28 ago 2007
Semana por la Igualdad.
24 ago 2007
Justicia Penal de Clase
Página 12, El país(23)Viernes, 24 de Agosto de 2007
OPINION
Hace más de treinta años, el notable jurista chileno Eduardo Novoa Monreal escribía una serie de textos tratando de responder a la pregunta de si la justicia de su país era una “justicia de clase”. Analizaba entonces el modo en que se comportaba el derecho chileno en una diversidad de cuestiones (“juicios laborales”, “leyes de arrendamiento”, “expropiaciones”, etc.), para sugerir luego una respuesta afirmativa a su pregunta inicial. En parte como modesto homenaje a Novoa Monreal, quisiera hacer algunos comentarios sobre ciertos rasgos propios del derecho penal de nuestro país.
La primera referencia que haría tiene que ver con una larga cadena de actos de inhabitual corrupción que, en la memoria colectiva, se inicia en los años 90. Los actos de corrupción en los que pienso se distinguen por al menos tres rasgos: su magnitud, su carácter explícito (más bien exagerado), y la sólida impunidad que les garantiza el orden jurídico. Tengo en mente casos bien conocidos, que incluyen, por decir algunas, situaciones de enriquecimiento ilícito súbito en la época de las privatizaciones; cómplices pidiendo a gritos ser condenados (caso IBM); arrepentidos auto-inculpándose mientras revelan detalles exactos del delito del que fueron partícipes (coimas en el Senado); o cientos de miles de dólares simplemente abandonados en un aeropuerto, como quien abandona un periódico ya leído. A pesar de la magnitud y evidencia de tales casos, y de contar con normas penales bien preparadas para reaccionar frente a cada uno de ellos, lo cierto es que hechos como los mencionados terminaron casi inequívocamente en la plena impunidad, un resultado agresivo para cualquiera, que ingenuamente puede preguntarse: si estos delitos no pagan, ¿cuáles pueden pagar? Pues bien, dos cosas, al menos, pueden estar explicando tal provocativa impunidad. Puede ocurrir, por un lado, que el sistema de aplicación penal sea, digámoslo así, demasiado imperfecto. Y puede también ocurrir que el sistema penal, cumpliendo con la pesadilla de algunos, sea demasiado garantista –-es decir, que exija niveles de evidencia demasiado contundentes, antes de ser capaz de reprocharle algo a alguien.
Curiosamente, y sin embargo, tal fabulosa impunidad para una corrupción también fabulosa -–que sugiere que nuestro sistema penal es manco, incapaz (por buenas o malas razones) de actuar siquiera en los casos más excesivos– convive con cárceles super-pobladas como jamás antes en la historia argentina (una super-población tal que ha generado preocupación en la propia Corte Suprema). Esta super-población carcelaria desmiente de manera rotunda lo sugerido en el párrafo anterior, y nos obliga a ensayar otra hipótesis. No se trata entonces de que nuestro sistema penal sea simplemente inepto o demasiado garantista (resistente a condenar aun a quien proclama a los gritos su propia culpabilidad, ofreciendo pruebas de ello). Se trata de que el derecho penal se niega insistentemente a castigar ciertos crímenes y a ciertos sujetos, para concentrar toda su atención sobre otros delitos y, principalmente, sobre otros grupos sociales. Se trata, como nos diría Novoa Monreal, de un caso de justicia penal de clase.
La certeza de que contamos con una justicia penal de clase merece dar lugar a lamentaciones, no por conocidas menos justificadas. A todos quienes estamos comprometidos con el derecho, sin embargo, tales circunstancias deben llevarnos a una reflexión adicional, referida a las condiciones de la obligación jurídica, que descansan necesariamente en otra reflexión acerca de las condiciones de la legitimidad jurídica. Cualquiera sea nuestra concepción sobre lo que convierte al derecho en derecho legítimo, es difícil decir que el mismo lo sea, al menos en relación con los grupos más desaventajados de nuestro país, cuando el derecho se muestra mucho más sensible frente a las faltas cometidas por los más pobres, que frente a aquellas protagonizadas por los más acomodados. Es difícil decirlo, sobre todo, cuando el derecho se muestra infinitamente más predispuesto a sancionar a los primeros que a los últimos. Cualquiera sea nuestra teoría de la obligación política, cuesta decir que alguien está obligado a responder a un derecho que se niega, grosera y sistemáticamente, a juzgarlo con la misma vara con que juzga a otros. Mientras el derecho no de muestras evidentes de que está dispuesto a recomponer su actitud, reestableciendo sus compromisos con la elemental igualdad ante la ley (y un buen test de ello podría ser, mal que nos pese, un manifiesto cambio en la composición social de nuestras cárceles), él estará socavando las bases de su propia legitimidad. Más todavía: los que están peor deben saber, aunque nadie nunca se los vaya a reconocer, que tienen el derecho a negarle autoridad a un orden jurídico que una y otra vez, y de modo grotesco, se niega a tratarlos como iguales.
