Publicado hoy acá https://www.clarin.com/opinion/conversacion-democratica-debemos_0_fTxgwNJIHl.html
Cuando, en la actualidad, muchos hablamos de la crisis democrática que nos afecta (a nosotros, en la Argentina, como a una mayoría de países occidentales) no estamos haciendo un uso meramente retórico de los términos. Por el contrario, estamos aludiendo a problemas concretos, graves y extendidos dentro de nuestra práctica constitucional. Por ejemplo, hablamos de los modos en que el poder político se ha ido concentrando en el órgano Ejecutivo, y de las ventajas que ese órgano ha ido obteniendo para sí, desde ese lugar de privilegio (i.e., aprovechando sus facultades especiales para bloquear, eludir o socavar al sistema de “frenos y controles”). Al hablar de crisis nos referimos, también, a las capacidades institucionales que el Poder Judicial se ha ido auto-asignando, desde muy temprano (por ejemplo, el poder de invalidar la legislación democrática -un poder que la Constitución no le había asignado), hasta entronizarse como el poder que pronuncia la “última palabra” institucional sobre todos los temas públicos relevantes (recuérdese el reciente caso Dobbs, en materia de aborto).
Con la idea de crisis democrática apuntamos, también, al irreparable deterioro que sufren nuestros órganos representativos (la Cámara de Diputados, el Senado), que nacieron con la promesa de representar a la totalidad de la sociedad -un objetivo difícil pero imaginable en el marco de sociedades pequeñas, divididas en pocos grupos de intereses homogéneos, pero de cumplimiento imposible en la actualidad. En efecto, en sociedades “multiculturales”, definidas por el “hecho del pluralismo” y la heterogeneidad radical (donde cada persona -como diría Luigi Pirandello- es “uno y cien mil”), la posibilidad de que “un obrero” represente a la clase obrera (como si sus miembros tuvieran un solo interés común), o “un gran propietario” a toda la clase alta es, más que absurda, irrisoria.
En ese sentido, nuestras instituciones representativas aparecen hoy estructuralmente incapacitadas para cumplir con la misión que les daba sentido y las legitimaba. El problema de la representación es gravísimo y -bajo los términos del viejo sistema institucional- resulta “incurable” (de allí el absurdo de pensar que sólo se trata de reemplazar a “corruptos” por “honestos”). El viejo “traje” institucional ha quedado demasiado chico para un cuerpo que ha cambiado y crecido, y no hay forma de reparar los déficits que enfrenta (como no bastaría con agregarle botones o estirarle las mangas al traje que usáramos de niños).
Pero hay un problema adicional, extremo, importantísimo, sobre el que aquí quisiera llamar la atención, y que tiene que ver con el papel reservado al sufragio -al voto periódico- en toda esta historia. En los orígenes del constitucionalismo, el voto era visto como “una herramienta más” -importante, pero no decisiva- destinada, junto con muchas otras, a organizar el funcionamiento de todo el sistema institucional. Por ejemplo, la presencia de “cabildos” o town meetings; o la revocatoria de mandatos; o las instrucciones a los representantes; o la rotación obligatoria en los cargos; etc., implicaban que el destino del sistema constitucional dependía de herramientas múltiples: ninguna de ellas cargaba sobre su sola espalda la responsabilidad de “cuidar” a todo el sistema. Para decirlo con un ejemplo posible: si la mayoría escogía un representante que se revelaba “incapacitado” para el cargo; o que se negaba a cumplir con alguna “instrucción obligatoria”, ese representante podía ser removido al día siguiente (se le revocaba el mandato).
Hoy, en cambio, el voto aparece fundamentalmente “solo”, para cumplir con todas las tareas democráticas relevantes. Hoy se espera que con el voto “elijamos” a los mejores; pero también que, con ese mismo voto, “castiguemos” a los que actuaron mal; y fijemos la dirección hacia donde debe ir el gobierno; y digamos qué políticas deben cambiar o cuáles adoptarse…Es decir, se pretende que con ese solo voto hablemos sobre el presente, el pasado, y el futuro, y que revelemos así lo que aceptamos, lo que rechazamos y lo que pretendemos.
En circunstancias de deterioro institucional como las descriptas, el voto resulta sustantivamente incapacitado para lograr nada de lo que se espera que logre, con un resultado obvio: la frustración colectiva. Y es que -en su soledad- el mero voto no nos sirva para nada de lo que democráticamente necesitamos: conversar, matizar, distinguir, decir “esto sí por tal razón”, “aquel diputado no por tal motivo”, “aquella política tal vez, pero sólo si se la rectifica de este modo”. De allí que -en cualquier circunstancia, pero mucho más claramente en sistemas deteriorados como los nuestros- el voto no puede contribuir (o, peor, va a hacer una mala contribución) a la conversación democrática que nos debemos. Por ello el error -especialmente común en la izquierda- de confundir voto con democracia y, por tanto, “más democracia” con “más oportunidades para votar por más cosas”.
La democracia -contrariamente a lo que algunos líderes políticos propusieron- se opone a la idea de “arme su partido político y gane las elecciones”. La democracia reside, sobre todo, en el espacio de tiempo que se abre entre elección y elección (no se limita al comicio); exige que podamos distinguir y matizar (y no, simplemente, decir “sí” o “no”); necesita que podamos dar razones y ser corregidos (y no confinarnos al rechazo o aceptación en bloque de lo que otros nos proponen); requiere de un diálogo continuo (y no de consultas episódicas). Democracia es algo demasiado distinto de aquello que hoy nos ofrecen en su nombre.