26 oct 2013

La influencia de Nino

Publicado hoy en Revista Ñ, acá


Siempre leo y escucho con mucha atención las aportaciones de Diana Maffía, que combinan inevitablemente inteligencia, dulzura y verdad. Con eso basta: no es necesario nada más. Se trata de una fórmula imbatible. En este caso, el texto de Diana se refería a quien fuera mi maestro durante una década aproximadamente, Carlos Nino.

La influencia de Nino fue decisiva para la vida de todos quienes trabajamos con él. No sólo por el nivel excepcional –al menos, en el mundo de habla hispana- de sus trabajos académicos, sino por esa mezcla notable que representó entre vida pública y compromiso político. Fue de los mejores ejemplos que tuvimos de aquello que se ha dado en llamar un intelectual público.

Pensando en él quisiera destacar el modo en que las discusiones que promovía en el mítico “seminario de los viernes” (que se llevaba a cabo en el Instituto Gioja de la Facultad de Derecho) aparecieron siempre en relación con la realidad difícil que nos rodeaba, en esos tiempos de post-dictadura y transición democrática.

Las sesiones del Gioja discurrían en torno a artículos y libros que Nino traía de sus viajes anuales al exterior (él daba clase en varias Universidades extranjeras), que nosotros (sus estudiantes y colaboradores) esperábamos sedientos de ansia en tiempos de pocos viajes y un mundo sin internet. Los debates comenzaban de modo mágico, con Nino resumiendo en media hora el texto a leer (el texto quedaba entonces mucho mejor que en su versión original), y luego se abría a la discusión, en la que podía participar absolutamente cualquiera que tuviera algo que decir: se tratara de un profesor diplomado o un alumno de primer año, que había visto luz al pasar y se animaba a entrar en la sesión de debate.

Qué leímos y aprendimos en esos años? A través del estudio de la filosofía  contractualista de John Rawls supimos, por caso, que la política debía pensarse desde “el punto de vista de los más desfavorecidos”, y que era injusto que la vida de las personas dependiera de “hechos moralmente arbitrarios” (su color de piel, su etnia, la clase social en la que había nacido, sus talentos y capacidades naturales).  Aprendimos, leyendo a Jon Elster, sobre la “subversión de la racionalidad”, en momentos en que los economistas nos hablaban de “actores racionales.” Aprendimos también sobre teoría democrática, y desde allí entendimos que las normas no podían reclamar “validez” a partir de su mera “vigencia,” o por el mero hecho de contar con el respaldo de la fuerza. Las normas, para ser válidas, debían ser el resultado de una discusión entre iguales, y en la medida en que no lo fueran –y cuanto menos lo fueran- perdían valor democrático (esta línea de argumentación sería decisiva, más tarde, y en buena medida por la influencia de Nino, para la derogación de la “ley de autoamnistía” que había dictado el general Bignone).  

A partir de aquellos estudios comenzamos a reconocer el sentido de la deliberación pública; aprendimos que democracia era mucho más que votar; que para hacer leyes (válidas) no bastaba, meramente con que unas cuantas personas electas popularmente alzaran la mano al mismo tiempo; aprendimos que la participación política tenía un valor y un sentido que no eran meramente simbólicos o expresivos: aprendimos que la participación política no era un hecho meramente deseable, sino directamente una condición de la validez de las leyes dictadas. Por eso, también, desconfiamos de la ciencia política “realista” que le otorgaba el honorífico título de “democrática” a cualquier sociedad en donde se votara y se respetaran a grandes rasgos algún manojo de derechos básicos.

Luego el igualitarismo. Todos los que trabajamos largo tiempo con Nino terminamos comprometidos con el igualitarismo político que conocimos leyendo a Ronald Dworkin o a Gerald Cohen. Vimos, entonces, de qué modo esa postura igualitaria era consistente con una teoría de la justicia como la de Rawls; a la vez que aparecía como precondición de la teoría democrática que pregonábamos. Cuál era el sentido, sino, de pensar en actores comprometidos con la deliberación, si ellos no tenían lo suficiente siquiera para subsistir? Cómo podíamos defender la centralidad del diálogo público, si no contábamos con ciudadanos que estuvieran de pie por sí mismos, en condiciones vitales, sanitarias, motivacionales, apropiadas, que los ayudaran e inspiraran a entrar en política?

Estudiamos con cuidado la teoría consensualista de la pena elaborada por el propio Nino -una teoría enmarcada por principios básicos de justicia- y con ella empezamos a imaginar cuáles eran las formas de reproche que correspondían para quienes había actuado en violación grave de los derechos de los demás. Fueron este tipo de lecturas las que nos ayudaron a pensar y concebir el derecho como un medio por el cual aún el más poderoso podía verse en la obligación de sentarse en el banquillo de los acusados, como uno más, como cualquiera de todos nosotros.

Y finalmente, y sobre todo (al menos éste fue mi caso) estudiamos Ética y derechos humanos, un libro que resumió como ninguno de sus otros trabajos, lo mejor de las reflexiones de Nino sobre derecho, moral y política. Escrita en torno al principio de la autonomía personal, esta obra nos proveyó de defensas firmes contra las corrientes perfeccionistas y autoritarias tan comunes en el mundo académico, tan habituales en la historia constitucional latinoamericana, y tan propias de la vida política argentina. Desde entonces, nunca volvimos a discutir de la misma manera temas como los vinculados con la igualdad de género, los derechos de los homosexuales, o la defensa de las minorías culturales.

Se trataba, en definitiva, de un cuerpo teórico robusto, consistente, con partes que parecían articularse sólidamente unas con otras, piezas que encajaban entre sí de modo casi perfecto. Porque defendíamos la igual dignidad de las personas y la autonomía personal, rechazábamos el perfeccionismo moral y el elitismo político. Desde allí montábamos una defensa particular de la democracia, basada en la confianza sobre las capacidades de la ciudadanía y la discusión pública. A la vez, la teoría democrática que propiciábamos demandaba precondiciones sociales muy exigentes, que nos llevaban a pensar en teorías de justicia distributiva también robustas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Roberto:

Gracias por la información sobre Nino. Me parece que en la actualidad no tiene mucha presencia en los programas de Ética o de Filosofía política y por eso muchos no conocemos su importancia y su influencia.

Ramiro

Anónimo dijo...

Hermoso. Creo que donde esté, estará orgulloso de su discípulo y amigo, que continúa tan digna y admirablemente esa conducta de compromiso, rigurosidad y amor por su trabajo. No hay duda de que ese legado de intelectual público continúa en vos, y lo agradecemos tanto.
C.

Anónimo dijo...

Muy lindo el libro "la grieta" en el cual escribís. Interesante reflexionar sobre qué nos pasó institucionalmente desde el 2001 para acá.

Desocupado mental en la era del blog dijo...

Yo estoy estudiando derecho (recién en el primer año), y me compré algún libro de Nino. Lamentablemente los parciales no me dejan leer mucho "por placer/interés". Lo tengo pendiente, ya llegará el momento de profundizar en sus ideas. Sí he leído su debate con Zaffaroni y me pareció muy bueno (aunque a mí me atrae más leer a Zaffaroni).

Addenda: estaría bueno que pongas los signos de pregunta al principio además de al final, porque el castellano no se lee como el inglés. En inglés uno se da cuenta, ni bien comienza la oración, que es interrogativa y no afirmativa.