Fue abierto y puesto online mi prólogo al muy buen libro de Roberto Niembro, donde hago un repaso sustantivo sobre el inacabado debate sobre revisión judicial
Introducción
El
amigo y colega Roberto Niembro Ortega ha escrito un libro excepcional, La justicia constitucional de la democracia
deliberativa, y me ha concedido el honor de hacer algunos comentarios sobre
el texto. Aprovechando el privilegio que se me otorga, quisiera inscribir su
obra dentro de un “diálogo inacabado” (para retomar la noción de ongoing conversation que él
apropiadamente utiliza) que viene desarrollándose desde hace décadas en torno a
la justificación del control judicial.
Conforme
veremos, desde el mismo momento en que comienza a pensarse sobre la posibilidad
de que los jueces invaliden una ley, empieza a cuestionarse el derecho de que los
jueces puedan imponer sus criterios sobre el significado de la Constitución,
por encima de la política. Desde entonces a hoy, desde el centro y desde la
periferia en la que muchos nos encontramos, hemos estado conversando y
debatiendo crítica, a veces enojosamente, acerca de los alcances, límites y
posibilidades del control judicial de constitucionalidad. El libro de Roberto
N., según diré, participa de esa discusión y ayuda a avanzarla de un modo
relevante. A los fines de situar su libro en ese debate, y dar continuidad a la
deliberación a la que él se suma, a continuación voy a presentar una breve
reconstrucción de la disputa teórica que se ha dado en la materia, desde fines
del siglo XVIII hasta la actualidad. Para ello, voy a dividir la evolución de
esa conflictiva disputa en 5 etapas o movimientos –las cuales, como cualquier
otra clasificación, tienen algo de arbitrario. Presento a continuación esta
clasificación de modo propositivo y provisional, identificando a cada una de
esas etapas con algún o algunos fallos judiciales, algunos autores, y algunos
puntos de discusión particulares, que nos ayudarán a reconocer mejor- o así lo
espero al menos- la evolución de esta conversación.
Las
cinco etapas
i)
El
momento fundacional
El
momento fundacional del debate en torno a la revisión judicial de las leyes
aparece en los Estados Unidos, al tiempo en que se terminaba de escribir lo que
luego sería la primera Constitución Federal de ese país. Por entonces, muchos
de los críticos de ese (todavía) proyecto de Constitución (que necesitaba ser
aprobado en todos los diferentes estados antes de convertirse en Constitución
de la Nación), comenzaron a concentrar parte de sus objeciones en lo que veían
como una ofensa al espíritu federalista que animaba a (y que había originado,
de hecho) las conversaciones constitucionales. Para muchos, la decisión de
contar con un tribunal común –una Corte Suprema- con la facultad de invalidar
las decisiones que pudieran tomarse al interior de cada uno de los estados de
la Unión, resultaba una afrenta imposible de digerir. Fueron varios los
críticos antifederalistas (así se los
llamó) de ese esquema todavía en ciernes, que disputaron palmo a palmo cada una
de las iniciativas federalistas.
Entre tales críticos, uno de los más destacados y que más insistentemente
planteaba objeciones frente a la organización judicial propuesta, firmaba sus
artículos como Brutus (un activista
político cuya identidad todavía no resulta totalmente clara).
Frente
a tal línea de críticas, Alexander Hamilton fue el primero en reconocer la
seriedad de esos cuestionamientos, y tratar de salir al cruce de ellos.
Hamilton atendería tales cuestionamientos en un magnífico texto, ahora conocido
como El Federalista n. 78. Allí, con
extraordinaria lucidez (y más allá de sus errores y sesgos conservadores)
Hamilton procuró de dar cuenta de todas las críticas que reconoció como
relevantes, frente al diseño constitucional propuesto por los federalistas en
materia de organización judicial. Dentro de los muchos temas que trata allí,
con profundidad y síntesis ejemplares (la proveniencia y formación de los
jueces; las razones de su estabilidad; la relación entre las distintas ramas de
poder; las formas de designación judicial; etc.), Hamilton se refiere también, por
primera vez, a la crítica “democrática” insinuada por “Brutus” contra la judicial review. Hamilton es entonces
quien, antes que nadie, sale a proporcionar una respuesta fuerte contra la
reclamada falta de legitimidad de los jueces para controlar la validez de las
leyes. Él sostiene entonces, casi al pasar (y pensando en las objeciones de
“Brutus”, aunque sin mencionarlo):
El
derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con
fundamento en que son contrarios a la Constitución, ha suscitado ciertas dudas
como resultado de la idea errónea de que la doctrina que lo sostiene implicaría
la superioridad del poder judicial frente al legislativo.
Hamilton
ofreció entonces la primera gran respuesta frente a la crítica al control
judicial. Y fue una gran respuesta por el tenor de su argumento, que de modo
pionero trató de dar cuenta del problema “democrático”. Lo que sostuvo
Hamilton, en los hechos, fue no había nada anti-democrático en la invalidación
judicial de una ley, en tanto y cuanto dicha invalidación se fundara en la
contradicción entre esa ley cuestionada y la Constitución. Y ello así, porque
era la Constitución, y no la ley, la que encerraba la verdadera “voluntad del
pueblo.” En un sistema con supremacía constitucional –concluyó Hamilton-
resultaba simplemente obvio que debía prevalecer la voluntad del pueblo
expresada en la Constitución, antes que la voluntad “delegada” de la
legislatura, ocupada por meros mandatarios ocasionales del pueblo. En sus
términos:
si
ocurriere que entre las dos [la Constitución y la ley] hay una discrepancia,
debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y
validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley
ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios.