21 ago 2007
La sedición del Presidente colombiano
Una columna valiente y lúcida, del amigo y colega Rodrigo Uprimny
http://www.djs.org.co/publicaciones/columnasAll.php?pub_id=318&aut_id=8
Columnista
Rodrigo Uprimny Yepes
La sedición del Presidente
Publicado en: Revista Semana.com (2007-08-04)
El ataque del presidente Uribe contra la Corte Suprema por la sentencia en donde consideró que era inconstitucional calificar el paramilitarismo de delito político incurre en tres contradicciones y, más grave aun, provoca un gran riesgo democrático.
Primera contradicción: en 2002, el Congreso, por iniciativa del gobierno, expidió la Ley 782, que modificó las reglas para la negociación con organizaciones armadas ilegales. Esa ley eliminó el requisito que establecían las normas anteriores (Leyes 418 y 548), según el cual gobierno debía reconocer "carácter político" a esas organizaciones para poder llegar con ellas a un acuerdo de desmovilización.
Era claro que esa reforma buscaba facilitar la negociación con los paramilitares, que ya en ese momento estaba en el panorama político. Era obvio que en 2002 para el gobierno dichos grupos carecían de naturaleza política: sólo así se explica la eliminación de la exigencia de tener que reconocerles dicho carácter para poder suscribir acuerdos con ellos. ¿Por qué entonces el Presidente califica de ideológicamente sesgada a la Corte Suprema por llegar en 2007 a la misma conclusión del gobierno en 2002, es decir, que los paramilitares no son delincuentes políticos?
Segunda contradicción: este gobierno ha negado enfáticamente que en Colombia haya conflicto armado, pues ha sostenido que lo que existe es una amenaza terrorista. Ahora bien, es difícil hablar de actores armados que ameriten ser calificados como delincuentes políticos, si no hay un conflicto armado sino una amenaza terrorista. ¿Por qué entonces la insistencia en calificar de delincuencia política el fenómeno paramilitar?
La tercera contradicción deriva del gravísimo enfrentamiento entre el Presidente y la Corte Suprema. Hace algunos meses, el presidente Uribe había anunciado un apoyo decidido a las investigaciones y a las decisiones de la Corte Suprema sobre paramilitarismo. Y eso es muy importante. Pero su actual comportamiento contradice esa declaración, pues ataca severamente a la misma Corte cuando ésta toma decisiones que no comparte, no sólo cuestionando su sentido jurídico, sino sugiriendo móviles indebidos en la sentencia de los magistrados. De obstáculo a la paz y de sesgada ideológicamente la calificó el gobierno. Incluso algunos columnistas muy afectos al gobierno han sugerido que el comportamiento de la Corte Suprema resultaría de rencores de esa corporación por la variación de la postura del Presidente frente a la tutela contra sentencias.
Es obvio que un gobierno puede discrepar de las decisiones judiciales. Pero eso no ha hecho el Presidente, quien ha descalificado a la Corte Suprema como tal. Esto es muy grave para la institucionalidad democrática, pues el gobierno ha tendido un manto de duda sobre la legitimidad del comportamiento de la Corte Suprema. Recordemos que el Presidente tiene el deber constitucional de auxiliar a la justicia y hacer cumplir sus decisiones.
Ahí está el gran riesgo democrático. Esas actitudes gubernamentales erosionan la independencia judicial. Y es claro que sin ésta no puede existir Estado de derecho.
