24 ago 2023

Las causas institucionales de una catástrofe electoral

 


https://www.lanacion.com.ar/opinion/despues-de-una-eleccion-el-ciudadano-tambien-tiene-que-ser-oido-nid24082023/

Se cierne hoy, sobre todos nosotros, un peligro real, que una mayoría no supimos ver ni entender. El peligro se relaciona con una situación de desintegración social que contribuyó a que millones de personas adoptaran como primera opción electoral la de que “todo estalle”, asumiendo que esa consecuencia era preferible a la permanencia de un estado de cosas como el presente. Tan mal se reconoce ese presente, y tan profundo es el hastío. Finalmente, ese estallido podrá ocurrir o no (el escenario de un Nerón argentino tocando la lira en la Casa Rosada, mientras el país arde en llamas), pero las condiciones que permitieron la emergencia de esa tragedia permanecen y prometen agravarse.

A la hora de explicar aquello que, desde las ciencias sociales, no supimos prever, las causas posibles se acumulan: la inflación y la crisis económica recurrente; el desempleo, la inestabilidad y la precariedad laboral; la pobreza y las desigualdades crecientes; la inédita polarización política; la crisis de representación, la corrupción, y el autismo de nuestros líderes políticos; el deterioro de la educación; una clase dirigente que, sobre todo, busca mantener sus privilegios y asegurar su impunidad. Todos esos elementos existen, son relevantes y, seguramente, forman parte de la explicación de lo imprevisto. En lo que sigue, sin embargo, me interesará hacer referencia a ciertos aspectos institucionales de lo ocurrido, pero no bajo el supuesto jurídico tradicional, según el cual todo se explica (todo comienza y termina) por el derecho, sino a partir de un supuesto más bien contrario, según el cual algo de lo ocurrido también se explica a partir de (del mal funcionamiento de) nuestro sistema constitucional y democrático. Finalmente, una creación y un resultado de aquello a lo que ha quedado reducido nuestra vida democrática.

Comienzo por un punto más teórico y abstracto, con la esperanza de avanzar hacia comentarios más prácticos. El punto es que, desde sus inicios, y a pesar de las apariencias, el constitucionalismo y la democracia se han llevado muy mal: el constitucionalismo pide, por sobre todo, límites al poder, y la democracia considera que no debe haber autoridad superior a ella. Las cosas, agregaría, se agravaron con el paso del tiempo, de forma que el constitucionalismo terminó por absorber, de a poco, al sistema democrático: en las últimas décadas, la democracia quedó básicamente reducida a las “tres ramas de gobierno”. El papel de la ciudadanía, en ese contexto, se redujo a su expresión mínima: escoger, directa o indirectamente, a los funcionarios de gobierno, para luego sentarse a esperar hasta las próximas elecciones, o rezar para que no la defrauden demasiado. La nada. Menciono ahora sólo tres implicaciones institucionales de este vaciamiento de la democracia, cuyas consecuencias aparecen verificadas en la reciente elección argentina.

La necesidad institucional de un “salvador.” El déficit (antes que el exceso) democrático que padecemos induce a la búsqueda del “milagro.”. En efecto, parte de lo que ocurre tiene que ver con el “vaciamiento” que ha sufrido nuestro sistema institucional, que redujo la intervención política de la ciudadanía, meramente, al “voto periódico” -un voto cada dos o tres años. Si lo que la ciudadanía puede hacer, en términos institucionales, es “nada, salvo votar” cada tantos años, entonces, por supuesto que -aun para los ciudadanos más razonables- se torna imprescindible encontrar a un “salvador”, algún “mesías” capaz de hacerse cargo de “todo” lo que millones de personas quedamos imposibilitadas de hacer. Este resultado desagradable resulta, entonces, y en parte, producto del poder que hemos perdido, para actuar y decidir por nosotros mismos.

