31 oct 2022

XV. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Finale: Italia-Conmoción



Italia conmoción

Sabía que iba a pasarme. 

Quería negarlo, pero lo sabía. 

Es que, no se trata de que Italia me guste, la valore, o me interese. 

Italia me derrumba, me revoluciona la sangre, me atraviesa.

Italia me saca de mi, me emociona hasta dejarme sin fuerzas. 

Italia en su desorden, el caos, aún sus mentiras. 

Italia que se pudre por dentro, Italia que está perdida. 

Italia, que es dura con quien considera extraños

Italia, que puede ser altanera y agresiva. 

Italia, que en ocasiones repudio, lamento o con la mano en alto enfrento. 

Italia, que me enturbia el ánimo, que me indigna. 

Sí, todo eso. 

Pero a Italia la amo hasta no saberlo, hasta pedirle disculpas por amarla tanto. 

Demasiado tal vez: hasta no poder llorar más, hasta decirle basta ya de todo esto.

Por mi infancia, por mis ancestros, por los recuerdos de un tiempo de olivos y pan, un tiempo que supo ser bueno. 

Por su historia, que llega al principio y va hasta al final de los días. Por ese pasado, que es también el mío. 

Italia se escabulle en mí. Como el agua entre las paredes, se va deslizando hasta llegar a mis cimientos (ahora son arrasados, ahora dejo que cedan). Luego, me reconoce quizás, me abraza el pecho y me conmociona, así como ahora, por dentro: hasta hacerme por completo suyo, hasta hacerse enteramente mía. 

*** 




Imágenes de soledad, cuando el día parpadea (y luego se duerme). Un africano primero, luego una jovencísima rumana, con la mano extendida, diciéndome “capo”. El portero del hotel, solo, usando internet en su escritorio, en la medianoche del fin de semana. Una camarera que fuma, la mirada perdida en el horizonte, olvidándose momentáneamente de sus clientes. Los taxis uno detrás del otro, frente a la estación de autobuses, los conductores durmiendo, ordenados en fila, la cabeza contra el volante. Dos paquistaníes, en una plaza menor, a las 5 de la mañana, leyendo sus celulares. Las baldosas flojas con las que nos tropezamos todos, apenas nos bajamos del tren. Una joven robusta, en minifalda, volviendo a un departamento deshabitado, muy tarde en la noche del sábado (detrás otra igual, y todavía una tercera). Una calle comercial, paralela a la principal, negocios alineados, locales vacíos, los vendedores fuera, esperando. La Iglesia activando su plan de domingo: “Pietá and co.” El empleado de una tabaquería 24 horas, en la madrugada, esperando que llegue la hora que le permita irse. Un negro reluciente, perfectamente ubicado entre la recepción y el florero de ingreso. Una joven alta, delgadísima, que supo ser hermosa, durmiendo de pie, al sol, contra una columna (tiene los ojos cerrados, la luz es blanca, y la oscuridad que le ingresa lenta, por las venas). La ciudad es una máquina que en cada latido va arrojando a la calle turistas, en serie, y no hay uno solo con quien quiera sentarse a conversar.







***
Perdetevi a Bologna! Un grupo mixto de amigos, quinceañeros, muy tranquilos y hermosos, van llegando a Bologna, en el mismo tren en el que me encuentro. Una maestra que los ve así, tan rozagantes, tan lindos, tan compañeros entre ellos, les pregunta adónde van. Cuando se entera, enseguida los entusiasma: “Bologna, citta del quore”, los incita. “Girate, perdetevi, perdetevi!”: Piérdanse por ahí, les ordena. Les dice también que es la ciudad de Dalla. “Lucio Dalla, un cantante degli anni 60” -les aclara. “Eh, sí” -responde uno de los chicos, que lo conoce mejor que ella, y se pone a cantarlo un poco. La maestra se suma y lo acompaña en el canto: 
“Lungo l'autostrada da lontano ti vedró. ...Bologna, ogni strada c'è una buca. Per prima cosa mangio una pizza da Altero. C'è un barista buffo, un tipo nero. Bologna, sai mi sei mancata un casino”. 

***


Bologna, te digo un secreto. (Shh, vieni qua, vieni qua con me, ancora piu vicino). Bologna, te digo un secreto, pero no le digas a nadie. Un día (si lo puedo decir así, si no te ofende): un día serás mía, Bologna. Un día, Bologna, lo sé, un día estaremos juntos.






El mar de Paolo Conte, que a la noche se sigue moviendo.
Para cuando termine la estadía en Firenze, que todavía no empezó, queda un premio mayor, que no se si será el único, pero sí se el que es el que más me importa: ir a escucharlo a Paolo Conte. Si todo va bien, cuando lo haga habré cumplido al menos una, de la veintena de razones que puedo encontrar para seguir intentando. Quiero verlo a Conte; quiero escucharlo, en particular, cantando Genova per noi; quiero estar ahí cuando diga, frunciendo la nariz, “Ma quella faccia un po' così. Quell'espressione un po' così che abbiamo noi”. Pero quiero -sobre todo- que repita -me repita- por milésima vez, no importa, lo del mar. Sí. Qué miedo nos da, el mar oscuro, ese mar oscuro que nos asusta tanto, que se mueve también de noche, que no se queda quieto nunca (“ma che paura che ci fa quel mare scuro, che si muove anche di notte, non sta fermo mai”). Entonces ya podré irme, darme por satisfecho: todo lo hecho hasta entonces, todo lo que hizo posible que llegara hasta ahí, habrá valido la pena, todo habrá ganado el sentido que hoy, tal vez, no tenga.

***
Si me cantas Luna Rossa, Murolo. Creo que es la única canción que me animaría a cantar. Pero eso sí, que venga Murolo y la cantamos juntos. Empiezo yo: “Tante e cchiù sigarette aggio appicciato...Tanta tazze 'e café mme só' bevuto...”

Vaco distrattamente abbandunato...
Ll'uocchie sott"o cappiello annascunnute,
Mane 'int"a sacca e bávero aizato...
Vaco siscanno e stelle ca só' asciute...
E 'a luna rossa mme parla 'e te,
Io lle domando si aspiette a me,
E mme risponne: "Si 'o vvuó' sapé,
Ccá nun ce sta nisciuna..."
E i' chiammo 'o nomme pe' te vedé,
Ma, tutt"a gente ca parla 'e te,
Risponne: "E' tarde che vuó' sapé?!
Ccá nun ce sta nisciuna!..."
Luna rossa,
Chi mme sarrá sincera?
Luna rossa,
Se n'è ghiuta ll'ata sera
Senza mme vedé...
E io dico ancora ch'aspetta a me,
For"o barcone stanott'ê ttre,
E prega 'e Sante pe' mme vedé...
Ma nun ce sta nisciuna...
Mille e cchiù appuntamente aggio tenuto...
Tante e cchiù sigarette aggio appicciato...
Tanta tazze 'e café mme só' bevuto...
Mille vucchelle amare aggio vasato...
E 'a luna rossa mme parla 'e te

(198) Luna Rossa-Murolo.wmv - YouTube 


***



El leopardo de Borges, y la stanza de Dante. Ah, el final. Final que es el comienzo. Termino acá mi viaje, porque es cuando comienza mi estadía. Termino en Firenze, donde viviré este tiempo, alquilando un cuarto en una casa donde viviera Dante Alighieri. Desde Buenos Aires me traje, por eso, este recorte, para llevarlo conmigo, para traerlo. Ahí figura un escrito de Borges -un relato que, en los últimos años, se ha convertido en mi preferido. El relato es éste que sigue, y trata sobre Dante, Borges, y el leopardo. Dice así (y con él, el final de todo esto).

