23 oct 2023

Luego de las elecciones, en defensa del voto popular

 https://www.lanacion.com.ar/politica/elecciones-2023-en-defensa-del-voto-popular-nid23102023/



Como ejercicio de reflexión, escribo este primer párrafo antes de conocer el resultado de las elecciones del domingo, y con el fin de testear algunas intuiciones sobre los comicios nacionales. Pienso que, si dentro de unas horas alguien nos informara que ha ganado el candidato libertario, algún escéptico podría reaccionar, con razón, diciendo: “pero qué irresponsables los argentinos, escoger a un político tan alucinado e impredecible!”. Y a la vez, creo que, si nuestro informante se corrigiera de repente, para decirnos que la gran sorpresa de las elecciones fue otra, esto es, la inesperada cantidad de votos obtenidos por el oficialismo, la respuesta del escéptico no variaría demasiado. Otra vez, con cierta razón, nos podría decir: “pero qué irresponsables los argentinos, respaldar así al representante de un gobierno que ha hecho todo mal, a un Ministro que nos ha llevado a este desastre!” Y asimismo, si la beneficiada fuera la representante de la principal oposición, podría señalar: “pero qué irresponsables los argentinos, volver a tropezar con la misma piedra, para apoyar al partido que los dejó endeudados y con la economía por el piso, en el 2019!” Es decir, la ciudadanía no tiene salida. No hay escapatoria: cualquiera sea la manera en que votemos, el voto popular podrá ser descripto como insensato, y nosotros -los votantes- como irresponsables. 

Anoticiado ahora de la victoria contundente -entiendo segura- del candidato oficialista, es posible encontrar buen apoyo en el ejercicio anterior, para responder algunas preguntas difíciles. En primer lugar: ¿puede afirmarse -como ya, en estas pocas horas, han afirmado tantos- algo así como “qué irresponsables los argentinos, esto demuestra que no les importa nada la corrupción” (o peor, “les encanta la corrupción”)? Entiendo que no, en absoluto. Si alguien quisiera, seriamente, saber qué piensan los argentinos sobre la corrupción, debería preguntárnoslo, en lugar de inferir la respuesta que se le antoja, a partir de una pregunta que no se nos ha formulado. Precisamente, forma parte de la trampa que aquí intento objetar, la pretensión de derivar, a partir de una elección como la de ayer, respuestas sobre cuestiones relevantes, múltiples, por completo diversas y merecedoras de respuestas -tal vez- contradictorias: la corrupción; la dolarización; la dictadura; la gestión oficial; el riesgo de la hiperinflación; la motosierra; la Virgen María y la mar en coche. Lo más probable es que tengamos algunas respuestas afirmativas sobre algunos de esos temas, negativas sobre otras, y matizadas sobre algunos más. Pero allí reside la trampa: la democracia, en el estado actual al que se la ha reducido, nos priva de canales institucionales para discernir, precisar, corregir. Confinada a su mínima expresión -el voto periódico- la democracia sirve para que distintas elites hablen y decidan a nuestro nombre, adjudicándonos respaldos y rechazos que no hemos dado. Para decirlo brutalmente: en términos institucionales, seguimos en una edad cavernaria, en donde los votos nos sirven como meras piedras que arrojamos contra la pared con furia, cada cuatro años, mientras unos “pocos” -los ganadores del caso- interpretan a su gusto y conveniencia lo que hemos votado.

Lo dicho cuestiona, a su vez, algunas de las afirmaciones más comunes sobre la democracia -del tipo “el pueblo nunca se equivoca” o “cada sociedad tiene el gobierno que se merece.” Para poder ser considerados más o menos responsables de nuestro destino, deberíamos poder decidir, nombrar -y remover también- a nuestros representantes, cuando queramos; o exigir las medidas y cambios de rumbo que deseemos, a ser adoptadas en el momento en que lo decidamos. Recién ahí podría decirse que “moldeamos el gobierno a nuestro gusto.” Pero lo cierto es que, en la actualidad, una minoría en el poder puede actuar discrecionalmente, y sin controles, para su exclusivo beneficio. Y lo sabe. Lo vimos en el 2001: meses en la calle pidiendo “que se vayan todos,” y no se fue ninguno. Y lo pudimos ratificar ahora, durante 4 de los años más terribles desde la recuperación democrática -pandemia, pobreza extrema, inflación desatada. Durante estos 4 años horribilis, la principal actividad que mostró el Congreso fue la búsqueda de la impunidad de la Vice-Presidenta. Eso es alienación política: la completa expropiación de nuestro poder de decisión, por gente que puede reírse de nosotros mientras navega feliz, y dice estar actuando para beneficio nuestro. Lo que nos resta, entonces, es pelear para que la democracia deje de ser aquello a lo que la han reducido -elegir a unos pocos, cada cuatro años, un domingo- y pase a ser aquello que puede ser y debiera ser: la posibilidad de conversar y disputar cada día, entre nosotros, de qué modo queremos seguir viviendo juntos.