Ahora bien, el Presidente se ha defendido de la siguiente manera: ha señalado que, a pesar de que no le gusta el delito político, considera que resulta hoy todavía indispensable mantenerlo y extenderlo a los paramilitares. Su tesis es que es la única forma de dar una base jurídica sólida al actual proceso con los paramilitares, pues sería la única manera de evitar que los miles de desmovilizados que no han incurrido en crímenes atroces terminen en la cárcel.
La preocupación del gobierno en este aspecto es legítima, pero su conclusión es equivocada. Es cierto que, en aras de la paz, es necesario encontrar una salida jurídica a aquellos paramilitares que no han cometido crímenes atroces pero se desmovilizaron. Pero existen otras formas jurídicas de lograr ese mismo resultado, sin tener que calificar a los paramilitares de delincuentes políticos.
Existe, por ejemplo, la posibilidad, ya propuesta por el Procurador, de aplicar el llamado "principio de oportunidad", que está previsto en la Constitución. Una ley podría establecer que a esos desmovilizados se les suspendería el proceso por un tiempo y si cumplen con ciertas condiciones, como no haber sido servidores públicos, no haber incurrido en crímenes atroces, haber colaborado con la justicia y haber asumido ciertos compromisos, entonces el Estado renunciaría a la sanción penal.
Los desmovilizados rasos no sólo tendrían una salida jurídica sino que, además, de esa manera la Fiscalía y los jueces tendrían un instrumento jurídico para lograr que muchos de ellos contribuyeran al esclarecimiento de la verdad sobre el fenómeno paramilitar.
Por eso parecería que lo mejor es que el Congreso acoja una propuesta semejante a la del Procurador, en vez de perpetuar, por medio del trámite de una ley que calificaría el paramilitarismo como sedición, el enfrentamiento entre la Corte Suprema y el gobierno.
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Pero claro, algunos defenderán la postura gubernamental, argumentando que la sentencia de la Corte Suprema es jurídicamente errada y que mi propia argumentación es la que es contradictoria. Según esa visión, resulta inconsistente reconocerle el carácter de delincuencia política a la guerrilla y negárselo a los paramilitares.
Esa parece ser la posición de Rafael Nieto, quien en su última columna en SEMANA considera que la sentencia de la Corte, que sería ideológica y no jurídica, no logra su propósito de mostrar que los paramilitares no incurren en delitos políticos. Según su criterio, es prácticamente imposible que sea "político" levantarse en armas contra el Estado y en cambio no lo sea usarlas para "defenderlo" y enfrentar a quienes lo atacan, pues en ambos casos "se trata del poder, de la esencia de lo político".
Esa objeción de los defensores de la postura gubernamental remite a una discusión compleja, que es imposible de asumir sistemáticamente en lo que resta de esta columna. Pero creo que hay un punto decisivo que ignora Nieto.
Incluso si se admitiera, en gracia de discusión, que los paramilitares tienen una motivación política, que es defender el Estado (lo cual es cuestionado por muchos estudiosos y, dicho sea de paso, el propio gobierno negaba en 2002), eso no los convierte automáticamente en "delincuentes políticos", pues la calificación de delincuente político no deriva únicamente de la motivación política del actor. Otros elementos son esenciales, al menos dentro de la tradición jurídica colombiana, que es la que se entiende incorporada en la Constitución.
Uno de esos elementos ha sido tradicionalmente que se trate de grupos opositores al gobierno. Y existe una razón importante que justifica esa exigencia.
El delito político en el constitucionalismo colombiano implica ciertos beneficios: no extradición, ausencia de inhabilidades para hacer política, penas menos severas y posibilidad de amnistía o indulto. Ese tratamiento privilegiado y generoso es concedido por el Estado, como una suerte de reconocimiento de que sus enemigos podrían tener algunas razones valederas para levantarse en armas.
Esta generosidad del constitucionalismo colombiano con el enemigo político alzado en armas tiene cierta nobleza; las autoridades conceden beneficios a quienes las combaten o las han combatido. Pero la generosidad con los amigos es más bien sospechosa, pues tiene algo de favorecimiento propio. Por ello siempre han resultado mucho más cuestionables jurídica y políticamente las autoamnistías que ciertos gobiernos se han hecho a sí mismos, que las amnistías que otros gobiernos han concedido a sus opositores y enemigos.
