https://www.lanacion.com.ar/politica/terminar-con-la-corrupcion-un-mandato-constitucional-y-un-desafio-para-la-justicia-nid11082022/
Quisiera reflexionar, a continuación, sobre el estado de la justicia argentina, tomando como punto de referencia al juicio que se lleva adelante, en estos días, en la causa Vialidad. A partir de dicha causa realizaré, en primer lugar, una consideración más abstracta, sobre el pasado de nuestros derechos, y luego otra más concreta, sobre el futuro de ellos -sobre cómo resguardarlos-.
Comienzo por el pasado, y sobre lo realizado por nuestras democracias para defender derechos. De manera habitual, los derechos fundamentales no son incorporados a una Constitución por algún “descubrimiento”, necesidad o cálculo, sino por razones más prosaicas: la vergüenza o el horror, entre ellas. Vergüenza u horror que aparece cuando una sociedad mira hacia atrás -hacia su propio pasado- y reconoce las faltas graves que ha cometido una y otra vez en su historia. Por ejemplo, el derecho al debido proceso es hijo de una historia de abusos sobre la oposición, y la decisión común de dejar atrás semejantes excesos.
Más acá en el tiempo, la principal enmienda de la Constitución de los Estados Unidos -la Enmienda XIV, sobre el derecho a la igualdad- se originó en el horror de la Guerra Civil, y la vergüenza colectiva generada por la esclavitud pasada. Podemos hacernos la misma pregunta en torno a la Constitución Argentina de 1994: ¿Qué derechos se incorporaron entonces, y a resultas de cuáles horrores? Resaltan, en particular, dos “tragedias” propias del pasado reciente argentino. Por un lado, los dramas desatados por la última dictadura; y por otro, el reconocimiento colectivo de la corrupción menemista.
De manera habitual, los derechos fundamentales no son incorporados a una Constitución por algún “descubrimiento”, necesidad o cálculo, sino por razones más prosaicas: la vergüenza o el horror, entre ellas
Estos dos nuevos compromisos (acabar con las violaciones de derechos humanos y terminar con la corrupción estatal) terminaron expresándose en la Constitución del 94, en particular, en un texto notable: el del art. 36. El artículo condena severamente los “actos de fuerza contra el orden institucional” para agregar luego: “Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento”. Según la nueva Constitución, se trata de las dos más graves ofensas que pueden hacérsele a un sistema democrático.
Si la Constitución anuda los crímenes de la dictadura y la corrupción en la democracia del modo en que lo hace, ello es porque encuentra entre ambas cuestiones paralelismos y conexiones muy importantes -continuidades que se tornan visibles cuando pensamos en la causa Vialidad, y tenemos en cuenta lo ocurrido en los tiempos del Juicio a las Juntas. Ante todo, la Constitución trata de manera conjunta ambos crímenes por el particular repudio que le genera la apropiación y abuso de las estructuras del Estado para producir violaciones graves y masivas de derechos. La conexión existente nos ayuda a entender por qué, frente a la causa de Vialidad, reapareció el viejo reclamo por un “Nunca Más”. Tales continuidades se advierten también en la naturaleza jurídica de ambos casos, que ha llevado a que se los examine, razonablemente, bajo un mismo paradigma: el de la asociación ilícita (un delito que se configura por la existencia efectiva de una asociación de varias personas, extendida en el tiempo, y orientada a la comisión de actos ilícitos). La sola presencia, en ambas causas, de una asociación ilícita, nos ayuda a predecir qué es lo que, previsiblemente, encontraremos al investigarlas, y qué es lo que será difícil de hallar en ambas.
Podemos esperar que la acusación se encuentre con evidencias claras de los crímenes cometidos, y también pruebas sobre la presencia de una estructura de mandos centralizada y vertical. No es esperable que hallemos, en cambio, documentos firmados por los jefes de la asociación ilegal, ordenando a sus subordinados la comisión de los crímenes del caso. Más bien lo contrario: nos toparemos, probablemente, con una férrea resistencia a confesar, de parte de los acusados (el “pacto de sangre”), o un apurado esfuerzo por la eliminación de pruebas (en la causa Vialidad: “limpien todo, y que no parezca una huida” -una declaración que ya pasó a la historia negra de la política argentina-).