Expresado
allí, en esos pocos renglones, el argumento de Hamilton recorrería exitosa, triunfalmente,
casi incuestionado, buena parte de la discusión constitucional temprana de las
Américas. Ello así, en particular, a partir de la recepción de dicho argumento,
en 1803, en la histórica decisión escrita por el juez Marshall, en Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch)
137. La opinión de Marshall, más que el argumento de Hamilton, fue lo que quedó
en la historia, pero lo cierto es que todo lo importante que señalara Marshall
en su fallo ya estaba contenido en el razonamiento de Hamilton que, en todo
caso, Marshall corona en su opinión sobre el caso, sosteniendo que,
Hay sólo dos alternativas demasiado claras
para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier ley contraria a
aquélla, o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley
ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución
es la ley suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo
nivel que las leyes y de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o
dejarse sin efecto, siempre que al Congreso le plazca.
Notablemente, con Marbury v. Madison, el debate que se abría poderosamente en 1787,
en torno al control judicial, termina cerrándose violentamente, como si la
discusión previa no hubiera tenido razón de ser, o hubiera sido resuelta
definitivamente, a través de la demostración contundente de los errores
argumentativos de los entonces críticos. En términos de Robert Cover, Marbury v. Madison aparece como una
decisión jurispathic que se impuso
suprimiendo lecturas alternativas, en lugar de venir a enriquecer el debate
entonces naciente y todavía vigoroso (Cover 1983). Hasta fines del siglo XIX,
ese debate quedaría básicamente adormecido, lo cual nos permitiría hablar de
esta primera y gran etapa fundacional de la discusión sobre el control judicial
como una etapa de debate clausurada luego de la decisión de Marshall.
ii)
El
consenso se resquebraja. La “era Lochner” y el renacimiento del Estado
intervencionista
La segunda gran etapa de esta discusión se
abre cuando el contundente silencio impuesto por Marbury v. Madison comienza a resquebrajarse –algo que empieza a
ocurrir, de manera saliente, a fines del siglo XIX, esto es decir, casi un
siglo después de que el debate se abriera por primera vez. Son muchas las
razones que nos permiten entender la ruptura de ese consenso, pero algunas de
ellas tienen que ver con el papel protagónico que reclaman para sí las ramas
ejecutiva y legislativa, ante una pax
económica que se había ido deteriorando con el correr de los años. En
efecto, entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el viejo orden
social y económico –que se sintetizara en América Latina con la noción de Orden y Progreso- aparece desgastado, y
el conflicto social comienza a agudizarse, de modo tal vez imprevisto, en los
ámbitos geográficos más diferentes. Esa quiebra del viejo orden parece hacer un
llamado a la intervención activa del Estado, único agente capaz de coordinar
esfuerzos y voluntades en pos de la reconstrucción de una sociedad en crisis.
En los Estados Unidos, nace por entonces
el “Estado Benefactor” –el que impulsaría las políticas del llamado New Deal- orientado a confrontar la
situación de crisis social, a través de una fuerte intervención gubernamental
en la organización económica del país. Notablemente -y éste es el punto que más
me interesa destacar por el momento- fue el Poder Judicial el que tomó la
vanguardia en ese momento, con el objeto de detener el “embate regulador” del
Estado. Una y otra vez, desde entonces, la Corte Suprema de los Estados Unidos
invalidó las iniciativas provenientes de la política –iniciativas habitualmente
resultantes de un acuerdo entre las ramas legislativa y ejecutiva, que llegaron
a contar con un amplio respaldo popular. El hecho de que, durante años, fuera
el Poder Judicial –encarnado por la Corte de los Estados Unidos- el que
impidiera la aplicación del New Deal;
enfrentara a las iniciativas presidenciales (en particular, del Presidente Roosevelt);
y retrasara peligrosamente la salida de la crisis, generó una fuerte oleada de cuestionamientos
ante la renovada y activa práctica de la judicial
review.
El caso que pasó a sintetizar el espíritu
anti-político/anti-regulador del momento fue el que se resolvió con el fallo Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905).
Dicho caso inauguró una notable seguidilla de decisiones, dirigidas a invalidar
(en casi dos centenares de casos) distintas iniciativas de intervención estatal
en la economía. Lo ocurrido en los Estados Unidos, finalmente, llevó a su
máxima expresión (y una de las más graves) un fenómeno que en términos
similares se daba, más o menos al mismo tiempo, en otros países del mundo (en
la Argentina, por ejemplo, y por aquellos años, se produjeron sucesos bastante
parecidos, con un Estado crecientemente regulador de la economía, y una Corte
–presidida por Antonio Bermejo- que en nombre de los ideales “fundacionales”, y
una lectura originalista de la Constitución, se empeñó durante años en retrasar
la consolidación del “Estado interventor”). Finalmente, el “embate judicial”
terminaría en un fracaso y –en los Estados Unidos y en el mundo- la causa
simbolizada por el New Deal terminaría
por imponerse. En dicho respecto, la decisión West Coast Hotel Co. v. Parrish, 300 U.S. 379, aparecida en 1937
(más de 30 años después de Lochner),
señalaría el final definitivo de la era anterior -la llamada “era Lochner”. La
mayoría anti-estatista que había prevalecido en la Corte, desde “Lochner”,
cedía ahora lugar a una nueva, abierta y sensible a las iniciativas del Estado
regulador.
En términos académicos, el viejo consenso
existente en torno de la línea Hamilton-Marshall
también terminó por resquebrajarse en estos años, acompañando el
desmoronamiento del viejo orden económico pretendidamente fundado en el Estado
Spenceriano/Smithiano del “dejar hacer.” En la ruptura del viejo acuerdo,
resultaron cruciales posiciones como las defendidas por James Thayer en su
famoso artículo “The Origin and Scope of the American Doctrine of
Constitutional Law,” de 1893. En dicho texto, de modo pionero, y casi
solitario, Thayer avanzó una crítica significativa contra las pretensiones de
la justicia de imponer su autoridad y
criterios sobre la política.
