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La llegada al poder de un nuevo gobierno plantea interrogantes serios sobre el comportamiento que le corresponde asumir a la Corte Suprema, frente al mismo. En particular, cuando la nueva administración propone, como es el caso actual de la Argentina, reformas muy agresivas, en sus contenidos y formas. ¿Debe la Corte acompañar o ser deferente ante tales iniciativas? ¿Debe asumir una actitud más vigilante y activa? ¿Hasta dónde? ¿Sólo frente a “errores claros y manifiestos” (James Thayer)?
A través de sus acciones (y, sobre todo, omisiones) y también por medio de las declaraciones de su actual presidente, el máximo tribunal argentino ha ido dejando en claro cuál es la actitud que va a asumir como propia ante la administración entrante (una actitud que no difiere demasiado de la que adaptó frente a gobiernos anteriores): resguardo de los procedimientos establecidos por la Constitución, atención especial sobre las reglas de juego, deferencia frente a los poderes políticos. Se trata de una concepción fundamentalmente “procedimentalista” del control de constitucionalidad, que busca honrar la división de poderes, resistiendo el riesgo de la “judicialización de la política”.
A pesar de los méritos propios de los criterios que suscribe la Corte, los modos con que los desarrolla, y parte de sus contenidos deben ser rechazados. Merecen impugnarse, ante todo, sus tiempos deliberadamente lentos, su pasividad y deferencia extremas, sus engorrosos cálculos (autointeresados y estratégicos) sobre el impacto de sus fallos, la prioridad que otorga a su propia preservación institucional (y a su propia vida interna) y, sobre todo, la desatención y descuido que muestra frente a su primer deber de servicio: revigorizar el principio democrático, hoy erosionado y puesto en cuestión desde la cúspide del Poder Ejecutivo.
La Corte reclama para así (y se jacta de ello) un modo de actuar prudente y respetuoso de la división de poderes. Sin embargo, una vez más, si el concepto es correcto, la concepción es desacertada. Porque el resguardo de la división de poderes –su respeto– no implica ni nunca implicó, en la historia constitucional latinoamericana, un principio general de inacción y “espera” frente a los poderes políticos. Nuestros países rechazaron, desde el momento de su independencia, el modelo de la separación estricta de los poderes (separación destinada a impedir toda “injerencia” de unos poderes sobre otros), para adoptar, en cambio, un modelo de checks and balances, que no sólo permitía sino que exigía la permanente injerencia entre los poderes (sus mutuos controles). En este sentido, es un error pensar que a la Corte le corresponde una actitud de paciente espera frente a los poderes políticos (espera hasta el momento en que las acciones indebidas de la política se traduzcan en daños graves, o espera hasta que todas las demás instancias se hayan expresado primero). En otros términos, que la Corte tenga el carácter de “última instancia” no significa que ella debe ser la última en hablar, sino que no hay instancia superior a ella.
La función activa que le corresponde a la Corte en la preservación y el reforzamiento democrático es consistente con los compromisos republicanos de la Constitución y con la historia y las tradiciones de un tribunal que ha reclamado siempre ser un órgano clave en el sostén de la democracia. Para quienes entendemos el constitucionalismo en términos dialógicos, se trata de una exigencia “natural”, más bien obvia. Ha pasado demasiado tiempo ya, desde la independencia: no estamos más en los fines del siglo XVIII, o comienzos del siglo XIX, cuando podía entenderse el sistema de “frenos y balances” como podía hacerlo James Madison, es decir, dentro de una lógica más propia de la guerra, con ramas del poder preparadas para “defenderse” y “atacar”, respondiendo a “las seguras invasiones de las demás.” La lógica que debe distinguir hoy el comportamiento de las distintas ramas de gobierno es la de la cooperación y la ayuda mutua, orientada a asegurar el resguardo de los derechos y la participación democrática. En tal sentido –debe aclararse– ayudar a los otros poderes no implica simplemente aceptar o (peor aún) contribuir a blindar cualquier iniciativa de los poderes políticos, sino cooperar con ellos en la misión común, cual es la de trabajar para la preservación y el fortalecimiento del constitucionalismo democrático.
Por supuesto, si tuviéramos fuertes desacuerdos con la Corte sobre lo que significa preservar y fortalecer el sistema democrático, estaríamos en problemas. Sin embargo, afortunadamente, nuestro problema no se aloja allí, en absoluto. De hecho, estamos fundamentalmente de acuerdo en la necesidad de que la Corte ponga un foco especial en la custodia de los procedimientos constitucionales. Más aún, coincidimos en muchas de las implicaciones concretas que la justicia ha derivado ya, desde dicho principio. Por ejemplo, entendemos que el ideal de la “democratización de la Justicia” no puede convertirse en excusa para someter al Poder Judicial a los designios del poder político; sabemos que los DNU no son constitucionales, cuando –como ocurre hoy– pueden seguirse “los trámites ordinarios previstos por la Constitución para la sanción de las leyes”; aceptamos que no deben manipularse las reglas para elegir los representantes del Congreso en el Consejo de la Magistratura; suscribimos la idea según la cual la Nación no puede modificar discrecionalmente los fondos coparticipados que envía a CABA u a otras provincias.
La buena noticia, entonces, es que ya tenemos lo que parecía más difícil: es posible coincidir con la Corte en cuanto al criterio procedimentalista por el que opta, y que incluye un principio general de deferencia hacia la política. Más que eso: podemos coincidir, también, en muchas de las implicaciones que ella deriva de criterios tales, a la hora de decidir muchos casos concretos. La mala noticia es que aparecen diferencias muy significativas, también, sobre los modos en que actúa la Corte: la forma en que implementa su modelo, sus tiempos, su ritmo, la intensidad de los escrutinios que propone; el seguimiento que hace de sus propios fallos una vez decididos, y los muchos casos graves en que directamente omite fallar, cuando debiera hacerlo. El problema serio lo constituye todo ese núcleo: a la hora de decidir, la Corte prefiere calcular el modo en que sus decisiones impactan sobre su propio prestigio, antes que responsabilizarse por los daños que sus demoras y omisiones causan sobre el sistema democrático.
Por supuesto, como un equipo médico ante cualquier urgencia, la Corte debe actuar con cuidado y respeto, siguiendo todos sus protocolos. Pero ante los casos graves, y en caso de dudas (¿debo actuar ahora, si no me han llamado?, ¿ debo optar por intervenciones minimalistas o estructurales?), no debe primar su cálculo estratégico (“tal vez tal sector quiera resistir el fallo”) o su prestigio (evitar críticas ante respuestas drásticas), sino el juramento (hipocrático) que han hecho, al asumir sus cargos. Su misión primordial es la de salvaguardar la Constitución (y eso, cabe afirmarlo, ya representa un “caso”: el más importante de todos). En definitiva, no podemos especular –más precisamente, la Corte no debe especular nunca– frente a una Constitución a la que se agrede: se nos juega la democracia en situaciones tales, y se nos va la vida en eso.