Inferno, I, 32, Desde el crepúsculo del día hasta la el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del siglo XIX, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro, hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con hojas secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad, y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: “Vives y morirás en prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema.” Dios, en el sueño, iluminó la rudeza del animal y éste comprendió las razones y aceptó ese destino, pero sólo hubo en el él, cuando despertó, una oscura resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera. 

Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres.”













XIV. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Torino, donde todo comienza


Torino, donde todo comienza. La alegría (que es también conmoción, según diré) de este reencuentro con Italia, llega a través de Torino, que es por donde ingreso esta vez, por autobús, desde Grenoble-Francia. A partir de Torino, puede decirse entonces, comienza todo. Ciudad arquetípica del Piamonte, sus habitantes reivindican ese perfil tan propio, tan del norte italiano: cierta austeridad, cierta elegancia, cierta seriedad, cierta cerrazón, cierta frialdad, cierto racismo. Debo decir, también, que hay demasiado de lo bueno por esta zona. Algún amigo la llama capital cultural, otro la cuna del helado (Marchetti, Grom...); también origen del chocolate (Venchi), o donde nace la gianduia (Gianduiotto), o la ciudad de los cafés más bonitos (Mulassano, Fiorio, Baratti, Elena, Torino: preciosísimos, joyerías del café, todas distintas)...Y ya que estamos, también, ciudad que crea el café Bicerin, el vitel toné, el Bonet, los agnolottis, la Bagna Cauda. Y si a alguien le interesa saberlo, Torino es la inventora del Sambayón (prefiero no hablar del sambayón al marsala que sirven, caliente, en Fiorio o en Marchetti). Para que quede claro: todo vendría a indicar que mucho de lo bueno que hay en el mundo empezó en Torino, que aparentemente ese comienzo estaría relacionado con el Ducado de Saboya y -conforme parece- todavía seguiría por acá, pero sólo en sus mejores versiones.







Gramsci: Lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer.1 En mis primeros años en el “Grupo Nino”, el fraternal amico Robertino dM me llamaba “Gramsci,” por mi afición al filósofo marxista italiano (marxista que, en buena medida, renovó a la izquierda europea por su enfoque, más que dirigido a la economía o a la política, centrado sobre la cultura, la construcción de consensos, la hegemonía. Por ello, se lo considera antecedente fundamental en la construcción del eurocomunismo europeo, alejado de las formas más ortodoxas del marxismo). En esos años iniciales de mi formación, cuando yo terminaba de estudiar Sociología (donde Gramsci tenía su lugar), tuve la suerte de completar un maravilloso seminario sobre el filósofo italiano, dictado en el subsuelo de la librería Gandhi (que entonces llevaba el negro Tula -con perdón del Inadi- en la calle Montevideo). Lo maravilloso del seminario se debió a que el docente a cargo era el enorme intelectual que fuera José Aricó, quien introducjo, tradujo y divulgó el pensamiento de Gramsci, en América Latina, y que -ayudado por las lecturas de Gramsci- ayudó a recrear una vital socialdemocracia, en la Argentina (la hermosa biblioteca de Aricó se preserva bien -milagros hay- en la Universidad de Córdoba, y constituye una de las pocas grandes perlas de la ciudad). Con Aricó, Portantiero, De Ípola y tantos otros, formé parte también, en ese tiempo, de “La Ciudad Futura” (revista que retoma el nombre de una revista que publicó Gramsci -La Citta Futura- y que pudo circular en un solo número). Vuelvo a Gramsci, a esta altura de mi viaje, por su íntima relación con Torino, donde me encuentro ahora. Nacido en la miseria, en Cerdeña, Gramsci estudió y vivió parte de su corta vida (muere a los 46 años, enfermo, maltratado, y por entonces con arresto domiciliario) en esta ciudad piamontesa, que lo recuerda con sus propios olvidos, y a la que Gramsci supo querer y desear («Partí para Turín como si fuese en estado de sonambulismo. De cien liras recibidas en casa tenía solo 55 liras en la bolsa, ya que había gastado 45 en el viaje en tercera clase»).

1.La frase de Gramsci, que aparece en sus “Cuadernos de la cárcel,” dice: La crisi consiste appunto nel fatto che il vecchio muore e il nuovo non può nascere: in questo interregno si verificano i fenomeni morbosi più svariati.  



Menefreguismo radical. Aunque me jacto de ser buen sociólogo, y he andado por acá más de una vez, no alcanzo a comprender bien a cierta parte de la juventud italiana. Jóvenes que, por un lado, se muestran menefreguistas (“non me ne frega niente”, “me ne frega un catzo”), que están hartos de todo, y a los que parece darles lo mismo mucho de lo que les pasa alrededor. Y jóvenes que, a la vez, y por otro lado, son radicales en algunas de sus opciones -políticas, sexuales, de consumo de drogas. Posiblemente, más que las dos caras de la misma moneda, se trate de la misma cara, que todavía no distingo con suficiente claridad. Será el radicalismo de quien piensa que nada -siquiera la propia vida- tiene mucho sentido: todo es una gran merda. Por ahí, tal vez, se encuentra alguna de las puntas del hilo: la fase superior del connsumo, la de quien ya consumió lo más alto, y vio que tampoco eso servía, y aún así, y también por eso, apuesta a ir todavía más allá. Acepta asumir -antes que lucha por conseguir-la opción radical.



Amor y anarquía. Lo que sugiero en el párrafo anterior es algo que se reconoce muy bien en el libro “Amor y anarquía,” de Caparrós (para mí, que no lo he leído todo de él, el libro que más disfruté de los que escribió, junto con “El interior”). “Amor y anarquía” trata de una historia completamente real, que Caparrós documenta bien: la de Soledad Rosas, una joven argentina de 23 años, de Barrio Norte (ocupación: paseadora de perros), que viajó a Italia en junio de 1997, para suicidarse seis meses después (luego del suicidio de su pareja). Eso, mientras cumplía arresto domiciliario, acusada de liderar una banda armada de subversivos ecoterroristas. En seis meses! Seis meses, luego de trabar vínculo con un grupo de okupas y activistas, en Torino. El libro vale al menos ser visto, en su tapa y contratapa. De un lado, Soledad, la paseadora de perros, aparece vestida como colegiala de un Colegio inglés de Barrio Norte. Del otro, la Soledad de apenas seis meses después: rapada, esposada, arrastrada por la policía, haciéndole el gesto de fuck you a los fotógrafos que pretendían retratarla.