La crítica de Thayer se remontaba al
argumento del juez Marshall en Marbury v.
Madison, afirmando la necesidad de completar y corregir el razonamiento de
aquél. Thayer se preguntaba qué es lo que podía tornar aceptable una decisión
tan dramática como la de invalidar la ley. En su respuesta, él sostuvo que sólo
podía admitirse una decisión semejante en casos en donde no quepan dudas acerca
de la inconstitucionalidad de la ley, en donde la misma sea “tan manifiesta que
no deje lugar para la duda razonable.”
Este simple principio es el que da origen a la llamada doctrina del
“error manifiesto.” La base en la que se apoyaba Thayer para sostener este
criterio restrictivo resultaba muy simple también. En su opinión, la
Constitución “admite habitualmente diferentes interpretaciones,” dejándole al
legislador “un abanico amplio de opciones,” todas ellas racionales. El juez, entonces –continuaba el argumento-
no puede pretender, frente al legislador, que predomine la posición que le
resulta (a él, como juez) la más adecuada. Sólo en caso de que lo actuado por
el legislador exceda claramente el marco de las interpretaciones razonables de
la Constitución, entonces, el juez puede llegar a desafiar e invalidar lo hecho
por la legislatura.
Dentro del derecho norteamericano, la
postura defendida por Thayer comenzó a ganar respaldo creciente, con el paso de
los años. Ello así, en el ámbito académico, de la mano de llamado realismo jurídico; y en el ámbito
judicial, a partir de las numerosas decisiones que vinieron a respaldar las
regulaciones económico-sociales impuestas en la época del New Deal. Jueces de extraordinario renombre como Learned Hand,
Felix Frankfurter o, muy especialmente, Oliver Wendell Holmes se encuentran
entre los que adhirieron a criterios semejantes, inclinándose por la regla de
la presunción en favor de las mayorías.
Todos los juristas mencionados aparecen básicamente unidos por su común reclamo
en favor de una cierta restricción del poder judicial, en su tarea de custodio
de la Constitución. En el desarrollo de sus escritos y sentencias, han dado
fuerza a una corriente que se distingue en su afirmación de una clara
presunción en favor de las opiniones del legislador democrático. La política –y
no la justicia- era la que estaba llamada a decidir y prevalecer en contextos
de crisis económica tan profunda como la señalada.
iii)
Activismo
social en contra de la discriminación legislativa. La Corte Warren y
“Brown vs. Board of Education”
Según viéramos, el primer gran momento del
debate en torno a la revisión judicial de las leyes fue el “momento fundacional,”
que tuvo su centro en el fallo Marbury v.
Madison: se trató de la etapa en donde se afirmó como respuesta sólida e
indiscutible la del control de constitucionalidad, frente a los primeros
cuestionamientos hechos en nombre de la autoridad legislativa. El segundo
momento de ese debate –también lo vimos- tuvo que ver con un movimiento de
ruptura, en donde aquel consenso inicial (“Hamilton-Marshall”) terminó por
resquebrajarse, en particular luego de la obstinada negativa de la justicia a
autorizar intervenciones –desde todo punto de vista razonables y permisibles-
de la política, en el ámbito económico. Así, mientras que la primera etapa se
había dirigido a consolidar la práctica de la judicial review, aún frente al argumento democrático; en la
segunda, la potencia del argumento democrático pareció renacer hasta terminar
imponiéndose, en su reclamo de primacía para la política: en una sociedad
democrática –pareció afirmarse entonces- era la voz de la ciudadanía, resumida
en el Congreso de la Nación, la que debía terminar primando en la resolución de
los asuntos públicos. En la tercera gran etapa que vamos a explorar ahora, el
acuerdo anterior “anti-judicial” pareció quedar puesto “cabeza abajo”. Nos
encontramos ahora en un momento en donde algunos tribunales activistas y de
avanzada, comienzan a desafiar sistemáticamente las discriminaciones raciales
creadas, amparadas o sostenidas por la política. Dicho arriesgado y valiente
comportamiento judicial, de confrontación con iniciativas legislativas no
igualitarias –iniciativas muchas veces racistas, directamente- generaron una
entusiasta adhesión en la doctrina, que prontamente, y sin mayores
justificaciones, comenzó a suscribir una posición directamente contrapuesta a
la posición (hostil al activismo judicial) que había defendido hasta hace pocos
años.
Si la “nave insigne” de la etapa anterior
había sido el fallo Lochner, capaz de
marcar toda una era de activismo judicial injustificable; la nueva etapa quedó
marcada por el caso Brown v. Board of
Education of Topeka, 347 U.S. 483 (1954), que pasó a simbolizar también,
por sí mismo, toda una nueva era, ésta vez, en apariencia, de activismo
judicial necesario, reclamado y justificado. Brown fue el caso más representativo de los decididos por la Corte
presidida por Earl Warren –la “Corte Warren”- que se caracterizó por sus
numerosas decisiones favorables a la igualdad y los derechos civiles. Tales
decisiones no sólo frenaron las políticas de segregación en las escuelas
públicas (Brown v. Board of Education);
sino que consagraron el derecho de privacidad que no aparecía claramente
enunciado en la Constitución norteamericana (Griswold v. Connecticut); invalidaron el rezo obligatorio o la
lectura obligatoria de la Biblia en las escuelas públicas (Engel v. Vitale; Abington
School District v. Schempp); impidieron que se socave el voto de las
minorías a través del rediseño arbitrario de los distritos electorales (Baker v. Carr); o definieron el derecho
a la no autoincriminación (Miranda v.
Arizona); entre muchas otras resoluciones de peso.