Termino con algunas consideraciones sobre el futuro, relacionadas con los principios que merecerían guiar el accionar judicial, en estos tiempos de “erosión democrática” -esto es, en una época en donde el poder concentrado ha expandido su capacidad de acción, afectando de un modo especial a los organismos destinados a controlarlo-. Pienso en criterios que no resultan en absoluto ajenos a la práctica judicial argentina, aunque merezcan ser retomados hoy de una forma más vigorosa y consistente: una interpretación procedimentalista de la Constitución, que lleve a los jueces a examinar con el escrutinio más estricto -con la máxima sospecha- toda acción del poder público destinada a utilizar los recursos económicos y medios coercitivos bajo su control, para el propio beneficio.
Criterios como el que propicio comenzaron a formar parte de las reflexiones jurídicas contemporáneas desde 1938, cuando ingresaron al derecho americano en el famoso caso Carolene Products. Dicho caso representa una de las pocas ocasiones, en toda la historia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en que dicho tribunal reflexionó sobre la orientación y contenidos de sus fallos. En la “nota al pie más famosa de la historia” (la n. 4 del fallo), el tribunal sostuvo que debía mirarse con “presunción de invalidez” -con la máxima sospecha, y sujetándolas al “escrutinio más estricto”- a aquellas decisiones tomadas por el gobierno de turno que aparecieran destinadas a favorecer a sus propios miembros (i.e., desarmando organismos de control; impidiendo la protesta y la crítica; facilitando la realización de negocios espurios, etc.). Nuestros tribunales han utilizado, en muchas oportunidades, criterios como el citado, aunque de forma discrecional, y ocasionalmente: nunca sabemos en qué casos los volverán a utilizar, ni por qué razones o cómo.
Como dijera James Madison, no tiene mucho sentido definir cómo es que deberían desempeñarse nuestros funcionarios públicos (cómo preferiríamos que lo hicieran), si no nos preocupamos por los “medios” con los que cuentan y las “motivaciones” por las que actúan. En otros términos, a la hora de promover reformas institucionales, debemos saber combinar las “motivaciones personales” y los “medios constitucionales” de los funcionarios. Hoy, por ejemplo, nuestra clase dirigente dispone de “medios constitucionales” anticuados –propios de un viejo modo de pensar el constitucionalismo- que resultan aptos, tal vez, para evitar o canalizar la “guerra social,” pero de ningún modo apropiados para promover una “conversación colectiva”. Tal “conversación” no se encuentra jurídicamente prohibida, pero tiende a ser más desalentada que favorecida por nuestras instituciones. Peor son las cosas en términos motivacionales. Otra vez: las conductas preferibles (escrutinio estricto sobre el poder, protección de derechos, promoción del diálogo) no están prohibidas (es lo que vimos en alegatos como los de Julio Strassera o Diego Luciani), pero quedan del lado de las excepciones: no son las conductas esperables.
Nuestros funcionarios públicos (políticos y jueces) cuentan con muchos más incentivos para pactar entre ellos y autoprotegerse, que para controlarse entre sí, o cooperar en favor del bien público. Por ello, podemos dudar acerca de cuál es la mejor reforma judicial posible, pero quedan fuera de duda los cambios que de ningún modo necesitamos: modificaciones como las que, desde hace décadas, promueven las autoridades de turno (nombramientos fuera de regla; aumento desmesurado en los miembros de la Corte; sometimiento de los jueces al Senado; control político sobre las fiscalías o sobre el Consejo de la Magistratura). Las reformas que conocemos aparecen destinadas a asegurar el dominio de una facción política sobre la Justicia, de forma de garantizar una impunidad que hoy (por el hastío social, y por algunas acciones excepcionales) aparece en riesgo. ¿Llegará otra vez el día, en que -como en el 83- volvamos a actuar juntos contra la impunidad del poder -una impunidad por la que hoy, lamentablemente, tantos de nuestros colegas trabajan?
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