El colibrí. Veo “El colibrí,” la película italiana más comentada del año, con grandes actores: Favino, Bérénice Bejo, el propio Nanni Moretti. Película pretenciosa, un supuesto drama sicológico (ay!), organizada en torno a una idea que finalmente está bien. La idea es la que le da el título, la del colibrí, que usa toda su energía -una energía infinita, agotadora, extenuante- para lograr quedarse, para mantenerse siempre en el mismo lugar. 


Solo como un perro (como dos perros) en Torino






29 oct 2022

XIII. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Ginebra: Borges en Ginebra, Ernaux en Annecy

 



GINEBRA

La famosa impuntualidad suiza. Me acerco a la pantalla con los horarios, para mirar a qué hora es que llega mi autobus suizo. Mientras me dirijo hacia ahí, pienso en la maravillosa puntualidad helvética. Pero, cuando miro hacia arriba, en la televisión, me encuentro con que mi autobús se encuentra clamorosamente atrasado: 63 minutos!! No “20 minutos” ni “más de una hora”: 63 minutos exactos, precisos! Qué maravilla los suizos: ni un minuto menos. Puntualísimos, hasta para el más estrepitoso retraso.

Ginebra, Italia. Caminando por Suiza recuerdo dos buenas anécdotas de mi viejo amigo C.B., compañero destacado en los tempranos tiempos del “grupo Nino.” La primera historia es de cuando, estando en España, tomó el tren a Génova, Italia, queriendo ir a Geneve, Suiza (peor fue la historia del chino que queriendo ir a la Universidad de Palermo, en Italia, se fue a la Universidad de Palermo, en la Argentina). La otra anécdota la protagonizó C.B. en el aeropuerto de Ezeiza. Cándido para los viajes, fue la única persona que conozco, en la historia de los aeronavegación contemporánea, que acudió presuroso a la Oficina de Controles, cuando desde los autoparlantes se pidió que se reportaran “todos aquellos que hubieran dejado a cargo de otros el armado o cuidado de sus valijas.” Es que, a C.B., la valija se la había preparado su madre, antes de partir. 

Sobre los riesgos de andar sin mapa. Uno de los puntos (altos) del viaje por libre es el de andar sin objetivos, sin planes ni mapas. El problema es cuando uno sufre del mal de la desorientación agresiva, como en mi caso (ya dejé en claro, en viajes anteriores, que me oriento, cuando lo consigo, yendo al lugar contrario de aquel adonde la intuición me lleva. El problema persiste, en todo caso, si es que uno piensa demasiado...). Paseando por Ginebra, ocurrió algo curioso -una de dos, en verdad: i) o es que anduve toda la tarde en círculos, yendo una y otra vez a los mismos lugares, repitiendo cafeterías sin quererlo, encontrando a la misma gente, viendo los mismos rostros, caminando las mismas calles adoquinadas, inclusive preguntándole las mismas cosas a la misma gente, sin quererlo; o ii) es que Ginebra es un planeta extraño, habitado por extraterrestres reproducidos/clonados a semejanza de los humanos, que se repiten en unos pocos modelos, unas cuantas veces, y que se ubican todo el día en la misma área, para lograr confundirlo a uno. Me inclino por lo segundo, pero todavía tengo dudas.

***



Borges en Ginebra, Ernaux en Annecy. Entre Ginebra y Annecy hay muy poco más de una hora de viaje, en autobús. Y como estoy parando en Annecy por unos días, voy a Ginebra cuando puedo. Por lo demás, para practicar mi francés, vengo leyendo a Annie Ernaux (premio nobel de este año, 2022), en estos días, y a Borges (pero éste es un dato sin fecha). Curiosamente, Ernaux se vinculó afectivamente con Annecy, en donde residió por un tiempo; como Borges estuvo, durante su vejez sobre todo, atado emocionalmente a Ginebra, hasta morir en ella.

Sin ánimo irónico o mordaz, llama la atención lo que leo en Ernaux sobre Annecy, sobre todo al comparar sus dichos con lo que lee de Borges sobre Ginebra. Tengo en mis manos “Una mujer,” de Ernaux, y Annecy aparece mencionada dos veces, brevemente (recordemos que los libros de Ernaux son todos brevísimos). La primera dice: “Nos instalamos en Burdeos, después en Annecy, donde mi marido había conseguido un puesto de ejecutivo administrativo.” Y la segunda: “En verano, subía con los dos niños a la colina de Annecy-le-Vieux, los llevaba a la orilla del lago, colmaba su deseo de caramelos, de heelados y de vueltas en tiovívo. Sentada en un banco, se hacía amiga de personas con las que volvía a encontrarse regularmente, hablaba con la panadera de la calle, recreaba su universo. Y leía Le Monde y Le Nouvel Observateur, iba a casa de una amiga a tomar el té (riéndose, no me gusta pero no digo nada!”), se interesaba por las antiguedades (“esto seguro que vale mucho”)”. Quiero decir: una descripción, más o menos como cualquier otra (“Composición, tema la vaca”).


(foto: El Hotel de Ville, que le gustaba a Jorge Luis)


Las alusiones de Borges a Ginebra son escuetas, pero muy diferentes, en tono, forma, substancia. Creo que las conozco a todas ellas. Está la famosa referencia en su poema "La Luna" - "Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna / quiso que yo también fuera poeta"; y una nota introductoria al poema “Signos”: "Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas"; también el final de su prólogo a Los Conjurados: "Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra". Y el bonito, más conocido, párrafo, que trascendió como su oda a Ginebra. Transcribo:

“De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buddha, del Taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación, y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Hodler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales. Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.”

Voilá! Es la diferencia entre una escritura en donde cada párrafo, de tan rico e intenso, puede ser separado del resto y exhibido; y la escritura que prefiere apelar a un sentido general (suponiendo que ganará sentido, cuando se lea el texto completo). Es decir, también: no hay una sola línea escrita por Borges donde no se lo vea, donde no se lo escuche, donde no se lo sienta. No hay una sola línea que no esté pensada, trabajada como en masilla, moldeada una vez y otra, y una vez más, como el alfarero de las letras que fue. La forma impresiona; la substancia se admira; el tono lo deja a uno en un lugar diferente, mejor que antes, siempre.