La doctrina que “nació y creció” con Brown y la Corte Warren fue amplia y
diversa, y ella, de algún modo, sigue liderando la discusión hasta nuestros
días (aunque, como veremos, con muchas fracturas desde entonces). Otra vez, y
gracias al impacto de ver a los tribunales liderando una supuesta cruzada a
favor de la protección de las minorías, muchos académicos pasaron a abrazar y
justificar decididamente el activismo judicial en la invalidación de decisiones
políticas. El libro que, en la época, volvió a mover las aguas de la discusión
teórica en torno al control judicial, volviendo a poner el tema en el primer
plano, fue The Least Dangerous Branch,
de Alexander Bickel, publicado en 1962. En ese texto, Bickel ofreció una
justificación del control judicial que partía, sin embargo, del reconocimiento
del serio problema en juego: la invalidación de las leyes por parte de los
tribunales representaba una afrenta a la voluntad popular del “aquí y ahora”,
que requería ser justificada, antes que simplemente asumida. Fue Bickel, en
este libro, quien puso en discusión definitiva a la “dificultad
contramayoritaria” que afectaba al Poder Judicial. Luego de la aparición del
libro de Bickel, tal vez la respuesta jurídica más sofisticada e interesante de
todas las que aparecieron entonces, en defensa de un intenso judicial review, fue la ofrecida por el
filósofo del derecho norteamericano Ronald Dworkin (por ejemplo, en Dworkin
1977, 1985, 1986). En sus primeros escritos en la materia, principalmente,
Dworkin justificó un modo de decisión judicial extenso y profundo, que ilustró
con la figura de un imaginario “juez Hércules” orientado a proteger minorías
desaventajadas; que tomaba los “derechos en serio”, y actuaba guiado por una
fuerte (aunque dudosa) distinción entre “derechos” y “políticas”. En escritos
posteriores, Dworkin cambiaría esa presentación más bien extrema, moderaría
algunos de sus asertos, y calificaría su apoyo enfático a la revisión judicial,
para terminar afirmando una defensa “condicional” de la judicial review (así, por ejemplo, en Dworkin 1996, en la que
presenta “una lectura moral de la Constitución”). En todo caso, su postura
doctrinaria favorable a un activo control judicial, lideraría los estudios
constitucionales de la época. Muchos otros autores, entre los que destacaría a Owen Fiss –también
de amplia influencia en América Latina- secundaron a Dworkin desde una posición
claramente alineada con lo que fuera el “sueño inicial” de tribunales
igualitarios y defensores de minorías postergadas –un sueño alimentado por el
particular activismo de la Corte Warren (Fiss 1976, 1978).
Sobre el final de esta etapa –en 1980-
John Ely publicaría un importantísimo libro –Democracy and Distrust- a través del cual presentaría una defensa procedimentalista de la revisión
judicial. Ely apoyó dicha renovada defensa del control judicial en la historia
jurídica norteamericana, y en particular, en los criterios avanzados por la
propia Corte norteamericana en “la nota al pie más citada” en la historia de
dicha jurisprudencia –la nota al pie n. 4, que apareciera en el caso United States v. Carolene Products, 304
U.S. 144, 152, de 1938. Esa defensa procedimentalista del control judicial –que
deslumbrara aún a filósofos políticos notables, como Jurgen Habermas- ganó
especial atractivo (Habermas 1992). Ello así, tal vez, porque ofreció razones
sólidas para mostrar por qué el tipo de activismo judicial predominante durante
los años de la “era Lochner” resultaba inaceptable, pero también, y al mismo
tiempo, demostrar por qué el tipo de activismo judicial propio de la “Corte
Warren” podía resultar defendible. Básicamente, lo que sostuvo Ely es que la
invalidación judicial de la legislación era inaceptable cuando se dirigía a
reemplazar los dictados “sustantivos” de la política (i.e., una política
económica, como la del New Deal),
pero aceptable si venía a resguardar los “procedimientos” o “reglas de juego”
de la política democrática (i.e., garantizar que todos los jugadores “democráticos”
puedan jugar el juego de la política). Como un árbitro en un partido de fútbol,
la tarea del juez resultaba irreprochable si permitía que el juego se juegue,
conforme a los requerimientos del reglamento del fútbol, pero impermisible si
pretendía modificar el resultado del partido, por desacordar con sus resultados.
iv)
El
consenso vuelve a romperse: “Quitando la Constitución de las manos de los
tribunales”
A los pocos años de instalado, el “nuevo
consenso” crecido al calor de la “Corte Warren”, terminaba por romperse. Fueron
muchas las razones que ayudaron a esa nueva y definitiva ruptura, pero una
motivación determinante, sin dudas, tuvo que ver con los cambios producidos al
interior del mismo tribunal norteamericano –cambios que podemos simbolizar por
el pasaje de la “Corte Warren” a la Corte comandada por el Justice Rehnquist. El hecho de que el máximo tribunal
norteamericano pasara a ser re-colonizado, con violenta urgencia, por jueces de
orientación conservadora, promovidos a esos puestos por políticos también
conservadores -estamos en el tiempo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher-
demostró la fragilidad sobre la que se asentaba el acuerdo anterior.
Finalmente, lo que resultaba cada vez más claro es que lo actuado por la Corte
Warren hablaba menos de las virtudes del control judicial, que del valor de
dicho control cuando ocasionalmente quedaba a cargo de jueces ideológicamente
comprometidos con una visión igualitaria y protectora de las minorías. La
hegemonía conservadora que comenzó a asentarse en los años 80 mostró del modo
más crudo que no había nada “propio” o “ínsito” en el control judicial, que
garantizase o de algún modo permitiera pensar en la estabilidad de un tipo de
intervención judicial, en principio muy atractivo, como el que se desplegara en
los años de Brown. El hecho era,
finalmente, que una mayoría política transitoria, de orientación conservadora,
podía fill the Court con jueces
conservadores, y así desmantelar prontamente toda ilusión de contar con una
justicia alineada con la protección de los más vulnerables.
