas veces se dice con respecto a que los derechos fundamentales deben quedar en manos de los jueces porque son demasiados importantes, yo quiero decir que, por el contrario, en particular las decisiones más importantes merecen estar sujetas a una discusión pública. El caso del aborto en Argentina muestra esto, que es posible y que no es una vergüenza cuando en la plaza, en la calle, en la escuela, en una comunidad aborigen se discute sobre el aborto. Por el contrario, es saludable y diría que necesario, en una comunidad democrática que decisiones que son divisivas y difíciles sean discutidas por todos los que van a verse impactados por ellas. Ahí yo creo que el libro está diciendo una cosa que es relevante, con respecto a verdades muy asentadas en el derecho.
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–También es cierto que el debate por la legalización del aborto en la Argentina surgió desde la ciudadanía y con el impulso del movimiento de mujeres.
–Lo que me interesó del ejemplo de la Argentina fue decir que, aun en un país destruido institucionalmente como el nuestro, eso puede darse. Versiones más formales e institucionales de eso se encuentran muchas. Por ejemplo en Irlanda, un país marcado por la presencia de la Iglesia Católica, de base campesina y con un enorme porción de la gente que vive todavía en una situación de pobreza, encaró la discusión sobre matrimonio igualitario y sobre aborto a través de procesos institucionalizados asamblearios fuera del Parlamento tradicional. Otro ejemplo es Chile y los cabildos ciudadanos que se abrieron para discutir la constitución, cuando se decía que esa sociedad era políticamente apática. Lo que quiero decir es que son ejemplos que ayudan a desmentir mitos instalados, que no merecen estar allí obstaculizando.
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–Habla usted de cierta audacia o creatividad en estas alternativas. ¿Cuán creativo es el sistema institucional argentino en ese sentido?
–Aunque es cierto que los ejemplos que más me gustan o los que fueron más lejos se dieron en países más establecidos –el caso más exótico es el de Islandia que debate una constitución y casi todo el pueblo interviene– también me interesó mostrar que en América Latina había posibilidades. Creo que hay mucha energía creativa en América Latina. El problema es que cuanto más desigual es la sociedad –y eso ocurre muchas sociedades latinoamericanas–, más alto es el riesgo de que el poder establecido abra una puerta al debate, gane legitimidad con eso y luego la cierre enseguida, o conquiste las nuevas alternativas. Un ejemplo es el caso Mendoza, que a mí me había entusiasmado mucho en su momento. Es un gran caso de lo posible y los límites de lo posible en sociedades desiguales. La Corte argentina fue pionera en América Latina en un nuevo modo de resolver los casos que incluía audiencias públicas y el caso emblema fue el del Riachuelo, cuyas aguas contaminadas afectan a más de un millón de personas en una situación muy extrema, donde el Estado no resuelve y la justicia tampoco toma decisiones. Entonces, en un momento de enorme deslegitimidad, la Corte argentina empezó a buscar un camino alternativo de solución que incluyó audiencias públicas inéditas en la historia nacional. Ese es un caso en un punto fabuloso que muestra que aún la justicia –que es el órgano si se quiere menos democrático– puede abrir su proceso de toma de decisión de modo tal de escuchar a voces nuevas. Eso es muy saludable en términos democráticos y muestra que otro modo de toma decisiones es posible. Ahora la misma Corte argentina que fue pionera, también lo fue en mostrar los límites de esa alternativa, porque cuando recuperó un poquito de legitimidad cerró esa puerta y hoy hace audiencias solo cuando tiene ganas y del modo que quiere y retoma el testimonio que le gusta y el otro lo oculta.
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Roberto Gargarella
Buenos Aires, 1964. Jurista y sociólogo.
Es abogado y sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho por la misma universidad y la de Chicago, con estudios post-doctorales en el Balliol College de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Es profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política en la Universidad Torcuato Di Tella y de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido profesor o investigador visitante en las Universidades de Bergen y Oslo (Noruega), Pompeu Fabra (España), New York, Columbia, New Shcool y Harvard (Estados Unidos). Publicó Latin American Constitutionalism, The Legal Foundations of Inequality, La justicia frente al gobierno, El Derecho a protestar: El primer derecho, entre otros.
El derecho como una conversación entre iguales
Roberto Gargarella
Siglo XXI
352 págs.
22 dic 2021
Impunidad en Derechos Humanos/ Impunidad de la Corrupción
(publicado hoy en Cl: https://www.clarin.com/opinion/crisis-derechos-humanos-corrupcion-estatal_0_qxPWt9OBt.html)
Desde sus orígenes, el derecho argentino identificó a “dramas de época” diversos, a los que se propuso, en cada una de esas etapas, confrontar. En un primer momento, nuestro derecho se concentró en el “drama de la independencia”, es decir, dedicó sus principales fuerzas a superar la crisis que siguió a la ruptura declarada con España. Luego -y ésta fue la tarea que asumió como propia Juan B. Alberdi, a través de la Constitución de 1853- el derecho local se propuso enfrentar a la crisis económica extrema (“el drama del desierto”), de mediados del siglo XIX.