Foto: Lago con patos, de Enraux en Annecy

XII. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Charles Mungiu: Cuando la conversación es imposible

 


La conversación imposible. Charles Mungiu y R.M.N.
Cuando presentaba mi libro sobre “la conversación entre iguales,” días atrás, en Oxford, una de las autoridades del instituto planteó algunas dudas y dudas sobre las posibilidades de la discusión, en el marco de sociedades deeply divided (“profundamente divididas” por razones religiosas, étnicas, etc., como Israel o India). Un clásico. De hecho, el tema se ha hecho común en estos años, dentro de la discusión académica, ámbito en donde, por lo demás se han publicado algunas cosas importantes, más o menos recientemente (hay un libro de Adrian Guelke, “Politics in deeply divided societies”, y en mis seminarios acostumbramos a discutir -con el auspicio de la autora- el libro “Making constitutions in deeply divided societies”, de Hanna Lerner).



Pero aquí quiero acercarme al tema de la imposibilidad de la conversación a partir de una película que vi, en Chambery, esta noche: “R.M.N.”, de Cristian Mungiu. Mungiu es un gran cineasta rumano, conocido entre otras obras por “4 meses, 3 semanas, 2 días”. Vi casi todo -lo último, al menos- del autor, a quien respeto más allá de que sus films me aburran un poco. Pero esta noche, con “R.M.N.” fue diferente, sobre todo durante 20 minutos situados casi al final de la película. Durante ese largo lapso el autor filma un debate público o audiencia pública (ficticia) descomunal, lucidísima, carente de toda ingenuidad, dolorosa y ácida. Allí, los habitantes de un pueblo de Transilvania -marcado por exilios, inmigraciones e emigraciones de las más diversas (desde húngaros, gitanos, franceses a trabajadores de Sri Lanka, que son los que desatan el conflicto) aparecen alzados mayoritariamente contra las personas de color que van a trabajar en la fábrica de pan principal, en la comunidad. El tremendo debate muestra los testimonios totalmente creíbles, burlones, agraviantes y graciosísimos, con los que los locales, especialmente, resisten cualquier argumento -racional o simplemente humanitario- de los pocos defensores del pluralismo. Desde los clásicos “que se vuelvan a su país,” “no pertencen,” o “cada uno en su casa, como pedía Dios,” hasta los más específicos, relacionados con que ahora iban a tener que “comer el pan que amasan estos inmigrantes con sus sucias manos” (y ante la réplica de que la masa va luego al fuego, la contrarréplica inmediata porque, una vez cocinado, vuelven a manipularlo: “los he visto”). Luego, el médico del pueblo ratificando los dichos (la necesidad de expulsar a los extranjeros, de la fábrica), por razones técnicas (“en su país han tenido la fiebre porcina, el sida, y montones de enfermedades que nosotros no”). Y después el cura bregando porque se comprendan los sentimientos profundos de los vecinos de siempre (solidarios, cristianos), que habitan en la comunidad. Es duro, además, ver cómo caen los argumentos de los dueños de la fábrica, uno a uno: “No son ilegales”. Respuesta: “Pero no son nuestros”. “Tienen certificado de salud”: Respuesta: “Los de aquí no los necesitamos, estamos sanos”. “Ofrecimos trabajo a los de aquí y no vinieron”. Respuesta: “Es que pagan poco” (Y más: “a mí no me pagaron las horas extra cuando estuve ahí” -apoya otro, desde atrás). “Los nuestros también van a trabajar al exterior”. Respuesta: “Pero los nuestros cuando van afuera no molestan”. “Recuerden los conflictos que tuvieron, en Alemania”. Respuesta: “No eran los nuestros, eran gitanos.” Y todo mucho peor que eso. Toda la discusión resulta coloreada (como suele ocurrir, en sociedades como las nuestras) por permanentes burlas efectistas, respuestas rápidas e hirientes, sobre el contrario (Aparece un joven progresista, francés, de una ONG que se ocupa de la no extinción de las especies locales. Sus comentarios a favor de la tolerancia son respondidos con bromas que son azotes -”callate, Liberté, Egalité”; o “tu ONG quiere convertir a nuestro pueblo en un zoológico”). Y más difícil aún: apenas el debate se enreda (porque los intolerantes ven argumentos aceptables del otro lado), se pide “votación democrática ya” (recordemos que sólo intervenían en el debate, convocado por los indignados, un puñado de personas con la posición contraria). Quiero decir, lo entiendo, aunque me pese: todo nos viene a decir que no se puede, no se puede, no se puede, que en ciertas ocasiones, contextos, la conversación no puede. Es la conversación imposible.

La imposibilidad de la deliberación en sociedades profundamente divididas: Es realmente así? Salí de la película golpeadísimo, por la “realista” y demoledora presentación que hace el autor -sin tomar partido, con dolor, se advierte- sobre la imposibilidad de conversar, o llegar a decisiones razonables (racionales, tolerantes, respetuosas de los demás) en sociedades profundamente divididas. Ahora bien, ya repuesto del embate, me pongo de pie otra vez y pregunto: Es realmente así? Es que en el marco de divisiones sociales profundas no se puede, o no tiene sentido, discutir? No es difícil hilvanar algunas primeras respuestas, para llegar a la conclusión de que la situación que se muestra y denuncia en el film, es menos grave de lo que en principio parece.

Los problemas anteceden a la deliberación, no son creados por ella. Ante todo, y como cuestión inicial, importante: hay que dejar en claro que el problema en juego “no es un problema de la deliberación,” sino uno que precede a la deliberación, que ya estaba ahí, y que -tal vez- ni siquiera la deliberación pueda remediar. O sea, en primer lugar: no imputarle a la discusión, dificultades que son esencialmente ajenas a ella, y que en todo caso ella intentará remediar.

La conversación como como de poner en marcha la resolución de problemas que por otros medios no se han resuelto (y no lo han sido, por deferencia hacia el stutus quo). La experiencia muestra que, contra lo que algunos críticos de la deliberación sugieren, los mecanismos deliberativos, implementados en situaciones difíciles, activan soluciones que parecían imposibles, a la luz de otros medios. Piénsese en las situaciones de ocupación ilegal de tierras y la amenaza de desalojos violentos; o en los problemas ambientales (i.e. limpieza de ríos) u otros relacionados con demás derechos fundamentales (i.e., salud) que durante años aparecían irresueltos, y frente a los cuales, típicamente, el poder político no se involucraba (i.e., para no afectar ciertos intereses, u obedeciendo al reclamo de inmovilismo exigido por los mismos), y el poder judicial se lavaba las manos (i.e., alegando falta de legitimidad democrática, o autoridad para movilizar recursos presupuestarios). En casos como los citados, ciertos mecanismos deliberativos ayudaron a poner en marcha los procesos de resolución, que en los otros casos ni siquieran resultaban activados. Quiero decir, en esas situaciones difíciles (en este caso, por la intensidad de las demandas contrapuestas de los sectores en juego), ciertos mecanismos deliberativos (meaningful engagement, como en Sudáfrica; audiencias públicas, en Colombia), iniciaron caminos de resolución, o consiguieron resolver problemas, que hasta entonces permanecían intocados (esto es decir, al servicio del status quo).