Irritados por el cariz conservador que
comenzaba a teñir toda la vida pública, o molestos por una justificación del
control judicial que se había demostrado frágil y finalmente frustrante en la
práctica, muchos doctrinarios comenzaron a atacar ese nuevo, ilusorio consenso
que la “Corte Warren” había contribuido a alimentar. No por azar, en esta etapa
es cuando nace el movimiento de los “estudios críticos del derecho” (Critical Legal Studies, CLS), que retoma
mucha de las banderas que el “realismo jurídico” de los años 30 había dejado
instaladas. A partir del trabajo de los CLS, se empezó a hablar, otra vez, y
como entonces, de la discrecionalidad de la justicia, y del “derecho como
política.” Son muchos los autores que destacan dentro de este revival de los estudios jurídicos críticos
-Duncan Kennedy, David Kennedy, Mark Tushnet, entre tantos otros. Las tesis
principales del movimiento quedarían resumidas en un artículo aparecido en el Harvard Law Review, y que luego se
publica como libro en 1986, con la autoría del profesor brasileño Roberto
Mangabeira Unger - The Critical Legal
Studies Movement. Unger sintetizaría bien el malestar generado por el
degradado desarrollo institucional del tiempo, refiriéndose a la “incomodidad
con la democracia”, a la que presentó como idea característica -como el “sucio
y pequeño secreto”- de la vida política del fin de siglo (Unger 1996, 72).
Es en estos años, también, cuando se
publican dos poderosos libros que expresan muy bien la crítica radical que
entonces comenzaba a solidificarse, contra la revisión judicial. Pienso, por un
lado, en un libro publicado en 1999 por Mark Tushnet (uno de los fundadores del
movimiento CLS): Taking the Constitution
Away from the Court, esto es decir “quitando la Constitución de las manos
de los tribunales”. En el mismo año, aparece un nuevo libro escrito por otro de
los grandes autores y líderes del “embate anti-judicial” del momento, Jeremy
Waldron. Pienso, en particular, en su libro Law
and Disagreement, que sintetiza una labor de años, del autor, reflexionando
críticamente en torno al control judicial (Waldron 1999, y también 1999b). Para
Waldron, en sociedades heterogéneas, marcadas por genuinos “desacuerdos”
valorativos (desacuerdos, en particular, sobre el significado de nuestros
compromisos públicos o constitucionales más importantes), y compuestas por
individuos “iguales” en cuanto a su dignidad moral, el control judicial (y su
pretensión de decidir con carácter final todos esos desacuerdos) resultaba
“ofensivo” o directamente “insultante” –así, según llegara a escribir Waldron
en algunos de sus escritos tempranos en la materia (Waldron 1993).
Conforme entiendo, muchos nos incorporamos
a la discusión sobre la revisión judicial en esta etapa (fines de los 80),
plena de nuevas meditaciones críticas en torno al judicial review. En América Latina, de hecho, la doctrina constitucional
dominante parecía ignorar, esencialmente, los debates en la materia –en mi
opinión, por desdén, o por comodidad, asentada como estaba esa doctrina en el
“consenso de Marbury v. Madison”.
Quiero decir, la doctrina latinoamericana parecía descansar plácidamente en el
primer y lejano acuerdo alcanzado en la materia, y gestado a fines del siglo
XVIII: desde entonces, nuestros doctrinarios parecieron asumir que la discusión
sobre el tema se encontraba resuelta, fundamentalmente saldada. Fueron muy
pocos los autores que, en la región, ayudaron a romper, poco a poco, ese
aletargado consenso. En particular, destacaría los profundos estudios
constitucionales de Carlos Nino, quien en pocos años publicaría algunos textos
importantes en la materia –textos apropiadamente descriptivos de la discusión
en curso, y a la vez críticos con ella. En sus últimos escritos, Nino parece
abrazar una posición revisada y alerta, que construye a partir de la postura
procedimentalista avanzada en su momento por John Ely (por ejemplo, Nino 1992,
1993). En lo personal, y al calor de las enseñanzas y textos de Carlos Nino, me
fui incorporando de a poco a esa discusión ya madura en el ámbito
internacional, y todavía muy incipiente en América Latina. En 1991 completé mi
tesis doctoral en la Universidad de Buenos Aires –una tesis que, según entiendo,
fue de los primeros trabajos en la región que recuperaron críticamente las
discusiones doctrinarias que se encontraban en boga en el momento, en torno a
la “dificultad contramayoritaria”. Dicha tesis, publicada varios años después
(en 1996) asumía una postura radicalmente crítica sobre el control judicial, muy
en línea con posturas como las de Tushnet y Waldron que, en mi libro de
entonces, jugaban sin embargo un papel muy marginal. Mi postura en la materia
aparecía, más bien y de modo especial, apoyada en estudios sobre la democracia
deliberativa como los que el propio Nino había traído y hecho conocer en la
región. En todo caso, el hecho de que Roberto Niembro y yo, varios años
después, coordináramos juntos (pero a partir de la iniciativa de Roberto N.) un
homenaje a Mark Tushnet, dice algo, también, sobre el lugar desde donde muchos
latinoamericanos (como Roberto N.) ingresaron a esta discusión, y sobre el tipo
de impulso crítico que nos movía a buena parte de los latinoamericanos que
comenzamos a participar en tales debates (Gargarella & Niembro 2016).
v)
Desde
“el fin de la última palabra,” al giro deliberativo: una justificación limitada
del control judicial
Paso ahora a concentrarme en la que
presentaré, provisionalmente, como la “última” etapa significativa en la
discusión desarrollada en torno a la justificación del control judicial. Esta
etapa, en buena medida, parece sofisticar
a la anterior: el “embate radical” contra la revisión judicial aparece
ahora refinado y pulido, en particular –pero no exclusivamente- a la luz de
complejas teorías sobre la democracia; teorías interpretación constitucional; y
estudios politológicos sobre la motivación judicial (y la “judicialización de
la política”). Encontramos aquí un debate ya asentado y maduro en la materia,
que tiene entre sus protagonistas, también, a muchos jóvenes latinoamericanos.