Votos como piedras: la imposibilidad de hablar, corregir o matizar. Peor todavía: a ese salvador, a cargo de hacer todo, no podemos corregirlo o re-direccionarlo en nada: tenemos sólo una “piedra” para arrojar a la pared, de vez en cuando, que nos permite hacer (poco o mucho) ruido, colectivamente, pero nos impide decir nada concreto: no nos permite conversar. Así, en el mientras tanto, entre elección y elección, perdemos la palabra, la posibilidad de exigir, cambiar, y ser corregidos. Millones de brasileños que querían (por la razón que sea) “terminar” con el régimen Lula-Rousseff, no podían decirle a Bolsonaro: “sí a un cambio de rumbo (económico o político o cultural), pero no al racismo o la homofobia.” Ni siquiera eso: ni un matiz. Millones de norteamericanos que estaban cansados de la “elite de Washington”, no pudieron decir, por ejemplo, “no queremos a la vieja elite, en la Casa Blanca, pero tampoco en la Corte”. Ni siquiera un “pero.” Los argentinos fueron empujados a elegir a los “viejos corruptos”, para asegurar un cambio económico, después de Macri. Es decir, la posibilidad institucional de re-orientar, siquiera un poco, el rumbo que vaya a tomar el “salvador” escogido, es nula. Y entonces, los brasileños, de pronto, son juzgados como “racistas;” los norteamericanos vistos como responsables de las enceguecidas decisiones de su Corte; y los argentinos son acusados de escoger corruptos. Lo cierto es que, el propio sistema institucional nos induce a buscar a un “salvador”, primero, y luego nos impide corregir o moderar sus acciones, siquiera en algún aspecto.

“Guerra” antes que cooperación. Una vez electo el presidente -digamos, el“salvador”, a quien la oposición reconoce como peligroso e irracional (así, como ocurriera con Trump, Bolsonaro, Orban o Erdogan)- el sistema institucional de los “frenos y contrapesos” nos abandona otra vez. De hecho, tal sistema de “mutuos controles” no nació para favorecer el diálogo, sino para canalizar institucionalmente la guerra civil, en ciernes en aquellos años. Luego, y por ello mismo, no es extraño que ese sistema (alguna vez virtuoso para frenar la guerra civil) induzca a quienes quedaron en la oposición (en la calle, pero también en el Congreso), a remover del poder al “loco” que ha llegado al poder. Otra vez: no hay espacio institucional para que la oposición adopte una posición cooperativa, y que el irracional del caso se modere o acepte “conversar” con la oposición. Por el contrario: cualquier “mano tendida” de la oposición sólo sirve para reforzar el poder de quien está en el poder, y favorecer entonces su reelección futura. Si se trata de un desequilibrado, luego, la acción más “racional” de la oposición es (no la de fortalecerlo, sino) la de hacer lo posible, institucionalmente, para sacarlo de su lugar (i.e., exigir su juicio político). Otra vez: es el propio sistema institucional el que promueve ese resultado desastroso (vacío de poder, guerra entre partidos, no-cooperación, enfrentamiento). El tipo de sistema de checks and balances que tenemos, con un Poder Ejecutivo con poderes reforzados, es el que -otra vez- favorece el conflicto antes que cooperación.

Adviértase que sólo mencioné tres ejemplos probables -entre muchos otros- de un gran problema. Es posible decir, por tanto, y como anunciaba al comienzo, que la crisis actual tiene múltiples componentes, pero también un componente institucional: las instituciones que tenemos son en parte responsables de la producción/creación de los pésimos resultados que venimos obteniendo (en términos de rendimiento, vitalidad democrática, cooperación política, etc.).

La gran pregunta que aparece, entonces, es si se puede hacer algo, y en todo caso qué, para tornar al sistema más democrático, más cooperativo, más dialógico. La respuesta es que sí, que pueden hacerse muchas cosas, que hay muchas “alternativas” institucionales disponibles (algunas más y otras menos ambiciosas). Recordemos lo siguiente, por caso: el sistema de “checks and balances” nació basado en un entramado de “town meetings” o “cabildos”, que era donde transcurría la vida política del día a día (democracia no era igual a elecciones periódicas). Las democracias constitucionales incluyeron, desde temprano, múltiples formas de intervención ciudadana en la vida diaria (a través de sistemas de jurados, de rotación en los cargos, de mandatos cortos, etc.) que fue lo que fascinó a Tocqueville o a Sarmiento, en sus viajes por América. Existen decenas de instrumentos que permiten la intervención ciudadana en el “mientras tanto” (desde revocatoria de mandatos; a formas de veto para minorías; o sistemas de consulta “previa, libre e informada”). La experiencia reciente de Asambleas Cívicas (en Irlanda, Canadá, Chile o Islandia) es más que positiva. Todo el constitucionalismo, desde hace 20 años, se encuentra virando hacia formas más “dialógicas” (cláusula del “no obstante” en Canadá; “meaningful engagement” en Sudáfrica; audiencias públicas en la justicia y en el Congreso; etc.). Es decir, no es inconcebible, sino perfectamente posible, contar con instituciones de otro tipo, que coloquen en su centro a formas de democracia basadas en la conversación pública. Otra cosa es que a la clase dirigente (política, empresarial, sindical), que se beneficia de este bloqueo a la intervención más cotidiana de la ciudadanía, le convenga promover tales cambios, que prometen quitarle poder y protagonismo.