Ahora bien, quien usa las armas para defender al Estado resulta amigo de éste, y por ello es más cuestionable que el Estado lo califique de delincuente político para otorgarle el tratamiento privilegiado que la Constitución parece reservar para el enemigo político.
Una última precisión, para evitar toda suspicacia. Estoy convencido de que las razones de la guerrilla colombiana para la lucha armada se desvanecieron hace rato, y de que ésta ha cometido atrocidades indecibles, como, entre otros, el asesinato de los diputados. Por ello no estoy defendiendo la lucha armada de las guerrillas ni condonando sus atrocidades, que merecen todo nuestro rechazo. Simplemente estoy diciendo que alguna diferencia hay entre indultar al enemigo e indultar al amigo. Y por ello, contrariamente a lo que piensa Nieto, no es tan difícil o contradictorio reservar el tratamiento privilegiado de delincuente político a los actores armados contraestatales y negarlo a los actores armados paraestatales.
19 ago 2007
Medio ambiente y explotación
Este artículo lo publicamos con Maristella Svampa en la Revista Ñ, el 24/02/2007. Ella lo incluyó en su muy completo blog (http://www.maristellasvampa.net), y me pareció bien hacer lo propio, aunque el texto sea de hace unos meses.
Los nuevos conflictos territoriales: el escamoteo de la cuestión
En los últimos años, han surgido nuevas formas de participación ciudadana, que se definen por la defensa del territorio y de los bienes naturales. Dichos reclamos están vinculados al actual proceso de expansión de la frontera agrícola, minera, energética y sobre territorios que incluyen reservas de recursos naturales, impulsada por el marco regulatorio impuesto en los años 90 (y continuado en la actualidad), favorable a la instalación de grandes empresas trasnacionales (con regalías bajísimas, grandes exenciones impositivas y otros privilegios), cuyo impacto en términos ambientales, sanitarios, productivos y económicos, se revela sumamente desastroso para la vida de la comunidad.
Uno de los casos emblemáticos es el conflicto que mantiene la población de Esquel, situada en la provincia de Chubut, con la empresa minera canadiense Meridian Gold. En el año 2002, gracias al alerta dado por técnicos y ambientalistas de la región, la comunidad de Esquel se movilizó contra la explotación de una mina de oro a cielo abierto, altamente contaminante. Finalmente, los vecinos autoconvocados organizaron un plebiscito en marzo de 2003, que arrojó un rotundo “no” a la minería tóxica, reuniendo el 81% de la población.
Como afirma Pablo Bergel, el “efecto Esquel” originó una ola que despertó otras regiones donde ya se habían implantado o se proyectaban emprendimientos mineros de gran envergadura, que involucran conocidas multinacionales. En la actualidad, reclamos similares tienen lugar en Río Negro, en San Juan, Catamarca, La Rioja y Mendoza, donde los vecinos se han organizado en asambleas de autoconvocados, en contra de la minería tóxica. Como sucede también en otros países de América Latina, estas movilizaciones dan cuenta de la importancia de los nuevos núcleos de conflicto, centrados cada vez más, en la defensa del hábitat, la protección de la biodiversidad y los recursos naturales no renovables, frente al avance de las empresas trasnacionales.
La potencialidad de estas movilizaciones es enorme. Por un lado, al denunciar el avance de un modelo de saqueo y de contaminación, dichas asambleas no sólo plantean la necesidad de un cambio del marco regulatorio actual, sino que abren una disputa en torno a lo que se entiende por modelo de desarrollo sustentable. Por otro lado, el proceso de construcción revela una articulación multisectorial y policlasista con formas de participación asamblearias, lo cual sin duda se conecta tanto con el proceso de politización abierto en 2002, como con los levantamientos comunitarios registrados en los 90, ligados a la crisis y desmantelamiento de las economías regionales. En este sentido, son conflictos de nuevo tipo, pues ponen en juego un complejo entramado social, en el cual se encuentran involucrados diferentes actores sociales, económicos y políticos (actores locales y globales, así como el poder político en sus distintos niveles).
