5 ago 2023

Modos de pensar el desencanto democrático



Publicado en Revista Ñ

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En ocasiones desde la izquierda partidaria, como en otras desde la derecha, se busca encubrir el propio fracaso electoral, apelando a alguno de los tres “comodines” siguientes. A veces, se alude a la apatía política ciudadana; en otros casos, se apunta despectivamente al creciente sentimiento “anti-político” de las mayorías; y en otros más, se habla de la irracionalidad, confusión o estado de engaño en que viviría el electorado. Quisiera aprovechar este brevísimo espacio para sugerir mis dudas frente a tales alegaciones.

Comenzaría por plantear la pregunta de si la referida apatía política no encubre, en verdad, y de modo habitual, a su contrario, esto es decir, a una cierta “sabiduría colectiva”. Me refiero al saber político que se deriva de un duro aprendizaje histórico, moldeado a partir de frustraciones y violencias repetidas en el tiempo. El hecho es: la idea de la apatía política no sólo no se lleva bien con el dato (tan latinoamericano) de sociedades que se ponen de pie y movilizan, una y otra vez, en defensa de sus derechos más elementales (vivienda, salud, educación, etc.). De manera común, la alegación de la apatía política quiere negar que lo que la ciudadanía está haciendo, conscientemente, es decirle que no a (lo que bien percibe como) “sospechosas” invitaciones que recibe desde la clase dirigente (política, empresaria, sindical). En otros términos, ella rechaza muchos de los convites que recibe desde el poder, porque ha aprendido -a fuerza de desencantos- que se trata de convocatorias a banquetes que celebran y disfrutan otros. No hay indolencia, entonces, sino un rechazo activo frente a una dirigencia a la que percibe en falta.

En un sentido parecido, y por similares razones, el hecho de que, ocasionalmente, aumenten los índices de abstinencia electoral, o aún el rechazo explícito a las formas tradicionales de la política (“se han multiplicado las cifras del descontento hacia la democracia”), no merece ser leído, simplemente, como repudio a “la política” -esto es decir, como repudio a la posibilidad de gestionar en común los problemas públicos. Esta lectura peca, otra vez, por auto-complaciente (“el problema no es nuestro -de la dirigencia- sino de ellos -los ciudadanos”). Lo que ese rechazo parece expresar, nuevamente, es una razonable resistencia colectiva frente a una clase dirigente que ha “capturado” para sí las llaves de los recursos económicos y coercitivos -recursos que pertenecen a todos y que deben estar bajo el control de todos. El rechazo a la dirigencia política dominante no debe confundirse, entonces, con el rechazo de la vida política (politizada): bien puede implicar lo contrario, esto es decir, un afán de protagonismo ciudadano, frente a aquellos que se han apropiado de lo que pertenece a todos.

Finalmente, lo dicho hasta aquí nos permite dejar de lado, también, las comunes referencias a la irracionalidad o confusión del electorado -acusaciones que prestamente enarbolan, frente a un proceso electoral que presumen adverso, aquellos que no aparecen beneficiados por las preferencias mayoritarias (i.e., “es culpa de las fake news”). Resistir ese tipo de acusaciones no requiere, en absoluto, caer en el absurdo contrario (“el pueblo nunca se equivoca”; “la voz del pueblo es la voz de Dios”). Lo que se necesita, en cambio, es asumir una actitud más auto-crítica, menos auto-complaciente, y reconocer que los cambios o zigzagueos electorales de la ciudadanía se deben menos a su estado de desconcierto, que a su, a veces desesperado, intento por decir “algo” (tal vez, sólo un “no” frente a determinadas políticas o dirigentes), a partir de las muy pobres, escasas y poco efectivas herramientas de control político que se les han dejado.


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