A 30 años de la reforma constitucional de 1994, quisiera hacer un breve balance sobre los méritos y límites de lo que, a partir de entonces, hemos conseguido. Por razones de espacio, me limitaré a mencionar sólo algunas pocas cuestiones al respecto.
Una reforma cortoplacista. Lo primero que diría es que la Constitución del 94 fue escrita (como suele ser escritas todas las constituciones) en tiempos de crisis. Ese contexto de dificultad es el que ayuda a explicar los límites que, de modo común, exhiben las reformas -límites que, en nuestro caso, quedaron expresados en las ambiciones “cortoplacistas” de la reforma del 94. Las mejores constituciones son -como señalaba Alberdi- aquellas que buscan responder, en cambio, a los grandes problemas o “dramas” de su tiempo. Alberdi defendió, por ello mismo y contra sus muchos críticos, al “primer constitucionalismo latinoamericano”: aquellos textos originales habían sabido reconocer los problemas de su tiempo. Él proponía, por tanto, readaptar las viejas constituciones a los nuevos tiempos y problemas del momento (Escribió Alberdi: “En aquella (primera) época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos”). Contra dicho consejo, la Constitución del 94 “pecó” por sus ambiciones cortoplacistas, relacionadas sobre todo con la búsqueda de la reelección presidencial del entonces mandatario. Como “concesiones” para conseguir dicho objetivo de corto alcance, en todo caso -y es importante reconocer esto- se lograron asegurar algunos cambios muy relevantes, como la eliminación del Colegio Electoral; la inclusión de un tercer Senador por la minoría; la elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad; o el compromiso con las “acciones afirmativas” y los derechos indígenas. Sin embargo, su espíritu cortoplacista -el hecho de que la Constitución resultara tan apegada a las “necesidades” reeleccionistas del Presidente- terminó, como veremos, por diluir muchos de los atractivos de su contenido.
Ambigüedad sobre el presidencialismo. Como segunda cuestión, señalaría que la reforma del 94 fracasó al no haber estado a la altura de la promesa que había asumido, sobre todo, en relación con la “organización del poder”: me refiero a la promesa de moderar al presidencialismo. Al respecto, conviene recordar que la reforma emergió en un momento particularmente interesante dentro de la discusión política y académica internacional: en los 80 -notablemente- llegó consolidarse un extendido consenso teórico relacionado con la historia de “golpes de estado” que habían azolado a Latinoamérica, durante todo el siglo xx. Según dicho consenso, el modelo de presidencialismo fuerte (híper-presidencialismo, según Carlos Nino) propio de la región, era en parte responsable de esa trágica historia de “golpes” recurrentes. Así, por la dinámica de “suma cero” que incentivaba el presidencialismo, entre oficialismo y oposición (que peleaban por “una única silla”); por la ausencia de “válvulas de escape” frente a las recurrentes crisis (tipo “primer ministro”); por favorecer la confrontación, antes que la cooperación; etc. La Argentina participó en – y, de cierto modo, lideró- esa discusión internacional (i.e., a través del trabajo del propio Nino, en el Consejo para la Consolidación de la Democracia), pero la reforma del 94 terminó por desoír el llamado de la comunidad internacional, creando la pálida figura del Jefe de Gabinete. Se trató de un cargo muy poco atractivo para la oposición, dado los poderes que se le asignaban; y los muchos que se preservaban en manos del Presidente -quien, por lo demás, ganaba el derecho a la reelección del que antes carecía.
Expansión de derechos, en el marco de un poder (todavía) concentrado: El problema de la “sala de máquinas”. La tercera cuestión que quiero mencionar se refiere al otro “gran pilar” de toda Constitución (junto con la referida “organización del poder”): la “Declaración de Derechos.” A partir del 94, y a través de la incorporación de “nuevos derechos” como la iniciativa popular del art. 39, la consulta popular del 40, los derechos ambientales del 41, etc., la Constitución Argentina se inscribió de lleno en la tradición latinoamericana del “constitucionalismo social”, inaugurada en 1917 por la “revolucionaria” constitución de México. De manera adicional y, en parte como “respuesta” a la crisis de derechos humanos causada por la última dictadura argentina, la reforma del 94 incorporó el art. 75 inc. 22, a través del cual se otorgó jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos firmados por el país.
En lo personal, tiendo a valorar la incorporación de derechos constitucionales, aún contra lo que pueden decir muchos críticos: “constituciones retóricas,” “constituciones que se convierten en poesía” (véanse, sino, los obstáculos que aparecen en otros países de cultura “textualista”, como el nuestro, cuando los jueces no encuentran respaldo escrito para reconocer o avalar ciertos derechos fundamentales, como el “derecho de privacidad”). Sin embargo, quiero objetar también el modo en que tales “nuevos derechos” fueron introducidos en nuestra Constitución original. Ante todo porque, a través de dicha operación incluyente en “derechos”, no sólo seguimos al ejemplo mexicano, en su costado más atractivo y conocido (el “constitucionalismo social”), sino también en su contracara: la preservación de amplísimos poderes presidenciales. De este modo -y como la mayoría de las Constituciones de América Latina- los argentinos pasamos a tener una Constitución con “dos almas” o “bifronte”: una cara de avanzada, que mira al siglo xxi -su renovada “Declaración de Derechos”; y otra cara más retrógrada, que mira al siglo xix -su organización del poder (todavía hoy marcada por la “desconfianza democrática”).
El problema al que me estoy refiriendo es uno que, en otros textos, he descrito como el de la “sala de máquinas”, esto es, el que surge al expandir la Declaración de Derechos, sin acompañar dichos cambios con reformas acordes en la organización del poder -en la “sala de máquinas” de la Constitución. El problema se desata porque -en esas Constituciones con “dos almas”- una “sala de máquinas” envejecida (tipo “siglo xix”) tiende a obstaculizar o trabajar en contra de los derechos más ambiciosos ahora incorporados (derechos tipo “siglo xxi”). Piénsese en lo ocurrido hace tiempo, en nuestro país, cuando los jueces, frente a un potente art. 14 bis (que estableció, por caso, la “participación en las ganancias”, y la “colaboración” obrera en la “dirección” de las empresas), declararon al mismo como artículo “programático” o “no-operativo”. O piénsese en lo ocurrido en Ecuador, donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Correa y el Tribunal Constitucional- se dejó de lado al “revolucionario” artículo sobre los “derechos de la naturaleza”, en nombre del “derecho al desarrollo” y las explotaciones mineras. O piénsese en lo ocurrido en Bolivia, en donde -a partir de un acuerdo entre el Presidente Evo Morales y el Tribunal Plurinacional- se dejó de lado un contundente plebiscito contrario a la reelección presidencial, en nombre del “derecho humano” del Presidente a ser reelegido. Problemas de este tipo -producto, en parte de la desidia, en parte de la ignorancia, en parte de la complicidad con el poder de turno- representan, todavía, el “talón de Aquiles” de nuestro constitucionalismo: mantenemos textos muy ambiciosos, en materia de derechos, que terminan corroídos por una organización del poder capaz de infamar a los rasgos más nobles de nuestras Constituciones.