Por razones de edad –por su juventud, quiero decir- Roberto Niembro es de los
autores que aparecen ya aquí como “miembros plenarios” de las mesas de debate
que se organizan en torno al control judicial. De hecho, el libro que aquí
prologo representa un excelente ejemplo del tipo de reflexiones que se están
desarrollando en la región: discusiones perfectamente informadas sobre los
debates que se dan y que se han dado en la materia, con mucho por decir y
aportar de nuevo en relación con tales desarrollos. Trabajos como los Roberto
N., se suman a los aportes excelentes realizados por una notable cantidad de
autores no-anglosajones, entre los que mencionaría –dejando de lado sin dudas a
cantidad de otros brillantes partícipes de esta discusión- a los españoles Juan
Carlos Bayón y Víctor Ferreres (de fuerte presencia e influencia en la región);
Micaela Alterio; Helena Alviar; Paola Bergallo; Julieta Lemaitre; Xisca Pou; Conrado
Hubner Mendes; Miguel Godoy; Juan González Bertomeu; Isabel Jaramillo; Sebastián
Linares; y Jorge Roa (Alterio & Niembro 2017; Alviar & Lemaitre 2016; Bayón
1998; Bergallo 2005; Bertomeu 2011; Ferreres
2007; Godoy 2917; Hübner Mendes
2011, 2013; Jaramillo 2008; Linares 2008; Pou 2011; Roa 2019). En todo caso, y
llegados a este punto, quisiera detenerme aquí unos instantes para explicar de
qué modo es que llegamos a esta situación de “debate ampliado”, y por dónde es
que creo que se encuentran circulando los debates, en este tiempo.
Dentro
de esta discusión vasta, ya muy precisa y sofisticada, destacaría en particular
una serie de debates, que creo que tuvieron un impacto importante en el
desarrollo de nuestras reflexiones. Me refiero a debates que surgieron sobre
todo en los años 90, relacionados con el papel que la ciudadanía tenía, había
tenido, y en todo caso merecía tener, en el tratamiento y decisión efectiva de
los problemas públicos más importantes; y que contrastaban con estudios
críticos sobre el papel que tenían, habían tenido y en todo caso merecían tener
los tribunales, en dicha materia. Esta línea de trabajos había encontrado un
espectacular impulso en la Universidad de Yale, a partir de la línea de trabajos
que comenzara a avanzar, desde 1991, el profesor Bruce Ackerman, en torno al
papel de We the People en la creación
e interpretación constitucionales (Ackerman 1991). Otros profesores de la misma
Universidad contribuyeron decisivamente en el desarrollo de esta línea de
pensamiento. Me refiero, en particular, a los escritos elaborados por los
profesores Reva Siegel y Robert Post, fundadores de lo que se dio en llamar el constitucionalismo democrático. A través
de sus trabajos (que continuaban a los de Ackerman, pero que reconocían un
claro anclaje en los pioneros escritos de Robert Cover) ellos ayudaron a
entender el modo en que movimientos sociales como el de los derechos civiles o
el feminismo, habían jugado, podían jugar, y merecían jugar un papel
protagónico a la hora de moldear los contenidos y sentidos del derecho (Post
& Siegel 2004, 2007; Siegel 1996, 2004). Por otro lado, libros como el de
Gerald Rosenberg, de 1991, ayudaron a re-dimensionar cuál había sido el papel efectivo
de los tribunales de las épocas “gloriosas” (como la Corte Warren en los tiempos
del fallo Brown): lo que resultaba
cada vez más claro era que, sin la intervención activa de la política, ninguna
decisión igualitaria o de transformación social promovida desde los estrados
judiciales podía tornarse posible. Las decisiones “centradas en los tribunales”
y “de arriba abajo” no habían tenido ni podía esperarse que tuvieran el poder
transformador propio de las hadas, que alguna vez, parte de la doctrina, les
había querido atribuir.
Junto
con todos los trabajos anteriores, quisiera subrayar, de modo especial, la
influencia proveniente de otra línea de investigación. Me refiero a trabajos
que quedaron inscriptos dentro de lo que se denominó el constitucionalismo popular. Al interior de este campo podemos
incluir, por caso, escritos como los publicados por Larry Kramer (2004, 2005), Jack
Balkin (1995), y Richard Parker (1993), entre otros. Las investigaciones de
Kramer, en particular, muy atentas a la historia constitucional norteamericana,
ayudaron a reconocer que, desde un comienzo (desde lo que denominamos el
“momento fundacional” de la discusión) el control judicial de
constitucionalidad era reconocido como un problema difícil de aceptar y
justificar, antes que como la solución obvia frente a todos los grandes
conflictos públicos –ello así, sobre todo cuando dicho control se llevaba a
cabo en la modalidad que se convirtiera en dominante desde Marbury v. Madison, esto es decir, con tribunales arrogándose para
sí la “última palabra.” Los aportes del “constitucionalismo popular” en la
materia terminaron siendo muy iluminadores, en este respecto, particularmente
al distinguir entre dos cuestiones que merecían analizarse por separado, y no
como si fueran lo mismo: la judicial
review, y la última palabra en
manos de los tribunales. Autores como Kramer contribuyeron a que todos los
participantes de este debate distinguiéramos entre ambos aspectos habitualmente
superpuestos, y reconociéramos que el real problema que nos ocupaba –a partir
de nuestras compartidas preocupaciones democráticas- tenían que ver con lo
último –tribunales arrogándose para sí la última interpretación de la
Constitución- y no con lo primero –la existencia de controles no-políticos
sobre los órganos políticos.