Pero si la potencialidad de estas movilizaciones es mayor, necesario es decir que las asimetrías también son muy grandes. Para comenzar, estamos hablando de actores locales que confrontan directamente con los agentes del capitalismo global (empresas energéticas y mineras transnacionales). El caso de Esquel es en este sentido emblemático. Hace un tiempo seis vecinos de esta localidad fueron querellados por la compañía Meridian Gold por “violación de secretos empresariales”. La compañía denuncia la difusión del audio de una reunión, llevada a cabo en la ciudad de Buenos Aires, en la cual directivos de la empresa, junto con representantes de una conocida consultora local y una ONG extranjera, se propusieron diseñar una estrategia de “acercamiento” hacia aquellas personas y organizaciones más “accesibles al diálogo”, con el objetivo de torcer la voluntad de la comunidad de Esquel, expresada muy claramente en el plebiscito de 2003. Hace sólo unos días, el 13 de febrero, se llevó a cabo una “audiencia de conciliación”, en la cual estuvieron presentes ambas partes (un vecino de Esquel y representantes de la Meridian Gold), en la cual la empresa mostró su voluntad de llevar a juicio a los asambleístas por la difusión de ese audio.
El fenómeno ambientalista encuentra paralelismos significativos con lo que sucede desde hace años respecto de la protesta social. Recordemos que la judicialización de la protesta se inició en 1996 y tuvo como blancos predilectos piqueteros y militantes sindicales (maestros, empleados públicos). Hoy en día se estima que existen más de 4.000 personas procesadas. Una parte importante de estas causas se originaron en las localidades petroleras (Salta, Neuquén y, más recientemente Santa Cruz), y varias de ellas fueron iniciadas por empresas multinacionales. También pueden hallarse paralelismos con los conflictos que hoy enfrentan a compañías inmobiliarias con vecinos. Así, hace unos días la compañía Load S.A., que actualmente levanta dos torres en el barrio porteño de Caballito, hizo una denuncia penal por “daños y perjuicios” contra dos vecinos de ese barrio, que se oponen a la construcción indiscriminada en nombre de la calidad de vida y el control de los usos del suelo. ¿No será que estos hechos están señalando entonces el inicio de una segunda oleada de judicialización, que abarca ahora los explosivos conflictos ambientales?
En todos estos casos nos encontramos con conflictos serios que involucran violaciones de derechos constitucionales; grandes empresas involucradas; marcos regulatorios hechos a la medida de aquellas grandes empresas; gobiernos locales sobre los que pesan razonables dudas en cuanto a su imparcialidad frente a las partes involucradas (grandes empresas, vecinos, trabajadores); e individuos afectados que se agrupan para hacer frente al conflicto, en nombre de sus derechos violados. Ello, ante la inoperancia, negligencia o connivencia/parcialidad de los poderes públicos. Finalmente, también distingue a estos casos la precariedad de medios que padecen los sectores más vulnerables para hacer frente al conflicto, y la ausencia de foros públicos adecuados a través de los cuales resolver tal tipo de problemas de modo rápido y ecuánime.
Al mismo tiempo, desde el gobierno nacional, a excepción del conflicto ambientalista en Gualeguaychú, la regla suele ser el silencio, lo que normalmente implica un compromiso efectivo con la parte mas poderosa del conflicto: al respaldar con el poder coercitivo del que dispone contratos leoninos, condiciones de trabajo y técnicas de explotación, que expresan la violación de derechos y/o la afectación grave al medio ambiente, el poder público deja de ser un tercero imparcial en la discordia. En tales situaciones, las disputas alcanzan un rango constitucional. En una mayoría de casos, los problemas no son difíciles de resolver: a veces involucran conflictos de derechos constitucionales con otros de carácter infra-constitucional; en otras derechos contra meros intereses; y sólo en los casos más difíciles y menos comunes derechos constitucionales versus otros derechos de rango constitucional. En estas situaciones, sin embargo, la solución no suele ser tan compleja, ya que debe existir una prioridad para la atención de los derechos más urgentes (i.e. la falta de alimentación adecuada, la violación de derechos territoriales de poblaciones indígenas) o aquellos que dejan en situación de desamparo a un mayor número de personas (i.e. el impacto ambiental, sanitario y social grave sobre una comunidad).