El punto es demasiado central, porque -aún en las disputas académicas- la “acusación” aparece y reaparece (Larry Alexander, por ejemplo, escribiendo en el Harvard Law Journal sobre la idea de que no puede estar “deliberándose hasta el infinito”; o que el derecho es “autoridad” y “decisión”). 

La importancia de matizar, no sólo de resolver. Tercero, conviene recordar que, para la mayoría de los problemas que enfrentamos, y muy en particular para los problemas más graves, el tema no es si un determinado instrumento, medio o institución “lo resuelve o no”. Normalmente, de lo que se trata (pongamos, en temas dificilísimos como aborto o eutanasia) es de matizar o mejorar un poco la situación inicial, de trabazón o inmovilismo. Y para eso, el debate público ayuda, más que otros medios alternativos (o ninguno).

El valor civilizatorio de la hipocresía. Cuarto, aún en el film podían advertirse los efectos “civilizadores” de la discusión pública: hay ciertos argumentos que, en público, no pueden hacerse; y es obligatorio buscar razones públicas para respaldar lo que uno dice. Esto es en extremo difícil en algunos casos -casos tan radicalmente extremos como el del racismo, pero aún así -y es un mérito de la deliberación pública- interesa ver que, todavía en esas zonas más bien patológicas, lo que Elster llamó “el valor civilizatorio de la hipocresía” se mantiene. La discusión pública, entonces, es de las pocas ayudas con las que contamos en las situaciones más extremas,

La centralidad de la cuestión procedimental. Quinto, el film ratifica, finalmente, lo que es un tema  central en los estudios sobre el debate público (y mis propios trabajos sobre “la conversación entre iguales”): la prioridad de los procedimientos. Muchos, tratamos de enfatizarlo siempre: no se trata de decir “dialoguemos” (ni de proclamar, simplemente, “que dialoguen las ramas del poder”, como si la maquinaria fuera a ponerse en marcha luego de que uno lo proclama), ni de defender cualquier conversación entre las personas (o entre las ramas del poder) con independencia de la forma en que esa conversación está organizada. Una charla de café, en una tribuna de fútbol, en la plaza pública, o aún en el Congreso, tiene valor o no (más allá de su contenido) de acuerdo con las reglas formales e informales que la organizan. Procedimientos que permiten el anonimato, que premian el insulto o la agresión, que autorizan la posibilidad de que se diga cualquier cosa en cualquier momento (como los que priman en la televisión o en las redes sociales) construyen resultados horrorosos, de los cuales, al menos, no podemos sorprendernos, una vez que ocurren: son hijos directos de esos procedimientos de espanto. Por el contrario, procedimientos que obligan a atender los puntos de vista diferentes, que lo fuerzan a uno a revisar las razones de una parte y la otra, a dar el propio nombre, a mirar a los ojos a quienes piensan diferente, a esperar que el otro cumpla con su tiempo (en lugar de interrumpirlo o burlarlo), como los del jurado, por ejemplo, son en buena medida los que construyen mejores resultados (de ahí que, en promedio, en todas partes, los jurados tiendan a tomar decisiones más parsimoniosas y moderadas que los propios jueces profesionales). Es decir: no se trata de que uno defiende la deliberación, porque es fanático del diálogo; o porque le parece bien que la gente hable; o porque tiene una mirada naif de la vida; o porque, mientras haya algún intercambio entre las partes, de cualquier tipo (en lugar de meras imposiciones) uno ya está satisfecho. No, en absoluto: defendemos la conversación, de un cierto tipo (horizontal, con centro en lasa propias personas), y organizada (procedimentalmente) de un cierto modo (con formas de publicidad, transparencia, orden, información, como la que se propone en los jurados).





28 oct 2022

XI. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Francia: L' amour est declaré

 


La reconciliación con Francia. No es que me hubiera peleado con Francia, pero me siento reconciliado con ella. Tengo cantidad de cosas que me enojan, de este país, como de buena parte de la Europa de este tiempo, empezando por el racismo y cierta arrogancia, y siguiendo por lo que Gerald Cohen llamó (en un texto que definió como “no publicado e impublicable”) charlatanismo académico o, siguiendo a H.Frankfurt, “bullshit” (“Why One Kind of Bullshit Flourishes in France”). Pero quiero concentrarme aquí en lo contrario.  Termino el recorrido francés (la grieta por donde entra la luz en Lyon; la turísitica Chamonix; la atractiva, aunque no emocionante, Chambery; la -para mí- desconocida perla de Chapareillan; la ciudad noble y de porte seguro que es Grenoble), y lo hago contento y reconciliado con el país. Es que todo el trayectó por el costado este de Francia resultó hermoso y feliz. Bueno (y me lo digo a mí) hay que saber perdonar, y hay que tener el coraje de la reconciliación. En ese espíritu amical, enumero libremente, sin orden y sin pretensión de exhaustividad ni de mayor precisión, las cosas que me encantan (en el sentido de “encantamiento”) de Francia, y que me vinculan con ella. Algunas de las cosas que menciono (será evidente) vienen desde siempre, y otras resultan más propias de este recorrido.

L' amour est declaré. Lo que me encanta de Francia -lo que más- son los mercados que se abren en calles y plazas, en cada ville, varias veces por semana (y, por supuesto, y en particular -ya lo he dicho- los vendedores con enormes mostachos). Punto altísimo y permanente de mi viaje, de la historia de Francia, y de su historia conmigo (cómo no hay algo idéntico en la Argentina!). Me encantan también los saludos, en particular el de bon courage: qué bueno despedir a alguien pudiéndole decir algo así! (agrego que, en el viaje que acabo de hacer, en un autobús interurbano, subieron/bajaron una treintena de personas, y no hubo una sola que no descendiera del autobús, por la puerta trasera, saludando desde atrás y en voz alta al conductor, que respondió a cada saludo, de manera amable). Me encanta que, en cada pueblito al que fui, hubiera un carrousel restaurado y en movimiento. Me encantan los croissants aux amandes, desde siempre (y en general la presencia de las boulangeries en la vida de cada día). Me encanta ver a la gente circulando con una baguette (y a veces el diario) bajo el brazo (en un viaje anterior, en un pueblito mínimo y hermoso, La Buille, tuve que estacionarme frente a la panadería de la villa, para contemplar fascinado la interminable ceremonia de todo un pueblo entrando a buscar su baguette del día). Me encanta que el país esté repleto de inmigrantes -árabes, marroquíes, africanos- capaces de aportarle al país la riqueza y vitalidad que de otro modo podrían faltarle. Me encanta Zidane, y todo lo que supo representar, como capitán del seleccionado francés, y profundamente extranjero (y me emocionó y alegró muchísimo el jovencito Antoine Griezmann, principal figura de la última Francia campeona del mundo, atendiendo la conferencia de prensa final encapotado con una gigantesca bandera del Uruguay, en nombre de su amigo uruguayo: Arriba la celeste! Vamo Uruguay!). Me encantan las epiceries (podría considerar, incluso, ser un epicere, si es que se tratase de una epicerie bien abarrotada) Me encanta la proliferación de cines, aún en las villas más pequeñas, aún en este tiempo post-pandémico, y la cultura cinéfila que se arma en torno a ellos: Bravo (en francés)! Me encanta la cultura sindical que se preserva. Me encanta poder encontrar cus-cus, o tajines marroquíes, y comidas africanas, en cada barrio.  Me encantan la cidra, el vino dulce (tipo Sauternes), los higos (verlos abiertos más que comerlos), la manteca que nunca como, las confitures como la de St.Dalfour. Me encanta el idioma y (hacer el intento de) hablar en francés. Me encanta, encanta, el fundamentalismo de los quesos, y me encanta que cuenten con 400 variedades, cada una -por supuesto- completamente diferente de las restantes. Quiero decir, entonces, L' amour est declaré!

