20 oct 2024

Respuesta a Sergio Verdugo. Romper el pacto de lectura


Sobre el ideal regulativo de "El derecho como conversación entre iguales", y la práctica de los partidos políticos: Romper el pacto de lectura

(Este texto es una porción de mi "Respuesta a los críticos", que se publicará en "Rivista di Diritti Comparati", a partir del simposio que se organizara allí torno a mi libro The Law as a Conversation Among Equals, y que cuenta con las intervenciones de los amigos y colegas Rosalind Dixon, Tania Groppi, Gábor Halmai, y Sergio Verdugo)

Sergio Verdugo es un ilustrado colega, con quien venimos discutiendo -y desacordando, a veces- desde hace años. Me unen con él muchísimos intereses comunes, algo que advertí, de manera especial, a partir del entusiasmo y las muchas dudas que ambos mostramos, frente al reciente proceso constitucional en Chile. Según entiendo, su mirada sobre mi emprendimiento teórico en general, y sobre El derecho como una conversación entre iguales, en particular, ha sido, habitualmente, escéptica. Así lo confiesa y reafirma, desde el título, en el texto que escribió sobre el libro, y que ahora comento. En lo que sigue, quisiera realizar algunas precisiones frente a su trabajo, con el secreto ánimo de conmover, en algo, su escepticismo.

Según entiendo, el análisis de Sergio es fundamentalmente errado, por partir de un malentendido serio en cuanto a la naturaleza y los fundamentos de mi proyecto. Conforme a su análisis, el corazón de mi trabajo tiene que ver con la creación de un “ideal normativo” novedoso, a partir del cual derivo luego mis prescripciones sobre la práctica (p.7). Críticamente, él considera que en mi trabajo me muestro “desinteresado” en hacer cualquier esfuerzo por “reparar el barco” que se encuentra dañado -el sistema representativo, los partidos políticos- por lo cual opto (algo irresponsablemente) por “abandonar el mismo y construir uno nuevo”. La tarea en la que, a partir de allí, me involucro implica, según él señala, “desmantelar las instituciones existentes que se han convertido en cruciales para la democracia” para reemplazarlas por otras nuevas, lo cual -concluye- “no es un reclamo moderado”, o uno que merezca ser sostenido (p. 14).

El núcleo de ideas que acabo de transcribir, que describe la visión esencial de Sergio sobre mi proyecto, revela la base principal de su yerro. La cuestión es la siguiente: mi proyecto se parece muy poco al que Sergio describe. Ante todo: la crisis radical que afecta al sistema representativo, y el irreversible deterioro que sufren los partidos políticos no aparecen, en mi texto, como conjeturas o descripciones algo imprecisas, sino como supuestos. Subrayo: se trata de los supuestos sobre los que se asienta mi libro. Puedo estar empíricamente equivocado, o no, en mi análisis sobre la cuestión (el estado de nuestras democracias), pero se trata de puntos de partida que, en mi trabajo, simplemente, tomo como dados.  Luego, y a partir de dichas asunciones, comienzo mi estudio sobre algunas de las causas probables de tales cuestiones; sus preocupantes implicaciones institucionales; y algunas formas imaginables de hacerles frente. 

Obviamente, la tarea de erigir nuestro trabajo sobre ciertos supuestos y fundamentos inicialmente definidos, no resulta extraña, sino muy común, en la reflexión académica. Se trata de una operación usual entre quienes nos dedicamos al análisis de la vida pública y sus instituciones. Dado el alcance siempre limitado de nuestros emprendimientos (por razones de tiempo, espacio, conocimientos, intereses), solemos insertar nuestra labor teórica dentro de ciertos marcos predefinidos, que invitamos a nuestros lectores a tomar como dados. No hace falta mucho esfuerzo para dar cuenta de la habitualidad e importancia de tales ejercicios: Jean Jacques Rousseau tomó como punto de partida de su trabajo a ciertos rasgos propios de la naturaleza humana, mientras que Thomas Hobbes tendió a asumir, para el suyo, los rasgos contrarios. John Locke, por su parte, presumió la existencia de un cierto contrato social; mientras que David Hume consideró como elementos dados, para su análisis social, el hecho de la escasez y ciertas disposiciones humanas. De manera similar, John Rawls tomó como base dada, para su estudio sobre la “teoría de la justicia,” la existencia de una sociedad bien ordenada; etc. En tal sentido, cuando leemos a autores como los citados -entre tantos otros- lo hacemos aceptando, al menos provisionalmente, los puntos de partida que ellos nos proponen. Luego, y a partir de allí, nos internamos en el análisis crítico o reconstructivo que ellos nos ofrecen.  