Por todo ello, resulta criticable que el poder político no intervenga ni decida de una vez y rápidamente en estos conflictos. Peor aún, en ocasiones, y frente a la desidia del poder político, los conflictos terminan derivándose a la esfera judicial que, salvo excepciones, viene a reproducir -insólita e injustificadamente- la ecuación de poder reinante en la esfera política, y desfavorable a quienes sufren las violaciones de derechos mas graves. Este tipo de situaciones generan, razonablemente, una creciente desconfianza sobre el poder publico, y a la vez, continúan minando la legitimidad de sus decisiones. En todos estos casos, el problema no es solamente que el conflicto se politice o se judicialice, sino que, en cualquiera de las dos esferas, el conflicto sea desnaturalizado, privándose al mismo del contenido de derechos que lo distingue y que debiera marcar el modo en cómo resolverlo. El riesgo es, en definitiva, tratar a estas disputas como si no fueran, ante todo, disputas que involucran derechos, es decir, escamotear la cuestión de fondo y tratar a estos conflictos como si involucraran, meramente, un enfrentamiento entre intereses particulares contrapuestos.
15 ago 2007
Mark Tushnet y la jurisprudencia contra los pobres
Tushnet ponía como ejemplo paradigmático de este modo de actuar al voto del Juez Blackmun en United States v. Kras, en el que el magistrado sostuvo la validez de una ley que obligaba a los más pobres al pago de una tasa que en los hechos, y de modo evidente, les resultaba imposible de cubrir. Tushnet señalaba entonces la mirada judicial profundamente sesgada, prejuiciada, completamente ajena a la comprensión del mundo de los que estaban peor. El Juez –decía Tushnet- “parece pensar que los pobres van al cine cada semana y se gastan su dinero en cigarrillos. Pero los pobres, como sostuvo en su opinión disidente el Juez Marshall, tienen mejores cosas que hacer con su dinero.”
Luego criticaba la famosa (y penosa) decisión del máximo tribunal en San Antonio v. Rodríguez (sobre la discriminación entre ricos y pobres en la asignación del presupuesto educativo a nivel estatal), y se preguntaba si la Corte hubiera decidido lo mismo si los estudiantes involucrados hubieran sido de clase media, en lugar de pobres. “La Corte, en esta etapa –marcaba Tushnet- se mostró solícita en relación con los derechos constitucionales de los más aventajados, y despreocupada frente a los derechos de los pobres.” Y concluía diciendo: “El lema del período” podría ser “Igual Protección para los ricos, experimentación social para los pobres.”
10 ago 2007
Justicia de Clase, según Eduardo Novoa Monreal
(tomado de la introducción del artículo) Cada día se extiende más la imputación de que en Chile se administra una justicia de clase. Esto significa atribuir a los jueces una concepción unilateral de la justicia –puesto que la concebirían únicamente como aquello que es útil para el sostenimiento del status social vigente- y a la vez coloca a los tribunales en abierto antagonismo con todos los sectores, cada vez más amplios, que creen indispensables profundos cambios sociales. En la práctica, esto conduciría, además, a sostener que la justicia actúa al servicio de la clase dominante y que interpreta y aplica la ley con miras a favorecer a los grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en desmedro de los trabajadores, que constituyen en el país la más amplia mayoría…Pero (esta imputación) es rotundamente negada en las altas jerarquías del Poder Judicial. En su reciente discurso de Apertura del Año Judicial, el 1 de marzo último, el señor Presidente de la Corte Suprema de Justicia tuvo frases como las que siguen (…) “es absurdo decir que la justicia entre nosotros es una justicia de clase…ella es simplemente aplicadora de las leyes que rigen en la República…” El propósito de este artículo es proporcionar una información objetiva que permita a cada cual formarse su propia opinión sobre el punto. Para este fin se examinará una treintena de los principales fallos de la justicia chilena en cuyo sentido es dable apreciar el criterio con que los tribunales superiores enfocan su misión. (siguen aquí una serie de análisis sobre áreas como “Juicios del Trabajo,” “Leyes de Arrendamiento,” “Expropiaciones,” “Derechos Adquiridos,” “Franquicias Tributarias,” “Procesos Criminales”).