21 ago 2023

Votar o conversar (una parte de la explicación de lo ocurrido)

 



https://www.clarin.com/opinion/votar-conversar_0_PORCf9hTd8.html

Votar o conversar

La reciente elección ha producido un resultado muy grave, que hoy por hoy augura una hecatombe: la que surge de combinar a un fanático de propuestas extremas, con estructuras (partidos políticos fuertes en control del Congreso, corporaciones y sindicatos no democráticos) capacitadas para bloquearle cada propuesta, y sacarlo de juego desde el primer minuto. Yo, como tantos, no he sido capaz de entender las condiciones sociales que produjeron este salvaje extremo por lo cual, en lo que sigue, intentaré decir algo sobre lo que entiendo mejor: las condiciones institucionales que lo hicieron posible.

Una primera explicación que propongo tiene que ver con el modo en que, con los años, hemos vaciado la democracia, hasta reducirla al mero voto periódico. La democracia, que algunos vinculamos con procedimientos de discusión inclusiva; que otros entienden como sinónimo de asambleas ciudadanas; y que otros más conciben como un denso entramado de frenos y controles, se ha ido equiparando a la mera idea de “sufragio regular”. De lo que parece tratarse es -simplemente- de votar cada tantos años: democracia como “elecciones” y no como aquello que ocurre fundamentalmente entre elecciones. De esta forma, el sistema institucional nos induce a buscar un “líder salvador”: ello así, porque “en el medio” (entre elecciones) institucionalmente no nos queda nada. Este penoso reduccionismo (democracia como voto) resulta tanto promovido por los sectores más conservadores, como avalado por la izquierda política. Parte del éxito del conservadurismo, de hecho, consiste en ello: haber vaciado a la democracia de instancias de intervención ciudadana, hasta reducir a la misma a aquello que ocurre cada tantos años. En el mientras tanto, la nada: todo el poder a los que gobiernan, y poca capacidad ciudadana (la nuestra) para controlar y corregir lo que los gobernantes hacen. Adviértase que éste mismo discurso fue central al kirchnerismo -finalmente, un proyecto políticamente conservador- durante todos estos años (“arme su propio partido y gáneme las próximas elecciones”). Para peor, el discurso desde la izquierda aparece alineado en torno al mismo eje. Efectivamente, para la izquierda política también la democracia terminó equiparada al voto periódico, sólo que, como la izquierda reclama “más democracia”, entonces pide “más voto” -más oportunidades para volver a votar. Otra vez, la democracia como elecciones, y no como lo que ocurre entre elecciones. Haber reducido la democracia a tan poco (votar sólo ocasionalmente, para los conservadores; sólo votar, pero muchas veces, para la izquierda) explica parte de nuestros dramas de hoy.

Menciono ahora otros dos problemas, que también nos ayudan a entender de qué modo el propio sistema institucional (reducido a su mínima expresión actual) “crea” o favorece la producción de resultados catastróficos como los recién alcanzados. Un primer problema tiene que ver con el modo en que nuestras actuales instituciones desalientan la conversación pública, dificultan nuestro derecho a pedir cambios, a controlar, a matizar, a discernir, a exigir “aquello no, pero esto sí, y lo de más allá también”. Dada nuestra imposibilidad institucional para matizar (para decir “sí esto, pero no aquello”), quedamos habitualmente forzados a apoyar lo que repudiamos, para tornar viable aquello que más deseamos (votamos un programa que no nos gusta, para que no gane tal otro candidato; apoyamos a un candidato que nos disgusta, para evitar que avance un programa alternativo, que repudiamos). Pura “extorsión electoral.”

Peor aún: este diseño institucional promueve resultados irracionales (“catastróficos”), al dificultar que “depuremos” -individual y colectivamente- nuestros reclamos al poder, a través de la conversación (laundering preferences). Para entender a qué me refiero, piénsese en una paradoja habitual, que prácticas colectivas como la de los juicios por jurados nos ayudan a ver. Sabemos que muchas personas, luego de un crimen horrendo, piden las peores venganzas frente al criminal (pena de muerte etc.), pero también que esas mismas personas adoptan posiciones parsimoniosas o moderadas, una vez que asumen su rol institucional como “jurados”. Ello es así, gracias a la presencia de un procedimiento formal -el del jurado- bien organizado: un procedimiento que exige escuchar a las distintas partes, leer las pruebas, mirar a los ojos al acusado, dar el nombre, etc. En definitiva: hay ciertos procedimientos equitativos (i.e., los de la conversación entre iguales) que contribuyen a que las personas refinen y moderen sus demandas; y hay otros procedimientos alternativos (los que favorecen el anonimato y piden respuestas urgentes y no conversadas), que alientan la agresión y las posiciones extremas (piénsese, por caso, en los niveles de violencia que inducen los procedimientos anónimos de las redes sociales). Algo similar ocurre con la democracia reducida al voto, esto es, la que desalienta la discusión con quienes piensan diferente; la que bloquea la introducción de matices, el planteo de dudas. La democracia, así reducida, termina convirtiéndose en co-responsable de la producción de los resultados irracionales que hoy padecemos y tememos. La democracia, así restringida, aparece entonces como un procedimiento que favorece la adopción de propuestas extremas y respuestas violentas. 