11 oct 2023

Sobre el libertarismo (de Milei) como filosofía política fallida

https://www.lanacion.com.ar/opinion/minarquismo-una-filosofia-politica-fallida-nid11102023/





En los últimos meses, y de manera tan inesperada como insólita, la filosofía política del “Estado mínimo” –a la que algunos denominan “minarquismo”– ingresó al debate público argentino. Digo que su aparición fue sorpresiva, dado que se trata de una filosofía política muy minoritaria, cultivada por grupos de elite que militan por sus ideas de una manera casi religiosa, como una secta. En todo caso, y como el valor de las ideas no depende del mayor o menor número de adherentes que obtenga, en lo que sigue voy a poner en discusión los núcleos argumentativos centrales de la filosofía libertaria. Anticipo mi conclusión: se trata de una filosofía política, en su superficie, sólida y bien articulada que, en la sustancia, se advierte inconsistente y por completo fallida.

Sobre los contenidos esenciales de esa filosofía destacaría, en primer lugar, su defensa de un “Estado mínimo” (en este sentido, se trata de una posición diferente de la negación total del Estado que sostienen autores “anarcocapitalistas” como Murray Rothbard y David Friedman). El Estado que se defiende desde esta postura es el que abandona todos los compromisos “welfaristas” propios del “Estado de bienestar” (salud, vivienda, etc.) para concentrarse en la provisión de “mínimos” considerados básicos: esencialmente, la defensa ante ataques externos y seguridad interior, junto a ciertas garantías arbitrales, destinadas a dotar de protección judicial a una lista de derechos básicos. La lista de derechos “libertaria”, cabe decirlo, orbita fundamentalmente en torno al derecho de propiedad y se concentra exclusivamente en la protección de libertades “negativas” (i.e., que no me roben o maten). Esa “lista” de derechos mínima conlleva un rechazo a los derechos económicos, sociales y culturales incorporados, por caso, a las Constituciones latinoamericanas en los últimos años. Tal rechazo es coherente con las permanentes diatribas del candidato libertario, quien considera la “justicia social” una mera “aberración”. Lo dicho explica, también, el encendido embate de este tipo de “libertarismo” contra el cobro de impuestos: los impuestos como “robo”. En este sentido, Robert Nozick (uno de los más célebres defensores del “Estado mínimo”, junto con Ayn Rand) consideró el cobro de impuestos destinados a sostener el Estado de bienestar una forma moderna de la “esclavitud” (ello, dado que implican forzar a las personas a trabajar para el bienestar de otros).

Excusándome por la dificultad de resumir en pocos párrafos una discusión que involucra décadas, miles de páginas y decenas de autores, paso a mencionar algunas de las principales “fallas” de esta filosofía. Para comenzar, el “minarquismo” muestra una inconsistencia seria en su postura sobre el Estado. Y es que las principales razones que alega para rechazar al “Estado de bienestar” (su “captura” por grupos de interés; el reparto de “privilegios” hacia los propios; la comisión de “abusos” sobre el resto, etc.) en absoluto se disipan con su defensa del “Estado mínimo”. Muchísimo menos si ese “mínimo” incluye… al monopolio de la violencia –ejército, policías, etc.– (como sabemos, en países como los nuestros, las fuerzas de seguridad han sido fuente principal de abusos y reparto indebido de privilegios). Peor todavía: si consideramos que la seguridad y la justicia deben asegurarse para todos –y no solo para los ricos– entonces… otra vez tenemos que recurrir a los impuestos –que eran un “robo”– para favorecer a los más desaventajados, es decir, otra vez el “trabajo forzado” y la “esclavitud”. ¿Tal vez, entonces, todo se trate de un poquito menos de robo, o formas menos groseras de esclavitud?