(buscaba un título para esta sección, justo cuando se me apareció esa precisa vidriera).





Foto: Oh, la diversidad cultural

X. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Tres postales amables, de la amable Annecy

 ANNECY





Mendicidad selectiva. Paseando bien temprano, por la mañana de Annecy (indudablemente, voy al mercado de hoy martes), me encuentro con un mendicante: muy joven, muy simpático, muy gracioso. Nos quedamos hablando un poco, le digo que no tengo nada para darle, y sigo camino. A la hora, me lo vuelvo a encontrar, en otro lugar distante. Me sonríe, me saluda y me dice “encore”/“otra vez”. Yo le digo que ahora sí tengo algo para darle, poco pero algo. Abro mi bolsa y le muestro: llevo una pera y una naranja, que si quería se le compartía. Tomo la naranja y se la ofrezco. Él me mira, sonriente otra vez, y me dice “Oh oui, mais je préfère la poire”: quería mi pera! Pero ésa es MI pera! Ok, le digo, va bien -refunfuñando- y se la doy. Mendicidad con preferencias estrictas.

Marie-Claire. A Marie-Claire la conocí al momento de mi llegada a Annecy: es la encargada de la limpieza del lugar en donde iba a quedarme. Ocurrió que, apenas arribado al pueblo, tuve dificultades para ingresar a mi pieza (necesitaba marcar tres códigos diferentes para poder entrar en el cuarto!). Con la pesada mochila a cuestas, me siento en el umbral del apartamento y llamo al número que me habían facilitado con la reserva: era el de Marie-Claire. Con mi francés titubeante pero muy mejorado, le hablo, le explico mi situación, y ella -muy simpática- dice que viene a mi rescate enseguida. Al rato, veo a una mujer, entrada en años, que llega con su bicicleta. Mira en dirección a mí, y empieza a reirse (a carcajadas!). Yo miro hacia atrás, buscando al causante, y no encuentro a nadie: el causante soy yo! Recién ahí me doy cuenta de que ella es Marie-Claire. Se baja de su bicicleta, todavía riendo (vaya a saberse por qué), me da un abrazo, y pasamos a reinos los dos juntos (vaya a saberse por qué). Minuto uno y ya somos amigos de toda la vida (hace apenas instantes me acabo de despedir de ella, también a los abrazos: ambos emocionados!). Au revoir, Marie-Claire!

El cafetero del barrio. Apenas había caminado unas cuadras, en Annecy (no había llegado aún a mi apartamento!), y me detengo ya en un café que parece interesante, donde comienzo a hablar con el dueño. Él, evidencia ser un militante del café (dice que su sueño es llegar a la Marzocco, su Ferrari). Como me había ocurrido días atrás en Lyon (y esto revela que hay algo extendido e interesante al respecto), a los 10 minutos de estar allí, el barista ya estaba facilitándome una lista con los 4 cafés de calidad del pueblo (el pueblo, valga aclarar, es mucho más pequeño que Lyon). Me anota, en particular, la dirección de los dos cafés que prefiere. Lo más notable es que al rato me voy, me encuentro ya a dos cuadras del lugar, y escucho -para mi sorpresa- que alguien corre detrás de mí y me llama: era el barista. Es que se había confundido con la dirección de uno de los cafés y quería corregirla. Notable. Viva Annecy!







27 oct 2022

Italia conmoción

 TORINO

Italia conmoción. 

Sabía que iba a pasarme. 

Aunque quería negarlo, lo sabía. 

Es que, no se trata de que Italia me guste, la valore, o me interese. 

Italia me conmociona, me derrumba, me revoluciona la sangre, me atraviesa.

Italia me saca de mi, me emociona hasta dejarme sin fuerzas. 

Italia en su desorden, el caos, aún sus mentiras. 

Italia que está perdida. 

Italia, que es mala con quien considera extraños

Italia, que puede ser altanera y agresiva. 

Italia, que en ocasiones repudio, lamento o con la mano en alto enfrento. 

Italia, que me embronca, que me indigna. 

Sí, todo eso. 

Pero a Italia la amo hasta no saberlo, hasta pedirle disculpas por amarla tanto. 

Por mi infancia, por mi familia, por los recuerdos. Por su historia, que llega al principio y va hasta al final de los días. Por su historia, que de prestado es la mía. 

Italia, de amor y dolor, me sacude, me enternece. 

Italia, hasta los cimientos, que ahora son arrasados, que ahora dejo que cedan. 

Italia, hasta no poder llorar más, hasta decirle basta -basta ya, por favor- me sobrecoge, me desgarra, me conmueve.


Menefreguismo radical. Aunque me jacto de ser buen sociólogo, y he andado por acá más de una vez, no alcanzo a comprender bien a cierta parte de la juventud italiana. Jóvenes que, por un lado, se muestran menefreguistas (“che me ne frega”, “me ne frega un catzo”), que están hartos de todo, y a los que parece darles lo mismo mucho de lo que les pasa alrededor. Y jóvenes que, a la vez, y por otro lado, son radicales en algunas de sus opciones -políticas, sexuales, de consumo de drogas. Posiblemente, más que las dos caras de la misma moneda, se trate de la misma cara, que todavía no distingo con suficiente claridad. Será el radicalismo de quien piensa que nada -siquiera la propia vida- tiene mucho sentido: todo es una gran merda. Por ahí, tal vez, se encuentra alguna de las puntas del hilo: la fase superior del connsumo, la de quien ya consumió lo más alto, y vio que tampoco servía, y aún así, y por eso, apuesta a ir todavía más allá. Acepta asumir -antes que lucha por conseguir-la opción radical.