5 ago 2023

Modos de pensar el desencanto democrático



Publicado en Revista Ñ

acá: https://www.clarin.com/revista-enie/nadie-abstiene-vida-politica_0_hIURv3S14u.html

o, si no se accede, por acá:

En ocasiones desde la izquierda partidaria, como en otras desde la derecha, se busca encubrir el propio fracaso electoral, apelando a alguno de los tres “comodines” siguientes. A veces, se alude a la apatía política ciudadana; en otros casos, se apunta despectivamente al creciente sentimiento “anti-político” de las mayorías; y en otros más, se habla de la irracionalidad, confusión o estado de engaño en que viviría el electorado. Quisiera aprovechar este brevísimo espacio para sugerir mis dudas frente a tales alegaciones.

Comenzaría por plantear la pregunta de si la referida apatía política no encubre, en verdad, y de modo habitual, a su contrario, esto es decir, a una cierta “sabiduría colectiva”. Me refiero al saber político que se deriva de un duro aprendizaje histórico, moldeado a partir de frustraciones y violencias repetidas en el tiempo. El hecho es: la idea de la apatía política no sólo no se lleva bien con el dato (tan latinoamericano) de sociedades que se ponen de pie y movilizan, una y otra vez, en defensa de sus derechos más elementales (vivienda, salud, educación, etc.). De manera común, la alegación de la apatía política quiere negar que lo que la ciudadanía está haciendo, conscientemente, es decirle que no a (lo que bien percibe como) “sospechosas” invitaciones que recibe desde la clase dirigente (política, empresaria, sindical). En otros términos, ella rechaza muchos de los convites que recibe desde el poder, porque ha aprendido -a fuerza de desencantos- que se trata de convocatorias a banquetes que celebran y disfrutan otros. No hay indolencia, entonces, sino un rechazo activo frente a una dirigencia a la que percibe en falta.

En un sentido parecido, y por similares razones, el hecho de que, ocasionalmente, aumenten los índices de abstinencia electoral, o aún el rechazo explícito a las formas tradicionales de la política (“se han multiplicado las cifras del descontento hacia la democracia”), no merece ser leído, simplemente, como repudio a “la política” -esto es decir, como repudio a la posibilidad de gestionar en común los problemas públicos. Esta lectura peca, otra vez, por auto-complaciente (“el problema no es nuestro -de la dirigencia- sino de ellos -los ciudadanos”). Lo que ese rechazo parece expresar, nuevamente, es una razonable resistencia colectiva frente a una clase dirigente que ha “capturado” para sí las llaves de los recursos económicos y coercitivos -recursos que pertenecen a todos y que deben estar bajo el control de todos. El rechazo a la dirigencia política dominante no debe confundirse, entonces, con el rechazo de la vida política (politizada): bien puede implicar lo contrario, esto es decir, un afán de protagonismo ciudadano, frente a aquellos que se han apropiado de lo que pertenece a todos.

Finalmente, lo dicho hasta aquí nos permite dejar de lado, también, las comunes referencias a la irracionalidad o confusión del electorado -acusaciones que prestamente enarbolan, frente a un proceso electoral que presumen adverso, aquellos que no aparecen beneficiados por las preferencias mayoritarias (i.e., “es culpa de las fake news”). Resistir ese tipo de acusaciones no requiere, en absoluto, caer en el absurdo contrario (“el pueblo nunca se equivoca”; “la voz del pueblo es la voz de Dios”). Lo que se necesita, en cambio, es asumir una actitud más auto-crítica, menos auto-complaciente, y reconocer que los cambios o zigzagueos electorales de la ciudadanía se deben menos a su estado de desconcierto, que a su, a veces desesperado, intento por decir “algo” (tal vez, sólo un “no” frente a determinadas políticas o dirigentes), a partir de las muy pobres, escasas y poco efectivas herramientas de control político que se les han dejado.