El 2 de mayo
falleció, en Londres, el extraordinario filósofo Joseph Raz. Tuve la suerte de
conocerlo en 1994, luego de que él aceptara asumir como supervisor de mis
estudios post-doctorales, en el Balliol College de la Universidad de Oxford.
Carlos Nino me había recomendado ir a trabajar con él, poco antes de morir, y Raz
aceptó gustoso esa invitación, en buena medida como gesto de amistad hacia Nino.
Mi tiempo en Oxford resultó muy feliz: había terminado mi doctorado en la
Universidad de Chicago, unos meses antes, y -apenas luego de aprobar mi tesis- había
dictado un primer curso como Profesor Visitante en la Universitat Pompeu Fabra,
de Barcelona, por lo que llegaba a Oxford libre de cargas y obligaciones. Sólo quería
seguir algunos cursos, y sentarme a leer y escribir. En ese tiempo, tomaría
alguna clase con Raz, cursaría activamente una materia con Ronald Dworkin,
asistiría a dos coloquios fuera de serie, irrepetibles (uno coordinado por Gerald
Cohen y Ronald Dworkin, y otro -apoteótico show- liderado por Bernard Williams
y Ronald Dworkin), pero sobre todo ocuparía mis estudios discutiendo con (aprendiendo de) el
marxista Gerald Cohen. Tal vez por eso -porque no buscaba nada de Raz, porque
sólo necesitaba conversar con él de tanto en tanto- trabé con él una relación
muy diferente de la que la mayoría de sus discípulos y estudiantes establecieron
con ese ogro bueno.
En efecto, escuché en estos días posteriores a su muerte unánimes relatos de experiencias difíciles y sufrientes, de (hoy agradecidos) estudiantes y profesores que llegaban temblando hasta su oficina para que él, amigable pero implacablemente, les explicara -de forma inevitable y contundente- por qué todo lo que decían estaba mal: en la forma, en el fondo, en los supuestos, en cada paso del razonamiento que presentaban. En mi caso, todo resultó muy diferente. Siempre que me reuní con él, para discutir textos o ideas, tuve encuentros felices, de los que me retiré gratificado. Salíamos a caminar por los jardines internos del Balliol College, cerca de su torre de marfil, conversábamos y nos reíamos, aunque él no dejaba de tomar en serio todo lo que le decía (en ese tiempo, yo estaba detrás de un proyecto afín al analytical marxism, que finalmente era la corriente de pensamiento que me había llevado primero a Chicago y luego a Oxford). De esos días recuerdo una enseñanza que guardo, que él me transmitió con convicción (una enseñanza que cultivo y transmito pero que, curiosamente, él no parecía aplicar sobre su propia escritura): que escribiera pensando en un lector que no sabía lo mismo que yo, que no tenía mis mismas lecturas, pero que era inteligente y estaba bien dispuesto a entender.
Durante
un tiempo, pensé que la amabilidad persistente de Raz resultaba un tributo a la
memoria de Nino, o un resultado de mi andar relajado por allí. Pero los años
pasaron, y luego de un cuarto de siglo de amistad (¡!) el balance siguió siendo
el mismo: encuentros distendidos, en donde comenzábamos hablando de academia, y
terminábamos riéndonos de cualquier otra cosa (Releo uno de los mails que
intercambiamos en los Estados Unidos, luego de una caminata juntos, luego de
asistir a El Coloquio de Dworkin-Nagel en NYU, y de escuchar sus
críticas durísimas sobre lo dicho por Dworkin en el evento. En el mail, Raz
vuelve sobre el recuerdo que conservo de nuestras conversaciones. Me dice “It was
lovely chatting with you today. looking forward to next time”, y luego me
comenta que, por la noche, había disfrutado viendo un match tenístico entre Nadal
y Murray, quien había jugado mucho mejor de lo que él había esperado. Agrega que
se retractaba, entonces, de sus dichos, y que Murray había superado a Nadal en “court
coverage, acute angles, serve action and more”).
A diferencia de
otros colegas (y lo digo sin jactarme de ello), recuerdo a Raz en su actitud
algo hippie, informal hasta la brutalidad o el mal gusto, tal vez por una
decisión de marcar que, aún o sobre todo en el contexto de Oxford, alguien
podía ser a la vez riguroso, serio y enemigo de las formas de manera exagerada.