Por lo tanto, leemos mal a Rawls, por ejemplo, si descartamos de entrada el valor de la teoría de la justicia, diciendo “la sociedad bien ordenada, en verdad, no existe”; o desmerecemos el trabajo de Rousseau, a partir de nuestro convencimiento de que “nadie firmó nunca ningún contrato social”. Reaccionando así, habremos malentendido a tales autores, y roto también el pacto de lectura que -legítimamente- ellos nos proponen. En sentido similar, yo le diría a Sergio que su crítica a mi libro también parte de romper el pacto de lectura que propongo en mi libro. Yo no “abandono” el barco del sistema representativo existente, mostrando un completo “desinterés” por repararlo; o por la ansiedad de correr hacia un mundo alternativo, más en línea con mis preferencias teóricas o ideológicas. Entiendo mi proyecto de modo muy diferente: en mi libro, supongo la existencia de una situación institucional trágica, cual es la crisis radical e irreparable del sistema institucional, y frente a ella me pregunto -con preocupación, angustia, escepticismo y dudas- qué alternativa institucional puede resultar aceptable y asequible; y luego busco argumentos para fundar tal alternativa.

El grueso de los comentarios de Sergio, según entiendo, tienen como fuente un malentendido como el señalado. Por tanto y, por ejemplo, cuando Sergio sugiere que en mi libro, esencialmente, construyo un “ideal regulativo” para luego, y desde ahí, disparar prescripciones institucionales, no puedo, sino, tomarme la cabeza. No es así (irresponsablemente) como concibo y practico la actividad académica. Lo que me interesa otra cosa: pretendo explorar alternativas institucionales, frente a la “angustia democrática” que me genera el contexto de debacle institucional en el que vivo -una debacle que arrastra a mi familia, a mis amigos, y a una mayoría de mis compatriotas. A eso dedico mi actividad académica, y ese propósito es el que le otorga sentido a lo que hago. No practico la academia como deporte.

Es solo allí -una vez ubicado el contexto y definida la gravedad de la crisis democrática dentro de la cual inserto mi estudio- cuando cobra importancia, para mi proyecto, definir un cierto “ideal regulativo” (en mi caso, el de la “conversación entre iguales”). Mi expectativa es que dicho ideal (me) ayude a precisar la dirección posible de una respuesta institucional, frente a la crisis. Tal ideal regulativo no aparece, entonces, como un deux ex machina, como un invento que cae desde el cielo, con la pretensión de “arrasar con todo” lo existente. Muy por el contrario (y lamento que parezca necesario aclararlo): no forma parte de mi proyecto, como sugiere Sergio, ni terminar con “lo establecido”; ni emprender un ciego “ataque contra los regímenes multipartidarios competitivos” (p.2); ni “descuidar o deliberadamente rechazar los beneficios de la competencia política” (p. 10); ni “abandonar (el barco) en favor de mecanismos experimentales de los cuales todavía sabemos muy poco” (p. 22). Es decir, no me interesa atacar nada, ni destruir nada, ni abandonar nada: lo que busco es -asumiendo la presencia de tales males- pensar y fundar algunas respuestas institucionales posibles.