Amor y anarquía. Lo que sugiero en el párrafo anterior es algo que se reconoce muy bien en el libro “Amor y anarquía,” de Caparrós (para mí, que no lo he leído todo de él, el libro que más disfruté de los que escribió, junto con “El interior”). “Amor y anarquía” trata de una historia completamente real, que Caparrós documenta bien: la de Soledad Rosas, una joven argentina de 23 años, de Barrio Norte (ocupación: paseadora de perros), que viajó a Italia en junio de 1997, para suicidarse seis meses después (luego del suicidio de su pareja). Eso, mientras cumplía arresto domiciliario, acusada de liderar una banda armada de subversivos ecoterroristas. En seis meses! Seis meses, luego de trabar vínculo con un grupo de okupas y activistas, en Torino. El libro vale al menos ser visto, en su tapa y contratapa. De un lado, Soledad, la paseadora de perros, aparece vestida como colegiala de un Colegio inglés de Barrio Norte. Del otro, la Soledad de apenas seis meses después: rapada, esposada, arrastrada por la policía, haciéndole el gesto de fuck you a los fotógrafos que pretendían retratarla.

26 oct 2022

IX. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Otra vida posible

2 SOBRE LES MARCHÉS DE LA VILLE



1) Elle n'est pas mal comme ca, la vie. Hubiera sido desafortunado despedirme de Lyon, apenas después de llegar, cuando ella me recibió distante, desigual, multitudinaria y anodina: pensé entonces en volver a partir, sin conocerla y -también, por tanto- decepcionado. Agradezco entonces que la despedida fuera así, tan distinta, como hoy, feliz y colorida, en el mercado. Salgo de mi cuarto, bien temprano. Voy a caminar, junto al río, y veo que en ese momento comienza a despertarse, poco a poco, el mercado. Enseguida quedo atrapado allí: no puedo (quiero) salir y yo solo me enredo en lo que resulta un festival de rostros, voces y colores. El sol transforma el evento en una fiesta temprana y ya rotunda, que me toma por dentro y en la que quedo envuelto, entre calabazas del color de la furia; deliciosas peras y manzanas, que invitan la cidra; unos árabes que ofrecen cus-cus, y un africano que le habla a nadie mientras prepara la viande; el imprescindible paisano de fabulosos moustaches; una inglesa que frunce la nariz diciendo que todo es too expensive;  un gordo conservador, tres elegant, que señala al horizonte mientras, como en un secreto, le dice al otro que todo fue gracias al General De Gaulle; limones y naranjas que reclaman venir de Sicilia; los salames con los que Lyon se identifica; un francés ricachón que se aparece con saco, corbata, pelada, y amenazante perro (aunque asegura no muerde); una pareja que vende hermosas bolsas de castañas (y es como si en las bolsas hubieran buscado ubicar armoniosamente, en un lugar asignado, a cada castaña); olivas que vienen del sur; dos americanos que comen ostras a primera hora de la mañana; una vieja sindicalista, combativa y agria, de las que quedan pocas; flores diversas que llegan de Provence, acercando sus cuerpos y dormitando; un flaco que corta el pescado muy concentrado, como cumpliendo una ceremonia; un niño que admira y ayuda a sus padres, entre salchichas y cortes de carne que cuelgan a su costado; una mujer que es como una efigie, y que vende sus cerámicas muy pintadas (su puesto se encuentra apartado de los restantes, junto al puente de Napoleón, y ella mira al agua, aquejada por una pena que no alcanzo a desentrañar); un charcutero que, en soledad, hace lo suyo, con radical compromiso, mientras reflexiona en voz alta (filosofía del salame, según pienso); un viejo normando, sin mentón y sin dientes, y que tampoco tendrá, esta mañana, cliente alguno; dos amigos que se la pasan de bromas: más que a vender vienen a divertirse un rato. Pero es el panadero el que me define el día, o la vida: son las 9 y 30 de la mañana; el sol ilumina justo el espacio donde ha instalado su puesto; el aire es fresco y perfumado; el agua del río, que extraña al Rhone, refleja sólo colores; una anciana señala una baguette crocante, crujiente, dorada; y todo eso, todo eso mientras él le alcanza el pan, y canta -le canta- Elle n`est pas mal comme ca, la vie; elle n` est pas mal. Claro que sí. No está nada mal la vida, cuando es así, no está nada mal. 




2) Ser el hombre de los mostachos. Llegué a Annecy impulsado, sobre todo, por el deseo de ver la feria de los domingos. Me habían dicho que los mercados de fin de semana de aquí (en verdad, martes, viernes y domingo) estaban muy buenos, pero no imaginé qué era lo que iba a encontrarme en el pueblo: más que el mercado de Annecy del domingo, di con un mercado que incluía a Annecy en el fin de semana. Ya comenté en extenso sobre la felicidad en el mercado de Lyon, así que ahora me concentraré sólo en un detalle de éste. El detalle es el siguiente: si pudiera pedir un deseo, para mi próxima vida, sería la de ser el hombre de los mostachos, en algún mercado de  frutas y verdudas en Francia. Sería algo así como Astérix o, mejor, alguien con el porte de sindicalistas como José Bové o  Philippe Martinez, con la voz bien grave y risa de navidades. Me levantaría bien temprano esos domingos, mucho antes de que comenzara la feria (aquí abre a las 7), prepararía mis cajones de frutas desde -digamos- las 5 de la mañana; pondría en un termo alguna bebida caliente, si es que hace frío, y saldría antes de tiempo hacia la plaza, seguramente acompañado por alguno de mis hijos (un dato que me resultó notable, en los mercados que vi hasta ahora, fue la activa participación de los hijos -montados en algún banquito, detrás del mostrador improvisado, mirando con atención a sus padres, admirados- tratando de ayudar y aprender de ellos el oficio de la venta). Apenas llegado a mi lugar habitual, bajaría los cajones de frutas (seguramente, peras y manzanas, pero también tomates, que se ven muy buenos), y comenzaría a saludar a los compañeros de al lado. Comment ca va? Tout va bien? Tout tranquille, responderían, y lo mismo yo. Me gustaría decir “Salut Marcel! y también “Salut Camile! Salut Jeanette!” Con alguno de los que no veo hace un tiempo, en cambio (tal vez alguno que estuvo enfermo), me acercaría y nos daríamos un abrazo fuerte, estómago contra estómago, los dos riendo, los dos bien robustos, los dos con bastante cerveza encima -mis manos enormes sobre su espalda, sus dedos bien gordos sobre mis brazos. Me retorcería el bigote, de tanto en tanto; haría bromas algo fuera de tono, con las primeras clientas; le guiñaría el ojo a los maridos, mientras tanto; le agregaría alguna manzana de más, a la bolsa de las más viejas; le gritaría con mi vozarrón alguna gracia, a los marroquíes que están enfrente, estacionados: “eh, Marruecos, pero si ese mismo cus-cus es el que te sobró la semana pasada” (el me respondería sonriendo, por ejemplo, algo así como: “tais toi, petit cochon”). Sobre el mediodía, daría unos pasos atrás, y fumaría el primero de varios cigarros, mientras me dedico a burlarme de de mis vecinos que siguen trabajando. Los invitaría a beber algo conmigo en la pausa; comeríamos un poco del queso y salame de la región, que son tan buenos; y ya por la noche, con el cierre de la feria, brindaríamos por la excelente jornada, sin pensar en política ni en deudas ni en dolores del alma: simplemente, chocaríamos los vasos extenuados, afónicos, alegres, distendidos.






