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En los difíciles tiempos que siguieron a la reunificación alemana, Jurgen Habermas defendió la idea del “patriotismo constitucional”, un concepto que pretendió hacerse un lugar en medio de los discursos nacionalistas que entonces –una vez más– aparecían peligrosamente en boga. Frente a tales amenazantes impulsos, el ideal del “patriotismo constitucional” proponía apostar por valores (procedimentales) más básicos, como los definidos por una Constitución. La intención era, de tal modo, ayudar a canalizar los conflictos y disputas de esos días hacia otro tipo de lealtades, no las de la patria o la raza, sino las relacionadas con el común “contrato entre iguales” que toda Constitución manifiesta. Es decir, se trataba de una toma de partido por la Constitución, entendida como procedimiento que nos ayuda a mantenernos juntos, a conversar y a decidir, en el marco de nuestros más profundos desacuerdos políticos y morales. El “patriotismo constitucional” buscaba colaborar en la construcción de un consenso en torno a los modos legítimos de ejercicio del poder.
Me gustaría defender un ideal que pertenece a la familia de ideas expresadas por el “patriotismo constitucional”: el ideal de “lealtad cívica”. La noción de “lealtad cívica” en la que pienso es la que exige que, en el marco de nuestras profundísimas y manifiestas diferencias (diferencias naturales, inevitables, en última instancia enriquecedoras, propias de una sociedad plural) mantengamos firme nuestro incondicional compromiso hacia un núcleo básico de acuerdos: un acuerdo que incluye el respeto a los más fundamentales derechos humanos (no matar, no torturar, etcétera). Se trata de un núcleo mínimo de temas en torno a los cuales todos debemos suspender nuestras diferencias, no porque alguien nos lo pida, sino porque todos –mirando atrás, recordando nuestra propia historia, tal vez– reconocemos su valor e importancia, más allá de toda disputa.
En un país como el nuestro, que ha atravesado tragedias extremas como la de la última dictadura, tragedias que nos han dejado hondas heridas abiertas, no suturadas, esta demanda de “lealtad cívica” encuentra una base firme y compartida en la que apoyarse. En algún momento, todos reconocimos que había ciertos temas que requerían de nuestro respeto incondicional, sin necesidad de que nadie nos convenza o nos persuada de ello. Me refiero a cuestiones íntimamente relacionadas con la vida y la muerte; con la integridad física y emocional (la nuestra o la de cualquiera de nuestros seres cercanos). Se trata (o trataba) de cuestiones que involucraban el uso del aparato estatal, con el fin de causar, facilitar o encubrir, justamente, los peores males que el Estado aparecía llamado a evitar, incluidos, de forma especial, la muerte, el secuestro, la tortura o la desaparición de personas.
Para decir lo mismo de otro modo: tal vez sea lo normal, en sociedades multiculturales, compuestas por personas que piensan muy diferente, y tienen adhesiones ideológicas diversas, que nos enojemos y tengamos conflictos serios acerca de cómo entender la distribución de los recursos; o cómo llevar adelante ciertas políticas públicas (i.e., en materia de seguridad). Tal vez no sea deseable, pero resulta esperable que, frente a temas tales (más comunes o coyunturales, digamos) privilegiemos nuestras banderías políticas frente a ciertos principios compartidos o aun frente a nuestras convicciones íntimas. Pero ni el silencio, ni el encubrimiento, ni la vacía retórica de la justificación a toda costa resultan aceptables, cuando hablamos de los otros temas, los más básicos, los que en nuestro país asociamos con el pacto del “nunca más.”
Eso es lo que la “lealtad cívica” nos exige: requiere que sobrepasemos nuestros desacuerdos, enojos y desconfianzas, frente a algunos pocos temas, y tracemos delante de ellos una línea nítida, ante la cual dejamos las dudas y racionalizaciones de lado (“un pensamiento, ya demasiados”, como decía el filósofo Bernard Williams). Todos –y, muy en particular, quienes, por alguna razón (la edad o las circunstancias) vivimos de cerca esas épocas no tan lejanas– aprendimos a decir, frente al uso del Estado para matar, secuestrar, desaparecer, oprimir, simplemente, incondicionalmente “nunca más”.