En tal sentido, motiva mi trabajo teórico el convencimiento de que muchas de las “fallas” institucionales que se han producido en nuestro tiempo (muy en particular, pero no sólo, en las Américas) tienen que ver con yerros en el diagnóstico, y yerros, también, en las respuestas que ofrecemos frente a las crisis. Según entiendo, tendemos a responder a los problemas que enfrentamos, a partir de prejuicios o impulsos intuitivos, apoyados, en el mejor de los casos, en los ejemplos de derecho comparado que tenemos más a mano. Mi propuesta, al respecto, es diferente (muy marcada por el trabajo de Carlos Nino, y la tradición de la filosofía política -igualitaria- en la que él se encontraba inscripto), y consiste en ordenar y examinar críticamente diversas alternativas institucionales, conforme a ciertos ideales regulativos que procuro justificar en primer término  (en el caso de Nino, el ideal de la democracia deliberativa resultó crucial, para explicar y pensar el diseño del Juicio a las Juntas militares, en la Argentina; o la reforma constitucional en la que él trabajara). 

Desde ya, los supuestos que tomamos como dados, para nuestra labor teórica, también pueden resultar, en última instancia, cuestionados. No cabe duda de ello: podemos impugnar el sentido de tomar como supuesto un “contrato social”, o proponer -contra Rawls- que la “teoría de la justicia” resulte testeada en contextos “no ideales” (como el de la “sociedad bien ordenada”). Sin embargo, este tipo de ejercicios de la crítica académica resultan por completo legítimos y, a la vez, diferentes del que describiéramos más arriba. Ocurre que, ahora, partimos de reconocer el perfecto derecho del autor del caso, a ofrecernos un análisis particular, enmarcado en los supuestos que ha considerado apropiado. En otros términos, resulta completamente válido cuestionar -también, y en última instancia- los supuestos de los que un cierto autor parte: lo que no puede hacerse es atacar a esos supuestos, como si no lo fueran, o fueran otra cosa, distinta de “hipótesis de trabajo”.

De entre los supuestos de mi propio trabajo yo destacaría, en particular, dos de ellos: i) la crisis radical que afecta al sistema representativo; y ii) la irremediable decadencia que sacude a los partidos políticos. Se trata, según entiendo, de fenómenos vinculados entre sí, y que encuentran un robusto apoyo en la práctica que nos rodea. Sobre el primero de tales supuestos -la crisis de representación- señalo, en el comienzo de mi libro, que la “sociología política” a partir de la cual se pensaron y diseñaron las constituciones de nuestros países, ha cambiado radicalmente, y ofrezco algunas sugerencias al respecto (qué es lo que explica semejante cambio, y sus preocupantes consecuencias). Nuestros antecesores pudieron imaginar una Constitución capaz de garantizar la “completa” representación de una sociedad que entendían formada por pocos grupos, internamente homogéneos (la nobleza, los grandes propietarios, etc.). Dicha “pintura de la sociedad” resulta insostenible, en nuestro tiempo, en el marco de sociedades fundamentalmente multiculturales y heterogéneas. De allí la virtual imposibilidad de conseguir, institucionalmente, lo que antes se entendía posible: la “representación completa” de esa diversidad. 

El mal señalado termina arrastrando, según entiendo, a los partidos políticos. Tal vez, y por ejemplo, a mediados del siglo XX, tuvo sentido pensar que el Partido Laborista, o el Partido Obrero, o el Partido Socialista, iba a defender los intereses de una parte significativa, tal vez mayoritaria, de la sociedad: esperablemente, los representantes obreros sabrían cuidar los intereses (homogéneos) de los trabajadores (y así, de una porción significativa de la sociedad). Lo mismo el Partido Conservador en relación con los intereses de la “nobleza”; o el Partido Liberal con los intereses de la alta burguesía. Hoy, esperablemente, los partidos políticos, y por razones como las señaladas (la diversidad, heterogeneidad, mutabilidad de los intereses sociales) van a mostrar una dificultad radical en representar a porciones significativas de la sociedad -y, sobre todo, mantener en el tiempo esa representación.