Otro problema serio, del que aquí no me ocuparé, tiene que ver con la defensa exclusiva de libertades “negativas”. Por un lado, esa defensa ignora que los derechos pueden violarse (no solo por acciones, como “matar”, sino) también por omisiones (cuando no me dan lo que me corresponde). Por otro, así se deja a las personas a la merced de su mala suerte (i.e., acceso a peor salud o educación por la desgracia de haber nacido en un barrio pobre).

Las dificultades que enfrenta esta filosofía son tan severas que alcanzan aún –si no especialmente– a su núcleo más duro: el derecho de propiedad. En tal sentido, en su gran libro Anarquía, Estado y utopía, Nozick procuró dotar de una fundamentación más sólida a ese derecho, considerando que la defensa original ofrecida por John Locke (el “padre” de la propiedad privada) era entre torpe y ridícula. Sintéticamente: Locke consideraba que la apropiación privada se justificaba, en la medida en que alguien (“dueño de sí mismo”) “mezclaba” algo propio (i.e., su trabajo) con algo que no era de nadie (i.e., un trozo de tierra). Ello, en la medida en que quedara “tanto y tan bueno para los demás” (este último es el famoso “proviso” lockeano). Según Nozick, la idea lockeana de la “mezcla” era ridícula (“si arrojo al mar una lata de tomates que me pertenece, no me apropio del mar, sino que pierdo mis tomates”, se burlaba Nozick). Para él, lo valioso de la teoría de Locke residía en el descuidado “proviso” (que quede “tanto y tan bueno para los demás”). Nozick propuso, sin embargo, modificar ese “proviso” para dotarlo de sentido real. De lo contrario –decía–, cuando ya no queda “tanto y tan bueno para los demás”, todas las apropiaciones previas resultarían invalidadas. Propuso entonces considerar legítimas las apropiaciones, en tanto ellas “no empeoraran la situación de los demás” (por ejemplo, cuando cerco un terreno, armo una huerta y “doy” trabajo a los vecinos).

Adviértase el peso de lo dicho: Nozick –el principal teórico del libertarismo– consideró que la más importante de las defensas de la propiedad privada (y el capitalismo) producidas hasta hoy –la de Locke– era, en esencia, ridícula e insostenible, y propuso reemplazarla por otra. Un emprendimiento genial, si se coronaba con éxito. Desafortunadamente, la propuesta de Nozick resultó literalmente deshecha por las críticas recibidas, en particular, por las que le formuló el filósofo marxista Gerald Cohen, en un libro que le dedicó al libertario. De las decenas de críticas de Cohen, cito solo algunas: primero, el punto de partida que dice que el mundo exterior (i.e., la tierra) “en principio, no pertenece a nadie” es por completo arbitrario (¿por qué no asumir que “pertenece a todos”?). Segundo, la idea de “no perjudico a otro” es, en todos los casos, absolutamente polémica (¿es que no perjudico a mi vecino si cerco la tierra que antes no tenía dueño?, ¿lo beneficio cuando ahora mi vecino pasa a trabajar bajo mis órdenes?, ¿por qué validar idea de “el primero que llega primero se sirve”? etc., etc.).

Y, sobre todo: cómo pensar las “apropiaciones” e “intercambios” en un mundo como el nuestro, en donde el punto de partida (qué cosa pertenece a quién) está tan marcado por arrebatos, muertes y robos injustificados (i.e., “la conquista del oeste” en los EE.UU.; aquí, la Conquista del Desierto). El problema es de tal envergadura que Nozick –por honestidad intelectual– incorporó a su teoría un “principio de rectificación”. En sus palabras, su teoría tendría sentido, en un mundo tan injusto como el actual, solo si primero “barajamos de nuevo, volviendo todo a cero”. Es decir: nunca.

En resumen, el “minarquismo” es una teoría tan atractiva en su capacidad de ofrecer respuestas contundentes frente a todos los problemas como reconocidamente fallida, en razón de sus ostensibles fragilidades e inconsistencias. Se trata, en definitiva, de una filosofía política grandilocuente sostenida sobre pilares de arena.