Una característica distintiva de la “lealtad cívica” es que no está ni debe quedar sujeta a cálculos de utilidad: se trata de compromisos valorativos (deontológicos) incondicionales. No es aceptable, por tanto, que la condena y la resistencia frente a hechos aberrantes (los situados en esa categoría que cubre el “nunca más”) pasen a depender de la circunstancia de que dicho rechazo afecte de algún modo a nuestros intereses; o perjudique de alguna manera a los grupos, facciones o partidos con los que simpatizamos. Las pocas cuestiones incluidas dentro del consenso del “nunca más” están y merecen considerarse siempre como situadas fuera de todo cálculo de conveniencia.
Y, sin embargo, en todos estos años, una y otra vez, vimos que la inquebrantable línea del “nunca más” se quebraba, porque la incondicional denuncia, condena o persecución de ciertos hechos podía perjudicar a los propios o beneficiar a los contrarios. Fue posible que, entonces, reaparecieran calladamente los cómputos más vergonzantes, que alguna vez asumimos impermisibles: ¿será que si denunciamos la masacre del pueblo qom, en Formosa, nuestro partido obtendrá menos votos en la elección que viene? ¿Será que si exigimos que se aclare cómo murió Santiago Maldonado le causaremos “daño” a nuestro partido? ¿Será que si denunciamos que, en el Chaco, los principales aliados del poder volvieron a transitar los senderos más abominables ya transitados (el secuestro y la desaparición seguida de muerte) les “haremos el juego” a los contrarios? Ese tipo de cálculos, en la sociedad del post “nunca más”, resultaban inadmisibles. La “lealtad cívica” nos exige otra cosa: llamar muerte a la muerte, secuestro al secuestro, y condenar dichas acciones. Siempre. Pero no. Resulta claro, a esta altura, que el “consenso del nunca más” se rompió, y que la debida “lealtad cívica” ha quedado reemplazada por la “lealtad facciosa”. De lo que se trata, en primer lugar, es de defender los intereses del propio partido: política sin principios.
Tres consideraciones adicionales. La primera tiene carácter institucional: el quiebre en la “lealtad cívica” que se advierte hoy tiene que ver, seguramente, con muchas cosas, pero una de ellas, sin dudas, se relaciona con el estado de nuestras instituciones o, más precisamente, con el tipo de crisis de representación que, en nuestro país, como en tantos, se advierte. La desconexión a que se ha llegado entre ciudadanos y representantes es de tal nivel que hoy asumimos como obvia la ausencia de un terreno común donde tramitar las diferencias políticas. Cada grupo busca afirmarse en lo suyo, negando a la vez el sentido o valor de lo que defiende quien piensa distinto. En segundo lugar, esa falta de un territorio común, esa necesidad de negar lo que hace el otro, viene adquiriendo una forma particularmente peligrosa en los últimos tiempos. Me refiero a la demonización del que piensa o actúa de un modo diferente al nuestro o de nuestro partido. Frente a una situación social y económica tan difícil como la que enfrentamos, la principal defensa de las (habitualmente controvertidas o injustificadas) soluciones que proponen los oficialismos de hoy es la mera declaración de que “el opositor lo haría mucho peor”. Como si debiéramos no cuestionar o directamente agradecer los errores y horrores de hoy, porque resultase obvio que si llegara al poder un opositor restauraría los valores y modales de la dictadura.
Este estado de situación –marcado por la deslealtad cívica, la falta de espacios de diálogo y la demonización del otro– genera un estado de cosas –un clima de época– peculiar, sin precedentes. Hemos pasado por la primavera democrática de los 80; el festivo espejismo generado por la estabilidad neoliberal de los 90; la intensidad agonal del comienzo de siglo; para llegar al desencantado letargo de hoy: un tiempo donde no hay estallido ni resistencia, ni épica ni entusiasmo. Vivimos en un presente político cualunquista, que alimenta la desafección democrática; finalmente, la falta de interés y compromiso hacia un sistema por el que, pocos años atrás, estábamos dispuestos a dar la vida.