En tal sentido, el análisis que ofrece Sergio Verdugo sobre las instituciones de nuestro tiempo (y los partidos políticos, en particular) me resulta fundamentalmente errado. Sin dudas, pueden existir cantidad de buenos argumentos para justificar la existencia de los partidos políticos. Sergio menciona a varios de ellos: los partidos políticos podrán ser “jugadores repetidos;” ellos podrán filtrar y acomodar intereses; ellos podrán proveernos de experiencia; ellos podrían ofrecernos análisis expertos; etc., etc. (p. 3). Otra cosa es, sin embargo, que tengamos razones para encontrar tales expectativas verificadas en la práctica política de nuestro tiempo. En tal sentido, sus afirmaciones suenan tan problemáticas como las que pudiera haber hecho algún autor, varias décadas atrás, en defensa del “buen monarca”. Ese autor podría defender la importancia de contar con un buen monarca, sosteniendo que el mismo podría “ofrecer un sentido de unidad”; “vincularnos a las tradiciones e historia de nuestro país”; “llevar el sentido de responsabilidad sobre sus espaldas”. Sin embargo -deberíamos decirle a ese autor de décadas atrás, como a Sergio hoy- que lo que nos ofrece son meras expresiones de deseos (o posturas normativizadas, como reconoce el propio Sergio, p. 12), vinculadas con una historia ideal o superada, que no tenemos razones para pensar que volverá a repetirse, en las nuevas condiciones de nuestro tiempo.

Resulta de particular interés, en este sentido, tomar al ejemplo del proceso constituyente chileno, que utiliza Sergio, como caso para testear la fortaleza de sus afirmaciones (Issacharoff & Verdugo 2023; Verdugo & Prieto 2023). Para Verdugo, una de las grandes falencias del primer proceso constituyente chileno (que termina con un rechazo, en plebiscito, en el 2022) tuvo que ver con la abundante presencia de “candidatos independientes” y -correlativamente- con la debilidad y escaso lugar que en tal proceso se reservara para los partidos políticos tradicionales. Ahora bien, debiera resultar obvio, a esta altura, que la radical debilidad y falta de peso que mostraron los partidos políticos, en ese entonces, tuvo mucho menos que ver con la torpeza del diseño institucional impulsado por algunos, que con condiciones políticas y sociales insoslayables: los partidos políticos (en especial los de la derecha) ganaron poco espacio y peso, en las discusiones constitucionales inauguradas entonces, en razón del profundo descrédito que padecían, lo cual obligó (en pos de la legitimidad del proceso constituyente puesto en marcha) a buscar respaldo democrático más allá de los partidos, y más en sintonía con las demandas participativas de una sociedad entonces excepcionalmente movilizada. Este tipo de condiciones son las que, en mi libro, aparecen como supuestas: una extrema fragmentación de intereses; un extendido hastío social; una crisis radical en los partidos políticos. Quiero decir: el caso práctico, reciente, que más nos ha interesado a Sergio y a mí -el de Chile y su proceso constituyente- ayuda a verificar, antes que a refutar, los supuestos de mi trabajo, a la vez que hacen un llamado a que Sergio revise algunos de los suyos. En Chile, en efecto, los partidos políticos no mostraron su capacidad para aglutinar, procesar y filtrar intereses; ni supieron transmitir su saber experto; ni fueron capaces de contribuir al debate público con su experiencia: ellos resultaron radicalmente repudiados por la vasta mayoría de la sociedad que -de modo absolutamente razonable- reconoció que tales entidades eran incapaces de garantizar cualquiera de esas virtudes prometidas.