Lo recuerdo en verdad, medio hippie, levantando la clase más de una vez, para seguirla
“afuera”, porque afuera había sol (eso sí: no me gustaba, de sus clases, cuando
él se ponía a leer en un inglés bajito e incomprensible un texto complejísimo
que nos hubiera podido anticipar para digerirlo tranquilos!). Tengo un recuerdo
especialmente cariñoso de hace pocos años (cuando pasé una temporada con mi
compañera, becado en Londres) y él vino a cenar pasta, a nuestro departamento
(nosotros preocupadísimos porque teníamos una caldera a punto de estallar, y no
queríamos ser responsables de la muerte insólita de un gran filósofo), y nos pidió
permiso para sacarse la camisa, acalorado, para pasar luego toda la noche
riendo, en musculosa (recuerdo lo gracioso de aquella escena: estar los tres parados ahí, mirando extasiados la caldera, con las manos en la cintura -Raz todavía en musculosa- sin la mínima idea de qué hacer para repararla). Lo recuerdo de ese tiempo, él ya viviendo en Londres, genuinamente
preocupado y muy desencantado con la filosofía que encontraba a su alrededor, a
cargo de jóvenes muy profesionales, ansiosos por publicar, y con poco
interesante para decir y pensar. Él era bien consciente de que pertenecía a una
generación única e irrepetible, y que ya casi toda se había ido (Williams, Dworkin,
Parfit, Cohen, Griffin). Recordaré siempre a ese Raz severo e irónico, que
conocí a través de los pequeños estallidos de su risa escondida y burlona, que
se desplegaba en su cara de león despeinado.
Y recordaré a
Raz, sobre todo, por las muchas caminatas que hicimos, sacando fotos (todavía
lucen en mi casa dos de sus imágenes). En particular, queda conmigo una travesía que duró casi el día entero, en el marco de un seminario en Misiones, Argentina,
que de algún modo él gestionó por las ganas que tenía de fotografiar las
cataratas (recuerdo también que había que tenerle infinita paciencia, por el
tiempo que podía tardarse para colocar los filtros necesarios antes de tomar una
foto!). Raz sacaba fotos mientras se burlaba traviesamente de todos quienes lo
rodeaban. Dentro de este mismo rubro, el de las fotos, recuerdo un encuentro cerca
de la Universidad de Columbia, en su oficina, cuando me preguntó a qué lugar
iría a tomar fotografías por la zona. Yo le contesté que sin dudas iría al “puente
ferroviario de la 125”, y ahí me desplegó algunas de las fotos que él había tomado
ahí mismo adonde yo le aconsejaba ir. Nos alegró a ambos la coincidencia. Finalmente,
el universo que Raz abrió, a través de sus imágenes, está en perfecta sintonía
con la profundidad y originalidad de su pensamiento filosófico, como si en ambos
ámbitos él buscara y encontrara lo mismo: una luz que aparece de improviso y se
distribuye de modo inesperado, formas complejas que se manifiestan de pronto
sobre materias simples, una riqueza enorme que yace entre los oscuros enigmas
de los detalles invisibles, rincones que de pronto quedan iluminados, se abren
ante nosotros, y sugieren algo que hasta entonces no imaginábamos. Sus escritos,
sus conversaciones y sus imágenes, quedan entonces unidas por ese lazo idéntico:
un haz de claridad que de repente atraviesa la sala, se posa por instantes
sobre algún misterio, y nos revela las capas múltiples que componen un tema,
cuestión u objeto que ante nuestros ojos, y durante años, se mostraba asequible
y sencillo.
3 comentarios:
Gracias
Muchas gracias por compartir
Muchas muchas gracias por sus escritos para mi están llanos de una sensibilidad por cosas bellas, simples y hermosas de la vida. Confiamos que en algún momento venga a Manizales, Caldas Colombia para que sientan lo que es estar en un lugar donde el verde es de todos los colored. Le dejo mi correo electrónico corfincaldas@gmail.com y mi número movilizar 57 3104963330.
Publicar un comentario