La
distinción propuesta por los abogados del “constitucionalismo popular” tuvo, en
los hechos, un impacto muy relevante según entiendo, tanto sobre la doctrina
anglosajona como sobre la hispanoamericana. Resulta claro, desde ya, que los
trabajos de Roberto N. aparecen muy directa y manifiestamente marcados por los
desarrollos sugeridos por esta línea de pensamiento (Alterio & Niembro
2013; Gargarella & Niembro 2016; Niembro 2013). Por lo demás, y en parte a
resultas de este tipo de distinciones, dos de los principales críticos del control
judicial de constitucionalidad en el ámbito anglosajón –Tushner y Waldron, ya
nombrados- pasaron a revisar de modo relevante, aunque de ningún modo completo,
sus críticas iniciales. Tushnet publicó en el 2008 un libro sobre las “Cortes
débiles” frente a los “derechos fuertes,” en el que se distanciaba de las
posiciones maximalistas de su “quitando la Constitución de las manos de los
tribunales”: ahora, Tushnet reconocía la posibilidad de ejercicios más sensatos
y moderados del control judicial, consistentes con sus preocupaciones
democráticas. Del mismo modo, Waldron ya no consideraba el control judicial
como un “insulto” a las mayorías, sino que limitaba su crítica contextualmente,
relacionándola con la presencia de una serie de condiciones particulares (así,
en su famoso texto “The Core of the Case,” del 2009). Waldron, como Tushnet,
reconocía que existían formas posibles de control judicial, sin última palabra, compatibles con
nuestras intuiciones democráticas más asentadas (González Bertomeu 2011).
Muchos
de nosotros confluimos en un lugar parecido a aquellos a los que llegaban
Tushnet o Waldron, pero a partir de principios y compromisos teóricos
diferentes, lo cual nos llevaría, también, a afirmar conclusiones en parte
también diferentes a las de ellos. En mi caso, y según anticipara, resultaron
fundamentales los estudios que realizara Carlos Nino, tratando de vincular la
teoría de la democracia deliberativa con el análisis del control judicial. En
varios de sus textos, y según lo adelantado, Nino terminó defendiendo una
visión procedimentalista del control judicial (una visión que era capaz de
discernir de acuerdo a principios claros y democráticos, entre las tareas de
jueces y políticos), pero desde una concepción deliberativa de la democracia
–lo cual generaba impactos significativos sobre la teoría de Ely, que aparecía
apoyada, como buena parte de la teoría jurídica norteamericana, en una
concepción restrictiva, “pluralista”, de la democracia.
Mis
replanteos en la materia, entonces, tuvieron que ver no sólo con innovaciones
como las aportadas por Nino, sino también con una nueva línea de reformas políticas
y decisiones judiciales, de las que tuve conocimiento más detallado recién en
esos años. Por un lado, para ese entonces (comienzos del siglo XX), se había
desarrollado ya una impresionante literatura, impulsada sobre todo desde
Canadá, y relacionada con el “diálogo judicial” –una literatura que había
comenzado a expandirse extraordinariamente a partir de la Carta de Derechos de
1982. Dicha Carta de Derechos, recordemos, incluía la famosa cláusula del notwithstanding, destinada a devolverle
la “voz” al Congreso, luego de una decisión judicial adversa (en este sentido,
se trataba de una reforma que ponía en cuestión la idea de “última palabra”
judicial). Sobre el final de mi tesis doctoral publicada en 1996, yo ya me
refería al tema, con genuinas expectativas, y presentaba a la “cláusula del
no-obstante” como una “promesa de salida” a la discusión, que mencionaba
auspiciosamente (a la vez que aludía, al mismo tiempo, a la alternativa de
“reenvío” judicial al legislativo). Sin embargo, sólo varios años después
llegué a interiorizarme con algún detalle sobre dicha cláusula y la literatura
elaborada en su torno, que ponía en el centro de la mesa de debates a lo que se
empezaba a denominar el “constitucionalismo dialógico”. Dicha literatura tomaba
como punto de apoyo a la experiencia de Canadá, pero crecía desde allí,
fronteras afuera, para encontrar otro punto de referencia clave en (lo que se
denominara) el “nuevo modelo Commonwealth” sobre el control judicial –un “nuevo
modelo” que impulsaban muchos países del Commonwealth, tradicionalmente
hostiles al judicial review tradicional,
pero ahora abiertos a experimentar con “Cartas de Derechos” (entre la amplísima
literatura en la materia, destacan, por citar algunos, Dixon 2007; Gardbaum
2013; Hogg & Bushell 1997; Hogg & Bushell & Wright 2007; Petter
2003; Roach 2001, 2004; Young 2012). Muchos de nosotros prestamos intensa
atención a estos desarrollos, que prometían inscribir al control judicial –por
fin- dentro de los dominios de una democracia deliberativa: conocíamos ahora
que, en los hechos, era posible llevar adelante un control judicial en clave
deliberativa, “devolviendo la última palabra” a la política. El trabajo de
Roberto N., según se advierte, aparece claramente alimentado por las dos
fuentes doctrinarias mencionadas en esta sección: los desarrollos del
“constitucionalismo popular”, por un lado; y los desarrollos propios del
“constitucionalismo dialógico”, por el otro.