VIII. CRÓNICAS DE UN VIAJE. Lyon

 LYON



La grieta por donde entra la luz. Había leído de Lyon como ciudad blanca, rica, opulenta, de consumo caro. Algún amigo me la había presentado como burguesa. Otro me dice de la Lyon algo aburrida. Sin embargo, llego, y en la zona de la estación me parece estar en Algeria, o en Turquía, o en Marruecos, o en Gambia, o en Egipto, y eso me interesa. Cuesta dar con un blanco, escuchar gente hablar en francés, ver a la gente consumiendo. Por la tarde, en el centro, sí, me encuentro con el alto consumo esperado, que impresiona, sobre todo en algunos rubros: perfumerías de lujo, una junto a la otra; licorerías de alta gama; cuchillerías y relojerías. Pero a la noche otra vez, detrás del Hotel de la Ville, la “casi-isla” -como se le llama aquí a la ciudad central, que vive entre dos ríos- se extiende y antes de terminar se muestra plena: repleta de todo lo atractivo que no encontraba en el centro. Allí es donde se concentran los jóvenes, donde los expulsados del núcleo opulento alcanzan a pagar los alquileres, donde encuentran refugio el deseo y la creatividad desplazados. Allí es donde la ciudad aparece, por fin, vital y vibrante: brillante, plena. Allí, como diría alguno, está la grieta por donde entra la luz. 





La conversación entre égaux. A través de la intermediación de JLM, me entero de que un joven francés, de Lyon, acaba de publicar un libro hermanado con el mío: “La conversación entre iguales”. Se trata de Charles G., autor de “Délibérer entre égaux. Enquete sur l' ideal dèmocratique.” Cuando nos enteramos de la publicación, casi simultánea, de dos libros con casi el mismo título, nos sorprendemos ambos, y buscamos encontrarnos. Cuando le digo que voy a Lyon él se alegra, ya que pasa sólo dos días por semana aquí, pero estará cuando yo venga. Nos encontramos hoy, al mediodía, y nos entusiasmamos ambos con el trabajo del otro. Charles, de todos modos, va avanzando en la fase escéptica del frente deliberativo, mientras yo apuesto por la vanguardia-línea heterodoxa. Charles ha comprado el ticket de regreso desde la fundamentación epistémica, no! Tenemos una sola hora para hablar, así que trato de aprovechar el momento para persuadirlo: evitar que Charles abandone el barco de la democracia epistémica: somos tan pocos! Necesito convencerlo. Me queda media hora y voy bien. Vamos llegando a la hora, y creo haberlo conseguido. 





La cascada de nombres del Barista. Si bien es cierto que Francia no es la tierra del café de especialidad, me sorprendió la poca cantidad de cafés de calidad que he ido encontrando por el camino. Luego de una caminata de horas, llego a Les Cafetiers y me siento, por fin, relajado: ahí podría reponerme, recargándome, por un buen rato. En confianza ya con el barista, y pretendiendo tener claro el panorama, le pregunto al joven por la falta tan notoria de cafés de calidad. El barista, amabilísimo, campechano, me dice que no, que pas du tout, y ahí mismo busca papel, lapicera, y lápiz rojo. Me anota en pocos minutos una larga lista de cafés de primera, y subraya en rojo a sus favoritos. Entre los buenos están Slake, Dipploid, Fika, Mowgli, Rakwe, y entre los rojos Mill Factory, Tomé, Placid, Anahera, Loutsa, Bon. Por ahora voy por el tercero de la lista y, por alguna razón, mi corazón me acompaña palpitando, excitado.

La ganadora en Cannes, y un cine que nos hace peores personas. Ayer vi, aquí en Lyon, “Triangle of Sadness,” de Ruben Ostlund, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, 2022. Me pareció una película oportunista y poco interesante, hecha por alguien que no quiere a sus personajes, ni se preocupa por sus destinos, sino que se ríe de ellos: los usa, estratégicamente, como medio de ganar dinero. Un horror. Como ocurría con otros trabajos de Ostlund (la interesante “Fuerza Mayor” o la insoportable “The Square”), la película vuelve a centrarse en las superficiales de vidas de millonarios caprichosos. En este caso, buscando extremar su ya explorada veta, para explotarle algunos últimos restos, la película de Ostlund hace centro en un viaje en crucero dominado por los ultra-rich rusos, y una pareja de influencers, que vive del mundo del modelaje y la moda. El tema, que en lo personal no me interesa en absoluto, podría haberme interesado -como todos- de haber recibido casi cualquier otro trato. Pero no. Película sobre millonarios caprichosos hecha por millonarios caprichosos, el film busca ganar nuestra atención solazándose en las peores facetas del alma humana, de un modo efectista y descomprometido. La película nos muestra y celebra, con cinismo y pretendida mordacidad, las vidas vacuas de los ultra-ricos (rusos, sobre todo) tratándose mal entre sí (se roban, se traicionan, se desinteresan de sus asuntos y problemas, los unos de l os otros), tratando mal al resto (la millonaria rusa ordenando a los trabajadores -muchos inmigrantes pobres- del yate que se metan en el yacuzzi o se arrojen al agua),  abusando del otro cuando pueden (lo mismo los pobres a los ricos, apenas encuentran su chance), en un marco que subraya el mal gusto, lo cutre, lo desagradable, lo pútrido, lo escatológico, lo fétido (pasamos así una media hora de la película entre viendo cómo fluyen y circulan los vómitos y defecaciones de los ultra-ricos). Pareciera, finalmente, lo único que le importa al director es mostrarse como niño malito, como medio para ganar su lugar en el universo cinéfilo. Hay algo ocurre con algunos directores escandinavos contemporáneos (los del Dogma, seguramente, pero mucho más allá: los millonarios del sistema, los hijos del bienestar y la suficiencia) que los lleva a producir en serie estos films sobre la nada, desde la nada, películas calculadas más que pensadas, sin emoción, sin afectos, sin amor, sin alma.