Lo dicho resulta, reforzado (antes que moderado), cuando prestamos atención al segundo proceso constituyente chileno (el Proceso Constitucional 2023), surgido con posterioridad al pronto fracaso del primero. Ese segundo proceso se propuso, en efecto, “reparar” los errores y omisiones del primero, procurando (contra lo ocurrido en aquella primera ocasión) dar un lugar central a partidos políticos y comisiones de expertos (muy en línea con las búsquedas de Sergio). Sin embargo, debe notarse, el resultado obtenido no fue -como alguno pudo esperar- el éxito de una operación (que ahora sí, supuestamente) ofrecía una respuesta “responsable” o “adulta”, sino un nuevo y estrepitoso fracaso. Así, emprendimiento del 2023 terminó por descuidar o dejar de lado una reflexión más comprometida sobre los requisitos que podían ser necesarios para dotar de legitimidad democrática al proceso que entonces se inauguraba. Una vez más, y según entiendo, los resultados fallidos de estos procesos no refutan ni afectan, sino que por el contrario refuerzan, los supuestos que tomo como dados en mi trabajo (la radical crisis de los partidos políticos, el hastío social, etc.). En cambio, creo que tales resultados (y, en particular, el fracaso de este segundo proceso) pone en cuestión -contra Sergio- el peso que debe otorgarse a partidos políticos y expertos, en eventos fuertemente necesitados de legitimidad democrática, como el relacionado con un proceso constituyente.

Un último punto que quiero mencionar se relaciona con el tipo de “alternativas institucionales” que comienzo a examinar en el final mi escrito: las “asambleas ciudadanas”. Siempre he mantenido un “optimismo escéptico” frente a las asambleas, y así lo he señalado cada vez que he reflexionado sobre las mismas -también, obviamente, en The Law as a Conversation (cap. 19). Según entiendo, en el marco de la catástrofe institucional en el que nos encontramos, tales asambleas nos ofrecen un material de estudio de enorme interés, que incluyen algunas notas esperanzadoras, según diré. Sin embargo, obviamente, no creo que alguno de los procesos asamblearios existentes, haya sido capaz de reflejar “perfectamente” “los ideales de la conversación entre iguales”. Sí me ha interesado, en cambio, llamar la atención sobre el sentido y valor de tales asambleas, y el lugar de interés que ellas pueden ocupar dentro de un “continuo” (en particular, en relación con el pobre lugar que pueden ocupar hoy nuestras instituciones representativas, dentro de dicha escala). En tal sentido, pensar en el valor de las asambleas de ninguna manera significa entender a las mismas como soluciones óptimas; como respuesta para todos nuestros problemas institucionales; y, sobre todo, como solución única capaz de desplazar cualquier interés por cualquier otro tipo de alternativas (como si, por ejemplo, en el libro no defendiera ciertas formas de la judicial review; o ciertos modos de la separación de poderes -tal como sugiere Sergio en su comentario). Lo que en mi libro destaco, sobre el sentido y valor de las asambleas (por caso, en el capítulo 19 de mi libro), es que el funcionamiento efectivo de las mismas nos ayuda a desmentir cantidad de prejuicios y presupuestos errados, muy comunes en nuestro tiempo, en relación con la racionalidad política de la ciudadanía, o la importancia y posibilidad del debate público sobre cuestiones de derechos (pienso, por caso, en prejuicios relacionados con la incapacidad de la ciudadanía para informarse sobre, o entender, temas complejos; prejuicios conforme a los cuales la ciudadanía no va a motivarse para intervenir en discusiones públicas relevantes; prejuicios acerca de la imposibilidad/impertinencia de abrir la discusión  sobre “derechos fundamentales” al debate democrático, etc.). Ése es, para mí, el principal aporte de asambleas, y el que más valoro en mi trabajo. Sergio se equivoca, por tanto, al dedicar tanto tiempo y espacio a criticar el funcionamiento efectivo de las asambleas ciudadanas (toda la sección 6 de su escrito). Dicha crítica resulta irrelevante, en el contexto de mi libro, ya que mi propósito no fue nunca el de mostrar la infalibilidad, o la perfección, o el incondicional atractivo de las mismas. Mucho menos que eso, mi propósito en cuanto a las asambleas fue en extremo modesto: lo que me interesó fue subrayar, simplemente, que la experiencia ya acumulada en torno a las asambleas nos ayuda a pensar, y a revisar críticamente, prejuicios y juicios errados, que las propias ciencias sociales han contribuido a instalar, en torno a las posibilidades reales de una conversación entre iguales. 


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