Junto
con este tipo de innovaciones y reformas institucionales que nos permitían
replantear la “vieja discusión”, aparecieron entonces toda una serie de
decisiones judiciales que –mejor que cualquier otra alternativa teórica-
demostraron que en la práctica era posible ejercer la tarea de control constitucional
de un modo compatible con los exigentes requerimientos de una teoría democrática
robusta, como la deliberativa. Tal vez la decisión judicial más relevante de
esta nueva era –la decisión que, de algún modo, inauguró este nuevo ciclo de
reflexión- fue la que adoptara la afamada Corte Sudafricana en Grootbom 2001 (1) SA 46 (CC). El caso en cuestión versó
sobre un tema social urgente y muy preocupante (la ocupación ilegal de
tierras), que la Corte de Sudáfrica decidió de un modo “modesto” y a la vez
“revolucionario”. La Corte reconoció que en el caso estaban en juego derechos
sociales (constitucionalmente reconocidos) que eran violados por las
autoridades políticas, y al mismo tiempo dejó en claro que era la política
quien debía atender y reparar esas violaciones de derechos. De ese modo, y
contra una mayoría de la doctrina que se negaba a reconocer status
constitucional a los derechos sociales, la Corte afirmó el valor de esos
derechos, y sostuvo que en el caso ellos estaban siendo vulnerados por el poder
político (al no asegurar a los ocupantes ilegales, el derecho a vivienda que la
Constitución reconocía). Por otro lado, y contra quienes decían que, en todo
caso, tales derechos eran no-operativos (non-enforceable
rights), la Corte sostuvo que los mismos sí debían ser respetados y
asegurados en la práctica: la Constitución no mencionaba tales derechos sólo de
un modo retórico. Más todavía, contra quienes decían que cualquier intervención
de los tribunales en la materia sólo podía significar una intrusión inaceptable
–anti-democrática- con la esfera de acción que pertenecía exclusivamente a la
política, la Corte mostró la posibilidad de una respuesta perfecta: ella dejó
en claro que el derecho en cuestión era operativo, y que debía asegurarse, pero
a la vez sosteniendo que era la política quien tenía la obligación de
asegurarlo, y no la propia justicia. El caso representó un revés fenomenal para
parte significativa de la doctrina que, en algunos casos, admitió haberse
equivocado o no-reconocido las posibilidades del activismo judicial en materia
de derechos sociales, desarrollado de un modo compatible con el respeto de la
autoridad democrática superior de las ramas políticas (el ejemplo de Sunstein
2001 resultó particularmente saliente, en este respecto).
Desde
entonces, la Corte Sudafricana, y algunos otros tribunales del “sur global”
(incluyendo, de modo especialmente saliente, los tribunales superiores de
Colombia, la India y Costa Rica, y en ocasiones otros como los de la Argentina,
México o Brasil) dieron sobradas muestras de imaginación y creatividad
constitucionales, para conjugar su intervención en casos socialmente
apremiantes y difíciles, con el respeto de la política, y la adecuación a las
demandas de la democracia deliberativa. Iniciativas y prácticas tales como la
del meaningful engagement, en
Sudáfrica; las “audiencias públicas” y “mesas de diálogo” convocadas por varios
de los tribunales latinoamericanos; las sentencias exhortativas; o el estado de cosas inconstitucional
utilizado por la notable Corte Constitucional de Colombia (entre muchas otras
innovaciones), ayudaron a cambiar el panorama en la materia, y permitieron una
radical renovación en la discusión doctrinaria sobre el control constitucional.
El “giro deliberativo” se había producido, y la idea de tribunales que
“dialogaban” con los otros poderes; o provocaban u organizaban la discusión
ciudadana; o apelaban a remedios de tipo “dialógico” en sus sentencias, pasó a
convertirse en una realidad de todos los días (Dixon 2007; Rodríguez-Garavito 2011; Tushnet 2009).
En este contexto, el nuevo libro de Roberto N. se convierte en la obra que
revisa de modo más actualizado, reflexivo y completo, el debate que hoy nos
rodea, referido a la justicia
constitucional de la democracia deliberativa.
Conclusiones y proyecciones: Una nueva –sexta-
etapa que se abre?
El libro de Roberto N. se constituye,
conforme dijera, en la “última estación” erigida desde América Latina, en torno
al debate sobre el control judicial dialógico. El libro es profundo, claro,
comparativo, informado, completo, y lúcido. Presta debida atención, por lo
demás, a cuestiones que buena parte de la doctrina abandona o deja de lado,
como las relacionadas con las motivaciones judiciales para desarrollar la tarea
que la teoría espera de ellos; y estudia las condiciones institucionales que
pueden ayudarlos u obstaculizarlos en el cumplimiento de dicha tarea. En tal
sentido, aborda –como debe hacerse- las cuestiones relacionadas con los cambios
o reformas institucionales requeridos, para tornar posible en la práctica lo
que exigimos desde la teoría. Se trata, por todo lo dicho, de un libro que da
debida cuenta de todo el conocimiento de que disponemos, en la discusión sobre
la materia. La pregunta que dejo pendiente, en todo caso, no tiene que ver con
lo hecho por el autor –que es demasiado- sino con las obligaciones reflexivas
que tenemos por delante -nosotros, quienes participamos de esta discusión. Me
pregunto, en particular, si no es hora de que inauguremos con fuerza una nueva
etapa, relacionada más directamente con el “giro contextual” que nuestra teoría
(deliberativa) exige. En particular, pienso si no tenemos que ir –todavía- un
paso más allá, para pensar acerca de las posibilidades y límites del control
judicial deliberativo, en democracias defectuosas como las nuestras. Pienso en
democracias atravesadas por la desigualdad; marcadas por la consiguiente
concentración del poder político, económico y constitucional; caracterizadas
por los abusos de poder, el fenómeno de la “erosión” democrática, y el hartazgo
social existente, frente a herramientas institucionales que sistemáticamente
prometen lo mejor y entregan lo peor de sí mismas. Me interrogo entonces:
cuánto y de qué modo, las teorías que conocemos, las que hemos estudiado, las
que propiciamos, deben “ajustarse” en contextos como los nuestros, para hacer
frente a los “dramas” de la desigualdad social y la extorsión democrática a los
que regularmente quedamos enfrentados?
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