Lo expresado lo podemos corroborar con lo que han manifestado oficialmente los propios Ministros de la Corte Suprema. Según su criterio, la lucha de clases es un mito que debe ser desenmascarado; no existe separación tajante entre la clase trabajadora, por una parte, y los empresarios, los terratenientes, los monopolios y el gran capital nacional y extranjero, por la otra; los poseedores de la riqueza reparten cada vez más sus utilidades entre los que concurren con ellos a la producción de bienes; hablar de la lucha de las masas para arrancar nuevas conquistas de los sectores privilegiados, es despertar rencores censurables y emplear palabras que no reflejan la verdad; las diferencias sociales han desaparecido y en Chile hombres de modesto origen económico pueden alcanzar las más encumbradas posiciones políticas y sociales (Conceptos extraídos de la respuesta de la Corte Suprema a la acusación constitucional que en contra de sus miembros entablaron diez parlamentarios socialistas y comunistas a fines de 1967). Son palabras que…repetidas hoy, marcan una concepción ideológica de quienes las emiten, no compartida por todos los chilenos, ni siquiera por la mayoría.
Es preciso agregar que casi todos los magistrados que así fallan y así opinan, están ciertos de desempeñar sus funciones en la forma más acertada. Es tal el peso de su extracción, de su formación, del medio en el que se desenvuelven y de los estímulos psicológicos que reciben normalmente en su desempeño, que difícilmente llegarán siquiera a interrogarse si no habría una manera diferente de administrar justicia.
En sus labores son acompañados por Abogados Integrantes escogidos dentro de cuadros de profesionales animados de su mismo espíritu y que son, algunas veces, asesores jurídicos de las más poderosas empresas nacionales o extranjeras (…).
Hacer justicia es, antes que nada, procurar igualdad de trato para todos y proteger solícitamente a los más débiles. Para ello es preciso empinarse por sobre diversidades ideológicas, por sobre simpatías o antipatías personales o de grupo, por sobre los intereses propios o de los que están más próximos en la relación social, y mirar a todos los ciudadanos que la soliciten o que la necesiten, sin prevención, con gran amplitud de criterio, no enturbiada por ningún prejuicio o animadversión.
Sólo podemos hablar, por eso, de una verdadera Justicia, en cuanto los encargados de aplicarla sean capaces de imponer una auténtica justicia social, que es la más excelsa expresión de la juridicidad de una sociedad humana.
8 ago 2007
Socialism is not Dead? O, qué fue lo que dijo Harold Pinter (el Premio Nobel de Literatura)?
Harold Pinter
Una propaganda muy extendida nos dice hoy que el socialismo está muerto. Pero si ser socialista es ser una persona convencida de que frases como “el bien común” o “la justicia social” de hecho significan algo; si ser un socialista es escandalizarse ante el desprecio con el que millones de personas son tratadas, por los que están el poder, por las “fuerzas del mercado,” por las instituciones financieras internacionales; si ser un socialista es ser una persona decidida a hacer todo lo que está en su poder, como hombre o mujer, para aliviar la situación de estas vidas imperdonablemente degradadas, entonces el socialismo no puede estar muerto nunca, porque esas aspiraciones no mueren nunca.” Harold Pinter
1 ago 2007
Aquí quisiera referirme solamente a dos temas, relacionados con los alcances y límites de lo que puede hacer una Corte como la actual –una Corte políticamente independiente, y técnicamente competente como pocas en nuestra historia. Creo que una de las dos decisiones –la referida a las facultades del Congreso para excluir de su seno a Bussi, nos habla de lo que podría hacer la justicia, pero no ha hecho; mientras que la otra –la referida a los indultos- nos habla de lo que ella no puede hacer, aunque quiera.
Comienzo por la primera de las cuestiones citadas, referidas al caso Bussi. Para impedir que el Congreso bloquee la asunción como legislador de algún ciudadano electo,
Sin embargo, el argumento que más me interesa –y preocupa- de los presentados por
Si en el primer caso