Más tarde vino la “crisis de los derechos políticos” que, desde comienzos del siglo XX, requirió de significativas reformas jurídicas destinadas a democratizar políticamente al país. El radicalismo desempeñó un papel decisivo en tales disputas. Décadas después, apareció el “drama de los derechos sociales”, siendo ahora el peronismo el actor político principal, encargado de impulsar una renovación crucial en nuestra estructura normativa (pasaríamos entonces de la reforma constitucional de 1949, al actual artículo 14 bis de nuestra Constitución). En lo que sigue, voy a ocuparme de los dos principales desafíos que -nos guste o no- asumió el derecho argentino en las últimas décadas: “la crisis de los derechos humanos” y la corrupción estatal.
La Constitución de 1994 expresa del mejor modo los renovados compromisos retomados por el derecho nacional, desde los años 80. Dicha Constitución -lo sabemos- fue producto directo de una etapa de violaciones masivas y gravísimas de derechos fundamentales. Frente a dicha tragedia, la nueva Constitución decidió otorgar “estatus constitucional” a los principales Tratados de Derechos Humanos firmados por el país hasta entonces -una decisión interesante y polémica, que no todos los países latinoamericanos se animaron a tomar. Pero algo más: el nuevo texto constitucional procuró ir más allá de la “crisis de los derechos humanos,” para incorporar junto con aquel compromiso de derechos, otro nuevo relacionado con lo que por entonces -plena época del menemismo- comenzaba a identificarse como nueva “crisis de época,” esto es, el “drama de la corrupción.” Lo actuado por el derecho argentino en esta materia fue muy significativo. Un primer paso (que acompañó a varios y renovados acuerdos internacionales firmados en la materia) fue el artículo 36 del nuevo texto constitucional que, de modo notable, aunque no siempre recordado, decidió colocar en el exacto mismo plano a los golpistas y a quienes incurrían en actos de corrupción desde la función pública. Vale la pena subrayarlo una vez más: la Constitución decidió tratar a ambas afrentas de modo paralelo, considerando a tales actos, en el mismo párrafo, como atentados contra la democracia.
Lamentablemente, menos por olvido que por ocultamiento, muchos de los más prominentes actores jurídicos de nuestro país procuran, todavía hoy, pasar por alto la noble decisión de nuestros constituyentes. Pretenden, así, que sigamos pensando y aplicando el derecho como hace más de medio siglo -como si lo decidido no hubiera sido decidido, y lo escrito no hubiera sido escrito. Pero hay una mala noticia para los nuevos conservadores de nuestro tiempo: el modo en que nos piden que apliquemos el derecho, no sólo es viejo y vetusto, sino también anti-jurídico. Lo que nos exige nuestro derecho va en dirección más bien opuesta a la que ellos sugieren. Desde fines del siglo XX, nuestro derecho viene haciendo un reclamo enérgico contra la impunidad: exige que no haya perdón frente a las masivas violaciones de derechos ocurridas en los 80, del mismo modo en que exige que no haya más impunidad en relación con los enriquecidos en el ejercicio de la función pública. Ambas actitudes que se reclaman a nuestros agentes jurídicos, más que urgir el dictado de nuevas normas, reclaman una renovada aplicación de las normas con las que ya contamos -tal vez, a través de nuevos criterios, principios y presunciones. Sin dudas, hemos sabido operar estas transformaciones en materia de derechos humanos, reconsiderando conceptos jurídicos/penales como los de “validez”, “lesa humanidad,” “genocidio,” “imprescriptibilidad” u “obediencia debida” (Qué hubiera pasado si, en nombre de la “ley más benigna” considerábamos “válida” la autoamnistía militar, como pedía el peronismo? Qué si no comenzábamos a tratar de modo penalmente diverso a los actos cometidos durante un “genocidio”? Qué si nos seguíamos guiando por los viejos criterios sobre la “prescripción penal”?).
Del mismo modo en que lo hiciéramos frente a los casos de “lesa humanidad”, necesitamos nuevas reflexiones y nuevas herramientas para enfrentar los actos propios de la nueva corrupción estatal. Necesitamos, por ejemplo, mirar con la “mayor sospecha” las decisiones del poder de turno destinadas a cambiar a su favor las “reglas del juego” democrático; como necesitamos analizar con el mayor detenimiento -con el “escrutinio más estricto”- las imputaciones que se formulen, por enriquecimiento ilícito, contra nuestras autoridades electas. Por esto último (examinar con el “escrutinio más estricto” las imputaciones de corrupción) es que resultó un “escándalo jurídico” que días atrás se sobreseyera, con el análisis jurídico “menos exigente posible”, a una funcionaria de altísimo rango. Por lo primero (mirar con la “máxima sospecha” los cambios que el poder de turno imponga sobre las reglas de juego) es que se justificó en cambio la decisión tomada por la Corte Suprema días atrás. Me refiero a la decisión de la Corte de derrumbar la vieja reforma del Consejo de la Magistratura -una reforma de las “reglas de juego” promovida por un poder político ansioso, que ya no sabe cómo hacer para calmar sus angustias de impunidad.
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